Capítulo 3

Desde que le llegara la carta de Antonio Machado Núñez pidiéndole que tuviera la amabilidad de recibir a su amigo Patrick Boyd, Ricardo Muñiz esperaba con gran interés aquella visita. No sólo por tratarse del hijo del joven y generoso irlandés inmolado al lado de Torrijos, sino por la obsesión con el asesinato de Prim que, según el catedrático de Sevilla, no le dejaba en paz, como tampoco a él. Machado Núñez le había puesto al tanto de los encuentros de Boyd con el general en Londres, y rogado que, como íntimo de la víctima, le ayudara con su investigación. Muñiz le había contestado que sí, naturalmente, y que el periodista fuera a verle cuando quisiera.

No había ni día ni hora en que el exmilitar, exconspirador contra Isabel II y enérgico diputado no tuviera presente al insigne compañero con quien había compartido tantas peripecias bélicas y políticas a lo largo de dos décadas. Los responsables de privar a España de su adalid más eminente —en su opinión el único capaz de dirigirla hacia la modernidad, de devolverle su sosiego— no tenían perdón de Dios, fueran quienes fuesen. Muñiz lo tenía claro.

Le atormentaba el recuerdo de una conversación mantenida con Prim a principios de aquel aciago diciembre. El general estaba convencido de que la elección de Amadeo, superada la peligrosa «interinidad» de los dos años transcurridos desde la Revolución, iba a significar el inicio de una nueva era de prosperidad para España. Los Saboya eran la dinastía más liberal de Europa, razonaba, y Amadeo había demostrado su valentía y su inteligencia. Libremente elegido por el Congreso, sería el monarca que necesitaba el país. Y él, Prim, estaría a su lado para garantizar la buena marcha de la empresa. Muñiz estaba de acuerdo en todo.

«El gran mérito que tenemos, Ricardo —le había dicho el general en aquella ocasión—, y por lo que se nos hará justicia más adelante, mal que les pese a nuestros enemigos, es haber encauzado la Revolución. ¿Me entiendes? Haberla encauzado. Haber vencido a los partidos extremos con la libertad y por la libertad».

Luego, después de expresar Muñiz su vigoroso asentimiento, Prim había añadido: «Verás cómo todo se va arreglando, y los espíritus se van calmando, a medida que se vayan convenciendo de su impotencia en el terreno de la fuerza».

El alentador comentario del general había sido provocado por unos ataques extremadamente virulentos contra Amadeo en El Combate. Muñiz había sugerido la posibilidad de amordazar el diario de Paul Angulo en momentos tan delicados, pero Prim no estaba conforme. La Constitución garantizaba la libertad de imprenta, le recordó, y había que tener paciencia con las provocaciones del violento jerezano. Más adelante verían qué hacer con quienes se saliesen de las normas…

Veinte días después el héroe estaba muerto y todos aquellos sueños se habían derrumbado. Amadeo sin Prim no era nada, reflexionó una vez más Muñiz, mientras esperaba la llegada de su invitado. No contaba con los apoyos necesarios, y su situación era ya imposible antes de desembarcar en Cartagena. Desde entonces habían pasado casi tres años y el exrey estaba otra vez en Italia después de su fútil peripecia española.

A todo esto la República, condenada desde su nacimiento al casi inevitable fracaso, seguía incapaz de desvelar la clave del magnicidio de la calle del Turco. Era vergonzoso. Menos mal, pues, que un periodista extranjero —que además, según Machado Núñez, tenía fama de riguroso— estaba empeñado en arrojar luz sobre la autoría del crimen que tanto daño había hecho —y que le continuaba haciendo— al buen nombre de España. Claro que haría todo lo que estuviera en su poder por ayudarle.

A las once de la mañana en punto Boyd llamó a la puerta de la casa donde vivía Muñiz, en la calle de Atocha, a dos pasos de la iglesia de San Sebastián, cuyos alrededores reunían, esta soleada mañana de septiembre, un abigarrado tropel de mendigos.

El encuentro no pudo ser más agradable y estimulante para ambos, y en el despacho de Muñiz, con su acumulación de libros, papeles y recortes de periódicos, hablaron de diversos temas nacionales e internacionales, acostumbrándose el uno al otro, antes de abordar el asunto que les interesaba y preocupaba tanto a los dos.

