¡Con qué orgullo insistía la capital andaluza sobre su mítico origen, atribuido nada menos que a Hércules! Era cierto que por toda la ciudad proliferaba la imagen de la Virgen: la Virgen cariñosa y maternal con el Niño contra el pecho, la Virgen de pie sobre la luna, la Virgen llorando ante la cruz, la Virgen en incontables azulejos y hornacinas. Pero casi tan ubicuas e insistentes eran las referencias al héroe griego, que hasta tenía su propia Alameda, con dos altas columnas romanas yuxtapuestas, una coronada por una estatua del fundador y la otra con una representación del emperador Julio César, a quien se otorgaba el mérito de haber cercado el lugar de fuertes murallas.
Todo ello le llamó mucho la atención a Patrick Boyd.
A la mañana siguiente, camino de la universidad, se detuvo en la plaza de San Francisco, delante de la impresionante fachada plateresca del ayuntamiento, retablo pétreo animado por un apabullante despliegue de figuras mitológicas rodeadas de motivos decorativos finamente esculpidos. Luego se internó en la estrecha calle de Sierpes, entoldada contra los rayos de un sol que, a primeros de septiembre, todavía pegaba fuerte.
Poco a poco se iban abriendo las tiendas: camiserías, zapaterías, perfumerías, relojerías, joyerías, sombrererías, pastelerías y confiterías, lampisterías, sastrerías en abundancia, pasamanerías, peluquerías y barberías, cinco o seis restaurantes, alguna librería y un gabinete fotográfico. No faltaban los cafés, por supuesto, todos ya rebosantes de clientela: el de Emperadores, el Sevillano, el del Correo, el Europeo, el Universal… Bien se apreciaba que Sierpes era el centro de animación mercantil y social de la urbe, donde los ciudadanos afortunados, y los turistas, venían a hacerse con la última novedad. Y a ver y ser vistos.
Al final de la calle, tras admirar en La Campana el escaparate de una sofisticada tienda de ultramarinos, Patrick torció a la derecha, consultando su plano y, después de sortear con la ayuda de algún vecino un laberinto de pasillos dignos de Fez o Tetuán, se encontró a las once en punto delante de la portada de la Universidad Literaria de Sevilla, donde un ujier le indicó que le siguiera.
Anchas escaleras, largos corredores, un espacioso patio porticado. Y silencio: se notaba que todavía no se había iniciado el año académico.
Introducido por el ujier en la antesala del despacho de Machado Núñez, que no había llegado todavía, pudo contemplar un notable San Jerónimo de Lucas Cranach.
No tardó en irrumpir en el aposento el rector. A sus cincuenta y ocho años, Antonio Machado Núñez era la misma personificación de la energía. De mediana estatura —Patrick lo había imaginado más alto—, con pelo undoso, frente ancha, prominente nariz recta, generoso bigote y una desenfadada elegancia en el vestir, lo que más destacaba en su semblante era la mirada penetrante e intensa, la mirada de un hombre de acción que no cejaba ante la necesidad de tomar decisiones, de un hombre seguro de lo que creía y de lo que quería.
—¡Mi querido Patrick! ¡Un año escribiéndonos y por fin cara a cara! —fue lo primero que le dijo, agarrándole la mano y estrechándola con fuerza. Luego siguió—: ¡No sabe usted la emoción que me produce tener aquí delante al hijo de Robert Boyd! Vamos a sentarnos cómodamente y charlar largo y tendido, como los buenos amigos que somos.
Machado le señaló una butaca cerca de la ventana, fue hacia la larga mesa cubierta de libros y revistas y volvió con una caja de puros.
—Me los manda un primo que tengo en Guatemala —dijo, invitándole a que eligiera uno—. No soy hombre de muchos vicios, pero del tabaco no puedo prescindir.
Media hora después era como si llevasen años departiendo juntos.
—Cuando recibí su mensaje desde Gibraltar —dijo Machado— recordé mi última visita al Peñón, en 1868, justo antes de «La Gloriosa». Usted es ornitólogo y yo también. Hace veinte años publiqué un catálogo de las aves de la provincia de Sevilla, no sé si se lo dije o si se lo ha comentado nuestro común amigo Falkland. Pero sobre todo soy de flores, de plantas. La riqueza botánica de Gibraltar es asombrosa.
