De cómo se apaga la vida de mi amigo, se domina todo Portugal y yo me retiro de este mundo
La conquista de Portugal fue la culminación de la carrera militar del duque. Conocía sus achaques y su mala salud, y aunque me lo esperase, no me dejó de sorprender la habilidad y presteza con la que dirigió toda la operación militar consiguiendo un éxito indudable. En su correspondencia diaria con el rey fue relatando todos los acontecimientos fielmente y su majestad, verdaderamente agradecido por la maestría con que había llevado la campaña, le contestó con singulares alabanzas y toda suerte de parabienes.
No obstante, y como siempre sucede, varios de los cortesanos que nos acompañaron en la expedición no dejaron de reprochar, y transmitir a la corte, toda suerte de defectos, verdaderos o inventados, sobre la manera en la que el duque había dirigido la guerra. Como no podían restar méritos a la conducción militar, le echaron en cara, por ejemplo, que no había sabido dominar los desmanes de las tropas contra la población civil. Ciertamente, ya no tenía la energía de antaño, pero no era culpa suya que sus capitanes tampoco velaran para que sus soldados no cometiesen desórdenes. Además, había otro factor: la calidad de los hombres ya no era la de antes. Un día me lo comentó como señal de que algo iba mal en el reino.
—¿Te das cuenta? —me dijo, tras reprimir una serie de alborotos de los soldados contra la población civil—. Hace años los soldados eran caballeros; Castilla enviaba a sus mejores hijos, a hidalgos a la guerra, a gente honrada, a cristianos viejos que buscaban ennoblecerse con la milicia…
—La verdad es que no los conozco como tú y nunca he puesto demasiada atención en ellos —contesté con sincera ignorancia.
—Sé que aborreces las guerras, pero has de ser consciente de que los soldados son la sangre del reino, y si la sangre es mala, está enferma, el reino acabará por enfermar.
—Y ahora, ¿qué sucede con ellos?
—Cada vez son más aventureros, gentes de baja ralea, casi delincuentes si no lo son ya, chusma que huye de la justicia… ya no combaten por honor, hidalguía y por la gloria de su rey y la religión… sólo por botín. Acuérdate que en Flandes, cuando se amotinaban, lo hacían por estar casi un año sin cobrar en medio de infinitas penalidades. Y dando sólo mi palabra de honor lograba muchas veces que volviesen a sus quehaceres. Ahora, en cambio, aunque están pagados al día, no hacen más que saquear a la población civil para sacar más y más oro, que es lo único que les interesa.
—Ya veo. Sí, eso no es muy útil para el prestigio del reino ni para nuestra causa ni lo que decimos defender…
—Ya no hay honor… Faltan los hombres ¿sabes? Castilla es la única que nutre los ejércitos, el resto son meros mercenarios ajenos a lo nuestro. Por otra parte, la gente se va a las Indias, muchos se meten en el clero… Nos estamos quedando sin soldados y eso se acabará pagando —me dijo con abierta amargura.
Desde finales de septiembre de 1580 ya nos habíamos instalado en Lisboa, enviando la correspondencia diaria y controlando las operaciones militares que aún se daban en el norte para acabar de someter los últimos y escasos focos de rebelión. A los pocos días, Fernando, en nombre del rey, tomaba oficialmente posesión del nuevo reino ante las aprobaciones entusiastas de la nobleza y el clero local. Mi amigo, como máxima autoridad, trabajaba incontables horas atendiendo tanto los asuntos civiles como militares, amén de recibir mil y una audiencias de influyentes portugueses que querían presentar sus respetos al nuevo rey y, como no, obtener alguna prebenda en el nuevo estado. A todo ello atendió con la mayor dedicación, pero su salud fue debilitándose cada vez más.
