Capítulo 11

—Antes de la Revolución yo venía mucho aquí, pero ahora menos —le dijo Ricardo Muñiz a Patrick Boyd mientras sorbían su café y observaban por la ventana a la muchedumbre que bajaba y subía por la Carrera de San Jerónimo—. No soy ya tan joven, por desgracia, y el bullicio y el ruido me cansan más. Desde aquí le escribía a menudo a Prim, cuando andaba por Méjico, y le informaba de todo lo que ocurría en España.

Le preguntó a Patrick si había visto La Correspondencia de aquella mañana. Ante su negativa sacó el diario de su cartera y se lo pasó, señalándole un párrafo que había marcado con una cruz en la tercera página. Se trataba de una «noticia» procedente del cantón de Cartagena, donde el famoso diputado republicano Roque Barcia acababa de arengar a las tripulaciones de los buques de guerra rebeldes, que seguían bombardeando la costa y haciéndole la vida imposible al gobierno. «Han llegado aquí algunas personas procedentes de la América del Sur —aseguraba La Correspondencia—. Se dice que entre ellas se encuentra el señor Paul y Angulo».

—¡Otra vez nuestro fuego fatuo revolucionario! —se rio Patrick—. ¡El único español capaz de estar en Inglaterra, América del Sur, París, Madrid, Lisboa y Cartagena al mismo tiempo! ¡Vaya don de ubicuidad! Todavía no tengo noticias de mi diario —añadió—, pero confío en que lo localicen pronto, esté donde esté.

—A propósito de Roque Barcia —dijo Muñiz, volviendo a buscar en su cartera—, tengo aquí algo para usted. Es la relación del asesinato de Prim que publicó diez días después en el periódico La Federación Española, y que luego se reprodujo por todos lados. Se la dejaré luego, cuando hayamos terminado nuestro recorrido.

El hecho de estar el Café de la Iberia tan cerca del Congreso hacía que el famoso establecimiento fuera receptor y transmisor, antes que los propincuos locales de la Puerta del Sol, de lo último que se decía o se decidía, hacía o se deshacía, en el hemiciclo. Con la reciente supresión de las sesiones parlamentarias hasta el 2 de enero, sin embargo, el chismorreo político se había reducido drásticamente. El nombre que más sonaba en las mesas era el de Castelar, ahora investido de poderes casi dictatoriales. ¿Sería capaz de salvar la República?

Desde su primera entrevista con Patrick, y fiel a la palabra dada a Machado Núñez, Muñiz había estado buscando más papeles que pudiesen ser de interés para la investigación del periodista. Ello no constituía una molestia: tenía el proyecto de escribir sus memorias de «La Gloriosa», y no le venía nada mal ir ordenando los muchos materiales acumulados a lo largo de los últimos años.

Había encontrado otro recorte, que ahora sacó de su cartera. Lo extendió sobre el velador de mármol negro. Se trataba de un artículo publicado en el diario madrileño Las Novedades el 29 de diciembre de 1870. Se titulaba: «Las autoridades de Madrid».

—Se lo voy a leer —dijo—. Demuestra que durante las semanas anteriores al crimen todo el mundo hablaba ya de un probable atentado contra Prim… y revela la poca o nula vigilancia que había en torno al Congreso. Creo que le sorprenderá. Escuche:

Hace más de un mes que la mayoría de la población de Madrid estaba esperando en una u otra forma el triste suceso de anteanoche.

¿Quién es el que no ha oído que se pensaba atentar contra la vida de determinadas personas, entre los cuales sonaba siempre en primer término el nombre del general Prim? ¿Quién es el que en conversaciones políticas, en actos públicos, no ha visto diariamente la confirmación de este temor?

Sin embargo, las autoridades de Madrid han dejado abandonado en días de peligro conocido al presidente del Consejo de Ministros, sin que ellos hayan tomado las precauciones que debe haber, no ya para evitar malos crímenes, sino para atender a la seguridad de los vecinos.

Desde el principio del invierno venimos llamando todos los días la atención de la autoridad por el abandono de las calles del Turco y de la Greda, sin que hayamos podido conseguir nada absolutamente. En ellas ha habido casi todos los días riñas, robos, heridas y muertes. Los robos han quedado desconocidos, los agresores han huido impunemente, los heridos han buscado socorro por sí mismos y los muertos han permanecido horas enteras tendidos en la calle.