—Es cierto. Mi padre, es decir, quien creía yo entonces que era mi padre, el coronel O’Casey, era un botanista ferviente, apasionado. A veces le acompañaba en sus excursiones. Y mientras él iba en pos de alguna flor rara yo escrutaba el cielo buscando aves rapaces, que entonces me fascinaban.
—Conocí en la Roca, durante aquella visita, a algunos antropólogos británicos muy simpáticos y visitamos juntos una cueva con restos humanos prehistóricos. Después mantuvimos correspondencia e intercambiamos publicaciones. Admiro profundamente Inglaterra, pese al imperio que a usted, como buen irlandés, tanto le disgusta.
—Tiene razón usted —asintió Patrick—, me disgusta sobremanera. Pero reconozco también las virtudes del pueblo británico.
—En comparación con Inglaterra esta España nuestra de hoy es un manicomio, una casa de orates, de locos. Si va a escribir unos reportajes sobre lo que está pasando aquí, es lo primero que debe entender y tener en cuenta. ¡Un manicomio! ¡Nos hemos vuelto locos del todo!
Se repantigó en su butaca, momentáneamente abstraído. Un rayo de sol amarillento iluminaba las estanterías cargadas de libros y el retrato de una dama corpulenta, de aspecto risueño, que Boyd suponía la esposa del catedrático, Cipriana Álvarez Durán.
—Sé que me quiere preguntar muchas cosas, mi querido amigo —dijo luego Machado—. No hay prisa. Vayamos por partes.
—Hábleme primero, si no le importa —respondió Patrick sacando su librito de apuntes—, del inicio de la Revolución, de la llegada de Prim a Cádiz. Me interesa muchísimo. Algo me ha dicho en sus cartas pero oírlo de su boca será otra cosa.
Machado estuvo meditabundo unos instantes. Luego dijo:
—Nadie que no viviera aquellos días podrá apreciar nunca la emoción, el delirio que se apoderó de nosotros cuando nos llegó la noticia de que Prim y el almirante Topete estaban al frente de los rebeldes en Cádiz. Y que allí habían lanzado una proclama democrática titulada «España con honra». Fue el frenesí. Aquí en Sevilla nos sublevamos al día siguiente. Yo formaba parte de la Junta Revolucionaria. Sevilla tuvo el mérito de ser la segunda ciudad de España en romper las cadenas del despotismo. Luego, cuando nos enteramos de la derrota de las tropas de la reina en Alcolea, fue la apoteosis. Murió mucha gente, de ambos ejércitos. Un día habrá que colocar en el puente un monumento a todos los caídos. —El catedrático se volvió a sumergir en otro breve silencio. Luego siguió—: Sí, somos indudablemente un país de locos. Han pasado cinco años desde la Revolución y no hemos sabido consolidar el régimen de libertades. El asesinato de Prim fue una tragedia atroz, y el reinado de Amadeo, que sólo el general podría haber convertido en éxito, un desastre que acabó forzosamente en abdicación. Y ahora tenemos por fin la República y es otro fracaso. Aquí nadie quiere obedecer órdenes de nadie, nadie se pone de acuerdo con nadie, nadie escucha a nadie y siempre resulta imposible que se aúnen esfuerzos en aras del bien común. ¿El bien común, digo? Es un concepto desconocido. Nadie está dispuesto a sacrificar nada. Estoy desesperado, la verdad.
—Hombre, creo que usted exagera un poco, el país ha avanzado…
—No lo que debiera. En España, mi querido Patrick, sobran las ideas y falta la acción conjunta, concertada, tenaz. Luego, el español no dialoga, se niega a hacerlo. Para dialogar hay que escuchar al otro, dejarle hablar sin interrumpirle y luego retomar sosegadamente la palabra. Pero no, escuchar nos exaspera, somos expertos en monólogos. Aquí lo importante es opinar, con cuanto más ruido mejor. Levantamos mucho la voz, ¿no se ha fijado? Gritamos en vez de razonar tranquilamente, cómo se hace en Francia o en Inglaterra. En España nadie escucha, repito. Y el nivel de analfabetismo es altísimo. Siendo así, ¿cómo podemos tener paz, cómo podemos avanzar, como podemos construir la República? Además, con la Iglesia siempre en contra de todo progreso. ¡Y los carlistas! Hace falta una gigantesca labor cultural, es la única esperanza… pero el tiempo se nos va agotando.