A su empeoramiento contribuyeron las instrucciones que llegaban de la corte sobre cómo se había de enfocar la presencia de las tropas españolas que habían sometido a los rebeldes. La doctrina oficial que emanó de su majestad fue que las tropas del duque de Alba no habían entrado en misión de guerra ni de conquista, pues la mayor parte de Portugal, la parte sana del pueblo, había sido siempre fiel al rey Felipe, por lo que su objetivo había sido, tan sólo, acabar con algunas resistencias aisladas impulsadas por el bastardo de don Antonio y apoyadas desde el extranjero. Por tanto, las tropas del duque de Alba no eran fuerzas de ocupación, pues no había nada de ocupar, y en poco tiempo regresarían a casa. Obviamente, ante la hipocresía de aquel mensaje que los políticos le obligaban a proclamar, Fernando volvió a estallar hecho una furia:
—Entonces, ¿a qué sandeces hemos venido aquí? ¿A pasearnos? ¿Acaso no hemos combatido contra un ejército en Alcántara? ¿Acaso no he mandado cortar cabezas de rebeldes y traidores?
—Ya deberías de estar acostumbrado —le contesté—. Son las comedias a las que obliga la política. Ahora hay que simular que nada pasó, que no hubo guerra y que su majestad siempre ha sido amado y deseado por todos. Simplemente hay que lavar pasados pecadores o infieles.
—Lo siento, pero hay cosas a las que no me podré acostumbrar nunca, y menos cuando va en ello mi honor, que es lo único que me queda. Pues entonces, repito, ¿para qué me nombró el rey general en jefe de su ejército? Guste o no guste, convenga o no, aquí ha habido una conquista de ciertos territorios. Yo no sé hacer comedia y llamo a las cosas por su nombre. Lo que su majestad no había comprado con el oro u obtenido de buen grado por el convencimiento lo he tenido que conseguir yo por la fuerza y no sé qué mal hay en decirlo.
—Precisamente por eso, Fernando, no eres un político. Ellos son los que han de disfrazar las cosas, incluso la historia de los sucesos más recientes, para acomodarla a sus conveniencias.
—¡Ya sé toda esa murga que me dices! ¡Ya sé que tienes razón…! Pero no puedo dejar de sentirme como si me tomasen el pelo una y mil veces como si fuese siempre un pelele.
En todo ese lavado de cara ante la aristocracia portuguesa, su majestad insistió en que se indagase y castigase más a los soldados que se habían extralimitado con la población civil. Fernando, arrebatado de orgullo y cansado de ser manipulado a su antojo, se negó a hacer más que lo que ya había hecho. Alegó que en sus manos se dejó todo en su momento y que ya había indagado, juzgado y castigado, y que no pensaba ir más lejos, pues si la calidad de los soldados era la que era y no la que debía de ser, eso no era culpa suya y no podía hacer más. Aprovechó la correspondencia con el rey para decirle, no sin cierta ironía, que ya que allí no había habido guerra y que ahora estaba todo encauzado, deseaba volver a Castilla con su mujer, también en un precario estado de salud, pues estaba cada vez más enfermo y cansado. Puedo atestiguar que no le faltaba razón, pues cada día se le veía más exhausto y acabado. Sin embargo, el monarca, sabiendo de su valía y de su fidelidad, a pesar de los desplantes que a veces sufría, le rogó que permaneciese un poco más en su puesto hasta encontrarle sustituto. Al fin y al cabo, la realidad es que aún había que hilvanar los cabos sueltos y no era del todo improbable que el bellaco del prior de Crato intentase algo. Él, como buen súbdito hasta el fin, aun sabiendo las maledicencias, politiqueos y manipulaciones de las que había sido siempre objeto, calló y obedeció, por más que no volver a casa le rompiese el corazón y la salud.
Mientras tanto, las epidemias que asolaban los reinos de Castilla y Portugal, así como los dramas familiares, que otra vez se cebaban en la familia de nuestro rey, impidieron que éste llegase pronto a su nueva posesión para tomar el poder solemnemente. Hasta finales de 1580 no entró en Portugal, siendo recibido en Elvas por los notables del reino, y allí convocó Cortes, que se celebrarían en Tomar en el mes de abril. Lisboa había de ser el lugar natural, pero también sufría las pestes que acabaron con varios de los nuestros. De ahí que se decidiera reunirías en la otra localidad. En esas Cortes de ese mes de 1581, todos juraron fidelidad al rey y él prometió respetar las libertades del reino, lo mismo que hacía con los otros de la Península Ibérica que estaban bajo su cetro. Enseguida ordenó que los restos del difunto rey Sebastián fuesen traídos a su tierra y reposasen en la iglesia de Belém, panteón de los reyes de Portugal, para acabar de una vez con los rumores que surgían de vez en cuando sobre la posible supervivencia del monarca luso. En julio de ese año hizo por fin su entrada solemne en Lisboa. Salió a recibirle en litera el duque de Alba y, una vez más, el rey le mostró en público su agradecimiento.