Fiel a la promesa que le había hecho a Machado Núñez, Muñiz le contó a Boyd lo que sabía de la trágica muerte de su gran amigo. Todo lo fue apuntando el irlandés.

—El 26 de diciembre de 1870 —empezó—, es decir, el día anterior al asesinato, muy temprano por la mañana, llamó a la puerta de mi casa, aquí en la calle de Atocha, el director del diario La Discusión, don Bernardo García, con quien yo tenía, y sigo teniendo, una relación amistosa. El hombre estaba muy agitado, muy nervioso, y me entregó una lista de diez personas que, según me dijo, iban a cometer una tropelía en Madrid inminentemente. No me dijo de dónde procedía la lista, estuvo discreto. A su juicio urgía detenerlos a todos enseguida, y me rogó encarecidamente que, sin perder un segundo, pusiera al tanto a Prim. Miré la lista, vi que la encabezaba José Paul Angulo y deduje al momento que se trataba de atentar contra el general. Fui corriendo al Ministerio de la Guerra, donde tenía Prim su residencia oficial, el palacio de Buenavista, y se la mostré. Reaccionó con indiferencia. Me dijo que recibía cada día una amenaza o varias, que no les hacía nunca caso, que a él no le iba a matar ninguna bala asesina, que, de morir de manera violenta, sería en el campo de batalla, y así. Lo de siempre. Con todo, me pidió que informara del asunto al nuevo gobernador civil de Madrid, Ignacio Rojo Arias, para que procediera a la detención de los sospechosos. Fui inmediatamente a verle y le di la lista.

Patrick anotaba sin decir palabra, convencido de que no había que interrumpir para nada al otro.

Siguió contando Muñiz:

—El general decía siempre que no le iba a matar ninguna bala asesina, como he dicho, pero tomaba la precaución, creo que por la insistencia de su mujer, de llevar una cota de malla debajo de la camisa. Al día siguiente almorcé con él en el ministerio. Luego fuimos juntos al Congreso para el último debate sobre la consignación de Amadeo, que ya navegaba hacia Cartagena. Nada más entrar en el edificio se me acerca otra vez mi amigo Bernardo García, pálido de angustia. Me dice que el gobernador civil no está actuando con la suficiente energía, que apenas hay vigilancia alrededor del Congreso y que sólo uno de los diez sospechosos ha sido detenido. Me preocupó muchísimo aquella información y se lo conté a Prim antes de que empezara el debate. «Habla otra vez con el gobernador civil», me dijo. Lo hice. Le acompañaba el teniente coronel Gregorio Valencia, de la Guardia Civil, el encargado de Orden Público en Madrid. Rojo Arias me aseguró que hacían todo lo posible por prender a los otros de la lista. Pero el hecho es que hubo negligencia flagrante, quizás, no sé, porque Prim les había convencido de que no le pasaría nada, de que era invulnerable.

—¿Y dónde se enteró usted de lo ocurrido?

—En el teatro de la Zarzuela, justo detrás del Congreso. Se interrumpió la representación, me informaron de lo que había pasado y corrí flechado al Ministerio de la Guerra. El teatro, como sabe, está muy cerca de la calle del Turco. Pasé por allí. Estaba llena de gente preguntando, gritando, gesticulando, incluso llorando. Vi los impactos de las balas. Caía una tremenda nevada. Seguí hasta el ministerio y subí corriendo la escalera, que estaba salpicada de la sangre del general. Cuando penetré en su alcoba le curaban las heridas. La cota de malla le había salvado la vida. ¡Y luego lo mataron los médicos, por su ignorancia! Lo que acabó con él fue una infección. Me contó lo que había pasado y me dio las señas del primero que había disparado por la ventanilla de la berlina. Era pequeño de cuerpo, dijo, con barba negra. Y me explicó, nos explicó (estaba a mi lado Juan Moreno Benítez) que había reconocido la voz de Paul Angulo en la calle gritando «¡fuego!».

—¿Moreno Benítez? ¿Quién es?

