Capítulo 18

De cómo hablo con el rey y consigo que se rehabilite al duque de Alba para la campaña de Portugal

Don Rodrigo estudió cuál era el día y qué momento era el mejor para ir a ver al rey. Estaba claro que había que hacerlo por sorpresa, sin dar tiempo a que los sicarios de Pérez nos detuviesen. Al mismo tiempo, cautelosos emisarios que mi amigo había enviado a merodear por los alrededores del palacio de la casa de Alba confirmaron que en sus proximidades estaban discretamente apostados agentes para prevenir mi posible llegada. Era evidente que no podía pasar por allí y tenía que acudir directamente a ver al rey.

Consideramos que lo más conveniente sería permanecer unos días más en el convento y partir directamente al Escorial, donde estaba ya instalado Felipe II desde hacía más de un mes. Había llegado el buen tiempo y el clima de la sierra era mucho más agradable y sano que el de la ciudad. De esta forma, uno de los días en los que el confesor había ido al convento a ejercer su ministerio, yo le acompañé a la salida. Iba convenientemente disfrazado con el hábito de uno de los frailes que le acompañaban, que, para no despertar sospechas, se quedó en el convento. Por tanto, si entraron tres en el monasterio de las monjas, tres fueron los que salieron, pero ahora iba yo entre ellos. No había constancia de que mi protector estuviese vigilado, pero toda precaución era poca.

Era ya mediado julio, y después de comer, a la hora acostumbrada a la que abandonaba don Rodrigo el convento que regentaba su madre, partimos en su carroza. Los nervios me atenazaban, pues sabía que, en pocas horas, debería presentarme ante el rey e informarle de todo lo descubierto, enseñarle los documentos que me había entregado la viuda de Escobedo y la carta de su difunto hermano, don Juan, que obraba en mi poder. Pero lo más grave e incómodo es que le haría saber que conocía su secreto, que sabía que había permitido el asesinato tan ignominioso de aquel hombre y todo en base a celos y envidias infundadas. Era echarle en cara que había sido un miserable, un ambicioso, un mal hermano y un traidor, incluso que había antepuesto a la misma causa que decía defender en las guerras de Flandes el miedo a las presuntas aspiraciones de don Juan. ¿Cómo iba a reaccionar? Sabía que me podía mandar prender allí mismo, matarme si era su voluntad… y también a don Rodrigo, pues había unido su destino al mío. A decir verdad, era un consuelo haber encontrado, aunque fuese ya en la vejez, a hombres justos y bondadosos que preferían jugarse la vida a traicionar sus principios, como aquellos dos prelados, este confesor y el arzobispo de Santiago, sin cuyos buenos oficios jamás podría haber llegado tan lejos en mi misión. Sí, a pesar de la mezquindad imperante, aún había almas justas, y consecuentemente, esperanza para la humanidad. En este pensamiento me iba consolando a medida que nos acercábamos a la residencia del rey, sin saber si volvería a ver la luz del día.

Llegamos al Escorial a las nueve de la noche. Ya había anochecido. Nuestra misión y nuestros nervios no podían esperar más y nos dirigimos directamente a los aposentos reales. En ese momento su majestad estaba cenando. Lo hacía solo, en su estancia, mientras una música de laúd tocaba desde el fondo y su secretario, el pérfido de Pérez precisamente, le estaba leyendo correspondencia. Por suerte, mi amigo tenía carta blanca para entrar en todas las dependencias que se le antojase. Caminamos rápido, mientras guardias y mayordomos nos abrían paso. Yo iba un metro tras él, como si fuese su ayudante, y así, con cara grave y decidida fuimos subiendo escaleras y traspasamos puertas.

De esta guisa llegamos adonde el rey estaba tomando su colación. Tenía la puerta abierta, pues eterno desconfiado, temía que, en caso de haber alguna puerta cerrada, quien estaba consigo pudiese querer atentar contra su vida. Al llegar ante su mesa, su majestad dejó los cubiertos y Pérez nos miró con curiosidad.

—Don Rodrigo, ¿qué hacéis aquí a estas horas? No esperaba vuestra visita en este momento. ¿Sucede algo? —preguntó el rey.

—Sí, majestad, algo muy grave que requiere una urgente entrevista.

—¿Qué sucede? ¿Quién os acompaña? —preguntó en ese momento Pérez.

—Soy yo, Álvaro de Villegas, amigo y servidor del duque de Alba, que vengo a alertar de graves amenazas que se ciernen sobre el rey y el mismo reino —dije, quitándome la capucha que me cubría toda la cabeza y buena parte del rostro.

La cara del rey se mudó de sorpresa, pero la de Pérez se volvió blanca como la cal. Durante unos segundos me miró de hito en hito, sin poder creer que fuese yo. Reconozco que pocas veces en mi vida me sentí más ufano y satisfecho, y sin darle tiempo a reaccionar, dije:

—¿Qué os pasa, maese Pérez? ¿Acaso me creías bien muerto, que vuestros sicarios habían acabado con mi vida?

—No, no… Hay que llamar a la guardia, majestad… ¡Guardias! —dijo, tratando de gritar, pero sin apenas éxito.

—Sí, llamad a la guardia, pero veréis, majestad, que será para prender a este traidor de Pérez, vuestro secretario.

—¡Cómo! ¡No es posible! ¡Qué está sucediendo! —gritó el rey, mientras comenzaban a acudir sirvientes alarmados por las voces.

—Ahora mismo os lo vamos a explicar —dijo el bueno de Rodrigo—, pero sería conveniente que guardaseis a buen recaudo a esta sabandija.

—¡Mentiras! ¡Todo es mentira! ¡No hagáis caso, majestad, a estas voces maliciosas…! —chilló con desmesura Pérez.

—Que su majestad escuche y que sea él quien decida. Traigo documentos que van a probar lo que voy a decir. Y el rey sabe que soy honrado y que el amor por mi señor, el duque de Alba, no me ciega y menos se antepone ante el reino o el propio rey —dije con aplomo.

—Sea. Veamos que nos habéis de contar —dijo Felipe II.

—¡No podéis escuchar esas patrañas! ¡Os van a envenenar la mente! —volvió a chillar su secretario.

—Eso lo decidiré yo, y vos, señor secretario, podéis retiraros a vuestros aposentos si acaso no queréis escuchar lo que tengan que decir.

—¡Así sea! —replicó, levantándose y marchándose.

—¡Guardias! Acompañad al señor secretario a sus estancias y velad por él —dijo el monarca, en una sutil pero clara alusión a que no se le perdiese ojo ni se le dejase salir del palacio—. Es una sorpresa veros aquí, don Álvaro —continuó el monarca dirigiéndose a mí—. Y más en compañía de mi confesor. Sabéis que el duque me ha ofendido, pero no seré yo quien os prive de contarme eso de decís que es tan importante. Os debo algún favor del lejano pasado.

—Majestad —dijo don Rodrigo—. Os puedo asegurar que lo que os va a comunicar don Álvaro es verdad. Pero he de deciros que yo no he tenido nada que ver en la obtención de la información que os va a transmitir. Ha sido todo fruto de su tenacidad. Pero si me permitís, por discreción, me alejaré unos pasos y os dejaré en la mesa solos a los dos.