Era evidente que ambos se cuestionaban, pero se necesitaban. Fernando, el noble, el duque, necesitaba al rey a quien servir, a quien ser leal, pero siempre le consideró poco militar, tímido, dubitativo, muy esclavo de los políticos y de las apariencias; indudablemente, prefería a su padre, el emperador Carlos, pero siempre le fue fiel y le obedeció en todo, por mal que le supiese. Su majestad, por su parte, odiaba el orgullo del duque, su altanería, su condición irrefrenable de lenguaraz, pero era consciente de su completa fidelidad, de sus consejos desinteresados y de su entrega hasta el fin en el tema de la guerra que le llevaba a prescindir de toda suerte de escrúpulos con el fin de ganar, si ésa era la voluntad del rey. Seguramente le utilizó como contrapeso con aquellos sectores de la corte mucho más prudentes y dubitativos, cosa que sabía perfectamente el duque de Alba y que siempre le molestó en lo más profundo.
Pronto se evidenció lo prudente que había sido dejar al duque de Alba al mando de la gobernación de Portugal. Todas las colonias de las Indias habían jurado obediencia al rey Felipe, excepto las islas Azores, en donde el prior de Crato seguía teniendo ascendencia, dando amparo a piratas que por aquellas costas pululaban para atacar a nuestros barcos. Estas islas eran de suma importancia para nosotros y para los portugueses, pues en ellas recalaban tanto nuestros galeones de las Indias Occidentales como los suyos de las Orientales, se reabastecían de víveres, hacían las aguadas y se reponían de la dureza del viaje. Sabiéndolo, el huido de Antonio, trató de sacar partido. Como ya he dicho, éste estaba refugiado en Francia, cuyo rey era en ese momento el sodomita, sádico y degenerado de Enrique III, otro de los hijos de Catalina de Médicis. A decir verdad, nunca el reino del país vecino había alcanzado un grado de libertinaje tan grande, y las guerras entre católicos y protestantes seguían desangrando el país. Él, por su parte, era inepto en el gobierno de su reino y dilapidaba el tesoro coleccionando amantes masculinos, pelucas de colores, perfumes, trajes, perros enanos, papagayos, micos, y organizando fiestas, banquetes y orgías en donde los hombres debían ir vestidos de mujer y las mujeres de hombres. Ante su impotencia a la hora de engendrar descendencia, aceptó nombrar sucesor a su cuñado, Enrique de Navarra, quien era a la sazón el jefe de los hugonotes en Francia. Pues bien, bajo el patrocinio de éste, fue a refugiarse el taimado del prior de Crato en la corte francesa, quien no dudó en poner a disposición del pretendiente decenas de barcos y miles de hombres para tratar de asegurarse el control de las Azores.
Por esa razón, entre las más importantes gestiones que en 1581 hizo el duque de Alba desde Lisboa, estaba la de tratar de controlar la situación de la Azores. El gobernador de la isla de San Miguel se presentó esa primavera acatando la autoridad de su majestad, pero advirtió que había, sobre todo en la isla Terceira, gente de armas partidaria del bastardo de don Antonio. Asimismo, una flota que venía de las Indias Orientales estaba mandada por un simpatizante del traidor. Rápidamente Fernando organizó el envío de una pequeña flota, a la que siguió otra un poco más grande con el fin de asegurar el control de las islas Azores que ya eran fieles, impedir que los galeones portugueses que estaban llegando se pasasen al bando del prior y tratar de tomar la de Terceira. A principios de verano, las fuerzas embarcadas en nuestras galeras trataron de poner pie en el territorio rebelde, pero debido a un exceso de confianza fueron rechazadas sufriendo considerables bajas. Lo que sí se logró fue que los barcos que llegaban de las Indias, tanto los castellanos como los portugueses arribasen sanos y salvos a Lisboa, burlando los intentos de los rebeldes de hacerse con ellos. Este feliz acontecimiento coincidió con la presencia de su majestad en la capital portuguesa, lo que fue motivo de gozo y jolgorio para todos los presentes, pues sin duda aliviaba algo la siempre precaria economía de los reinos de nuestro señor Felipe.
