Diario de Patrick Boyd.
Málaga, Hotel Hernán Cortés.
Jueves, 4 de septiembre de 1873.
¡Qué alivio haberme escapado del presidio gibraltareño! Y qué estupendo el breve trayecto marino, con sus bonitas vistas de la costa andaluza, acurrucada al pie de interminables montañas calcinadas por el sol y, al fondo, dominándolo todo, la majestuosa y altísima cumbre de Sierra Nevada.
Hacía una tarde espléndida, apenas se movía el mar, apenas transitaba por el cielo una nube.
A mitad de la travesía me sentí impelido, irresistiblemente, a releer la carta de despedida de mi padre. Al sacarla de la carpeta, recordé la emoción con que la recibí de manos de mi madre poco antes de su muerte, cuando me contó por primera vez la verdad de mi alumbramiento:
Málaga, 11 de diciembre de 1831
Mi adorada Mercedes, mi luz, mi vida, prepárate.
Todo está perdido. Estamos en capilla. Hemos sido traicionados. No pudimos llegar a nuestro destino, que, como sabes, era Vélez Málaga. Nos esperaba un buque de guerra en Punta de Calaburras, avisado por un traidor, y tuvimos que desembarcar cerca de Fuengirola y huir hacia el interior. Torrijos estaba todavía convencido de que, al difundirse la noticia de nuestra presencia cerca de Málaga, nos secundaría —como se nos había asegurado— la guarnición. ¡Vana esperanza! En Mijas las milicias nos recibieron a balazos. Cruzamos la sierra a marchas forzadas y llegamos a Alhaurín de la Torre. Allí caímos en una trampa y nos apresaron. Fue inútil la resistencia, eran muchos y estábamos muy cansados y muy mal armados. Nos condujeron aquí a Málaga y nos encerraron en este convento de frailes carmelitas.
Te escribo a vuelapluma. Dentro de algunas horas vamos a ser ajusticiados sin piedad por haber querido sacudir el cruel yugo que oprime el cuello del desafortunado pueblo español.
El gobernador, el general Vicente González Moreno, dirigió personalmente nuestra persecución. Tiene fama de carnicero. Torrijos luchó a sus órdenes unos años atrás y sabe cómo es. Dicen que en 1808, durante la guerra contra Napoleón, masacró en Valencia a seiscientos ciudadanos franceses. No sabemos por qué no nos mató a todos allí mismo en Alhaurín de la Torre. Habría sido lo normal. La bestia, mal rayo le parta, envió enseguida un recado a Madrid, y el rey Fernando, implacable como siempre con sus enemigos, ha rechazado el indulto. Hoy llegó su respuesta. Ha firmado él mismo nuestra sentencia de muerte. Todos sin excepción seremos pasados por las armas, incluso un muchacho que se juntó con nosotros y que no tenía nada que ver con la empresa. No ha venido a verme el cónsul, William Mark. Quizás le fue denegado el permiso. Me imagino que desaprueba mi participación, de todas maneras, en esta malograda aventura contra un régimen, al fin y al cabo, aliado. Dicen que es excelente persona. No sé si ha pedido para mí el indulto. Aunque así fuera me negaría a aceptarlo por el único hecho de ser súbdito británico, y abandonar así a mis cincuenta amigos del alma. ¡Nunca! ¡Con mi honor por los suelos! Sabía perfectamente el peligro que asumía al meterme en este asunto y no tengo más opción que aceptar las consecuencias de mis actos.
Me creo capaz de afrontar la muerte con dignidad, pero lloro por Torrijos y los demás. Pusieron su vida al servicio de la libertad de su malhadado país y ahora la van a perder. Lloro por ellos y por sus familias, sus mujeres, sus hijos, sus amantes. Lloro por España. ¡Con qué ilusión salimos de Inglaterra y luego de Gibraltar! ¡Con qué orgullo! ¡Y ahora esto!
Tal vez venga todavía a verme Mark. Si no, uno de los frailes me ha dado su palabra de honor de que le entregará esta carta. Mark se sentirá en la obligación, seguramente, de hacértela llegar. Tengo que creerlo.
