Diario de Patrick Boyd.
Gibraltar, The Royal Hotel.
Martes, 2 de septiembre de 1873.
Mientras el Adelphi se iba aproximando al Peñón —eran las ocho de la mañana, había un poco de levante y cubría la cabeza del portento una montera de neblina—, el banquero londinense no se pudo contener. «¡Es cierto lo que dicen! —exclamó, ufano—. ¡Ningún británico puede contemplarlo sin sentir cuán fuerte es su nación!».
«Y ningún español —contesté yo para mis adentros—, sin lamentar su pérdida, sin que su contemplación le produzca rabia y humillación».
Hoy guardián del Estrecho para mayor gloria de Su Majestad la reina Victoria, se me ha figurado esta mañana un león gigantesco erguido en la confluencia del Atlántico y del Mediterráneo, con la cabeza vuelta, previsora, hacia África.
¡Y pensar que vine al mundo aquí! Mientras al orondo banquero de la City se le inflaba el pecho de orgullo al constatar la grandiosidad de la Roca, yo la escudriñaba con mi telescopio de bolsillo y recordaba la pesadumbre con la cual salí de mi paraíso infantil a los diez años, rumbo a una isla lejana.
Ahora Gibraltar se me aparece como el máximo símbolo no sólo del imperialismo británico sino de todos los imperialismos que en el mundo ha habido. Basados, sin excepción alguna, en la explotación del otro, del más débil. En la codicia. En el robo. ¡Con la excusa de llevar la civilización, o la religión verdadera, a las razas incultas! Sueño con la liberación de Irlanda, machacada desde hace siglos por el invasor. Si fuera español, me reventaría que Gibraltar perteneciera a una potencia extranjera, por mucho tratado anterior que hubiera habido.
Heme aquí de regreso, de todas maneras, treinta años después, en esta fortaleza horadada de kilómetros y kilómetros de galerías que cobijan los cañones —centenares de ellos, tal vez miles— más tremebundos del universo. Con 6000 soldados hormigueando dentro y alrededor.
Instalado en el hotel me faltó tiempo para salir y darme un largo paseo por la geografía de mi infancia. Estaba emocionado. A cada mirada, un recuerdo, a cada paso, una sorpresa. Me sentía como aquel personaje de la mitología irlandesa que vuelve a su patria un milenio después y, claro, apenas reconoce nada. Penetré en la iglesia de Santa María, donde tantas veces me he arrodillado al lado de mi madre. Entonces creía. Ahora no. Pero sigo amando a la Virgen, no lo puedo remediar.
Eran las diez de la mañana y ya picaba el sol, ¡el sol de Andalucía! La calle principal estaba atestada como antes por una pintoresca grey de moros, judíos, turcos, genoveses, malteses y representantes de no sé cuántas razas y naciones más. Todos gesticulando, mercadeando, haraganeando. Una Babel de idiomas y gentes diversas reflejada en los rótulos de las tiendas: Belotti Brothers, Sanguinetti, Opisso, Sacarello, Larbi Sharon, Moorish Market, Michael Baglietto… Los mismos olores de mi infancia, las mismas chilabas, pero, naturalmente, sin una sola cara de entonces. Busqué nuestra casa, con su pequeño jardín. Descubrí que ya no está, tampoco las que había al lado. En su lugar, qué horror, un templo metodista.
Me interné en la Alameda. La encontré bellísima, quizás aún más que antes. Caminando entre la tupida vegetación —adelfas gigantescas, heliotropos, jacarandás, buganvillas— fui reviviendo mis paseos en este paraje idílico con mi madre o con la muchacha, (¿dónde estarás ahora, Inés, ya de muchacha nada?). Volví a oír las alegres músicas de las bandas militares los domingos, a ver con mis ojos de niño los vistosos uniformes de gala rojos y azules, a las mujeres elegantemente ataviadas.
Me detuve delante del monumento a Wellington, el Duque de Hierro a quien rendía entonces tan fervoroso culto. «Quizás un día —pensé—, cuando España recupere el Peñón, que espero sea pronto, habrá en la Alameda un recuerdo parecido para Torrijos y sus valientes compañeros de infortunio, puesto que de aquí, y no de otro sitio, salieron para no regresar nunca. Sería justo».