Quedaba, pues, únicamente aquella isla como territorio rebelde, y ahí centró los esfuerzos el avieso y malvado traidor refugiado en Francia. Con ayuda de los herejes franceses organizó una escuadra con el objetivo de reforzar su posición allí y reconquistar luego todo el dominio sobre el archipiélago. El duque de Alba estaba cada día más débil; de la cama sólo podía ir a la silla y de la silla a la cama y, de vez en cuando, daba algún paseo apoyado en mí o en algún otro criado por los pasillos del palacio en el que residía. Sólo alguna vez, cuando hacía muy buen tiempo, los médicos le obligaban a salir en litera a tomar el aire del mar, aunque enseguida urgía a que se le devolviese a sus aposentos. No obstante, si su cuerpo estaba cada vez más decrépito y atacado por la debilidad, su mente seguía conservando una sorprendente lucidez.
Siempre al tanto de la situación de las Azores, en la primavera de 1582, decidió que ya era hora de acabar con ese molesto foco de rebelión que aún quedaba en Portugal. Junto con el rey dispuso que fuese el marqués de Santa Cruz —que, aunque mayor, seguía siendo el marino con más experiencia de todos los reinos de España— el que comandase una expedición que supusiese la definitiva conquista de las Azores. No en vano era el capitán general de las galeras del reino. Se armaron entonces dos grandes flotas, una en Sevilla y otra en Lisboa que juntas habían de desembarcar en la isla de Terceira y vencer a su guarnición, que en los últimos meses había sido reforzada por tropas y barcos pagados por los hugonotes franceses.
Nuestra armada sumaba un total de casi doscientos barcos de diferentes tamaños y clases. No obstante, las tormentas desbarataron parte de la flota y muchos barcos tuvieron que regresar a tierra y algunos incluso se perdieron. Al final, el marqués llegó a finales de julio a la isla de San Miguel, que era leal, aunque sólo con la mitad de los efectivos previstos. Allí se enteró de que en la isla rebelde había más de cincuenta naves francesas al servicio de los insurrectos y que en ella estaba la rata del prior. Esa flota estaba mandada por los hijos del mariscal de Francia, Felipe Strozzi y Charles de Brisac, que llevaban a bordo unos cinco mil hombres dispuestos, por su parte, a conquistar todas las Azores para su causa, lo que ya habían comenzado a tratar de hacer. Ello hizo evidente que no se tenía que proceder únicamente a desembarcar y conquistar una isla, sino a prepararse para una batalla naval en toda regla.
Durante varios días hubo calma chicha y ambas escuadras apenas pudieron hacer poco más que observarse y tratar de sorprender, vanamente, una a la otra. La falta de viento provocó que los galeotes tuviesen que esforzarse al máximo para poder hacer maniobrar las naves. Los duelos artilleros se produjeron con frecuencia, pero en ningún momento se llegó a establecer contacto directo y abordaje. La situación requería un cambio de rumbo y, por ello, tanto el marqués como los rebeldes buscaron el barlovento para poder romper la formación enemiga de una vez y lograr el ansiado abordaje. Finalmente, un galeón español que se quedó aislado fue rodeado y abordado por cuatro navíos enemigos, pero la superioridad de fuego de nuestro buque, así como de los tiradores que había dispuesto en las jarcias su capitán, causó grandes destrozos en los barcos enemigos. El resto de las escuadras acudieron presurosamente a ayudar a los suyos, entablándose un abigarrado y confuso combate, pero nuestra mayor experiencia en los abordajes que llevábamos practicando durante décadas en el Mediterráneo contra los turcos, como en Lepante, nos dio enseguida la ventaja. Tras cuatro horas de combate, la victoria era nuestra.