—Bien… sentaos, maese Álvaro. Os escucho.

No sabía por dónde empezar, así que comencé sacándome los documentos que guardaba en una cartera junto al pecho para que los leyese. En primer lugar, le pasé la carta que don Juan de Austria le había enviado a mi señor, el duque de Alba. Enseguida vi cómo se le nublaba el semblante. Si esperaba encontrarse ante un ligero asunto de faldas, o una historia de espías flamencos, pronto vio que el asunto era mucho más grave y que le afectaba en lo más personal.

Tras dejar a un lado la carta de su hermano, le pasé los papeles que Escobedo había dejado a su viuda. Mientras los leía vi cómo le comenzaban a caer lágrimas. Supongo que era el dolor, la vergüenza de haber obrado mal con su hermano, y de paso, con mi amigo el duque de Alba, o la rabia de haber caído en las redes de su secretario Antonio Pérez; quizás también por la enorme incomodidad de saber que yo, un plebeyo, había leído todo aquello y que estaba al corriente de sus miserias humanas. Cuando terminó, se enjugó las lágrimas con un pañuelo, sin pudor ni disimular lo más mínimo ante mí. Me preguntó qué más sabía, y le relaté todas mis aventuras por Madrid, Santiago y otra vez Madrid, y cómo pude corroborar con los hechos, con los intentos de acabar con mi vida y con la muerte de aquel emisario a las puertas del palacio de Alba, la veracidad de todo lo que allí se decía.

—Buen Álvaro, envidio a vuestro señor, el duque, por teneros como amigo y servidor. ¡Lo que yo daría por tener a alguien como vos, tan desinteresado, tan honesto…!

—Sólo cumplo con mi deber, majestad.

—Huelga deciros que habéis de guardar todo lo que aquí se explica en secreto. Supongo que sois consciente del daño no para mi persona, que lo tendría bien merecido, sino para el reino si todo esto saliese a la luz. Me avergüenzo de lo que hice o permití hacer… No tengo palabras. Pero mis súbditos no merecen pagar por los pecados de su padre.

—Mi boca está sellada. Nadie, ni el duque de Alba, sabrá nada de todo eso. Aquí os dejo estas cartas. No hay copia ninguna de ellas. Son las únicas pruebas escritas que existen de todo este drama.

—Contaba con ello, gracias.

—Lo único que os pido es que le rehabilitéis y que no le hagáis sufrir más por algo que no ha cometido. Está muy afectado, y aunque no disculpo lo de su hijo ni su comportamiento cegado por su amor paternal, no se merece que alguien que se ha entregado tanto por el reino, acabe así sus días.

—No os preocupéis, pero dadme unos días. Creo lo de estas cartas, pero he de averiguar bien el alcance de la corrupción de Pérez, sus manejos, así como la implicación de la viuda de mi amigo, la princesa de Éboli, en todo este entuerto. En pocos días recibiréis una carta mía.

—Gracias, majestad.

—No, gracias a vos. Esta noche quedaos aquí y mañana os pondré una guardia personal para que podáis llegar a Madrid con toda seguridad. No sería cosa de que ahora que habéis conseguido vuestro objetivo os matase algún desalmado al llegar al palacio de Alba.

—Bien, señor.

—Y ahora, dejadme. Decid a don Rodrigo que venga, preciso confesarme y luego, esta misma noche, comenzaré a enviar emisarios y a convocar a secretarios para buscar la verdad de todo esto.

Mientras me apartaba, tras casi una hora de conversación, vi cómo su confesor ya venía hacía la silla donde hasta el momento yo había estado sentado. Sin decirle nada, ya sabía que requería de su condición, fuese de confesor, confidente, consejero o amigo. Al salir de la estancia, me sentí rejuvenecido casi veinte años, pues me había quitado un gran peso de encima. De súbito me entró hambre y un mayordomo me acompañó hasta las cocinas en donde pude degustar los manjares que allí había y que no eran pocos. Hacía meses, por no decir años, que no me encontraba tan satisfecho conmigo mismo, alegre y relajado. Dos horas estuve bromeando con los cocineros y sirvientes del palacio. Ya les habían llegado las noticias de que Pérez estaba confinado en sus habitaciones y que eso tenía algo que ver conmigo, pero se cuidaron mucho de preguntarme nada. Luego me entró un sueño terrible y me acosté allí mismo, en un jergón cerca de las cocinas, pues no me veía con ánimo de ir a una de las buenas cámaras que me habían preparado tres pisos más arriba.

Al día siguiente estaba como nuevo, y a eso de las diez, tras desayunar unos bollos con chocolate, me dispuse a partir en un carruaje que su majestad había dispuesto para mí, junto con una escolta de diez hombres. Di aviso a don Rodrigo, quien al poco acudió a la puerta principal.

—Bien —le dije—, gracias por todo de nuevo. Sin vuestra ayuda nada se hubiese arreglado.

—El rey os está muy agradecido. Quería que os diese esto. Es una esmeralda traída de las Indias y me ha pedido que os dijera que ahora tenéis dos.

—Sí, en su momento su padre, el emperador, me obsequió con otra.

—Os la merecéis, Álvaro.

—No sé cuándo volveremos a vernos. Parto para Madrid y allí estaré hasta que el rey me dé permiso para avisar al duque de Alba de que puede volver a la corte. Espero que sea pronto.

—Pocos días, confiad.

—Hasta siempre.

—Hasta siempre y que Dios os bendiga.

Al mediodía llegué al palacio. No había rastro de nadie sospechoso en sus alrededores. Posiblemente ya les había llegado la noticia de mi aparición en el Escorial y de que ya no era necesaria su amenazadora presencia. Con toda seguridad, aquellos truhanes se habían ido a otra parte, pues en el Madrid de aquellos años, y me temo que siempre, era constante la demanda de gentuza de baja estofa como aquélla, dispuesta a ganarse unos dineros a cambio de cualquier maldad.

Nada más bajar de la carroza, se echó en mis brazos el bueno de Bernardo. Detrás de él estaba el resto de la servidumbre. Se notaba que me consideraban, que sabían que era uno de ellos y que a pesar de que mi cargo y mi posición me hacían estar siempre al lado del duque de Alba, yo pertenecía su clase. Además, he de decir en verdad que nunca quise parecer lo que no fui, y siempre les traté con amistad y consideración, cosa que muchos notables y gentes que se decían refinadas y educadas no hacían, teniendo hacia ellos un comportamiento despótico y hasta cruel que ellos aceptaban con resignación por miedo a perder el sustento.

—¡Maese Álvaro! —exclamó—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Os dábamos por muerto!

—Ya veis que estoy bien vivo, y perdonad que no os escribiese o diese cuenta de mi estado, pero la naturaleza de mi misión lo hacía preciso.

—No temáis. Ya nos imaginábamos algo. En varias ocasiones algunos bribones vinieron a preguntar, y en otra, a uno le sorprendimos merodeando por la casa. Era evidente que no se creían que estuvieseis enfermo tanto tiempo, y eso que mandamos llamar al boticario y al barbero con sus lancetas de sangría bien a la vista en un par de ocasiones, para que así lo pareciese. Pero me temo que al cabo de un par de meses ya dieron por descontado que no estabais aquí y se limitaron a vigilar las puertas por si volvíais.

