Capítulo 14

Diario de Patrick Boyd.

Sevilla, Fonda de Londres.

Jueves, 11 de septiembre de 1873.

Toda la tarde de ayer ordenando mis apuntes. Luego un paseo por Triana. Me apetecía visitar la iglesia de Santa Ana antes de conocer a la mujer de Antonio, a quien me va a presentar esta noche.

La iglesia está al final de la calle Pureza, una de las más bonitas que he visto en mi vida, con el Guadalquivir a tiro de piedra. Antes de penetrar en el edificio estuve hablando un rato con un viejo que se encontraba en la puerta. Me dijo que se conoce como «la catedral de Triana».

Es un templo muy amplio y muy bello. Me senté delante del retablo mayor, protagonizado por una simpática escena doméstica formada por Santa Ana —¡la Abuela de Dios!— y la Virgen, con el Niño Jesús en medio. Me complacía saber que la esposa de mi nuevo amigo había venido al mundo rodeada de tanta hermosura.

Volví al puente de Triana por la orilla del río, disfrutando el pintoresco espectáculo de la otra ribera, con sus barcos, la Maestranza y la Torre del Oro y el incomparable trasfondo de la catedral y la Giralda.

Quería terminar mi paseo echándole un ojo al palacio de las Dueñas, propiedad de los duques de Alba mencionado por Richard Ford en su guía. Se encuentra cerca de la universidad, en medio de un dédalo de calles estrechas. No tenía muchas esperanzas de poder entrar en el recinto. Mi sorpresa fue grande, pues, al descubrir que la cancela estaba abierta.

Me hallé de repente en un jardín maravilloso, encerrado entre altas tapias, que me hizo pensar en el huerto del Cantar de los Cantares: patios, fuentes, cipreses, arbustos exóticos, flores de todos los colores, setos de mirto y hasta un bosque de naranjos y limoneros… ¡un paraíso terrenal!

Me fui paseando lentamente por las veredas. Sentado en un banco de piedra, cerca de un surtidor, había un hombre de cierta edad dibujando. Me saludó y nos presentamos. Se llama Gumersindo Díaz y vive desde hace tres años en el palacio. Me explicó que el actual duque está en el extranjero y arrienda dependencias a personas de su confianza, entre ellas artistas. Me confesó, esbozando una sonrisa, que él se especializa en cementerios y ruinas.

—Tal vez sea porque tengo poca fe en el futuro de nuestro desdichado país —me comentó con acento lúgubre.

Fue el inicio de una breve pero intensa conversación, entre las flores y las fuentes, sobre la situación actual de España. Le expliqué que había venido a Sevilla a ver a mi amigo Antonio Machado Núñez. Lo conocía bien, dijo, y lo admiraba, así como a su hijo, a quien por lo visto siempre aconseja que se mude a las Dueñas con su mujer, sobre todo cuando empiecen a tener familia.

—Para un niño esto sería la gloria —me dijo, no sin razón—. Te despiertan los mirlos, te arrullan durante el día las palomas y te acuestas con los mochuelos. Como si la ciudad no existiera. De nacer aquí sería poeta, artista o músico.

Le dije que le hablaría a Antonio de nuestro encuentro.

—¡Convénzale por favor de que vengan aquí a vivir! —exclamó el pintor de cementerios—. ¡Así me hará compañía y organizaremos juergas, que a mí también me gusta el cante!