—Un diputado muy amigo de Prim. Había sido gobernador civil de Madrid unos años antes. Me consta que declaró ante el juez, a los pocos días, que Prim le había dicho que oyó el grito de Paul Angulo en la calle del Turco dando la orden de disparar. Creo que declaró en el mismo sentido el ayudante del general, Moya, que le acompañaba en la berlina. Usted debe hablar con los dos. Y con el otro ayudante, Ángel González Nandín, que también estuvo y que perdió una mano.

Hubo un silencio mientras Boyd apuntaba febrilmente en su cuaderno, consciente de la tremenda importancia de lo que escuchaba.

Muñiz se levantó y trajo de la mesa una caja de puros habanos. Invitó a Boyd a escoger uno y luego seleccionó otro para sí. Patrick tenía la sensación de estar otra vez con Machado Núñez en el rectorado de la Universidad de Sevilla. Mientras el despacho se iba llenando de humo, le preguntó:

—¿Usted está convencido, don Ricardo, de que Paul participó personalmente en el atentado?

Muñiz meditó unos segundos antes de contestar.

—Prim me dijo que había reconocido la voz de Paul dando la orden de disparar. Me lo dijo a mí, que era uno de sus amigos más íntimos. ¿Se pudo equivocar? Cabe la posibilidad, pero no hay que olvidar que Paul tenía una voz muy fuerte, muy característica, que conocía perfectamente el general, vamos, que conocíamos todos. Yo creo, sí, que Paul estuvo en la calle del Turco. Creo que entró en la trama justo al final.

—¿No desde el inicio?

—No, al final. Había sido íntimo de Prim, cuando se preparaba «La Gloriosa», y el general le quería. Con razón, porque era un personaje desde muchos puntos de vista admirable: un revolucionario de verdad, un hombre que no temía a nadie, un considerable orador, un escritor de valía. Pero había un grave problema: Paul esperaba que, una vez conseguida la derrota de la reina, Prim no se opusiera a una solución republicana. Pero se equivocaba de cabo a rabo. Al comprobar que el general seguía siendo monárquico (aunque, eso sí, antiborbónico a rajatabla), se convirtió en uno de sus peores enemigos políticos. Le sentó fatal la Constitución monárquica del 69, y fue uno de los líderes de la sublevación federal aquel octubre.

—Que suprimió Prim.

—Exactamente. Que suprimió Prim y con mano dura… y que luego exilió a sus jefes, Paul entre ellos. Hizo muy mal en amnistiarlos tan pronto, pero así era Prim, generoso. Paul no se lo agradeció nada, desde luego. Regresó a Madrid dispuesto a todo. No sé si usted ha visto El Combate.

Boyd le dijo que sí y le contó su asombro al constatar, en los números que le mostrara Machado Núñez, con cuánta violencia se arremetía allí contra Prim, como si del peor traidor se tratara.

—Pero no sólo allí. Paul había vuelto a ocupar su escaño en el Congreso (era diputado por Jerez), y atacaba al general sin descanso en el hemiciclo con aquella voz tan potente, tan inconfundible. De modo que, cuando gritó la terrible orden en la calle del Turco, don Juan se percató enseguida de que era él.

Muñiz permaneció callado unos segundos.

—Hablando de El Combate —prosiguió luego— me ha recordado otro periodiquillo, casi tan agresivo, que salió brevemente a principios de este año, aquí en Madrid. Echaba la culpa del asesinato de Prim sobre todo a Montpensier y su ayudante, el coronel Felipe Solís Campuzano. Usted debería consultarlo. Se llamaba El Acusador. Su autor era un tal José López, que fue detenido en relación con una tentativa previa contra el general.

—¿Tentativa previa? —preguntó Patrick, intrigado. No había oído hablar antes de tal cosa—. ¿Hubo una tentativa previa?

—Sí, sí, a mediados de noviembre del 70, justo cuando se iba a votar a Amadeo en el Congreso. La policía detuvo a seis o siete individuos. Se comentó bastante en la prensa. —Muñiz se quedó pensativo, tratando de recordar algo. Luego exclamó—: ¡Los tengo!

—¿Qué?