—Bueno, ya estoy aquí, sano y salvo. ¿Ha habido noticias del duque?

—Han llegado varias cartas, pero nada más. Le suponemos resignado allí en su destierro.

—No os preocupéis, que esto va a cambiar pronto.

Lo primero que hice al llegar fue coger pluma y pergamino para escribir al duque. Le daba cuenta del resultado positivo de mis gestiones y que todo estaba a punto de arreglarse. Lo doblé cuidadosamente y estaba a punto de enviarlo por un emisario, cuando me asaltó la duda. ¿Acaso no podían interceptar el correo? El rey me había pedido unos días. ¿Podía estropear las medidas que su majestad estaba pensando adoptar por ser demasiado entusiasta? De modo que guardé en el fondo de un cajón mi carta y me comí las ansias de notificar a Fernando las buenas nuevas. Debía esperar las instrucciones del rey. No podía arriesgarme, cuando estaba ya a punto de solucionarse todo, a echarlo todo a perder. Me limité a dejar que Bernardo enviase un recado a Uceda contando que había vuelto y que simplemente dijese que todo había salido bien y que esperaba en pocos días dar más detalles.

No tuve que esperar mucho, pues los acontecimientos se precipitaron. Según pude saber, unos días después, el rey mandó llamar a Pérez y le tranquilizó y le rogó que reanudase sus trabajos como si nada hubiese pasado, pero todo era un ardid. Al mismo tiempo, agentes de su majestad emprendían una investigación exhaustiva de todas las denuncias que yo había puesto sobre la mesa sobre las turbias actividades de su secretario y, sobre todo, de las de la princesa de Éboli. Según me llegaron noticias, los registros fueron concienzudos, al igual que los interrogatorios. Así, tras desentrañar todas las pruebas, por sorpresa, a finales de julio, Pérez, la princesa y algún colaborador suyo fueron puestos inmediatamente bajo custodia. Había caído toda la red.

Al día siguiente, recuerdo que ya era casi agosto, me llegó el correo real. Su portador era nada menos que don Rodrigo. Traía consigo dos cartas, una para mí y otra para el duque de Alba. En la mía me agradecía nuevamente mis servicios, me instaba a que llamase de vuelta a mi señor cuanto antes a Madrid y que le hiciese llegar la otra misiva al duque ¡Por fin todo había acabado! Sin más dilación abrí el cajón y envié un mensajero para que llevase al duque de Alba mi carta y la de su majestad. Era cuestión de días que volviese a ver a Fernando.

Tan sólo dos días después estaba de vuelta. Habían pasado unos siete meses. Había envejecido, pero su rostro reflejaba la alegría por haber recuperado su honor y el favor real. Llegó a primeros de agosto con su mujer y sirvientes y, al verme, se fundió conmigo en un gran abrazo, sin importarle los comentarios de sus familiares allí presentes por tamaña muestra de afecto que tuvo conmigo en público. Al poco ya estábamos en el salón.

—Gracias otra vez. Sabía que si tú no arreglabas ese entuerto nadie lo haría. Me lo has de explicar todo.

—Sí, pero te he de decir que me he enterado de cosas muy desagradables, que afectan a nuestro propio rey y que no te puedo contar. Así se lo he jurado a él.

—Lo comprendo, y supongo que ha sido muy doloroso para ti. A mí no me sorprende nada, pero tú sigues siendo un ingenuo. A pesar de lo viejo que eres, continúas creyendo en la verdad, el juego limpio, la honradez y todo eso… Yo hace tiempo que sé que, si eso existe, sólo está en el cielo.

—Bueno, ya sabes como soy y así moriré, pues ya no puedo cambiar. Por eso nunca me gustaron esas cosas de la política y del gobierno de los reinos. Sí, ha sido doloroso, pero estoy contento. He ayudado a hacer justicia contigo y con otros y por si fuera poco, he ayudado a su majestad. Poco más se puede pedir.

—Bien, comienza ya, estoy ansioso.

Le expliqué todo: las conspiraciones de Pérez, cómo había manipulado al rey para indisponerse contra su hermano, los amoríos del secretario con la princesa de Éboli, mis aventuras en Santiago, mis amistades salvadoras con el confesor de su majestad y con el arzobispo de Santiago… todo, excepto la implicación del monarca en el asesinato de Escobedo, su envidia enfermiza hacia su hermanastro y aquella parte del contenido de los documentos que me había entregado su viuda, en los que también se hacía alusión a la posible complicidad del rey en las maniobras contra don Juan de Austria. En resumidas cuentas, a nuestro Felipe II le convertía en un santo inocente víctima del malévolo de Pérez, y no en el calculador desconfiado que había sido. Tras concluir mi relato le pregunté por la carta que le había hecho llegar el rey.

—Ha sido emocionante. Primero, porque, aunque no lo decía claramente, se veía que me pedía disculpas por el trato que me había dado, alegando que había sido fruto de malentendidos y de mentes aviesas que le habían aconsejado mal.

—No es malo que haya reconocido sus excesos… todo lo contrario.

—También había elogios muy encendidos hacia ti. Me dice que te cuide, que eres una suerte como amigo y servidor y, por supuesto, que tú sabrás darme detalles de todo lo acontecido, como así ha sucedido.

—¿Cuándo te recibirá?

—Me advierte, eso sí, que aún tardará un poco. No me lo ha dicho en la misiva, pero es evidente que ha de guardar las apariencias y mi regreso ha de parecer fruto de su gracia y condescendencia y no de un error que él ha rectificado. Aunque muchos lo sepan, o lo intuyan, él jamás podrá reconocerlo ni darlo a entender.

—Las apariencias…

—Sí, somos todos esclavos de ellas.

—Pero cuanto más alto se escala, más esclavo se es de ellas —me atreví a apostillarle.

—Me temo que sí —reconoció pensativo.

Los acontecimientos internacionales ayudaron a rehabilitar al duque de Alba. Era ya, bueno… éramos, viejos y poco podía hacer, pero sus consejos seguían siendo válidos. El sur de Flandes se había pacificado gracias a las habilidades políticas y militares de Alejandro Farnesio.

La guerra seguía contra las provincias rebeldes del norte, así como los derroches de hombres y fortunas que se vertían en aquel saco sin fondo, pero los augurios era buenos. Sin embargo, podían haber sido mucho mejores y convertirse en una victoria rotunda sobre los herejes, si el destino —o la ambición de nuestro rey— no hubiese interferido con un nuevo conflicto que volvió a inmiscuirse en la guerra de aquellas provincias, impidiendo concentrar allí todo el esfuerzo. En este momento, el problema era Portugal.

