De cómo descubro un triste secreto que me hace asquear, aún más, de la condición humana
Debía ir a Santiago y encontrar a la viuda de Escobedo. Era casi seguro que nadie estaba informado de mi entrevista con don Rodrigo, pero tenía que actuar con mucha prudencia. A Bernardo le dije que me iba a ausentar por un tiempo, un mes o dos, y que no se intranquilizase, pero que si alguien preguntaba por mí que dijese que estaba enfermo en cama y que no podía recibir visitas.
La manera más segura de ir a Santiago era como peregrino. Así que un día, al alba, partí a lomos de un caballo y con una mula como animal de carga hacia Burgos. Iba disfrazado de monje dominico y me aseguré bien de seguir siempre el camino real, dormir en buenas posadas y tomar todas las precauciones para evitar ser objeto de asalto. Siempre que pude me uní a otros viajeros, comerciantes de lana la mayoría, que iban hacia el norte, por lo que gocé de bastante seguridad. Por si acaso, llevaba conmigo siempre dos pistolas preparadas, sabiendo que en cualquier momento podía saltar la sorpresa. En las posadas me aseguraba bien de atrancar la puerta y las ventanas y tenía sumo cuidado con lo que comía o bebía. Sin más problemas que el dolor en las posaderas de tanto cabalgar, pues hacía años que no lo hacía tanto y tan seguido, llegué a Burgos. Allí me hospedé al lado de la catedral. En la misma di recado de que cuando pasase alguna comitiva de frailes dominicos para Santiago me informasen, pues quería hacer el camino con ellos. De este modo, mezclado con otros miembros de la orden de la que me había disfrazado, pasaría más desapercibido y viajaría seguro.
Era marzo y hacía un frío que pelaba. Desde la buena habitación que logré tener, veía cómo nevaba dejando blanca la plaza de la catedral. Sabía que debería esperar, pues en esa época del año muy pocos peregrinos se aventuraban a tal viaje. Así que matando el tiempo entre morcilla y morcilla, buenos asados y paseos por la ciudad, pude seguir ordenando mis ideas. También iba cada día a rezar a la catedral. Descubrí el placer del recogimiento diario, de poder pedir por mis parientes difuntos, por mi amigo Fernando, por tantos soldados muertos que conocí… Eso era, de momento, lo único que podía hacer.
Por fin, a principios de abril, llegó una comitiva de dominicos franceses. Eran casi cuarenta y me contaron que iban a toda prisa a Santiago para tratar de salvar la vida, con esa santa peregrinación, a su prior que estaba muy enfermo. De ahí su premura, así como el riesgo de circular por caminos enfangados y soportar el frío y el agua propios de la estación.
Dos días después ya estábamos de camino. Pude ocupar un lugar en sus carros, con lo que el viaje se hizo mucho más llevadero. Les explique que había estado muchos años en Flandes como monje y con mi buen francés no me fue difícil congeniar con ellos rápidamente. Pero el viaje fue duro y, una semana después, me veía bajando del carro para quitarle peso y ayudando a sacarlo del barro en el que se había metido. Al final, hacia el 20 de abril, ya estábamos en Santiago.
Nunca había visitado la ciudad y recuerdo qué emocionante fue entrar por el convento de San Francisco situado en una calle que desembocaba en la plaza de la catedral. En ella pululaban cientos de peregrinos que, desde diversos puntos de España y Europa habían llegado a ofrecer sus preces con verdadero fervor. Me dejé arrastrar por aquellos hombres y con ellos entré en aquella gran iglesia para postrarme ante el apóstol, cruzando por debajo de aquel magnífico Pórtico de la Gloria cuyas figuras ya estaban perdiendo los colores. Allí, con aquellos compañeros de viaje, me arrodillé y recé durante varios minutos. Lo hice por el éxito de mi misión, por mi amigo, pero también sintiendo que, ya en la vejez, estaba llegando al fin de mis días y que pronto debería dar cuentas a Dios, pedí perdón por mis pecados, por haber sido cómplice, aunque fuese involuntariamente, de muchas maldades. Allí, en la soledad de la catedral, me di cuenta de que no tenía más remedio que recurrir a la carta de recomendación del bueno de don Rodrigo. ¿Cómo, sino, iba yo a encontrar a aquella viuda y, sobre todo, a sortear los posibles obstáculos que habría para hablar con ella?