—Los recortes. Soy un adicto a los recortes de prensa, ¿sabe usted? Si veo algo que me interesa y que considero que podría ser útil en el futuro, lo recorto en el acto. Y acabo de recordar que recurrí a mis tijeras cuando los periódicos dieron la noticia de que la policía había desarticulado un complot contra la vida de Prim. Coloqué los recortes en un sobre. ¡Y además sé dónde está!

Se levantó y salió presuroso del despacho. Volvió enseguida con un sobre donde se leía «Tentativa contra Prim, noviembre de 1870».

—¡Aquí está! —dijo exultante, sentándose otra vez—. Vamos a ver qué contiene. —Lo abrió y sacó dos recortes, que se puso a repasar—. Son muy breves. El más interesante es este, ahora lo recuerdo, del diario La Política. Se publicó el martes 15 de noviembre de 1870. Se lo leo:

A última hora hemos sabido que, como presumíamos, no hay una sola palabra de verdad en cuanto se decía acerca del conato de asesinato que se suponía intentado contra el general Prim en la calle de Alcalá.

Lo único que resulta cierto de cuanto se ha dicho es que en la calle del Duque de Alba han sido presos hoy cinco individuos de quienes hace un mes se sospechaba trataban de ejecutar alguna fechoría.

Cuatro de ellos son españoles y uno italiano. Parece que al ser presos se les encontraron revólveres iguales de nueve tiros, y en la habitación donde estaban papeles de importancia y una bomba explosiva.

Patrick había seguido cada palabra, absorto.

—El otro recorte es de El Imparcial del día siguiente, 16 de noviembre de 1870 —dijo Muñiz, escudriñándolo—. Afirma que los presos son nueve y que entre el material recogido hay una bomba Orsini, «una cartera con notas muy importante» y «un indicador de operaciones».

Muñiz repuso los recortes en el sobre.

—Cópielos si quiere en el hotel y luego me los devuelve —dijo, dándoselo a Boyd.

Patrick se lo agradeció calurosamente. Su investigación acababa de dar un paso adelante muy significativo. Resultaba ahora que el plan había sido asesinar a Prim en vísperas de la votación de Amadeo, fijada para el 16 de noviembre de 1870. Y con la evidente finalidad de conseguir que el Congreso, ante el hecho consumado del magnicidio, desistiera de su propósito. Y quizás al mismo tiempo, razonaba, de provocar un golpe de Estado a favor de Montpensier.

—Los recortes no dan los nombres de los detenidos —continuó Muñiz—. Es una pena. No recuerdo si se publicaron en otro periódico. Pero José López fue uno de ellos. Si no me equivoco está todavía en la cárcel. En El Acusador se ufanaba de haberse introducido en la organización de Montpensier, de acuerdo con Prim, para desbaratar, desde dentro, el complot contra el general. Supongo que es posible. Salieron pocos números del periódico. No los tengo, pero a lo mejor los podrá consultar en la Biblioteca Nacional. Contenían mucha información no sólo sobre aquella tentativa sino sobre el crimen definitivo.

—Me interesa muchísimo. Los buscaré enseguida. Le agradezco la recomendación.

Luego, armándose de valor, decidió hacerle a Muñiz una pregunta quizás demasiado comprometedora como para que el íntimo de Prim la contestara con absoluta franqueza.

—A su juicio personal, don Ricardo, ¿quién o quiénes estuvieron en el complot?

Muñiz no respondió enseguida. Reflexionó otra vez, con el puro entre los dedos. Luego, midiendo sus palabras, dijo:

—Quizás no lo sepamos nunca. Mi opinión personal es que hubo una confabulación de varios intereses. Prim tenía muchos enemigos. Estoy convencido de la implicación de Montpensier, eso sí. Era su obsesión ser rey de España, llevaba años conspirando, sobornando a la gente y haciéndose con el control de periódicos. Incluso me parece posible que estuviera detrás de El Combate, por raro que pudiera parecer a primera vista, para provocar a los militares, para contribuir al malestar general. Tenía agentes en todas partes. No le perdonaba a Prim el no haberle nombrado rey, a dedo, una vez derrocada Isabel. Aquello le creó seguramente un rencor que no haría sino ir creciendo con los meses. Quizás calculaba que, si desaparecía don Juan antes de la llegada de Amadeo, todavía le quedaba la posibilidad de salirse con la suya. Lo único que le interesaba, repito, era ser Antonio María I de España. Creo que era capaz de casi todo para conseguirlo.

