Patrick Boyd y Machado Álvarez se habían citado, para ir juntos a la reunión, en el Patio de Banderas.
Mientras atravesaban el recinto, poblado de naranjos, repasaron animadamente las incidencias de la juerga flamenca. Boyd no le ocultó a su nuevo amigo la impresión que le había causado Araceli. Le rogó que le hablara de su familia, de su historia. ¿Tenía algo de herencia gitana?
—Veo que te ha embrujado —dijo Antonio, sonriendo—. No, no creo que lleve en las venas ni una gota de sangre calé. Es hija de un rico bodeguero de Jerez emparentado con una familia inglesa, por lo de la exportación de vinos. Creo que los Harvey. Cuando era jovencita pasó bastantes temporadas con ellos en Bristol. También estuvo en París. Su gente es conservadora, pero yo diría que por la influencia británica, bastante ancha de miras. Fue educada por las monjas, pero siempre había en casa alguna institutriz inglesa o francesa para contrarrestar tan, digamos, nefasta influencia eclesiástica.
—¿Y el marido?
—¿Benito? No ha hecho en su vida más que vivir de las rentas del marquesado. Su obsesión es Tarteso y tiene una colección arqueológica considerable. Le lleva doce años a Araceli pero se conserva muy bien, ya verás. Además es simpático, aunque, en el fondo, como toda su casta, un redomado reaccionario monárquico.
—¿Monárquico de Montpensier?
—En su momento sí, aunque no sé si ahora. Sé por Araceli que han asistido a fiestas del duque en San Telmo.
—¿Tienen hijos?
—No. Debe de ser penoso para ella. Creo que está bastante aburrida, con una vida social que no le interesa para nada.
Penetraron en el complejo palaciego y se dirigieron hacia el célebre Salón de Embajadores.
Nada más traspasar el umbral del mismo, la voz era inconfundible. En medio de un grupo de damas que le escuchaban embelesadas mientras meneaban sus abanicos, Francisco Mateos Gago explicaba las particularidades de los arcos de herradura triples que comunicaban la sala con las dependencias adyacentes.
—No, no, doña Emilia —insistía, categórico— el arco de herradura no es árabe en origen sino visigodo, se lo aseguro, los árabes lo encontraron aquí en España y se lo apropiaron.
—¡Otra vez nuestro cura y su vasta cultura! —le murmuró Patrick a Machado.
Buscó en vano a Araceli. Fiel a la volubilidad que según Antonio la caracterizaba, ¿habría decidido no acudir?
Gago acababa de darse cuenta de la presencia entre la concurrencia del alto irlandés a quien había servido de cicerone una semana antes. Y de que a su lado estaba el hijo de uno de sus principales adversarios universitarios.
—¡Señor Boyd! —exclamó, dirigiéndose hacia ellos con la mano extendida—. ¡Ya le dije que nos volveríamos a ver pronto! No le busqué en la fonda porque tuve que hacer un pequeño viaje inesperado. —Luego añadió con una sonrisa irónica, mirando a Antonio—: ¡Veo que viene usted muy bien acompañado!
—¿Cómo está usted, don Francisco? —le preguntó Machado Álvarez, afable, capeando la indirecta—. Le hemos estado escuchando. ¡Usted siempre rodeado de hermosas damas!
Gago se permitió otra sonrisa.
—Después de mostrarle al señor Boyd la Capilla Real me estuve preguntando quién podía ser el amigo suyo en Sevilla que le iba a llevar al Coto de Doñana a ver los ánsares. Y tuve una corazonada. ¿Quién, si no mi colega el naturalista, político y férvido republicano don Antonio Machado Núñez? ¡Me complace comprobar que tenía razón!
—Efectivamente, don Francisco —dijo Patrick—. No se me ocurrió decírselo.
En aquel instante llegó Araceli, escoltada por un hombre guapo y atildado bastante mayor que ella. La marquesa ya no era la maja de la noche anterior, magnetizada por el cante de Franconetti y que luego bailó con las gitanas, sino una sofisticada dama de sociedad vestida a la última moda, con traje azul, polisón y un coqueto sombrero adornado de plumas variopintas. Saludó sonriente a Antonio, a Gago y luego a Patrick, mirándole a los ojos mientras le daba la mano.