Al cabo de unas horas, ya estaba en el palacio arzobispal que llevaba el nombre de arzobispo Gelmírez, el que ordenó su construcción, y que se encontraba justo al lado de la catedral. Pedí audiencia con el arzobispo Blanco diciendo que le traía una carta de don Rodrigo Vázquez, y enseguida me recibió. Leyó la carta y con cara complaciente me dijo:
—Veo que la naturaleza de la misión que os ha traído hasta Galicia es secreta y no seré yo quien os interrogue. Vuestro nombre no me incumbe. Traéis una carta de mi amigo y eso basta. Además, cuanto menos sepa, menos podré contar si es que alguien de mayor autoridad me lo requiere —dijo con evidente malicia.
—Os lo agradezco —contesté.
—Bien, ¿en qué os puedo ayudar?
—Busco a una mujer que hace un año, aproximadamente, llegó a esta ciudad. No le quiero hacer ningún daño, simplemente hablar con ella por el bien de muchos. Supongo que se habrá establecido con comodidades y, aunque muy discreta, tampoco se debe de esconder.
—Creo saber a quién os referís. Es una viuda venida desde Madrid, ¿no?
—En efecto.
—La conozco y a veces hemos hablado. Visita con frecuencia la catedral para confesarse y oír misa. Es, como bien decís, discreta y nunca me ha hablado de su pasado. Se instaló en una buena casa aquí cerca y no parece que le falten los medios económicos para subsistir ella y sus dos hijos menores.
—Bien, ¿podría, su ilustrísima, ayudarme a conseguir una cita con ella?
—No es tan fácil, pues hay dos hombres que la guardan y la acompañan todo el rato, impidiendo que hable a solas con nadie. Me temo que más que sus protectores son unos guardianes que alguien ha puesto, a evidente disgusto de ella, para que nadie se le acerque… va a ser complicado.
—Entiendo… —lamenté pensativo.
—Hay una posibilidad… —dijo, sin embargo, tras unos instantes de vacilación—, si verdaderamente es tan urgente e importante que podáis hablar con ella.
—Sí, lo es, os lo suplico, por favor —contesté esperanzado.
—Cada viernes viene a confesarse con el mismo sacerdote, a la misma hora y en el mismo lugar. Es el padre Silvio, un buen hombre, comprensivo e indulgente, aunque dicen las malas lenguas que tiene preferencia por las viudas a las que a algunas tienta con alguna obscena petición, ya me entendéis…
—La carne es débil y es muy dura la soledad —contesté con semblante comprensivo.
—Sí que lo es y quien este libre de pecado… —dijo—. De todas maneras puedo llamar con algún pretexto al confesor y vos ocupáis su lugar, y así, en privado, podréis hablar. Es el único modo que se me ocurre.
—De acuerdo…
—Pero no soy responsable de su reacción. Es posible que al ver el fraude se ponga a chillar, o que se levante bruscamente y se marche y los guardias que la acompañan y que estarán a su lado os prendan… eso ya no se puede prever.
—Soy consciente del riesgo, pero no me toca más remedio que asumirlo para mi pesar, pues nunca he sido ningún valiente.
—Pues entonces, así procederemos. Es martes, así que faltan tres días. Mientras tanto os hospedaréis aquí, en mi palacio, y os recomiendo que seáis discreto y no salgáis demasiado de paseo.
—No tengáis cuidado, que no soy imprudente.