—Es más o menos lo que me dijo el cónsul británico en Málaga —apostilló Patrick.
El catedrático se levantó, nervioso. El hombre de acción necesitaba moverse, si no, reventaba. Luego se sentó otra vez y se inclinó hacia su interlocutor.
—Aquí lo que hace falta, Patrick, es ciencia, ciencia, ciencia. Ciencia contra la incultura, ciencia contra el clero, ciencia contra quienes no quieren que España sea un país avanzado, moderno, libre, europeo. Contra quienes prefieren que el pueblo no piense, no razone. Contra quienes quieren seguir hasta la eternidad con sus privilegios de siempre. No le será difícil —añadió— imaginar la actitud de la Iglesia española ante las revelaciones de Darwin. Y ante quienes en la universidad, como yo, profesamos ahora sin interferencias el evolucionismo.
—En Inglaterra, la resistencia contra las teorías de Darwin también ha sido tremenda. La Iglesia anglicana no es el Vaticano, de acuerdo, pero tampoco se adapta fácilmente a los tiempos nuevos. De modo que no me cuesta ningún trabajo imaginar la reacción aquí.
—Para mí la lectura de El origen de las especies fue una de las experiencias cumbre de mi vida.
—¡Y para mí! —exclamó Boyd—. A menudo sigo hablando de Darwin con Falkland.
—Me afectó profundamente, me confirmó en la fe que ya tenía en las ciencias naturales. Darwin es un gigante, un gigante más peligroso para la Iglesia que Voltaire, Rousseau y todos los enciclopedistas juntos. Porque nos insta a cuestionar sus dogmas, a investigar, a pensar por nosotros mismos. Con aquel libro implacable en la calle los curas se quedaron huérfanos, de la noche a la mañana, de su Paraíso, de Adán y Eva, de la serpiente y del pecado original. Y sin embargo, el hecho de que su Dios optara por la vía evolucionista en vez de crear al hombre desde la nada no tiene por qué ser un problema tan grave. Si Dios es omnipotente, como dicen, puede hacer lo que le dé la real gana, ¿no?, y hasta organizar las cosas para que el hombre descienda de un mono.
Los dos hombres se rieron. Raras veces en su vida se había sentido Patrick tan a gusto hablando con otra persona.
—A mí me enviaron el libro desde Londres —dijo Machado—, y lo devoré enseguida, con la ayuda de un diccionario de vez en cuando, claro, porque mi inglés no es como mi francés, aunque me defiendo. Nunca olvidaré aquella lectura. Pero volviendo a «La Gloriosa», usted no puede tener ni idea de lo que fue la vida de este país antes, porque vino la primera vez después de la Revolución, ¿no?
—Sí, en marzo de 1870, cuando fui a Madrid a ver a Prim.
—El ambiente no tenía nada que ver entonces con el de antes. Pero nada. Había desaparecido como por magia el terror, y de repente se publicaban periódicos de todas las tendencias. Hay que recordar que durante los últimos años de «esa señora» (así llamábamos todos a Isabel) había en la corte una degradación, una corrupción y una superstición nunca vistas. Se lo aseguro. La reina nombraba ministros a dedo, los echaba, los reponía, regalaba títulos a sus amantes. Era público y notorio que el pobre Francisco de Asís de Borbón, su marido, era invertido, y que Isabel le había puesto mil veces los cuernos. Su única política era la de la alcoba y de la capilla privada.
—¡Y luego su camarilla! —exclamó Patrick—. ¡La gente que la rodeaba!
—¡Mala hija de mal padre, absolutamente dominada por aquel repelente cura Claret, con su vil manual para confesores, y por la no menos repugnante sor Patrocinio, la de las llagas y los vuelos nocturnos! ¡Consorcios ambos del diablo! Y como usted dice, su camarilla, todos atentos a sus propios intereses y nada más. Aquella España, ¡estoy hablando de hace sólo cinco años!, era, además, un inmenso presidio.
—Y con el libro como su enemigo número uno.
—Por supuesto. Aquí lo primero que hacen siempre los enemigos de la cultura y del pueblo es destruir libros.
Llamaron a la puerta y entró el mismo ujier de antes llevando una bandeja con refrescos. En el lapso de la conversación, Patrick se levantó para examinar el cuadro de la dama corpulenta.