En todos estos meses ni una sola pareja de Orden Público ha aparecido por estas calles. Lo mismo sucedió anteanoche, con verdadero escándalo de la organización de la policía y de la seguridad de los ciudadanos. Porque, prescindiendo por un momento de la importancia de la persona del presidente del Consejo, y de los motivos que había para temer por su vida, ¿creen nuestros lectores que en alguna capital de Europa se reúnen coches para entorpecer la vía pública y se agrupan en espera hombres armados sin que lo note un individuo de Orden Público? ¿Y que se hacen disparos repetidos y no acude un solo agente de la autoridad? ¿Y que, ocurriendo estos sucesos a las siete y media de la noche, no lo sabe el juez de guardia hasta las diez?

Esto no se ha visto jamás, y con razón indignaba ayer al público, que ve el abandono de su seguridad personal.

Aquí no hay policía desde la Revolución; aquí las autoridades no saben cumplir con su deber; aquí falta toda previsión, toda precaución y toda vigilancia. El presidente del Consejo está expuesto, lo mismo que los demás ciudadanos, a cualquier atentado a mano armada…

—¿No es tremendo? —dijo Muñiz—. ¡Y ello en los alrededores inmediatos del Parlamento de la nación, cuando se hablaba insistentemente de un atentado contra el general en cualquier momento!

Patrick estaba de acuerdo. Sin que tal abandono demostrara complicidad necesaria con quienes planeaban matar a Prim, evidenciaba la absoluta incompetencia de los encargados de Orden Público en Madrid.

—Sí —asintió Muñiz—, empezando con el gobernador civil, Ignacio Rojo Arias.

Muñiz le dejó el recorte para que luego lo copiara y, después de saludar a varios conocidos reunidos en distintas mesas del célebre establecimiento, salió con Boyd a la calle.

Poco después, Carrera de San Jerónimo abajo, penetraron en la pequeña calle de Floridablanca y se pararon delante de la entrada al Congreso. A cada lado de la puerta había un tricornio con retaco.

—De esta puerta salió Prim aquella tarde —dijo Muñiz—, más o menos a las siete, y le esperaban aquí donde estamos sus dos ayudantes, Juan Francisco Moya y Ángel González Nandín, con la berlina. La sesión para fijar la consignación de Amadeo había terminado a las seis y cuarto, y el general, como era su costumbre, se distrajo después algún tiempo hablando con los diputados en los pasillos. Se dice que incluso bromeaba. Parece ser que uno de ellos, García López, un republicano que estaba al tanto de lo que se tramaba, o había oído algo, le suplicó que no fuera al Ministerio de la Guerra por el camino habitual y que, por si acaso, diera un rodeo. —Muñiz señaló el tramo de Floridablanca por donde acababan de venir y añadió—: Si Prim hubiera sido prudente, si hubiera sido dueño del sentido común que se suele atribuir a los catalanes, el seny (era de Reus), habría tomado en serio aquel aviso y salido a la carrera de San Jerónimo, donde tenía dos opciones para dirigirse al Ministerio de la Guerra: bajar al Salón del Prado y subir hacia la Cibeles, o dar la vuelta arriba por Alcalá.

Patrick escudriñaba, imantado, la entrada al Congreso.

—Es escalofriante pensar que salió por esta puerta.

—Lo es. Hay que imaginar la escena, con la espesa nevada que caía. También subieron al coche Sagasta y el subsecretario de la Presidencia, Herreros de Tejada, pero se bajaron unos segundos después. No sé por qué. Tomaron su lugar los ayudantes. ¡Y fíjese, no iban armados! ¿Por qué? Porque el general se lo tenía prohibido. ¡No quería que nadie pensara que él, el héroe de África, pudiera tener miedo!

Avanzaron unos metros más hasta la esquina de Floridablanca con la calle del Sordo.

Muñiz miró por esta hacia arriba, señalando con la mano.

—Se dice que al final de Sordo, en la esquina con Cedaceros, le esperaba un grupo, con un coche de plazas para escaparse, por si acaso subiera por allí. Pero no lo hizo, estaba decidido a seguir la ruta de siempre, es decir a volver a casa por la vía más corta.

—¿Y dónde se bajaron Sagasta y el subsecretario? —preguntó Patrick.

—Yo creo que aquí mismo, donde estamos, en esta esquina.

—El coche pudo haber seguido de frente, por Jovellanos —sugirió Boyd, consultando el plano del barrio que llevaba días estudiando—, y bajado a la calle del Turco por la de la Greda.