Lo cierto es que los complicados asuntos del reino vecino fueron precisamente una de las excusas favoritas del rey para negar dineros a don Juan de Austria mientas éste aún estuvo con vida. Pero el pretexto esgrimido un año antes, se había convertido ahora en realidad. El alocado rey Sebastián se había empeñado en su empresa contra los moros. Ya expliqué que sólo consiguió de su majestad vagas promesas. El rey luso, sobrino de nuestro rey, siguió insistiendo e incluso pidió que le cediese al duque de Alba como general en jefe de la expedición, cosa a la que tampoco accedió con diversas excusas. Sí que se le dio algo de dinero, carruajes, caballos e impedimenta, y algunas fuerzas, pero poco más, siendo el tesoro portugués el que tuvo que asumir la mayor parte de la empresa. Lo cierto es que, en agosto de 1578, el descerebrado y mentecato del rey portugués desembarcó en África empeñado en batallar contra Muley Moluc, nuevo rey de Fez y aliado de los turcos. Moluc había desposeído del trono a su sobrino, quien, a su vez, prometió Larache a Sebastián a cambio de ayudarle a reconquistar el trono.

La expedición resultó un fracaso y los diecisiete mil portugueses, y algunos caballeros españoles, con el rey Sebastián a la cabeza, fueron masacrados en la batalla de Alcazarquivir, siendo apresados unos diez mil más. Días antes había desembarcado en Arcila y al poco se puso en camino hacia Fez. Con él iba el sultán depuesto, y el 4 de agosto de 1578 tuvo lugar la infausta batalla. El calor y la sed hicieron que los cristianos, debilitados y enfermos, fuesen fácilmente derrotados. No obstante, allí murieron los tres reyes, el luso y los dos sultanes, el tío y el sobrino. Curiosamente, gracias a la acción del renegado español nacido, en Córdoba, en el seno de una buena familia cristiana y bautizado como Fernando, pero ahora llamado Suyelman del Pozo, la batalla acabó por decidirse, pues, al parecer, pronto cayó muerto el sultán enemigo, aunque esta rata infiel, que Dios tenga en el infierno, que ejercía un alto cargo en la corte de los moros, supo ocultar la muerte a los suyos hasta que concluyese la batalla, por lo que esa funesta noticia no influyó en el ánimo de sus hombres.

Aunque el cadáver de Sebastián fue reconocido y llevado después a Ceuta, meses después comenzó a correr el rumor de que el rey pudiese estar vivo, lo que sirvió para que muchos osados pretendiesen adjudicarse la corona. Sin duda a su majestad se le abría el camino para hacerse con Portugal, pues era el pariente más próximo y con más poder. Sin embargo, el más cercano era el tío abuelo del rey, el cardenal Enrique, pero tenía setenta y siete años, estaba ciego y enfermo. Pese a todo, no faltaron quienes alentaron al pobre anciano para que, tras pedir dispensa a Roma, se casase y tuviese rápida descendencia, pero un agente nuestro en Lisboa nos informó de que detrás de ello había algunos nobles que, aprovechando la senilidad del bueno del cardenal, pretendían casarle con una mujer ya en cinta y poder ellos manejar el asunto a su antojo.

El siguiente en la línea de sucesión era nuestro soberano Felipe, que rápidamente se puso a maquinar como apropiarse de Portugal. Primero, frenando en Roma los intentos de los portugueses de poder casar al cardenal; luego, contratando a eminentes juristas de toda Europa para que argumentasen en su favor, y lo más importante, comenzando a enviar generosas cantidades de dinero, detrayéndolo de Flandes y del reino en general, para sobornar a la nobleza portuguesa y rescatar a los muchos cautivos que quedaron en África. Entre éstos estaba el adversario más importante de su majestad, don Antonio, el prior de Crato, pero nuestro rey pensó que liberándolo se ganaría su favor y el del pueblo. Evidentemente, nuestro soberano se deshizo en promesas de que no sojuzgaría a los lusos, que juraría sus libertades y que el reino de Portugal seguiría siendo libre y propio, aunque estuviese sometido al mismo rey, poniendo como ejemplo la relación ya establecida entre los reinos de Castilla y Aragón.

A principios de 1579, el cardenal Enrique estipuló que todos los candidatos presentasen sus argumentos, que él decidiría, cosa que no era del agrado ni conformidad de su majestad. El resultado fue que saltaron al escenario seis o siete candidatos más: la reina de Francia, el duque de Saboya, el mismo papa Gregorio XIII, la duquesa de Braganza, el hijo de Alejandro Farnesio —nuestro brillante general en Flandes—, el prior de Crato y, por supuesto, nuestro monarca. Aunque algunos apenas tenían posibilidades, Lisboa se convirtió en aquellos meses en un hervidero de espías en donde se compraban y vendían adhesiones y se conspiraba por el éxito o fracaso de tal o cual candidato, se demostraban legitimidades de nacimiento y purezas de sangre, se falsificaban documentos y certificados… todo por alcanzar aquel trono. Por suerte, la edad avanzada que teníamos Fernando y yo nos libró de acudir a dirigir las conjuras pertinentes que, en otro caso, indudablemente nos habría tocado hacer, y pudimos observar aquel asunto con cierta ironía y distanciamiento.

Mientras tanto, en verano de 1579, al tiempo que se producía el desenmascaramiento de Pérez, el rey ordenó que las galeras de guerra se aprestasen a desembarcar en Portugal, si era menester, y que comenzasen a organizarse ejércitos en tierra que debían de invadir el reino vecino si el plan de incorporación no daba resultado por las buenas. Sancho Dávila, el veterano maestre de campo, tuvo en toda esta organización un papel decisivo, lo mismo que el duque de Medina Sidonia, cuyas tierras eran colindantes con Portugal, y que fue nombrado en un principio comandante en jefe del ejército. Como jefe de la armada que había de actuar por mar fue designado el también más que veterano Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. A esta preparación militar ayudó mucho que el joven Alejandro Farnesio estuviese metiendo en vereda a los herejes rebeldes y que, aunque a escondidas de todos, se pudiese pactar con los otomanos la prolongación del periodo de paz que había con ellos en el Mediterráneo.

Por fin, en enero de 1580, tras un agitado año, el cardenal Enrique aceptó proponer a las Cortes portuguesas que su majestad fuese el rey de Portugal. Los espías y agentes de nuestro monarca habían obrado con maestría y el trabajo estaba prácticamente hecho, aunque quedaba un inconveniente. Quien no se había plegado a los ruegos, sobornos y argumentos de Madrid se había reunido en torno a la figura del prior don Antonio, que gozaba del apoyo de Francia, quien temía sobremanera la unión de los dos reinos peninsulares. El 31 de enero de ese año por fin murió el cardenal portugués. ¿Se podría poner los pies en Portugal sin recurrir a las armas?

Ya en otoño de 1579, su majestad había convocado en privado al duque de Alba. Era la primera vez que se volvían a ver desde su vuelta del exilio en Uceda, aunque oficialmente aún seguía residiendo allí. La nota en que le convocaba a su presencia también señalaba que esperaba contar con la mía. Entramos en el alcázar por una puerta lateral y fue poco sabida nuestra visita al rey. Nos esperaba para comer y, cosa bien rara e incómoda para mí, su majestad había tenido la gracia y deferencia de poner un cubierto para que comiese con ellos en la mesa. En total éramos cuatro, el rey, Fernando y yo y su consejero portugués, Cristóbal de Moura, dedicado en exclusiva al tema del futuro nuevo reino. Al llegar ante su presencia, Fernando hizo ademán de arrodillarse, pero el rey le cogió los brazos y se lo impidió afectuosamente.