—Es mi señora —explicó Machado—. Es un autorretrato, le encanta pintar cuando no está con sus menesteres de la casa. Y con sus investigaciones sobre la cultura popular, que es su pasión.
Luego fue, otra vez, el darle vueltas a la Revolución.
—El régimen de Isabel llegó a ser tan agobiante —siguió el catedrático— que era como si nada hubiera cambiado desde los peores tiempos de Fernando VII. De tal padre tal astilla. No se podía continuar así.
—Es decir, que la determinación de acabar sin más demora con el régimen estaba ya generalizada.
—Sí, absolutamente. Había que levantarse contra aquella tiranía, contra aquella vergüenza, que ya era intolerable, en eso estábamos de acuerdo todos los que amábamos la libertad y nos sentíamos herederos, de alguna manera, del espíritu de la Constitución de Cádiz, de Riego, de Torrijos… ¡de su padre! Los monárquicos moderados también estaban hartos de Isabel. Lo que ellos querían era una monarquía constitucional que garantizara las libertades fundamentales de los españoles.
—Y Prim, claro, encarnaba a aquellos moderados.
—Sí, sí. Prim no estaba en contra de la monarquía en sí, estaba en contra de Isabel II, a quien, con razón, consideraba un desastre para la institución monárquica, para España y para las relaciones de España con el mundo exterior. Prim era monárquico y había servido antes a Isabel, pero ya no aguantaba más. Y tenía dos cosas muy claras. Primero, que derrotada la reina no habría nunca más sobre el trono español un Borbón, por lo menos viviendo él. Y segundo, que no sería él quien decidiera sobre la forma de gobierno que nos rigiera a partir de entonces. No, decidirían los representantes del pueblo reunidos en unas Cortes Constituyentes.
—Y allí empezó el problema con Montpensier…
—Exactamente.
Machado Núñez se levantó otra vez, nervioso, y estuvo unos minutos contemplando el patio de la universidad desde la ventana. Luego se volvió a sentar y siguió explicando:
—Nuestro amado duque y vecino se desvivía por ser rey, por ser el rey Antonio María I de España. Creía tener más derecho que nadie a serlo: por haber puesto su fortuna al servicio de Prim y la Revolución, por ser hijo de un rey de Francia, aunque depuesto y exiliado, por haber reñido con su cuñada Isabel. Como usted sabe, está casado con su hermana.
—Sí, sí. Si no recuerdo mal, hubo un matrimonio doble el mismo día, acordado por Francia e Inglaterra: Isabel con el pobre Francisco de Asís de Borbón y Montpensier con la hermana de aquella, María Luisa Fernanda.
—Así fue. Bueno, Montpensier quería ser rey de la nueva España y quería serlo ya, sin demora, enseguida. Y si Prim lo hubiera deseado, no me cabe la menor duda de que lo habría sentado en el trono nada más conseguida la victoria de Alcolea. Además, Montpensier era el candidato del almirante Topete. Y este tenía mucho peso, mucho. Pero Prim dijo que no. Y era el gran hombre del momento, el general español más admirado aquí y fuera y quien más había trabajado a favor del derrocamiento de Isabel. Prim dijo «que no, que no, que en absoluto, ¡qué no!», que lo primero que había que hacer era convocar Cortes Constituyentes y que los representantes del pueblo decidiesen el asunto con su voto. Y así se hizo. A mi juicio tenía toda la razón. Sólo así se podía proceder democráticamente.
—Sin duda —repuso Patrick—. Fue la decisión correcta.
—Acabaron vilmente con el hombre que podía haber salvado a España —siguió Machado—, el hombre que durante veintiséis meses puso freno a los violentos y trabajó por la creación de una monarquía constitucional, moderna, democrática, que hiciera posible el progreso de los españoles basado en la convivencia.
—Y todo vino abajo aquella nefasta noche de diciembre.
—Todo. Prim era popularísimo, el hombre más popular del país y el más poderoso. El hombre del siglo. No había nadie en España que no estuviera al tanto de su bravura en el campo de batalla, en África, en Tetuán. Gozaba de un prestigio extraordinario como militar y como político. Tenía dotes de mando únicos y era valiente, siempre en primera línea. Había salido ileso de muchas escaramuzas y decía que «la bala que a mí me mata no ha sido inventada». ¡Se creía invulnerable, el pobre! ¡Y sus soldados y oficiales también lo creían! ¡Y el pueblo! Solía decir, además: «España no es tierra de asesinos». Pero se equivocaba.