—Le presento a mi marido —le dijo, volviéndose hacia el marqués—, el marido más tolerante del mundo, que hasta permite a su esposa frecuentar con amigos los cafés cantantes.
El marqués le estrechó la mano a Patrick, observándole con curiosidad, y se inclinó levemente.
—¿Qué alternativa tengo? —terció—. Hoy vivimos en democracia, ¿no es así, don Francisco?, y está permitido que cada uno haga lo que quiera. ¡A este paso pronto les daremos el voto a las mujeres! Araceli no puede vivir sin escuchar a su amigo el serafín Franconetti. ¡Yo por mí prefiero a Gounod!
«Es cierto lo que me dijo Machado Álvarez —pensó Patrick—. El personaje no deja de ser simpático».
—Sé por Antonio y su padre que usted es ornitólogo —le dijo el marqués a Boyd—, y que le van a llevar más adelante a Doñana. Como yo tengo una finca cerca de El Rocío les he dicho que me encantaría que pasaran ustedes una noche con nosotros a su regreso. Incluso a Araceli y a mí nos gustaría acompañarles si podemos.
Boyd le agradeció el detalle.
—Me voy ahora a Madrid —dijo—, pero espero poder volver en noviembre para no faltar a la cita. Desde hace años sueño con Doñana.
—Es un lugar mágico —dijo el marqués—. Y mítico. Tarteso está debajo y un día lo hallaremos.
Gago ya no se pudo contener más.
—El señor Boyd me quiere convencer de que los ánsares de Doñana comen arena en las dunas cada amanecer para poder digerir las castañuelas que son su alimento. No he oído nunca una cosa así.
—Pues es absolutamente cierto —contestó el marqués—. Lo he visto yo mismo. Y si usted quiere, viene con nosotros y lo ve también. Cada amanecer vuelan hasta las dunas desde las marismas, decenas de miles de ellos, a comer arena. Es un espectáculo increíble.
Se hizo de repente un relativo silencio al tomar la palabra el alcaide de los Reales Alcázares, subido a una tarima, para explicar el proyecto de restauración de la grandiosa cúpula mudéjar del salón, la famosa «media naranja», y la campaña que, muy pronto, se iba a inaugurar para la recaudación de los necesarios fondos. Hubo unas breves intervenciones de los asistentes y luego todo el mundo salió al jardín, al cual se accedía por una escalera desde la terraza, donde les esperaba un refrigerio.
Fue la ocasión para otra perorata del canónigo, requerido por el séquito de encopetadas señoras ansiosas de escucharle. Ahora le tocaba discurrir sobre jardinería musulmana: que si el reflejo del paraíso coránico, que si el simbolismo del agua, que si el halago de los cinco sentidos… el catedrático de hebreo y árabe estaba en su elemento.
De acuerdo con lo convenido la noche antes, Antonio, al tanto de la afición del marqués a la caza, le preguntó por las particularidades cinegéticas de su finca en Doñana. ¿Había jabalíes, gamos, conejos? ¿Cómo se prometía la temporada? El ardid tuvo el esperado resultado, y Patrick y Araceli, viendo su oportunidad, se alejaron un poco y se dirigieron, como movidos por un común impulso, hacia una pequeña glorieta cercana en cuyo centro se alzaba un granado con las ramas cargadas de frutas. Mientras extendía la mano para acariciar una de ellas, abierta en roja y jugosa sonrisa, Patrick le murmuró:
—Lo de anoche me ha afectado mucho. Nunca en mi vida he oído nada comparable.
Le iba a decir una galantería, pero se inhibió. Ella le miraba sonriente, invitándole con sus ojos negros y brillantes a que siguiera.
—Me dijo usted que me quería contar algo de Montpensier —le recordó Patrick—, algo que pudiera ser útil para mi investigación sobre el asesinato de Prim.
—Sí. No sé si se lo han dicho los Machado, pero el juez que instruía la causa por el crimen vino a Sevilla y llevó a cabo una indagatoria en San Telmo buscando documentación comprometedora del coronel Solís, el ayudante del duque. Y me imagino que del duque también.