Nuestra escuadra sufrió daños importantes, pero ningún barco llegó a ser hundido; sufrimos unos trescientos muertos y otros tantos heridos. Los rebeldes y los franceses perdieron diez de sus naves más importantes, pereciendo casi dos mil de los suyos, entre ellos Strozzi. Otros tantos barcos fueron capturados, el resto escapó a toda vela, yendo en uno de ellos ese taimado del prior que con una suerte inmerecida se libraba una y otra vez de la justicia de su majestad. Pero de ella no escaparon aquellos que habían sido capturados. Como con Francia no había oficialmente guerra, los prisioneros fueron tratados como piratas que actuaban sin ley ni señor, por lo que todos los mayores de dieciocho años fueron ajusticiados: los caballeros —unos ochenta— degollados, y los soldados y marineros ahorcados. La justicia había actuado con peso implacable. Al comenzar el mes de agosto de 1582, las Azores en su totalidad también estaban ya sometidas a la autoridad de su majestad.
La noticia de la victoria definitiva la recibieron el duque y el rey en Lisboa, produciendo un gran contento en ambos y en todos nosotros.
Mi amigo pasaba cada vez más tiempo en cama y su salud se iba apagando poco a poco, día a día, lenta pero constantemente y ya raramente abandonaba el lecho. Los dos, su hijo Hernando y otros ayudantes y sirvientes éramos plenamente conscientes de que en poco tiempo rendiría cuentas a Dios. Los asuntos de gobierno los fue delegando cada vez más en sus secretarios y en su hijo, y cada día solíamos hablar un rato. Nuestras conversaciones versaban sobre los temas habituales entre los viejos: de la infancia, de la juventud aguerrida e impetuosa, de los amores perdidos, de los sueños e ilusiones frustradas… era nuestra manera de despedirnos. Una tarde de otoño me dijo:
—La hora de mi muerte está ya cerca, Álvaro; y no me digas que no, pues sabes que no puedes engañarme.
—No pienso hacerlo.
—Me has sido de gran ayuda en mi vida. No sólo me has salvado de los enemigos en más de una ocasión, sino que tus consejos han sido útiles y lamento no haberlos seguido más.
—Eres como eres y siempre he querido servirte y ayudarte, no cambiarte, aunque al principio confieso que me habría gustado.
—¡Ojalá lo hubieses conseguido! Muchas veces has sido la voz de mi conciencia. Me decías cosas que no quería oír, pero que sabía que eran ciertas. Por eso, a veces he descargado mi ira contra tu persona. Te he pegado, te he insultado, te he tratado mal… Perdóname, te lo ruego.
—No has de pedírmelo. Gracias a ti he aprendido muchas cosas, he viajado, he leído, ayudé a mis padres… Tú me has ayudado más a mí que yo a ti. ¿Qué habría hecho yo, un pobre siervo, un plebeyo, sin tu apoyo, sin la suerte de haber nacido dónde lo hice, de compartir contigo la infancia? Dios ha querido favorecerme con tu amistad y eso se lo agradezco profundamente a él y a ti.
—Merecerías ser noble, Álvaro. Tienes más honradez, principios y talla que muchos de esos que están por ahí agitando sus títulos y su hidalguía. Con más gente como tú en el poder, el reino estaría a salvo y prosperaría. Ya ves, en mi lecho de muerte admito que eso de los derechos de cuna no sirve para nada.
—¿Y hace falta que te mueras para que te des cuenta de ello? Te creía más listo —le contesté riendo.
—No, simplemente que la proximidad de la muerte, el verme libre pronto de responsabilidades, le desata a uno la mente y, sobre todo, la lengua.