—Me imagino, sin embargo, que veía el peligro muy real de Montpensier —dijo Patrick.
—Claro. El duque se las daba de hombre de progreso, pero Prim sabía que lo que le movía sobre todo era una ambición mezquina y desmesurada. Creo sinceramente que Montpensier nunca le perdonó a Prim aquel plante. Y que juró vengarse.
—Y aquí lo tienen ustedes al lado.
—Sí, aquí y en Sanlúcar de Barrameda, donde también posee un palacio. Está ahora en Francia. Él no se mezcla para nada ni con el pueblo ni, por supuesto, con los que estamos luchando por la supervivencia de la República. Lo que él quiere es su fracaso.
—¿Usted cree, pues, que financió el asesinato?
—Sí, mi opinión es que mataron a Prim con la esperanza de que Amadeo, al enterarse de lo ocurrido, no saliera de Italia, y que Montpensier, quizás apoyado por otros, financió la operación con el propósito de provocar una sublevación y de acceder él mismo al trono como salvador de la nación. Pero no pudo ser, claro. Amadeo ya había embarcado en La Spezia. Además, consumado el atentado, Prim tuvo tiempo para cursar las órdenes necesarias. Y Topete, pese a ser gran amigo de Montpensier, fue a Cartagena a recibir al rey. La participación del duque en la trama criminal no se ha podido demostrar todavía, pero la justicia sigue trabajando. Si la República prevalece, todo se sabrá. Y si hay restauración borbónica, ¡nunca!
—¡Pero la República tiene que prevalecer! —exclamó Patrick—. Si no lo consigue volverán los curas con aún más fuerza, se abolirá la libertad de imprenta, se cerrarán los periódicos de la oposición, se echará a los catedráticos no afectos… Los reaccionarios se consideran propietarios de España por disposición divina, es evidente, y opinan que ustedes los republicanos son usurpadores. ¡Les pondrán a todos otra vez en la cárcel!
—¡Calle usted, calle usted! —repuso Machado, volviéndose a levantar y dando rápidos pasos alrededor del despacho—. El fanatismo tiene entre nosotros una fuerza atroz, Patrick, viene desde hace siglos atrás, de Fernando e Isabel, de la Contrarreforma y de la Inquisición. De cuando echaron a los judíos y a los moriscos e impusieron con todo tipo de amenazas la ortodoxia católica. Cada español es un fanático en realidad o en potencia. ¡Yo mismo, con mi sangre jacobina! Y ante cualquier provocación somos capaces de cometer un atropello. Es que nos han hecho así. Si vuelven los Borbones será más de lo mismo, tiene usted razón, un desastre, y veremos otra vez a los curas enroscados como serpientes al tronco del poder. Hacia allí vamos encaminados. La República lleva sólo nueve meses de vida y, con la renuncia de Salmerón, ya estamos con Castelar, el cuarto presidente del Poder Ejecutivo.
—Leí ayer en El Porvenir que Salmerón dimitió porque se negaba a firmar una sentencia de muerte.
—Lo creo, él es así. Pero ¡se imagina, dimitir en estos momentos de tanto peligro! Estamos embarcados en un suicidio colectivo. No hacemos más que ir de crisis en crisis y todavía estamos sin Constitución republicana. Es una locura. Por cierto, ¿sabe usted que Mariano José de Larra definió España como «nueva Penélope que no hace sino tejer y destejer»?
—No, no lo sabía —contestó Patrick, apuntando la frase en su cuaderno. Luego, después de reflexionar, añadió—: Es una comparación tremenda, desde luego. Pero con una diferencia. Penélope, que siempre confiaba en la vuelta de Ulises a Ítaca, decía a sus múltiples pretendientes, que infestaban el palacio, que una vez terminado su tapiz decidiría entre ellos. Luego, cada noche, deshacía su trabajo… para empezar de nuevo por la mañana. Es decir, su procedimiento tenía una finalidad concreta, que era ganar tiempo. Pero al parecer, según Larra, y según usted, el constante hacer y deshacer español no tiene finalidad alguna.