—¿Y el general Serrano? —preguntó Boyd, recordando lo que le habían dicho los Machado acerca de los montpensieristas sevillanos, que le culpaban unánimemente del asesinato—. ¿Pudo tener algo que ver?

—Es posible, se ha hablado mucho de su complicidad. La llegada de Amadeo suponía para él no sólo perder enseguida el puesto privilegiado que ocupaba como regente (es decir, prácticamente, como jefe de Estado), sino ver a Prim más encumbrado que nunca. Porque, qué duda cabe, Prim iba a ser el hombre fuerte de la nueva monarquía, que era su creación. Iba a ser, con toda seguridad, presidente del gobierno y consejero áulico, digamos, del rey, lo cual habría sido intolerable para Serrano, que es un hombre tan ambicioso como Montpensier. No olvidemos que, como triunfador de Alcolea, se consideraba preeminente. No, no se puede descartar su complicidad, y yo no lo hago. Además, no sé si le han dicho lo de la viuda…

—¿De la viuda de Prim?

—Sí. Lo primero que hizo Amadeo al llegar a Madrid fue ir a la basílica de Atocha, como me imagino sabe, y rezar delante del cadáver del general. Luego visitó a la viuda en el ministerio y le prometió que encontrarían a los culpables. Y ella le respondió: «Pues no tendrá vuestra merced más que buscar a su alrededor». ¡Y Serrano estaba allí! Es tremendo, ¿no? Además, según me han dicho, Prim le había asegurado a su mujer, así como a otros, que los culpables no eran los republicanos.

—Pero ¡usted me acaba de decir que el general oyó la voz de Paul en la calle del Turco dando la orden de disparar! —exclamó Patrick.

—Sí, pero Paul no representaba al partido republicano. Los militantes más exaltados, con Paul a la cabeza, se estaban preparando para sublevarse, eso sí. Ahí está El Combate. Pero el partido como tal, no. Pi y Margall, Salmerón, Castelar… toda el ala moderada del partido estaba en contra de una insurrección armada, que hubiera dado lugar a más sangre derramada. Estaba en contra o dudaba. Quien no dudaba era Paul.

—¿Y dónde voy a poder localizarlo?

—Salió una nota en La Correspondencia el otro día diciendo que acababa de llegar a Madrid, pero no me lo creo —contestó Muñiz—. La Correspondencia trae cada día un montón de pequeñas noticias y de chismorreo político y rumores, cogidos aquí y allí, y no es siempre fiable, al contrario, pero vale la pena tenerlo en cuenta. Aquí todo dios se lo lee. Yo creo que Paul está en Londres, pero tampoco estoy seguro. Es un fuego fatuo, aparece y desaparece, va y viene, se disfraza, se mueve con una agilidad increíble.

—Si está en Londres no tardará en localizarle mi gente.

Muñiz consultó su reloj y, disculpándose, dijo que tenía otro compromiso insoslayable. Sugirió que se volviesen a ver cuando Boyd hubiera leído El Acusador, si es que lo tenían en la Biblioteca Nacional. Y si no, cuando quisiera. Entretanto le buscaría más información en su archivo.

—Por cierto —le indicó en la puerta—, el director de la Biblioteca Nacional es mi amigo Juan Eugenio Hartzenbusch, el autor de Los amantes de Teruel. Es una persona encantadora. Le mandaré una nota anunciando su visita. Le recibirá con todos los honores y le puede ser muy útil.

Patrick le estrechó vigorosamente la mano, dándole las gracias por todo lo que le había dicho y prometiendo mantenerle al corriente de sus pesquisas.

Había valido con creces la pena visitar al gran amigo de la víctima. La investigación iba arrancando con buen pie. Enviaría enseguida un telegrama a Mac con la noticia de la posible llegada de Paul a Londres. Que hiciese allí rápidamente averiguaciones al respecto.