De repente recordé que por la Alameda habían paseado juntos durante aquellos pocos meses mis padres, ya novios y quizás hablando de su boda, cuando Torrijos hubiera logrado conseguir la derrota de Fernando VII. De su boda que por desgracia no podría ser.
Volví sobre mis pasos y les envié sendos telegramas a Peter Falkland, Machado y McKinley para anunciarles mi llegada sin novedades a la Roca y mi próxima salida para Málaga. Peter tiene razón, ¡qué maravilloso invento la telegrafía! ¡Poder transmitir un mensaje instantáneamente a cualquier punto del globo! Todavía apenas me lo creo. Es, de todos los nuevos aparatos de este siglo de progreso, el que más me impresiona, como si hubiera desaparecido el espacio.
Después de comer alquilé un coche para llevarme a Europa Point. Le dije al cochero que fuéramos tranquilamente, que no había prisa, que no le atizara demasiado al caballo. Deseaba saborear cada segundo del trayecto, verlo todo, sentirlo todo, rememorarlo todo, disfrutarlo todo. No tenía muchas ganas de hablar, pero el hombre resultó tan simpático y locuaz que me resigné. Me dijo que se llamaba Pedro García y que era de La Línea. Frisaría los sesenta años. Mientras se abría ante nosotros todo el esplendor de la bahía de Algeciras, con su hilera de montañas detrás, le ofrecí un puro, recordando lo que dice Richard Ford en su famosa guía: que en España no hay nada como el tabaco para franquear las puertas de la confianza y de la comunicación. No le dije nada de mi nacimiento en Gibraltar, pero sí que mi madre era andaluza —lo cual explicaba mi dominio del idioma— y mi padre irlandés. Y que quería conocer el sur y a sus gentes.
Le pregunté por la República.
—¡La República! —exclamó con sorna—. ¡En España no hay República ni hay ná!
Y empezó a despotricar contra los políticos, todos los políticos sin excepción, con una letanía de expresiones despectivas que me sería imposible transcribir, y no todas las cuales entendí.
—Hace unos meses montaron un cantón en Cartagena y allí están todavía —siguió—. Luego en Valencia, en Murcia, en Cádiz, en Sevilla, en Málaga, yo qué sé. Vino el ejército y acabó con ellos. Ya le digo, aquí cá uno a lo suyo, y de República, ná de ná.
Entretanto iba yo mirándolo todo. Y recordando, recordando. Mi primera escuela, con aquel viejo maestro tartamudo… Nuestras visitas a Ronda, a Jerez… Las excursiones botánicas con mi padrastro, a veces a lo más alto de la Roca (hoy, después de la acción justiciera del sol de verano, sólo vi hojas resecas y algún pétalo marchito entre las grietas de los peñascos, pero la garriga mediterránea resiste como siempre, verde, espesa y lozana, con profusión de lentiscos y enebros).
Pedro seguía arremetiendo contra los políticos. Que si Salmerón, que si los federales, que si los carlistas, que si…
—¿Y el general Prim? —le interrumpí—. ¿Qué dicen en La Línea del general Prim?
—Dicen que fue de lo más grande. Un caballero y un valiente. El único capaz de poner orden. Y que por ello lo mataron. Por envidia vil y por odio.
—Pero ¿quiénes?
—Esto yo no lo sé. Alguien lo sabrá, digo yo. Y tanto. Él fue quien trajo al Macarroni, y no se lo perdonaron.
No pude contener la risa.
—¿A Amadeo, dice?
—Sí, al rey italiano, al Macarroni ese, que luego estuvo dos años. Dicen que mataron al general pá que no viniera desde Roma. Pero era demasiado tarde, claro, estaba ya embarcao y venía hacia acá, hacia Cartagena.