—Antes de empezar el almuerzo he de deciros algunas cosas —dijo el monarca, dirigiéndose al duque de Alba en nuestra presencia.

—Escucho a su majestad —respondió Fernando.

—Los tristes acontecimientos pasados sobre aquel advenedizo de Pérez ya están olvidados. Su nefasta influencia me llevó a cometer algún error, y eso lo sabe bien vuestro servidor Álvaro, con respecto a vuestra persona.

—Lo sé, majestad, y no os culpo —contestó humildemente Fernando.

—Eso no quiere decir que no siga enfadado con vos y vuestro hijo por el tema de sus bodas y amoríos y que os merezcáis, por ello, un correctivo —añadió el rey, tratando de demostrar en todo momento su altivez y orgullo.

—Es cierto, majestad —respondió Fernando, mirando hacia el suelo y masticando las palabras.

—Bien; os he perdonado; os perdono… y no se hable más del tema.

—De acuerdo, majestad —añadió también Fernando, que con el tiempo había aprendido a domar su orgullo y a callarse en un momento en que otrora hubiese plantado cara sin envainar la espada de su lengua.

—Ahora hemos de pensar en el futuro. Es posible que Portugal se nos resista a pesar de que nuestros argumentos son irrebatibles, por lo que hay que estar preparados.

—Estoy de acuerdo.

—Es probable, sólo probable, que os vuelva a necesitar, señor duque de Alba, para comandar los ejércitos que tengan que entrar en Portugal. He de deciros que no es únicamente opinión mía, sino sobre todo del Consejo de Estado en su unanimidad.

—Os lo agradezco de corazón, pero soy muy viejo, tengo setenta y tres años, estoy enfermo y digamos que mi fama no es precisamente muy buena en Europa por lo acontecido en Flandes.

—Os quiero, os queremos —dijo, mirando a Moura— precisamente por vuestra fama. Ello amedrentará a más de uno que ose oponerse y, por otra parte, no hay general español más laureado que vos y con tanta experiencia en el campo de batalla. Sois viejo, sí, pero podéis ser un viejo muy útil.

—Bien sabéis que os obedeceré hasta que pueda, pero os sigo advirtiendo que mi salud es cada vez más frágil.

—Una cosa más: vuestro hijo será pronto indultado y podrá vivir con su nueva, y esperamos que definitiva, esposa, pero habrá de estar, por el momento, confinado a vuestras tierras de Alba de Tormes.

—Gracias por vuestra indulgencia.

—Bueno, queda dicho… y ahora ¡a almorzar! Una cosa más. A todos los efectos seguís castigado en Uceda, aunque se os permita residir en Madrid. En su momento ya haremos oficial el perdón y lo haremos coincidir con vuestro nombramiento de general en jefe del ejército que tenga que entrar en Portugal.

El rey había dejado claro quién mandaba y que su jerarquía estaba por encima de todos. Fernando se mostró satisfecho por una parte: se le seguía mostrando reconocimiento y no había general más ducho que él para dirigir una operación militar a gran escala. Pero también estaba incómodo: se le seguía manipulando, usando a conveniencia de la política y por si fuera poco, tenía que aceptar la humillación de seguir estando castigado, al menos oficialmente. Asimismo, si algo salía mal en la invasión, una cuestión, al parecer, bastante probable, era muy fácil echar la culpa a un anciano que ya estaba en el fin de sus días y que ya había fracasado en Flandes, sin que nadie más resultase salpicado. De todas formas, como he dicho antes, la resignación que da la edad le ayudó a digerir más este mal plato.

Por fin, a finales de febrero de 1580, se vio claro que el prior de Crato había aglutinado tras él a numerosos sectores del tercer estado. Casi toda la Iglesia y la nobleza estaban a favor de nuestro rey, pero aquél, hábilmente, había sabido sobornar igualmente, con dineros que le llegaron de Inglaterra y Francia, comprando bastantes fidelidades. De hecho, se limitó a hacer, aunque a menor escala, lo que había hecho su majestad, por lo que puede una vez más verse que en esto de las fidelidades a los reinos y señores es el peso de la bolsa lo que al final decide y no otras zarandajas.

En ese mes el rey proclamó oficialmente al duque de Alba como jefe de las fuerzas que habían de entrar en Portugal llegado el caso. También era el modo de otorgarle el perdón real y oficializar su situación. Como es natural, mi amigo hizo pública su aceptación del cargo y su satisfacción por haber sido perdonado. A finales de mes marchamos directamente a la frontera con Portugal, hacia el monasterio de Guadalupe, donde pasamos la Semana Santa, y allí cerca se acuarteló buena parte del ejército, formado, como ya era costumbre, por castellanos, alemanes e italianos.

En esos días, el Consejo de Regencia del reino vecino quiso hacer un último intento de impedir la invasión, por lo que solicitó a su majestad un arbitrio para dictaminar a quién correspondía la corona. Nuestro soberano a esas alturas no estaba dispuesto a ello; sus derechos eran legítimos y el simple hecho de ponerlo en duda nos resultaba a todos ofensivo. El Santo Padre, no obstante, era partidario de ello, por lo que su majestad decidió esperar un poco más y dar tiempo al tiempo.

—¡Otra vez las dilaciones de su majestad! —me dijo el duque de Alba.

—Siempre será así —le contesté—. Es prudente y quiere agotar todas las vías de negociación para cargarse de razones, amén de no contrariar al papa.

—Pero con ello da tiempo al enemigo a prepararse y fortalecerse. Hay que actuar. Por otro lado, esto no es como Flandes, aquí no hay herejes, estamos en nuestro reino y sobran los derechos de nuestro soberano.

—Tienes razón, pero no has de olvidar que hay muchos buenos cristianos, aquí en España, que ven mal esta guerra entre hermanos de fe, por más razones que tenga nuestro rey…

—¿Ah, sí? Pues que lo arreglen ellos con sus ruegos y oraciones, a ver si pueden.

Era el mismo de siempre. En su monólogo quedaba clara su lógica de soldado. Si no se sometían por las buenas, había que ir a las malas y cuanto antes.

Durante toda la primavera se dedicó, en Extremadura, a instruir a sus soldados, a pasar frecuentes revistas y a tener todo ultimado, pues era cada vez más evidente que el prior de Crato, animado por los extranjeros enemigos de nuestro reino, iba a jugar su carta hasta el final. A pesar de su edad, la actividad del duque era encomiable. No paraba de dar órdenes, enviar cartas aquí y allá, convocar a los capitanes y dictar todas las medidas precisas para mantener perfectamente engrasada la máquina militar. Ciertamente su gota y sus dolores de huesos no le dejaban ir a caballo, como a él siempre le había gustado, pero no paraba de hacerse llevar en litera a todos los puntos donde fuese preciso.