—De todas formas, no te confundas, Fernando. ¿Qué haría yo en el poder? Posiblemente me acabaría corrompiendo como a casi todos, mirando para otro lado y acomodándome a la mentira y la vida fácil, y si no lo hiciese… ¿acaso yo podría ir contra tantas cosas, privilegios, defectos que en nuestra vida están tan mal? No, yo no puedo cambiar nada, no tendría fuerzas, y me temo que si porfiase en mis intentos, acabaría en la horca o en el fondo de una mazmorra. Tú siempre me has acusado de tonto, de ingenuo y crédulo… y por desgracia has tenido razón. Conozco a los políticos, les he visto maquinar como tú, contra ti, a favor tuyo, mudar de pensamiento como quien muda de camisa… Yo no sirvo para eso, no tengo estómago. Lo sé, y también tú lo sabes. Tú no eres político, eres militar, pero yo no soy ni lo uno ni lo otro. La verdad es que me siento extraño en este mundo.
—Sí, en eso de que no sirves para la política, de que eres un tonto ingenuo, creo que siempre he acertado… También sabemos que no sabes ser militar, pues tu bondad ha sido siempre excesiva para ello. Pero he de decirte que es una suerte para el mundo que siempre haya ingenuos como tú. Eso ayudará a que se nos recuerde a los militares y a los políticos, a los que mandamos, por dónde ha de ir nuestra conciencia, porque aunque nunca le hagamos caso, es bueno que alguien nos advierta cuál es el camino de la rectitud.
—Me adulas y me pones en un pedestal que no merezco.
—No seas burro, siempre has sido mejor que yo —acabó diciendo y cerrando los ojos con fatiga—. ¿Sabes? He de confesarme, y durante estos días he estado haciendo acopio en mi mente de los muchos pecados que he cometido… orgullo, crueldad, la muerte posiblemente innecesaria de muchos, empezando por aquel tonto de Egmont… Tú siempre me advertías antes de cometerlos, pero yo, terco de mí, hacía caso omiso. Hubiese sido un hombre bueno si llego a seguir tus consejos, pero entonces, mira qué gracia, seguramente hubiese provocado la decadencia de la casa de Alba. Ya ves… el poder parece que no casa bien con la bondad.
Nos cogimos la mano en silencio. Este tipo de conversaciones ya las habíamos tenido antes, pero nunca con tanta sinceridad. En verdad, la edad, la proximidad de la muerte, había roto unas barreras que hasta entonces estaban siempre presentes; jamás habíamos hablado con tanta sinceridad, rotundidad y claridad. No hacía falta decirnos más. Habíamos sido amigos. Había sido mi señor y yo su siervo y había tratado de servirle y ayudarle lo mejor que pude, conforme le prometí en su momento a su abuelo.
Por aquellos días, el rey, enterado de la gravedad de su estado, pasó a verle. El tono de la conversación también fue de despedida. Fernando le reiteró que siempre le había sido fiel, que siempre había puesto por encima de sus intereses los de su majestad y que si en algo le había faltado alguna vez debido a su orgullo, se lo perdonase. El rey le consoló con palabras afables y cariñosas y le dijo que si en alguna ocasión el duque le había faltado, lo había compensado con creces con sus leales servicios al trono que nadie en el reino podía equiparar. Mi amigo se emocionó al escuchar esto, pues sin duda su religión siempre había sido, aparte de la de Roma, la de servir a su señor. Podía morir tranquilo, pues se sentía como un buen caballero que había cumplido su misión en la vida.
Por fin, una tarde de diciembre de 1582, se durmió para no despertar más. Junto a él estaba su hijo Hernando, quien luego dispuso el traslado de sus restos a sus posesiones de Castilla. Su hijo rápidamente me recordó quién era y dejé de tener, tanto en los últimos momentos de su padre como en las ceremonias posteriores, la posición privilegiada de la que había gozado con el duque. Estaba claro que yo, un anciano como el difunto de mi amigo, que había sido uno de sus secretarios y ayudantes, ya no pintaba nada en aquella familia. Era hora, por primera vez en mi vida, de emprender el vuelo en solitario, pero a esas alturas de la vida, viejo, ¿adónde podía ir? Estaba delicado de salud, pero la gota me había respetado y parecía que, de momento, Dios no me llamaba a su seno. Pero estaba solo. En ese momento, tras el funeral por el alma de mi amigo, no sé por qué, me acordé intensamente de mi bella Raquel, de mi único y verdadero amor de mi vida. ¿Estaría viva aún? ¿Me habría dado hijos si nos hubiésemos casado? ¿Cómo hubiese sido la vida a su lado? Rompí a llorar con un sentimiento de ruptura de alma, de abandono y desamparo como nunca había antes sentido. Estaba solo, pero lo peor es que en verdad no sólo era una sensación, era una realidad.