—Así es, ninguna —confirmó Machado—. Consiste únicamente en deshacer, en destruir lo que han hecho los demás sin proponer nada en su lugar. Es pura iconoclasia. La destrucción por la destrucción. Y así no se puede crear un país. No sé si Castelar será capaz de sacarnos las castañas del fuego. Es un orador maravilloso que sabe arrastrar a las muchedumbres, y un gran escritor, pero creo que en el fondo es un carácter débil. Además, es vanidoso. No sé hasta qué punto va a poder con este caos. A veces pienso que los intelectuales no deben ser políticos; no saben dirigir, sólo saben teorizar. Temo lo peor. El país se está despedazando literalmente, entre unos y otros. Lo de los cantones ha sido tremendo.
—Y sigue el de Cartagena. El Porvenir trae la noticia de que allí se han constituido en ¡«gobierno provisional de la Federación Española»!
—Sí, sí, empezaron en julio y siguen. ¿Sabe que incluso han declarado la guerra al Imperio alemán, por un incidente con un barco? Pues sí. Es una farsa y puede crearnos problemas internacionales. Salmerón ha dicho que son unos piratas. Han montado un pequeño estado independiente, con Comité de Salud Pública, Tesorería y Generalísimo de los Ejércitos de Mar y Tierra. Todo sin un duro, por supuesto, pero ello no es un problema. ¡Van a acuñar su propia moneda!
—Y tienen la escuadra.
—Sí, y dicen que en poco tiempo «conquistarán» toda la costa andaluza y levantina para la causa federal. ¡A la toma de Alicante, de Almería! Por cierto, han nombrado presidente a Roque Barcia, no sé si sabe quién es, un diputado republicano federalista que estuvo encarcelado durante unos meses en relación con la muerte de Prim, pero no tuvo nada que ver con ella y lo soltaron. Es un tipo raro que le podría contar muchas cosas, ¡aunque no le recomiendo que se meta en Cartagena ahora!
Patrick, que a lo largo de la conversación no había dejado de tomar notas, deseaba conocer la opinión del catedrático acerca del movimiento federalista.
Machado Núñez meditó unos segundos antes de contestar.
—La idea fundamental es acabar de una vez con el centralismo madrileño, que nos tiene asfixiados —dijo—. Quien más ha teorizado sobre el federalismo es Pi y Margall. Pero una cosa es la idea, que puede ser hermosa, que yo creo que es hermosa, y otra la dura, la durísima realidad española.
—Entre dicho y hecho buen trecho…
—En este caso un trecho considerable. He llegado a la conclusión de que España no está preparada todavía para una organización federal, no existe ni la estabilidad ni la experiencia necesaria. Aquí en Sevilla hemos tenido tremendos disturbios. Algo le dije al respecto en una de mis cartas. Se declaró cantón cuando abdicó Amadeo, hubo varios motines y el gobierno mandó al general Pavía con una columna. ¡Al general que perdió en Alcolea, ¿se imagina?! Si hubiera llegado usted en julio habría presenciado el último enfrentamiento, en la fábrica de tabaco. Hubo muertos. Fue tremendo.
Llamaron a la puerta y entró otra vez el ujier para entregarle a Machado unos papeles. El catedrático consultó su reloj.
—Las doce y media, casi se me olvidaba —se disculpó—. Tengo una reunión con el claustro. Bueno, ya sabe usted, le esperamos en mi casa a las dos y media. A mi esposa y a mi hijo les encantará conocerle.
—Y a mí conocerles a ellos. Muchísimas gracias, don Antonio.
—Se llevarán bien, seguramente. Además, como yo y como usted, mi mujer es amante de la naturaleza, le encantan las flores y los animales. A veces me acompaña en mis excursiones. En cuanto a mi hijo, es un fanático de la cultura popular, como su madre. No faltarán temas de conversación. Usted sabe dónde vivimos, Palmas, 9, a dos pasos de la plaza del Duque de la Victoria.
—Sí, sí, muchas gracias otra vez. Allí estaré, con puntualidad británica.
—Le recomiendo que entretanto se dé una vuelta. Yo, en su lugar, empezaría con el río, con nuestro maravilloso Guadalquivir.
Machado Núñez recogió sus documentos. Ya en la puerta de la antesala extendió la mano:
—¡Bienvenido a Sevilla, mi querido amigo! ¡Qué la disfrute!
A continuación aquel torbellino de energía y pasión se dirigió rápidamente al fondo de un pasillo y, doblando la esquina, desapareció de la vista.