En Mérida, adonde se había trasladado la corte, se encontró Fernando con el rey. Era la primera vez que se veían en público, ante todos los cortesanos y de un modo oficial. Mi amigo, como no podía ser de otro modo, esperó a que su majestad le indicase que se acercase. Cuando él lo hizo, trató de agacharse para, públicamente, dar su sumisión como era obligado, mas el monarca de nuevo le cogió de los brazos, se lo impidió y le dio un abrazo. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Muy pocas veces se veía al retraído del rey mostrar un gesto tan afectuoso en público. Era evidente que le había perdonado de corazón y que, a pesar de sus diferencias, que eran notorias, de sus enfrentamientos, que los había habido y fuertes, ambos se respetaban, asumiendo cada uno el papel que la vida y Dios les había adjudicado en el mundo.

En junio, en una solemne declaración, el rey afirmó que iba a tomar posesión de aquel reino de Portugal porque era suyo por derecho. El día 13 de ese mes, la familia real, junto a Fernando, pasó revista a las tropas. Eran casi treinta mil hombres, la mitad españoles y la otra alemanes e italianos. Una buena parte también estaba integrada por veteranos curtidos de Flandes. Sin lugar a dudas, allí estaba la mejor máquina militar del mundo en aquel momento y ningún ejército les podía resistir. No pude evitar sentir el vello erizado cuando vi a Fernando, vestido de azul y blanco, los colores de la casa de Alba, acompañar orgulloso a su majestad en la revista. Estaba viejo, pero en sus ojos brillaba otra vez la acción, la emoción de la guerra, la satisfacción por hacer lo que mejor sabía y que le había reportado tantas glorias y orgullos. Junto a él también había venido a la guerra su hijo Hernando, por lo que había dejado el virreinato de Cataluña tras casi diez años de gobierno. Fernando le dio el mando de la caballería, como ya había ostentado años atrás en Flandes. Mi amigo me saludó con un gesto al pasar junto a mí, lo mismo que el rey, y tal deferencia hacia un plebeyo como yo, a pesar de que era pública y notoria nuestra amistad, no pasó desapercibida ante muchos ojos y los murmullos se extendieron. Poco después, el veterano Sancho Dávila me comentó:

—Muchos y grandes servicios debéis de haber hecho a la corona para que su majestad os tenga en tan alta estima y os lo demuestre en público.

—No tantos como yo quisiera. Me he limitado a servir al duque y, de esta manera, no es difícil hacerlo también al reino.

—Cierto es, pero me gustaría que un día, ante una buena jarra de vino, me lo contaseis un poco más.

—Quizás algún día —le dije con una sonrisa cortés.

Al mismo tiempo se preparaba en Cádiz la escuadra bajo el mando del marqués de Santa Cruz, con más de cinco mil soldados a bordo. Días después habría de ascender por la costa atlántica para desembarcar en Lisboa u otro punto que se considerase conveniente. Pero nuestros espías habían detectado que el camino hacia Lisboa estaba plagado de obstáculos y de núcleos de resistencia. Su objetivo no era tanto detenernos, cosa que los rebeldes sabían que era imposible, sino complicarnos las cosas y retrasar en todo lo posible nuestro avance. Esperaban, sin duda, conseguir apoyos en el extranjero y desgastar a nuestras fuerzas del mismo modo que había sucedido en Flandes. Es más, se llegó a rumorear, aunque nunca se pudo demostrar, que algunos ingleses herejes que habían luchado contra nosotros apoyando a Guillermo de Orange se habían trasladado a Portugal a ofrecer sus consejos al usurpador Antonio de cómo combatirnos. Lo cierto es que era preciso resolver la campaña con rapidez, antes de la llegada del frío, en ese mismo verano.

El rey se quedó en Extremadura. Le dio carta blanca al duque de Alba, pero le pidió encarecidamente que ya que tenía que mandar después sobre los portugueses, tratase de causar sobre la población el menor daño posible. Era preciso que no sintiesen hostilidad hacia su persona, por lo que el trato debía ser, por tanto, el mejor, y los males causados los imprescindibles. Mi amigo aceptó de buen grado, aunque volvió a pensar lo de siempre, que no había forma de hacer tortillas sin romper huevos, pues sabía que era imposible, por más que lo intentase, evitar ciertos excesos. De todas formas, era consciente de que la mejor manera de disminuir los daños a la población era hacer la campaña lo más rápida posible, evitando penalidades, cansancio y hambre, tanto a propios como a extraños. Éste fue, por tanto, su objetivo: la rapidez.

Fernando, a esas alturas, era muy sabio en estas cosas y necesitaba economizar hombres y dinero, y más sabiendo lo difícil que era conseguir tanto lo uno como lo otro. Por tanto, decidió una hábil estrategia que le permitiría avanzar más rápido y sorprender al enemigo. Dio instrucciones al jefe de nuestra flota para que se encontrase con nosotros en Setúbal, puerto a unas diez leguas al sur de Lisboa. Aunque esta ciudad estaba bien defendida, los rebeldes no esperaban que cayésemos sobre ella antes que sobre su capital, en cuyo camino y en sus defensas habían concentrado todo su esfuerzo. El plan, pues, era avanzar hacia esta ciudad a toda prisa, embarcarnos en las galeras y desembarcar al oeste de Lisboa, a sus espaldas, sorprendiendo a los rebeldes en una maniobra audaz y rápida.

A finales de junio, nuestro ejército se empezó a mover y cruzamos la frontera. La resistencia fue muy exigua y la mayor parte de la población se mostraba temerosa ante el avance de los nuestros, ya que son bien conocidas las calamidades que los ejércitos en marcha producen, sea cual sea la nación a la que pertenezcan. A muchos otros, en cambio, les resultaba indiferente, pues era evidente que a los campesinos y gentes sencillas les importaba bien poco que los que les mandaban fuesen nobles y reyes castellanos, aragoneses, portugueses o franceses, pues ello no alteraría en nada su vida de miseria. No obstante, a pesar de las precauciones tomadas, como casi siempre sucede, se produjeron saqueos, excesos y toda clase de tropelías por parte de unas cuantas compañías de mercenarios. Como sucedía siempre en las guerras, era la población civil la que sufría la violencia de la soldadesca que daba rienda suelta a sus más bajos instintos. Parte de esa población, merecidamente enfadada por los abusos, apoyó entonces a nuestros enemigos, aunque la mayoría aceptó pasivamente nuestra llegada. Mi amigo lo lamentó profundamente, pero daba por descontado que eran cosas difíciles de evitar y que, a pesar de condenar estos hechos prohibiendo y castigando duramente a los culpables, si los encontraba, no pudo ni supo impedirlo. Lo cierto es que, siguiendo las instrucciones del rey y sus propios criterios, ahorcó a buena parte de aquellos que cometieron actos indignos contra la población, cosa que hizo pública para que los propios portugueses se diesen cuenta de que los excesos eran reprobados tanto por el rey Felipe, como por él mismo.

Pero si bien el pueblo mostró cierta reticencia por todo lo anterior ante nuestra llegada, las clases pudientes, los prelados y la mayor parte de la nobleza nos dieron una efusiva bienvenida, con regalos incluidos, sabiendo que, dada su posición, estaban prácticamente a salvo de cualquier abuso. El resultado es que los principales problemas del avance vinieron, como era normal, más por el calor, los malos caminos y los abastecimientos, que no por la resistencia enemiga.