—Sí, pero no lo hizo, bajó por aquí, por Sordo; estoy absolutamente convencido de ello, he hablado con mucha gente y todos opinan lo mismo. ¡Sordo a los avisos bajó por Sordo! Lo podrá comprobar usted por sí mismo, de todas maneras, preguntando a los ayudantes. Y al cochero del general. He hablado con él. Se llama Ramón Martínez.

—Es una buena idea —convino Patrick—. Así lo haré.

—¿Le han comentado lo del telégrafo fosfórico?

—¿Cómo? —dijo Patrick.

—Según Roque Barcia, uno de los criminales estaba apostado frente a la entrada al Congreso, encapado. Su misión era encender un fósforo en el momento en que Prim subiera al carruaje. Otro conjurado, igualmente encapado, esperaba aquí donde estamos, o enfrente, e hizo lo mismo. Y así sucesivamente para indicar a los demás cómplices la dirección que tomaba el coche. En el caso de que su destino fuera la calle del Turco, como se preveía, y de no subir por Sordo hasta Cedaceros, que como ves es una distancia bastante corta, se trataría de una cadena de lucecillas para ir advirtiendo a los asesinos que esperaban en la esquina de Alcalá con sus trabucos. ¡Lucecillas funerarias que señalaban el camino de la muerte!

Al llegar al cruce de Sordo con la calle del Turco, Muñiz se paró otra vez.

—Aquí todavía había tiempo para torcer a la derecha y ganar la Carrera de San Jerónimo. Pero no lo hicieron. Y me imagino que otro conjurado encendió un fósforo al ver que seguían por la ruta prevista.

Enfilaron la calle del Turco y se pararon un instante después en la esquina de la misma con la de la Greda.

—Aquí tuvo Prim su última oportunidad —dijo Muñiz—. Si el cochero hubiera visto algo anormal allí al final de la calle, habría podido girar a la derecha y bajar al Prado. Pero no vio nada y siguió. Era como una tragedia griega con desenlace predeterminado.

No tardaron en llegar, en la misma acera, a la alta tapia del jardín del palacio del marqués de Casa Riera.

—Se me ponen los pelos de punta cada vez que vengo por aquí —dijo Muñiz—. Los criminales habían colocado un coche (un coche de plazas) allí enfrente. Al enterarse de que ya venía la berlina de Prim entraron desde Alcalá con otro, que tenían preparado, lo pararon al lado del primero, bloqueando así la calle. Exactamente donde estamos. El cochero no tuvo más remedio que parar.

Muñiz sacó de su cartera el número de La Federación Española que había llevado para Patrick, con el artículo de Roque Barcia.

—Hay que tener en cuenta que la berlina de Prim era muy pequeña, muy frágil. Apenas ofrecía protección. ¡Y los ayudantes sin armas! Le voy a leer lo que dice Barcia en este punto:

Uno, el más audaz de los asesinos, se aproximó al coche, rompió el cristal con la boca de su trabuco y exclamó a media voz: «Prepárate, vas a morir».

Cuando la boca del trabuco rompió el vidrio, el general y el otro ayudante se aplanaron sobre el testero del carruaje.

Un grupo se formó por la izquierda; una voz dijo «¡fuego!», y se oyó la ruidosa detonación de tres trabucos.

Otro grupo se formó por la derecha; otra voz grita «¡fuego!», y se oye una segunda detonación de tres disparos.

—Según Barcia —siguió Muñiz— tuvieron buen cuidado de disparar diagonalmente, para no herirse ellos. Dice que hubo desplegados aquella noche, entre aquí y los otros puntos por los cuales pudiera haber ido Prim, unos veinte hombres, cada uno armado. Insiste sobre la organización que ello suponía, sobre el oro invertido en llevar a cabo un plan tan profundamente meditado.

Y volviendo al periódico, leyó: «Ningún gran crimen nace en la vivienda de un pobre. Los delitos más estupendos son criaturas que ven la luz en casas grandes. Yo estoy seguro, perfectísimamente seguro, de que la ocasión de ese crimen viene de un alcázar».

Muñiz estuvo un rato callado, observando la escena. No había mucha gente en la estrecha calle, pero por Alcalá subía y bajaba un tráfico considerable. Luego, reponiendo el periódico en su cartera, siguió:

—A Prim, como le dije, lo salvó la cota de malla, aunque recibió ocho proyectiles en el hombro izquierdo, el brazo y la mano derecha. A Nandín le destrozaron una mano, que luego los médicos hubieron de amputar. No sé si Moya fue herido, pero creo que no. El cochero tuvo una reacción rapidísima, azuzó a los caballos con el látigo y, forzando el paso, logró salir al galope por en medio de los dos carruajes de los asesinos. Cruzó Alcalá a todo correr, entró en la calle del Barquillo —Muñiz señaló el inicio de la calle al otro lado de Alcalá— y desde allí subió al ministerio por la rampa que hay. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, vamos, en unos segundos.