Mientras cruzábamos por Rosia aparecieron sobre nuestras cabezas unas águilas volando hacia el sur, hacia la costa africana. Y es que viene el otoño y pronto empezará la emigración masiva de aves rapaces al otro lado del Estrecho. Miré hacia arriba, hacia la Torre de O’Hara, donde presencié el espectáculo por vez primera. Águilas, miles y miles de ellas —grandes, más pequeñas—, milanos negros, aguiluchos, halcones de diversa índole, el cielo estaba lleno de ellos aquella mañana de mi infancia, ¿cómo olvidarlo?
Íbamos llegando a Europa Point. El nombre es un engaño, ahora me doy cuenta, porque la verdadera «punta» de Europa es Tarifa, a sólo ocho kilómetros de África, siete menos que Gibraltar. Una vez más, la intragable prepotencia inglesa.
Al otro lado del Estrecho se erguía Jebel Musa, hermano menor del Peñón, arropado de una tenue calima.
Me dijo Pedro, aportando sin duda una pizca de exageración andaluza, que, cuando sobrevino el cataclismo que separó Europa de África, se produjo «una catarata de 10 000 metros de altura» por la cual fue cayendo el agua del Atlántico para formar el Mediterráneo. La horrenda imagen me sacude todavía al escribir.
Me bajé del coche y estuve contemplando el maravilloso panorama durante media hora.
Volvimos al hotel. En el salón, después de comer, hojeé el Chronicle. ¡No ha cambiado nada, ni su formato ni su contenido! Es exactamente como lo recuerdo en nuestra casa, como si no hubieran pasado tres décadas. Gibraltar y sólo Gibraltar es lo que le sigue interesando: qué es lo que ha dicho el gobernador, cuándo tendrá lugar la próxima fiesta en la Alameda, cómo avanzan las obras que se están llevando a cabo en el hospital militar, qué tiempo se prevé para mañana, qué barcos acaban de llegar o van a llegar… No había nada sobre la actualidad política española, sobre la marcha de la República. Nada en absoluto, ni una línea. Y es que, para Gibraltar, España no existe. Bueno, sí existe: para excursiones a los alrededores y la caza de jabalíes o zorros, o la visita de rigor a Ronda.
Se me ocurrió que sería muy interesante comprobar qué dijo el diario acerca de la trágica empresa de Torrijos. Y decidí visitar la biblioteca de la Guarnición.
Hacia allí me encaminé por la tarde.
La biblioteca es impresionante, con una amplia sala de lectura y cómodos asientos, como si de un club londinense se tratara. Le pregunté al encargado si podía consultar el Chronicle correspondiente a diciembre de 1831. Me dijo que sí, por supuesto, que tenían la colección completa encuadernada año por año.
Las ventanas estaban abiertas y daban a un jardín con césped esmeradamente cuidado y frondosos árboles. Cantaba un mirlo, como si estuviéramos en Hampstead o Richmond.
Me trajo enseguida el tomo. Lo abrí con emoción y fui repasando las páginas hasta llegar a la fatídica fecha del 11 de diciembre. No había nada el 12, el 13, el 14, el 15, el 16 ni los días siguientes. Seguí buscando hasta finales del mes y mediados de enero de 1832. Nada. Para el Chronicle no había ocurrido absolutamente nada en Málaga. ¿Qué les importaba a los militares de Gibraltar el fusilamiento de medio centenar de enemigos del régimen dictatorial de Fernando VII, aunque hubiera estado entre ellos un caballero británico de veintiséis años, un tal Robert Boyd, por más señas antiguo oficial del ejército de Su Majestad?
Experimenté algo así como una ráfaga de desdén, casi de odio. Y abandoné la sala sin más.
En Gibraltar siguen cerrando la frontera a las siete de la tarde y se impone en toda la Roca un silencio sepulcral. Es un espanto. Son ahora las nueve, y desde mi habitación, con la ventana abierta, no se oye voz humana. ¡Qué horror! Mañana por la mañana llegará, si no hay contratiempo, el buque de la Compagnie Transatlantique, con rumbo a Marsella, y me dejará en Málaga. Seguiremos casi la misma ruta que Torrijos y los suyos. Necesito este peregrinaje antes de meterme de lleno en mi investigación, como se lo dije a McKinley. Se lo debo al recuerdo de mis padres y a mí mismo.