—No, no me lo han dicho. Seguramente se olvidarían.
—Nosotros conocemos a una persona que trabajaba en el palacio y nos dijo que se llevaron algunos papeles. Montpensier no estaba, se había ido ya a Francia. Me imagino que los documentos están en el juzgado de Madrid. Me parecía importante que lo supiera.
—Lo es, muchísimas gracias. ¿Usted me puede poner en contacto con la persona que conocen en San Telmo?
—Ya no está allí pero puedo tratar de localizarlo.
—Magnífico. Y a Solís, ¿ustedes lo trataron?
—Dos o tres veces, antes de que huyera a Londres.
—¿Qué me dice? ¿Huyó a Londres?
—Claro, ¿no lo sabía? Huyó a Londres cuando se enteró de que lo iban a detener. Estuvo allí un año, más o menos. Luego volvió y lo cogieron. Se comentó mucho en la prensa.
—No lo sabía, no, es otra pista importante, muchas gracias. ¿Usted cree que Montpensier estuvo detrás del asesinato?
—Creo que sí, como Antonio y su padre y como mucha gente en Sevilla. Pero, claro, con las espaldas bien cubiertas. O sea, poniendo el dinero pero a través de sus agentes, sobre todo Solís. Trataré de averiguar más cosas. Pero tendré que ir con mucho cuidado, mi marido puede sospechar algo.
—¿Y cómo le cae a usted el duque?
—Le detesto —repuso Araceli—. ¡Es un engreído repelente y, además, con las mujeres se cree un dios!
Gracias a la marquesa Patrick ya tenía unas pistas nuevas. Le rogó que, si encontraba algún dato nuevo, se lo comunicara. Ella le dijo que le escribiría en cuanto tuviera noticias, o que se las comunicaría a través de Antonio. Añadió que si surgía algo importante que quisiera comunicarle, se lo podía hacer a la lista de correos.
—Además —agregó—, Benito ha comprado un piso en Madrid y tendrá que ir pronto allí a arreglar unas escrituras. Creo que le voy a acompañar. Allí nos podremos volver a ver.
Patrick había vuelto a acariciar una de las granadas mientras la escuchaba. Y le iba a explicar que la famosa y mortífera bomba de mano del mismo nombre fue inspirada por la fruta cuando, de repente, apareció a su lado Gago.
—¡Bueno, bueno, de modo que, no contento con ser ornitólogo, usted también es botánico! —exclamó el canónigo con un ademán de disimulada jovialidad.
—Le explicaba a la marquesa —improvisó Patrick— que la granada es la fruta de Afrodita, regalada por la diosa al pueblo de Chipre, tras su nacimiento, allí cerca, entre la espuma del mar.
Araceli sonrió ante la ocurrencia.
—Efectivamente —asintió Gago, mirándole con intención—. Por algo hay quienes mantienen que la famosa manzana bíblica, símbolo del pecado original, fue en realidad una granada.
«No se pierde ni una —pensó Patrick—. Los Machado tienen razón. ¡Qué bicho!».
—De todos modos —dijo Araceli, acariciando a su vez la reluciente fruta— hay que estar de acuerdo en que es hermosísima.
—Su amigo Machado Álvarez me ha dicho que usted se va pasado mañana a Madrid, señor Boyd —dijo Gago, cambiando la dirección de la conversación.
—Así es. Necesito ver a mucha gente allí. Pero dentro de un par de meses volveré… para la cita con los ánsares que usted sabe.
Cuando Machado y Boyd se despidieron de Gago y los marqueses, Patrick notó que Araceli le escrutaba con la misma intensa mirada, acompañada de una sonrisa enigmática, que había desplegado durante la escena del granado. ¡Qué mujer! Desde la muerte de Mary ninguna le había llamado especialmente la atención, hasta el punto de que a veces se preguntaba si sería capaz un día, con el tiempo, de superar su pérdida e iniciar una relación nueva. Pero Araceli era diferente. Entre ellos se había establecido, en unas pocas horas, una corriente de mutua complicidad.
¿Sólo de complicidad?
Se vería. Por el momento lo que importaba era meterse de lleno en la misión que le había traído a España.