Mientras nuestras tropas avanzaban, la diplomacia de su majestad había informado a su santidad, al imperio y a otros reinos amigos, que lo que hacía nuestro ejército en Portugal no era otra cosa que liberarlo de enemigos extranjeros, que, aprovechando la candidatura al trono del prior, se habían instalado en el poder. Entretanto, éste se había proclamado rey en Setúbal entre aclamaciones de aquellos sectores del pueblo que más temían los efectos de la conquista castellana. Se trataba de la mayoría de los comerciantes con las Indias, y de todos aquellos que se beneficiaban de una manera u otra de ese tráfico y que pensaban que Lisboa y otras ciudades podían perder los monopolios de explotación. Sin embargo, el escaso apoyo recibido por parte de la nobleza y el clero, así como la falta de un buen ejército, volvía imposible hacer frente a nuestro avance.

Nos dirigimos hacia el centro, hacia Lisboa, en donde los rebeldes concentraban todas sus fuerzas y se sentían más seguros. Todas las ciudades que se resistían depusieron su actitud rápidamente ante la contundencia de nuestras armas. Al sur de la línea de nuestro avance no había ninguna oposición y la sumisión a su majestad era absoluta. Pero una cuantas leguas antes, de súbito, giramos hacia el sur con el fin de dirigirnos a Setúbal, con gran sorpresa para el enemigo que observaba nuestra marcha. Con apenas algunas escaramuzas sin importancia, alcanzamos dicha ciudad, que a mediados de julio se rindió. Como estaba planeado, en su puerto se unió a nosotros la flota de Santa Cruz que vino ascendiendo desde Cádiz y que sumaba unas ciento cincuenta naves de diversos tamaños. En ellas embarcamos y en pocas horas pusimos pie a tierra en la playa cercana a Cascáis, a unas cuatro leguas de Lisboa por el oeste. Caíamos ahora por su espalda, e hicimos una maniobra que sorprendió totalmente a los rebeldes, que pensaban que nos acercaríamos sólo por tierra desde el este. Esta acción, además, reportaba una gran ventaja, pues nos permitía rodear la capital desde tierra y mar y así cortar sus vías de comunicación con el océano a través del estuario del Tajo, e impedir cualquier posible auxilio o huida por sus aguas. Tras una semana de sitio, Cascáis se sometió y sólo una semana después, hacia el 12 de agosto, tomamos la Torre de Belém, en la desembocadura del Tajo. Con ello Lisboa ya estaba aislada por mar y prácticamente por tierra.

La capital sólo se encontraba a un par de leguas de nuestras fuerzas. Estaba casi cercada y sin posibilidades de ser auxiliada, pues los otros núcleos donde había rebeldes, en Coimbra y Oporto, bastante tenían con tratar de fortificarse, siendo imposible que pudiesen enviar ningún tipo de ayuda hacia la capital. Por su parte, el prior de Crato, el usurpador de la corona, veía claramente el peligro; él había sido coronado muy recientemente, pero si caía derrotado, no sólo su cabeza iría rodando por el cadalso por traidor, sino que su causa se iría a pique para siempre, pues él era la única bandera que en ese momento podían agitar los opositores a su majestad. Verdaderamente, si se descabezada la rebelión, el resto sería coser y cantar.

Por esta razón, los rebeldes, en un último intento, se dispusieron a presentar batalla, decididos a frenar nuestro avance sobre su capital. En nuestra marcha sobre Lisboa sólo nos quedaba cruzar un pequeño obstáculo, el pequeño río Alcántara, junto a su desembocadura y a un par de leguas de Lisboa. La estación veraniega hacía que su caudal fuese muy escaso, por lo que vadearlo no era ningún problema importante. Nosotros ocupamos la ribera oeste del río y los rebeldes nos esperaban en las alturas de la opuesta, que habían atrincherado apresuradamente. No lo habían hecho mal, y a pesar de que sus tropas eran bisoñas, he de decir que no les faltaba el entusiasmo de los que pensaban que luchaban por una causa justa. Si queríamos avanzar hacia la capital, debíamos romper aquella barrera, lo que no dejaba de ser un objetivo difícil.

Nuestro ejército había ido menguando en el camino, no por las bajas, que aunque exiguas siempre había, sino porque debíamos dejar guarniciones en los puestos y ciudades que íbamos tomando. Por ello, antes de la batalla, los nuestros sumaban cerca de veinte mil hombres, de los cuales unos dos mil eran los jinetes bajo el mando de Hernando de Toledo; también llevábamos con nosotros veintidós piezas de artillería. Como antes ya he contado, todos los españoles eran veteranos de Flandes; hombres disciplinados, aguerridos, la mejor infantería del mundo. Las tropas enemigas eran menos numerosas que las nuestras, pero bien apostadas. Tras agrupar a las fuerzas, Fernando comenzó a diseñar el plan de batalla. El brillo de sus ojos era el mismo de siempre; iba a ofrecer la última gran contienda de su vida y la planificó con acierto y método. Y ahora sabía que aquel ejército rebelde era lo único que se oponía al reinado de nuestro rey y que, una vez vencido, el objetivo político se habría conseguido. Era un alivio para él que, en esa contienda, política y guerra, soldados y consejeros, estuviesen todos en el mismo bando y actuando a una. La noche del 23 de agosto convocó a sus capitanes a su tienda. Antes, por la tarde, se había pasado un buen rato paseando en su litera y con sus ayudantes, tomando buena nota de la disposición de las fuerzas enemigas.

—Señores, mañana atacaremos. No será fácil, pero somos más y mejores. Les voy a exponer mi plan de ataque y ustedes me dirán.

La expectación era grande. Todos los presentes le admiraban y sabían de su pasado militar, pero muchos no habían combatido nunca con él. Por otra parte, muchos dudaban de que fuese capaz, a causa de la edad, de ver claro el despliegue militar y de dar órdenes con rigor. Al fin al cabo, ya era, al igual que yo, un anciano. Pero si alguien albergaba, comprensiblemente, alguna duda a este respecto, pronto se disipó, pues hizo una explicación clara y concisa de las maniobras a realizar y nadie le pudo rebatir.

—Primero —dijo Fernando—, nuestra artillería probará la suya, aunque en sus trincheras muy poco efecto puedan hacer nuestros disparos. Lo esencial es el ataque de infantería y hay que hacerlo con precisión y rapidez para sufrir las menos bajas posibles.

—¿Cómo nos distribuiremos? —preguntó su hijo Hernando.

—El ala derecha estará mandada por vos, Próspero Colonna, con vuestros tercios italianos y algunas unidades de españoles y alemanes. Vos tendréis el honor de acometer primero hacia el puente que está casi en la desembocadura, con el fin de forzarlo y lograr rebasar el río. Habrá resistencia, sobre todo desde el molino que está al otro lado, pero es importante que porfiéis para hacerlo. El marqués de Santa Cruz, con los cañones de sus galeras, os apoyará en caso necesario y os protegerá de los barcos rebeldes que quieran atacaros.

—Es un honor comenzar el ataque; os lo agradezco —respondió el italiano.