Muñiz tenía preparadas unas sorpresas para Boyd.

—Vamos a cruzar la calle —dijo, cogiéndole del brazo. Se pararon entre los portales de las dos primeras casas de la misma—. Mire aquí. ¡Se ven todavía los orificios de los balazos!

Era cierto, el muro estaba agujereado por los impactos.

—¡Cáspita! —exclamó Boyd—. ¡No entiendo que no los hayan cubierto!

—Así es España, mi querido amigo —repuso Muñiz—. El vivo al bollo y el muerto al hoyo, ¡y se acabó!

Señaló el portal de la primera casa, la número 1, en la esquina con Alcalá, y siguió:

—Mire, ¿ve la puerta a la izquierda del cajón del portero? Es la entrada privada a una taberna. Se dijo en su momento que algunos de los asesinos habían estado allí antes del crimen, con los trabucos escondidos debajo de las capas, pero no me lo creo. No creo que fuesen a ser tan torpes, para que la gente se fijara en ellos. Sigue el mismo dueño. Se llama Manuel García Llano, es asturiano, buena gente. He hablado varias veces con él. Vamos a ver si está.

Dieron la vuelta a la esquina y entraron en el establecimiento por su puerta principal en la calle de Alcalá. Detrás de la barra del local, bastante humilde, un hombre gordo, de unos cincuenta años, limpiaba vasos. Reconoció enseguida a Muñiz:

—¡Hola don Ricardo! —dijo—. ¡Mucho tiempo! ¿Qué hay de nuevo?

Muñiz le presentó a Boyd, explicando que su amigo conoció al general Prim en Londres y tenía mucho interés en visitar el escenario del crimen. ¿Le importaría contarle lo que vivió aquella noche?

El tabernero salió de detrás de la barra, secándose las manos.

—Yo no puedo añadir nada a lo que ya le he dicho a usted —se excusó, algo incómodo.

Boyd le pidió disculpas por la molestia y le preguntó cuántos años llevaba con el local.

—Ya van cuatro —contestó.

—¿Y los asesinos estuvieron aquí dentro antes del atentado?

—En absoluto, aquí no entraron. Nosotros cenábamos cuando empezó aquello. Y también cuatro carreteros de aquí cerca. Nevaba, hacía muchísimo frío, había poca gente en la calle. Cuando sonaron los tiros nos asustamos mucho y cerramos la puerta a Alcalá. La puerta del portal que da a Turco —el tabernero señaló hacia ella—, sólo la utilizamos nosotros y estaba ya cerrada, por ella no entró ni salió nadie. Nosotros no vimos nada. Luego, cuando ya no oímos más ruido ni nada, volvimos a abrir y salimos a la calle a ver qué había pasado y nos dijeron que unos asesinos habían disparado contra el general. Había ya bastante gente en la calle y todo el mundo hablaba y comentaba.

—¿Y la autoridad?

—¿La autoridad? Nada, tardaron mucho en llegar, yo qué sé, dos horas o más. Todo el barrio estaba muy descuidado entonces, no había agentes de Orden Público. Y sigue casi igual.

«Era cierto, pues —pensó Patrick—, lo que dijo Las Novedades sobre la falta de vigilancia».

—¿Y usted declaró ante el juez? —le preguntó.

—Sí, me detuvieron y me tomaron declaración. Yo le conté todo al juez como se lo estoy contando a usted. Me soltaron al poco tiempo.

Patrick tuvo la sensación de que no les iba a hacer ninguna revelación nueva. Sin duda muchos curiosos le habían preguntado lo mismo.

Después de aceptar el vermú ofrecido por el tabernero, Muñiz y Boyd volvieron sobre sus pasos y se despidieron en la plaza de las Cortes, donde quien había sido íntimo amigo de Prim le pasó al periodista, para copiarlo si quería, el ejemplar de La Federación Española con el artículo de Roque Barcia.

Patrick le agradeció con vehemencia la visita guiada. Ahora tenía una idea mucho más clara de lo ocurrido. Quedaron en verse otra vez después de su entrevista en la cárcel con José López.