Mercedes de mi alma, nunca pensé, ni en mis más extravagantes sueños, que pudiera un día tener a una compañera como tú, tan bella, tan inteligente, tan buena. Los meses que hemos estado juntos desde aquel mágico encuentro en el Peñón me han llenado de felicidad. Me horroriza la idea de no poder casarme contigo, de nunca más tenerte entre mis brazos, de nunca más pasear por la Alameda contigo de la mano. Cuando conocí a Torrijos en Londres y me infundió su pasión por la libertad de España (a mí, a Tennyson, a Carlyle y a tantos más); cuando me hablaba de la esperanza que en su momento representaron para la causa las Cortes de Cádiz, esperanza luego hundida por la vuelta del rey felón; cuando evocó ante mis ojos la hazaña de su amigo Riego en 1820, y del júbilo de aquellos tres años liberales, arruinados por los malditos franceses y la reposición otra vez de Fernando sobre el trono del absolutismo… comprendí que tenía la obligación de ofrecer mi fortuna y mi vida para la salvación de España. Lo que no podía saber era que una consecuencia de aquella decisión iba a ser conocerte a ti y merecer tu amor.
Necesito ser fuerte, no debo desfallecer. Mis compañeros, los que así lo desean, están siendo confesados por los carmelitas. No tengo tal consuelo. Tampoco lo deseo. No creo en el Dios bíblico y tampoco en Cristo, como tú bien sabes, aunque su mensaje de amor al prójimo me parece sublime. Cuando venga el momento pensaré en ti, sólo en ti, mi Mercedes, mi vida. Y en el niño nuestro, o niña, que llevas en las entrañas y a quien yo deseo, como a ti, todas las bienandanzas del mundo.
Me han dicho que Mark acaba de inaugurar el cementerio inglés de Málaga, cerca del mar. Antes enterraban a los no católicos, protestantes y demás herejes e infieles en la playa, por la noche, para que las olas se los llevaran (o los perros se los comiesen). Pero ya terminó trato tan ignominioso y parece decisión del destino que yo sea el primer inquilino del nuevo camposanto.
Mercedes mía, sé que tú me llorarás amargamente. Pero eres joven y hermosa, ¡sólo veintitrés años!, y el tiempo todo lo curará. Te casarás con otro, y yo, cuando me recuerdes, seré como un querido hermano mayor muerto a destiempo. En mi testamento está todo previsto. Puedes confiar absolutamente en Webster, es de los nuestros y no te fallará. Deseo que seas feliz y te ruego, es lo único que te pido, que, con el paso de los años, no te olvides enteramente del loco pelirrojo irlandés que tanto te amaba y que hubiera querido pasar el resto de su vida contigo, buscando aventuras y quizás deshaciendo algún entuerto por esos mares de Dios.
¡Ah, eso también, que en su momento sepa nuestro retoño quién fue su progenitor! ¡Qué le produzca orgullo llevar sangre mía en las venas!
Vendrán pronto a por nosotros, tengo que dejar de escribir.
Mi amor, mi vida, te estrecho contra mi corazón.
Eternamente, tu Roberto.
Como siempre, al releer la carta, me sentí invadido de una profunda tristeza. Y, mirando ahora la costa malagueña, más que nunca. Estábamos a pocas millas del litoral y se veía con claridad la Punta de Calaburras, que me señaló un comerciante de Almería. Saqué mi telescopio para verla aún mejor. «De modo que fue por aquí, más o menos —pensé—, donde salió al encuentro de los héroes aquel buque, iniciando así la debacle». Me estremeció —y me estremece mientras escribo— imaginar su desaliento al darse cuenta de que las autoridades fernandinas conocían sus planes y les esperaban, armados hasta los dientes.
Una hora después, cuando ya oscurecía, fondeamos en el puerto de Málaga y me vine derecho a este hotel, por cierto no muy cómodo, donde ahora apunto todo esto.