Capítulo 15

Diario de Patrick Boyd.

Sevilla, Fonda de Londres.

Sábado, 13 de septiembre de 1873.

¿Por dónde empezar?

Simpatiquísima de verdad me resultó la mujer de Antonio; simpatiquísima, delicada y bonita. Debe de tener siete u ocho años menos que él. Es decir, unos veinte. Viven en un piso de la calle de San Pedro Mártir, cerca de la iglesia de la Magdalena, y juntos parecen la imagen misma de la felicidad.

Le conté que acababa de visitar su iglesia en Triana, y que me había gustado mucho. Se puso muy contenta. Pero cuando Antonio me dijo que su amiga Araceli había prometido acompañarnos al Apolo, creí notar en la expresión de su mujer un ligero ademán de disgusto. Se apresuró a decir que ella no podía ir con nosotros, pues su madre estaba todavía algo indispuesta y la necesitaba.

«¿Qué tendrá contra la marquesa?», pensé yo. No podía concebir que Antonio fuera amigo de una persona que molestara de alguna manera a su joven esposa.

Mientras nos dirigíamos hacia el café, Antonio me confió, no sin orgullo, que se había casado con Ana por lo civil, allí mismo en el apartamento, sin intervención alguna de los curas. Era la demostración, dijo, del profundo cambio operado en la sociedad española desde 1868.

«Si viene abajo la República —pensé—, adiós a los matrimonios civiles. Y a las demás libertades conquistadas».

A las diez de la noche ya nos encontrábamos en el cuarto reservado del café cantante que había puesto a nuestra disposición Silverio Franconetti. Antonio me había dicho en el camino que con Araceli no se podía contar nunca, que iba y venía a su aire, y que igual no llegaba. Confiaba, sin embargo, en que mantendría su palabra. Después de la reacción de Ana, yo ya sentía una viva curiosidad por conocerla. Entretanto pedimos una botella de manzanilla y nos pusimos a escuchar sin gran entusiasmo a los artistas que abajo, en el tablao, empezaban a calentar el ambiente mientras se llenaba la sala. Al poco tiempo las mesas estaban todas ocupadas, yendo y viniendo entre ellas los camareros con botellas de vino.

Noté que unos turistas ingleses miraban a su alrededor algo azorados, como sorprendidos de hallarse allí, el blancor de sus caras contrastando con la morenez de las de los circundantes.

Mi amigo me iba hablando de la vida y milagros de Silverio Franconetti. Resulta que es hijo de un italiano así apellidado y de una muchacha de Alcalá de Guadaira. Aunque nacido en Sevilla, pasó la mayor parte de su infancia en Morón de la Frontera, donde a los diez años, en una fragua, oyó por vez primera los melancólicos cantes de los gitanos. A partir de aquel día no hubo manera de apartarlo de allí. Los padres insistieron en que aprendiera el oficio de sastre con su hermano, que tenía dicha profesión, pero en sus ratos libres volvía siempre a la fragua. Y vino el momento en que, bajo el misterioso embrujo de tan primitiva música, empezó a cantar como los calés.

—Hay una copla que lo explica todo —dijo Antonio. Y canturreó:

Aunque canto a lo gitano

no soy gitanillo, no.

Un año viví con ellos

y er cante se me pegó.

Por aquellas fechas, me siguió contando, un cantaor muy famoso, de nombre El Fillo, se quedó impresionado escuchando al niño Silverio y les aconsejó a los padres de la criatura que le dejasen seguir su inclinación, pues a su juicio tenía facultades extraordinarias para el arte. Cuando la familia se mudó a Sevilla, el prodigio no tardó en hacerse un nombre. Unos años después se fue solo a Madrid y, después, a Buenos Aires y a Montevideo. Hace diez volvió a Sevilla y se empezó a dedicar en cuerpo y alma a lo que ya entendía como su misión en la vida: elevar a la categoría de espectáculo público aquellos tristes cantares que escuchara de niño en la fragua.

Abajo el ruido era ya ensordecedor. Se notaba una creciente excitación en la sala. La gente bebía, hablaba animadamente, miraba hacia el escenario, tocaba las palmas.

En ese instante irrumpió en nuestro cuarto reservado el cantaor. Le dio un gran abrazo a Antonio y a mí me saludó efusivamente. Silverio es un hombre gordo y jovial, de unos cincuenta años, de aspecto pueblerino y estatura mediana, con el pelo muy corto, manos poderosas y, bajo cejas negras densamente pobladas, ojos oscuros y expresivos. Preguntó por «la señora marquesa». Machado le dijo que sin duda llegaría pronto. Se despidió con un «luego nos vemos».

Diez minutos más tarde se abrió la puerta y apareció Araceli.

Me quedé maravillado. Guapísima, opulenta de carnes, morena y sonriente, con abundante pelo negrísimo y más alta que el promedio de las españolas, se había vestido de maja para la ocasión. Le cubría la cabeza y los hombros un manto negro, llevaba un jubón malva con solapas ajustado al talle, mangas ceñidas y una falda roja con volantes.

Calculé que tendría unos treinta años.

Antonio la colmó de elogios. Era evidente que había entre ellos una relación de respeto y genuino cariño.

Lo primero que ella me dijo, después de un apretón de manos y mirándome directamente a los ojos, con desenfado, era que Antonio y su padre le habían hablado mucho de mí, de mis encuentros con Prim en Londres y de mi proyecto de investigar el asesinato del general.

—Haré todo lo posible por ayudarle —me dijo—. A mí también me interesa que se aclare todo.