Sin decir nada a nadie, a los dos días me fui de Lisboa. Alquilé un coche de caballos y acudí al convento de la madre de don Rodrigo, la Lagartija, en Madrid. Me enteré que seguía, pese a su edad de casi noventa años, sana y con la mente despejada, algo verdaderamente inusitado. Nada más anunciarme me recibió con grandes muestras de afecto, dando golpes con su bastón en el suelo a modo de festejo. Le expliqué la muerte del duque, cosa que sintió, y mi deseo de permanecer entre sus muros hasta el fin de mis días, si es que ella accedía a ello. Le dije que mis ahorros, que no eran pocos, se los dejaría al convento a cambio de una celda con cama, una mesa, comida y pergaminos, plumas y tinta, pues sólo quería ser enterrado con una sencilla mortaja y la medalla que me había dado mi madre, cuando yo era niño.
A pesar de ser un convento de monjas, aceptó encantada diciendo que nada tenía que ver el dinero, aunque me temo que algo o mucho influyó. Por otra parte, yo era un viejo y en nada podía incomodar a las buenas de las monjas y novicias en sus quehaceres.
—Sólo quiero una cosa más —dije a la Lagartija.
—Decidme, don Álvaro.
—Tengo dos esmeraldas regalo del rey y del emperador, su padre. Deseo venderlas y que lo que por ellas se obtenga sea destinado como ayuda al hospital de nuestros soldados en Flandes. Tenerlas en mi poder es un pecado de orgullo y creo que ya que fueron unos regios regalos, merecen también un regio destino, como es aliviar el sufrimiento de los hombres que luchan y mueren por servir al rey. ¿Vos podríais buscarme comprador y hacer que el dinero llegase a su destino?
—Por supuesto.
—Aquí las tenéis —dije, dándole una pequeña bolsa de cuero.
—Confiad en mí.
—Así lo hago, señora.
—Y ¿qué pensáis hacer entre estos muros, don Álvaro?
—Rezar, escribir y tratar de morir en paz, sólo eso.
Había hecho mi último acto de ingenuidad, pero esta vez había sido a conciencia. Nunca supe si las esmeraldas habían llegado a su destino y nunca quise preguntar para no dar oportunidad a sentirme engañado; estaba cansado de decepcionarme con las personas y quiero creer fervientemente que el encargo se cumplió y ayudé a muchos a curarse o a aliviar sus sufrimientos. Mis amigos de juventud, muchos, me habían decepcionado unos y muerto otros. Otros que fui haciendo con la edad también mudaron con los intereses. Sólo al final había encontrado al bueno de don Rodrigo y al arzobispo de Santiago que me habían mostrado amistad desinteresada. Por fortuna, no los vería nunca más, al menos al prelado de Galicia, y así no me darían la oportunidad de desengañarme de su amistad por algún motivo. Así conservaré la poca fe que todavía tengo en la condición humana.
Y ahora heme aquí, dejando la poca vista que me queda escribiendo en mi celda a la luz que entra por el ventanuco todas mis aventuras con el duque de Alba, desde aquellos días de Fuenterrabía hasta su final en Lisboa. Cuando acabe de escribir todo esto, quedará depositado en la biblioteca del convento para que sea leído por quien quiera hacerlo, pero siempre tras mi muerte y la de su majestad. Cuando finalice ya sólo me quedará morir y esperar ver a mis padres en el cielo, y a Fernando, y tal vez, si Dios lo permite, a Raquel.
Fin