Capítulo 12

Extracto del diario de Patrick Boyd.

Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones.

Sábado, 27 de septiembre de 1873.

Esta mañana en el Imperial se acercó a mi mesa el abogado Luis González, a quien me presentó Muñiz el otro día cuando tropecé con él en la calle de Alcalá, y me dijo: «¿Ha visto lo que viene hoy en la Gaceta? ¡Qué Paul Angulo está entre nosotros otra vez, el pícaro! Y que lo busca el juez».

De modo que el rumor de su presencia en España se va extendiendo.

González se sentó a mi lado y me leí la nota. El titular del juzgado del Congreso que entiende ahora en la causa del asesinato de Prim (José González Martínez) dice que hay motivos para creer que Paul Angulo recorre algunos puntos de la Península, por lo cual le «cita, llama y emplaza» nuevamente y encarga «a todas las Autoridades de la Nación procedan a la prisión de dicho sujeto» y lo pongan a su disposición. El juez describe así al prófugo: «Como de cinco pies cuatro pulgadas de alto, de treinta y cinco años de edad, carnes regulares, color bueno, barba roja, pelo castaño, con algo calvas las entradas, nariz regular, ojos azul claro; usaba gafas unas veces blancas y otras azules, voz bronca».

¿Estará realmente Paul en España? Me cuesta trabajo creerlo. A ver si Mac da pronto con su paradero real. Aunque paradero no es la palabra, pues está claro que Paul no para nunca.

Acabo de leer con lupa el artículo de Roque Barcia que me pasó ayer Muñiz. Es impresionante, muy bien redactado, noble y dolorido. El trabajo de un periodista profesional y yo diría que de un escritor considerable.

A los diez días del magnicidio, cuando ya presidía el gobierno el general Serrano, ¡otra vez el hombre del momento!, se estaban multiplicando las calumnias dirigidas contra el Partido Republicano Federal, acusado por sus adversarios políticos, sin fundamento alguno, de ser el responsable del crimen. Docenas de sus militantes estaban ya en la cárcel. Roque Barcia protesta desde lo más hondo de su alma: ni él ni ninguno de sus correligionarios han tenido nada que ver con el asesinato. ¿Los hombres de El Combate? ¡Jamás! Los hombres de El Combate, insiste, instigaban abiertamente a la lucha armada, a la lucha armada sin disfraz, cara a cara. Los hombres de El Combate podían matar, pero a la luz del sol, nunca alevosa, nocturnamente, por la espalda.

No menciona a Paul Angulo, sin embargo. Es una ausencia que me llama mucho la atención. ¿Omite su nombre por prudencia? Concede, eso sí, la posibilidad de que alguien, dándoselas de republicano, pudiera haber participado en el infame crimen. Si resulta cierto, dice, tendrá toda su execración, pues ningún republicano de verdad se habría ensuciado las manos, ni su partido, con la perpetración de acto tan vil.

Recoge la versión según la cual un amigo íntimo de Prim, no dice quién, al preguntarle al general por la identidad de sus agresores, recibió la contestación tajante: «No lo sé; pero no me matan los republicanos».

También recoge las últimas palabras del héroe, tres días después. El agonizante preguntó a cuántos estaban del mes. Le contestaron que a treinta. «¡El día 30! El rey desembarca y yo me muero. ¡Viva el rey!».

Barcia aporta, hacia el final de su artículo, un recuerdo que me emociona. «Don Juan Prim era mi contrario —dice—. Los lectores saben que más de una vez le he juzgado con severidad, tal vez con dureza. El último escrito en que me ocupaba de su política le fue leído en su propia casa; y después de oírlo sin desplegar los labios, dijo: “Conozco bien que me daña; veo que me lastima; pero ese escrito no es hijo de odio, sino de una fe”».

Casi lo más tremendo del relato, con todo, es el testimonio que publica Barcia de la afligida viuda mexicana del general, que ha dicho que no quiere seguir viviendo en el país donde han matado a su marido. Barcia entiende su grito de dolor y de rabia, pero le ruega que no juzgue a todos los españoles por la vileza de unos cuantos asesinos a sueldo.

Si bien rechaza la posibilidad de la participación de Montpensier en el complot, sin dar sus razones, deja la puerta abierta a otras complicidades en altas esferas de la sociedad. Quizás, sin querer decirlo abiertamente, compartía las sospechas de la viuda de Prim acerca de Serrano.