Aquellos tres días de espera fueron para mí una tortura. Me devoraba el miedo, la incertidumbre de saber cómo reaccionaría y si me vería delatado y quizás asesinado. Si la viuda de Escobedo estaba molesta con aquella guardia, era evidente que no la protegían ni vigilaban por su voluntad. En ese caso, era muy posible que aquellos hombres que actuaban más como carceleros sirviesen a los mismos oscuros intereses de los habían matado a su marido, y temían que aquella mujer supiese algo y lo contase. Pero ¿entonces por qué no la habían matado igualmente? Eso no encajaba. Todo me daba vueltas y vueltas en la cabeza, dormía poco y mal, comía de igual forma y mis visitas a los retretes no dejaban de ser casi continuas; tanto que recuerdo con nitidez la vista de la plaza que se veía desde sus ventanas.
Por fin llegó el viernes. Una nota que me hizo llegar el arzobispo me decía que estuviese a las nueve de la mañana en punto, en un determinado confesionario. Me indicaba que entrase en él con decisión, sin mirar a nadie y, por supuesto, con mi hábito de dominico. Al cabo de un rato podría acometer mi misión. A las ocho, cuando abrieron la catedral, ya estaba deambulando por sus capillas tratando de quitarme el pavor que sentía, hasta que, por fin, a la nueve en punto entré en el confesionario, cerré la puerta y eché las cortinas quedando en penumbra. Recuerdo que en esos momentos el corazón me latía con inusitada fuerza, como si quisiese salir por la boca. Para tranquilizarme, no se me ocurrió otra cosa que rezar en voz queda.
Al poco rato sentí que alguien se arrodillaba en el reclinatorio y llamaba suavemente a la portilla. La abrí y tras aquella fina celosía adiviné la belleza de una mujer, aún joven, cubierta con un velo negro. Sin darle tiempo a reaccionar le dije:
—Señora, era amigo de vuestro marido y el deseo de hacer justicia me ha traído hasta vos. Por favor, no deis señales de alarma y escuchadme, os los ruego. Van en ello nuestras vidas, al menos la mía.
—¿Qué…? ¿Cómo habéis podido…?
—Por favor, señora, no digáis nada y escuchadme —dije, ya algo más tranquilo al ver que seguía allí arrodillada—. Mi señor y amigo, el duque de Alba, ha caído en desgracia. Los autores de la conspiración para apartarle del poder han sido los mismos que estuvieron detrás de la muerte de vuestro marido. Quiero que me digáis todo lo que sabéis y yo os prometo que lucharé por reivindicar el nombre de vuestro difunto esposo y llevar ante la justicia al autor o autores del crimen.
—¿Y cómo sé yo que vos sois quién decís, que lo que me contáis es cosa cierta y no un ardid de los mismos que asesinaron a mi esposo, de los mismos que me vigilan para saber lo que yo sé?
—Podéis preguntar al señor arzobispo sobre mis credenciales y no os será fácil comprobar la veracidad de la defenestración del duque y su exilio en el pueblo de Uceda.
—Bien, así lo haré, y si es verdad lo que decís, la semana que viene a la misma hora, volveremos a quedar en este mismo lugar y de la misma manera.
Esperé unos minutos a que saliese del confesionario y se dispusiese cerca del altar a escuchar misa, como hacía cada día tras recibir la absolución, y me dirigí al palacio del arzobispo. Pedí audiencia y enseguida me recibió. Se le veía excitado, preocupado.
—¿Cómo os ha ido? —preguntó precipitadamente.
—Creo que bien, lo que sucede es que quiere asegurarse de mi identidad y antes hablará con vos. Está muy asustada y ha estado, y seguramente aún está, en peligro —contesté.
—Sí, lo sé. Me ha llegado esta misma mañana una carta de nuestro común amigo don Rodrigo —dijo, tras llevarme a un pequeño gabinete en el que no había peligro de que nadie nos escuchase—. Me informa de vuestra identidad, y de que han descubierto vuestra ausencia de Madrid.