Llevaba un perfume algo acre que no me era familiar. ¿Sería ámbar? Hablaba con gracia, o, como se suele decir por estos pagos, con salero. Era como la personificación del tópico de la mujer andaluza, con la diferencia de que era real. «¿Por qué se habría casado con un marquesito? ¿Sería por el dinero? Ya me iría informando al respecto», pensé.

Araceli no dudó en beber manzanilla con nosotros. Me preguntó por mi padre y la malhadada expedición de Torrijos, y le dije que acababa de visitar su tumba en Málaga. Sus ojos me hechizaban, sus turgencias bajo el apretado jubón malva me trastornaban. ¡Y su mirada! Empezó a decirme algo de Montpensier pero se tuvo que callar porque, de repente, salió Silverio al escenario con un guitarrista tan moreno que parecía un indio de orillas del Ganges.

Como por arte de magia se hizo en la sala un profundo silencio.

No puedo, es imposible en mi estado de desorientación actual, expresar aquí el efecto que me provocó el cante del maestro. Me acometían tres efluvios a la vez: el del cantaor, el de la presencia de Araceli y el de la manzanilla.

Los cantes giraban casi sin excepción en torno a la desesperación amorosa y a la muerte. En ellos hacía acto de presencia, una y otra vez, la madre, la madre cuya desaparición inspira un llanto incontenible.

Después apunté con la ayuda de Araceli y Antonio una letra que me había producido un escalofrío en todo el cuerpo:

¿Qué quieres tú que yo tenga?

Que te busco y no te encuentro.

¡Me ajoga la pena negra!

«Que te busco y no te encuentro. ¡Me ajoga la pena negra!». No olvidaré mientras viva la emoción de oír esta copla entonada por Silverio en aquella sala abarrotada e impregnada del humo de cigarros puros.

¿Qué es la pena negra? ¿El dolor ancestral del pueblo gitano, siempre perseguido, siempre hostigado, siempre castigado? Creo que sí. Y pensar que hasta hoy desconocía estos cantes que vienen del Oriente más lejano y misterioso. En Europa no creo que haya nada comparable.

En un momento de su actuación, Silverio señaló hacia nosotros y dijo:

—¡Este cante se lo dedico a doña Araceli!

El piropo revelaba que la marquesa era una mujer muy conocida y muy admirada en Sevilla. Decía la letra:

¿Qué tienen tus ojos

que cuando me miras

hasta los huesos que tengo en el cuerpo

todos me los lastiman?

Terminado Silverio, Araceli se levantó, sonriendo de placer, y le mandó un beso con la mano. El público aplaudía a rabiar. Luego una voz gritó:

—¡Silverio, Prim! ¡El general Prim!

Se hizo otra vez el silencio. Franconetti habló con el guitarrista, que, afinado su instrumento, volvió a rasguear. Y arrancó:

Imposible es que sea

español el que, malvao,

así a la patria ha privao

de su más bravo campeón.

Fue el frenesí. Gran parte del público se puso de pie, gritando olés y batiendo las manos, entre ellos los ingleses, que, sin entender nada de lo que pasaba a su alrededor, fueron contagiados por el fervor de la sala. Hubo gritos de «¡Viva Silverio!», «¡Viva La Gloriosa!», «¡Viva Prim!», y hasta de «¡Viva Alcolea!».

Nosotros también nos pusimos de pie, añadiendo nuestros aplausos a la algarabía general.

—¿No te dije que Silverio era de lo más grande? Ahora lo has podido comprobar por ti mismo —me susurró Antonio al oído, muy satisfecho.

Asentí con entusiasmo mientras seguía aplaudiendo.

Contar de manera pormenorizada el resto de la velada me sería imposible. En otra sala más pequeña, después de la actuación, Silverio y su guitarrista, acompañados de dos bailarinas gitanas, interpretaron para nosotros solos, más algún otro privilegiado, unos cantes ya más alegres. La manzanilla fluía a raudales y, en medio de la juerga, se levantó Araceli de un impulso, como inspirada, y se puso a bailar con las calés. Yo tenía los ojos clavados en ella. Cuando se sentó otra vez a mi lado, triunfal, me preguntó en inglés:

Do you like Spain?

—Sí —le contesté y, sorprendido por mi audacia, espoleada por el vino, añadí—: Y también me gusta usted.

Aceptó el cumplido con una sonrisa encantadora.

De repente entendí la reacción de Ana cuando salió a relucir el nombre de Araceli. Es evidente que tiene fama, con o sin razón, de femme fatale.

Salimos del café cantante a las tres de la madrugada. Esperaba en la puerta el coche de la marquesa, que insistió en llevarnos a casa. Iba a mi lado, con Antonio enfrente.

Cuando llegamos delante de la Fonda de Londres me apretó el brazo (sentí como una descarga eléctrica) y me dijo que, antes de que me fuera a Madrid, teníamos que hablar, pues me quería comunicar algo que sabía de Montpensier y que quizás me pudiera ser de interés. Aquella tarde iba a ir con su marido a una recepción, en el Alcázar, de la Comisión de Restauración de Monumentos Históricos y Artísticos. Le preguntó a Antonio si tenía invitación. Dijo que sí y acordamos que me llevaría a mí con él.

—Luego tú, Antonio, entretienes a Benito, y el señor Boyd y yo nos apartamos unos momentos y hablamos del duque.

Así acordado el asunto me despedí de ellos.

Un cuarto de hora después estaba dormido.

Son las doce y media de la mañana y lo de anoche me parece una fantasmagoría: el café cantante de Silverio, con aquella música escalofriante, el frenesí del público y, para colmo, la arrebatadora belleza y la sal de Araceli.

¿Será verdad que la veré otra vez dentro de unas horas? ¿O es que todo ha sido producto de la manzanilla?