Capítulo 7

El domingo 7 de septiembre de 1873, a eso de las dos de la tarde, el tren, bordeando la ribera izquierda del Guadalquivir, llegó a las afueras de la capital andaluza. Se apoderó entonces de los viajeros extranjeros —no tanto de los españoles— una intensa excitación, a la cual Boyd en absoluto se podía sentir ajeno. «Quién no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla», ¿no lo proclamaba así la copla que recogían todos los libros?

El ómnibus de la Fonda de Londres, donde el periodista había reservado por telegrama una habitación, esperaba a sus clientes en la estación. Eran pocos —un matrimonio alemán y dos parejas francesas—, y al cabo de unos instantes, debidamente colocadas las maletas y otras pertenencias de los pasajeros, el vehículo transitaba hacia la plaza Nueva.

La Fonda de Londres, que ocupaba casi todo el lado oeste de la plaza, era el establecimiento preferido de los británicos que llegaban a Sevilla. Un anuncio insertado en la Guía de Sevilla para 1873 —que Machado había enviado amablemente a Boyd unos meses atrás— aseguraba que allí no echarían nada de menos los turistas más exigentes, y que el establecimiento, que contaba entre su distinguida clientela a un Rothschild, ofrecía a sus huéspedes un comfort y un ambiente fashionable sin parangón en la ciudad.

La habitación de Boyd daba a la plaza, dominada, justo enfrente, por el ayuntamiento. Una cómoda butaca invitaba a leer, y para los menesteres epistolares había una mesa con lámpara para su uso nocturno. Abajo, en la primera planta, un salón espacioso ponía a disposición de los clientes una selección de periódicos tanto locales y madrileños como extranjeros, y no faltaba un comedor elegante. Patrick se sintió enseguida a gusto. Además la oficina de telégrafos se situaba no lejos, al final de la calle de Sierpes, donde, según le aseguró el gerente, se pavoneaba cada tarde, cuando hacía buen tiempo, la flor y nata de la sociedad sevillana.

Nada más llegar a la fonda, la misma persona le había entregado un sobre. Era un mensaje de Machado. Le daba la bienvenida a la ciudad y confirmaba que le estaría esperando en el rectorado de la universidad a las once de la mañana siguiente.

Terminaba con una afectuosa invitación para comer con él y su familia después del encuentro.

Tras ordenar sus cosas y almorzar, Patrick se echó sobre la cama e, invadido por una irresistible somnolencia —hacía mucho calor— durmió profundamente dos horas.