Capítulo 2

Carta de Patrick Boyd a Edward McKinley.

Madrid, Café Imperial, Puerta del Sol.

Miércoles, 17 de septiembre de 1873.

Querido Mac:

Ya estoy en el Hotel de las Cuatro Naciones, que se acaba de mudar a un espléndido edificio nuevo al final de la céntrica calle del Arenal. Cuando vine en 1870 era una fonda, ahora es un hotel muy fashionable. Ambas palabras están de moda en Madrid, así como el término comfort. Hay una auténtica obsesión por estar a la altura de París y Londres, y en algún teatro hasta se ofrecen números de cancán, con el debido escándalo de beatos y reaccionarios.

Te escribo desde mi cercano cuartel general en la Puerta del Sol, el café Imperial, que de todos los que pueblan el meollo de la ciudad es el que me ofrece la mayor cantidad de alicientes. Sus grandes ventanas permiten observar el continuo espectáculo que se desarrolla en esta plaza «solar» tan famosa en los anales del país, espectáculo que no termina de día o de noche (no cierra hasta las dos y media de la madrugada como mínimo).

No puedo olvidar que en este gran teatro de la vida española el pueblo madrileño se cubrió de gloria imperecedera luchando contra los franceses en 1808. Tampoco que, si aquí se leyó la proclamación de la Constitución de Cádiz en 1812, en él también fue quemada la misma a la vuelta del miserable Fernando VII, el responsable luego de la muerte de mi padre.

El Imperial ocupa toda la fachada occidental de la plaza y da también a la calle de Alcalá y a la Carrera de San Jerónimo (donde, más abajo, está el Congreso). El local es inmenso. Y está siempre abarrotado. Aquí se agrupa en tertulias la sociedad madrileña en casi toda su variedad: toreros, políticos, periodistas, músicos, banqueros, agentes de la bolsa; yo qué sé… y los que, sencillamente, «hacen tiempo», entre ellos un montón de cesantes siempre a la espera de un cambio político que les vuelva a dar trabajo. El ruido de la gente discutiendo es indescriptible.

De día, los únicos parroquianos son hombres (a no ser que entre, casi por error, alguna turista francesa o alemana, lo cual siempre provoca jolgorio). A las primeras horas de la noche van llegando grupos familiares, de vez en cuando con alguna hija casadera, con la esperanza de que se fije en ella un «pollo» en condiciones. La consumición de tostadas es algo que hay que ver, me aseguran que Madrid despacha más que todo el resto de España y que el Imperial es la catedral de la especialidad.

Entrada ya de lleno la noche todo el mundo va al teatro, de modo que hay un poco de calma, pero hacia las doce empieza a acudir la clientela galante, la gente del cante, actores y actrices, bailarinas y bastantes individuos de aspecto louche, todos hablando alto, casi gritando, bueno, un verdadero pandemónium. Hay cenas, brindis, convites, discursos. Y todo el mundo opinando sobre política, por supuesto, de si Salmerón, de si Castelar, de si los carlistas, de si los ingleses, de si el cantón de Cartagena… y recetando sus arbitrios para arreglar el país. En fin, un mundo alocado.

Lo que pasa fuera no es para menos. El bullicio es perpetuo. En el centro de la plaza se ha colocado una fuente circular dotada de unos juegos y saltos de agua de gran mérito… pero que no funcionan nunca y son meta de constantes chistes. Hay un enjambre de vehículos de todas clases, desde los humildes simones, coches de punto y tartanas, pasando por góndolas y galerines, hasta el tílburi, el landó, las aristocráticas carretelas y victorias y el faetón último modelo. Todos mezclados con los ómnibus. ¡Piccadilly Circus en versión española, se diría! Además, se acaba de instalar el primer tranvía de la ciudad, que va desde Sol hasta el nuevo barrio de Salamanca, barrio de ricos. (A propósito, he conocido en Sevilla a una marquesa despampanante y ¡republicana!, muy útil para mi trabajo, cuyo marido tiene en dicho barrio un piso).

Hay dos amplias aceras para los peatones, que van y vienen sin parar, una multitud. A las madrileñas les gustan los colores muy vivos. A los hombres los apagados. Y todos charlando y discutiendo sin pausa. Prevenidos, siempre, contra los rateros, que pululan (la gente se queja mucho de la falta de policía y de seguridad pública). El otro día conocí a un mexicano que me dijo que los españoles charlando dan la impresión de que en cualquier instante van a llegar a las manos. «Hablan muy golpeado», me dijo. Me gustó la expresión, lo dice todo: «muy golpeado».

Madrid está creciendo, se derriban tapias y edificios y está en el aire la palabra «ensanche». Es todavía minúsculo comparado con Londres o París —se cruza a pie en media hora—, con una población, según me dicen, de sólo trescientas mil almas en comparación con los casi cuatro millones nuestros, que es una monstruosidad.

Te interesará saber que, gracias a la Revolución, la capital jamás ha tenido tantos periódicos. Veinte, treinta… no sé cuántos exactamente, de todas las tendencias. Ya empezaba cuando estuve en 1870 y ahora es un alud. La gente discute diario en mano y hay que ver las disputas que se producen. Nadie convence a nadie, claro, cada uno se aferra a sus prejuicios. Lo que no se les puede negar a los españoles es su vitalidad, que es de una intensidad que a veces casi da miedo.

Dime enseguida si hay noticias de Paul Angulo. Es imprescindible que le localicemos.

Mañana voy a ver a un gran amigo de Prim, Ricardo Muñiz, que estuvo con él cuando se moría. Creo que me podrá ayudar. Te tendré al corriente