—La izquierda, que estará media legua hacia el este, tendrá un papel menos brillante pero más decisivo. Allí estará mi hijo con la caballería y Sancho Dávila con varias compañías de mosqueteros —prosiguió, mirando hacia ellos—. Mientras la batalla arrecie en la derecha, a mis órdenes, cruzaréis el río. El agua apenas os llegará por las rodillas y los rebeldes se darán cuenta tarde, por lo que no podrán impedir la maniobra. Cuando lo hayáis cruzado, iréis a toda marcha hacia las alturas en donde está su puesto de mando, sus reservas y su caballería, y les batiréis. Vuestra calidad es muy superior, por lo que sólo podrán huir o presentar batalla para perderla. Tras vencerles, caeréis sobre las trincheras del centro, las que han hecho en la ribera, machacándoles desde la espalda, y sobre su izquierda ayudando así a que las fuerzas de Colonna crucen el puente, si es que aún no lo han logrado.

—Muy bien —dijo su hijo Hernando.

—Yo me quedaré en el centro, con los cañones y con el resto de los tercios a modo de reserva, amenazando con vadear el río en cualquier momento, lo que les obligará a dejar fuerzas ante mí sin entrar en acción. Esta batalla la van a ganar las alas. Atacaremos mañana al amanecer. Ahora, si no hay preguntas, haced que los soldados escuchen misa, se confiesen y testen quien quiera hacerlo.

—Señor —dijo una voz—, ¿hay que hacer prisioneros?

—Son rebeldes y traidores y ninguno merece la vida. A todos sus capitanes hay que castigarles con la muerte y con respecto a los pobres desgraciados que estén con ellos, actuad según convenga, pero nunca con compasión. Recuerden vuestras mercedes que el señor al que dicen servir es ilegítimo, un usurpador que actúa sin ley, y hemos de actuar en consecuencia.

El discurso había sido lúcido y claro. El plan de batalla era magnífico y dada nuestra superioridad era imposible salir derrotados. Aquella noche fue de tensa emoción, como lo eran todas las vísperas de las batallas. Conforme a lo acostumbrado y había visto cientos de veces antes de cualquier combate, los rituales religiosos se adueñaron del campamento. Me acordé cuando los presencié la primera vez, hacía muchos años, en Fuenterrabía. Primero se oyeron el susurro de las oraciones en la misa, luego los de alguna confesión, mientras que algunos escribanos iban de aquí para allá levantando acta de los testamentos. Más tarde llegó la francachela de la cena, en donde abundaron las risas y canciones impregnadas de optimismo por el día siguiente. Ninguna blasfemia se oyó, ni las exclamaciones propias de las partidas de dados o naipes, pues nadie quería estar en pecado por si moría al día siguiente; el duque prohibió asimismo dar vino a los hombres esa noche. Después llegó el silencio del sueño, roto únicamente por el ruido del mar y por algún que otro corro que rezaba un rosario junto a algún fraile.

Al poco de despuntar el alba, la derecha de Colonna inició su ataque hacia el puente. Al mismo tiempo, la izquierda con la caballería y los arcabuceros de Sancho Dávila comenzaron a vadear el río más a la izquierda, sin encontrar ninguna oposición. Como estaba previsto, nuestra derecha se vio duramente acosada desde el otro lado del puente y el molino. Dos veces nuestros tercios trataron de ocuparlo, y dos veces fueron rechazados, la última ayudados los rebeldes por una compañía de jinetes moros que luchaban en su bando.

El encono de la batalla estaba centrado en el puente de la desembocadura, lo que favoreció que los que cruzaran el río por la izquierda apenas fuesen detectados, pues parecía que toda la batalla giraba en torno a aquel punto. Para animar a su toma, el duque de Alba envió un par de compañías de arcabuceros más a Colonna como refuerzo. Al cabo de dos horas, los nuestros ya lo habían conseguido, logrando cruzar al otro lado. En ese mismo momento, nuestra caballería y los mosqueteros de Sancho Dávila ocupaban las alturas en donde los rebeldes tenían sus cañones y sus reservas, poniéndoles en fuga desordenada hacia Lisboa. Tras ello, y como estaba previsto, cayeron sobre sus trincheras del centro y los efectivos que se retiraban del puente. Al mismo tiempo, nuestra flota avanzó en paralelo a la costa. Su escuadra, viendo la derrota que sufrían en tierra, se disgregó: unos huyeron a la capital y otros se rindieron.

La victoria había sido completa. Ellos habían perdido varios miles de hombres y nosotros no más de unos cientos, pero lo peor para los rebeldes es que la única barrera que nos separaba de Lisboa ya estaba levantada. Dos días después, entrábamos en la ciudad. Lisboa se rindió, pero para su desgracia y la de todos, algunos rebeldes se empecinaron en resistir, por lo que hubo combates en algunos barrios, casa por casa. Este clima de violencia favoreció que se produjesen saqueos y todo tipo de desmanes que conocía demasiado bien y no quiero relatar de nuevo por pudor. Fue una resistencia absurda, sin sentido, pues era claro que la guerra estaba acabando y que el grueso de Lisboa ya aceptaba la soberanía de nuestro rey. Sin embargo, y para evitar más desencuentros con la población civil, el duque prohibió la entrada del ejército en la ciudad, que acampó en las afueras, y ordenó la pronta salida de las unidades que habían tenido que reprimir la tozuda resistencia de aquellos pocos locos. A pesar de todo, los soldados estaban ávidos de botín, por lo que, para evitar motines y males mayores, se les permitió saquear ciertos barrios y almacenes de los comerciantes, quienes, por otra parte, habían sido los que más habían apoyado al usurpador. Eso sí, se procuró con especial cuidado y esmero que ningún palacio y propiedad de la nobleza ni del clero fuesen violentados.

Pero una cosa era la población civil y otra los dirigentes. Fernando, como era su costumbre en los temas de rebeldía, ordenó decapitar a todos los jefes militares rebeldes capturados. Los soldados eran perdonados, e incluso parte de sus jefes mientras no fuesen destacados rebeldes. Era una manera de eliminar cualquier posible resistencia en el reino. No obstante, a Fernando no se le escapaba el alcance político que tenía la siega de cabezas. Indudablemente lo podía hacer sobre los contumaces que se resistían, pues eran reos de traición y rebelión a su majestad, pero una medida demasiado cruel le quitaría al rey legitimidad y honores en Portugal. Había que jugar con habilidad y ambigüedad: por una parte, castigar, pues tampoco se podía mostrar debilidad, pero por otra parte, dar signos de grandeza indulgente. El propio rey, como era su costumbre, no se quiso comprometer con las medidas a tomar, dejándolo en las manos del duque de Alba, que luego, como siempre, podía ser criticado por haber ido demasiado lejos o quedarse demasiado corto.

Sin embargo, el ladino del prior de Crato, aprovechando la distracción de los nuestros en la desmedida afición por el saqueo, logró escapar hacia el norte, en donde algunas plazas aún seguían apoyando su causa. Ochenta mil ducados fueron ofrecidos por su cabeza, pero a pesar de eso, al final logró huir en un barco inglés rumbo a Francia en donde encontró cobijo.

A finales de agosto Lisboa había caído y semanas después lo hacían Coimbra y Oporto. En menos de tres meses la conquista era un hecho. Portugal entero era de su majestad.