—Me lo temía… Era demasiado tiempo para desaparecer como si nada.
—Lo malo es que ahora os buscan y los conspiradores también piensan que es posible que vos estéis aquí haciendo lo que ya estáis haciendo, por lo que don Rodrigo me informa que han enviado media docena de sicarios más con el fin de encontraros y, me temo, acabar con vos.
—Vaya, lo que me faltaba…
—No os apuréis, ya encontraremos una solución. De momento, esperaremos a que la señora en cuestión se dirija a mí y que todo siga transcurriendo con absoluta normalidad. Es evidente que por nada habéis de abandonar este palacio, no sea que alguno os reconozca.
—Descuidad… tengo aprecio a mi vida y sobre todo a la misión que me ha sido encomendada.
—Verdaderamente sois un buen hombre, Álvaro, pero me temo que, como dijo el Señor, también sois una oveja en medio de una manada de lobos —me dijo afablemente—. Ahora id a descansar, comed algo y disfrutad de la biblioteca.
—Así lo haré —dije aliviado.
El paso más importante ya estaba dado y ahora sólo quedaba esperar. Además, su ilustrísima se había implicado mucho más, lo mismo que don Rodrigo, y eso me reconfortaba. El resultado fue que se me abrió el apetito y di cuenta, en esos días, de los buenos manjares que servían en el palacio: asado de capones, de cerdo, así como de unos gustosos pescados que no había probado antes, como la lamprea, pero sin olvidar una buena ración de frutas cada semana, pues hacía tiempo que nos habían llegado noticias de que los marinos que pasaban en sus viajes a la Indias muchas semanas en alta mar sólo comiendo carnes secas y salazones comenzaban a tener serios problemas de salud llevándoles incluso a la muerte, y los médicos de la corte comenzaron a hablar de las bondades de tomar, sobre todo, naranjas y limones.
El domingo, tras la misa, la viuda de Escobedo aprovechó para saludar al arzobispo. No obstante, mientras esperaba su turno, el obispo vio con inquietud cómo, pegados a ella, iban dos hombres de patibularia catadura que le impedirían cualquier conversación íntima o prolongada. Tendría que aprovechar la breve salutación para aclarar sus dudas. Ella debía de pensar lo mismo, pues al tocarle su turno y tras besarle el anillo, le dijo:
—La misa ha sido reconfortante, su ilustrísima, pero a veces las dudas en el interior del alma persisten y cuesta luchar contra ellas. La confesión me puede ayudar, ¿no es cierto?
—Sí, sin duda. Sólo la confesión puede ayudaros. Seguid con vuestras confesiones y confiad; no temáis.
Un esbozo de sonrisa apareció en la boca de la viuda y el arzobispo comprendió que había captado su mensaje. Tras el breve intercambio de palabras, salió de la catedral y volvió a su casa, siempre estrechamente vigilada por aquellos dos truhanes.
El jueves, la víspera de mi vuelta al confesionario, el arzobispo me llamó.
—No habéis de arriesgaros a salir por la puerta del palacio. Llegaréis a la catedral por un pasadizo secreto que comunica las antiguas celdas con la cripta del templo. Yo tengo la única llave. A las ocho de la mañana quedaremos y os acompañaré.
—De acuerdo, gracias otra vez.
Esa noche volví a dormir mal, temeroso de cómo saldrían las cosas al día siguiente. A las siete ya estaba vestido, y sin haber desayunado, pues tenía un nudo en el estómago, volví a pasearme por mi cámara temiendo que el arzobispo no viniese a buscarme. Pero diez minutos antes de las ocho allí estaba. Sin levantar apenas la voz y por señas, me hizo que le siguiera. Bajamos varios trechos de escaleras hasta llegar a unos sótanos lóbregos, por lo que tuvimos que encender una tea para poder alumbrarnos. La humedad era tal que los muros permanecían mojados y el suelo encharcado. Aún bajamos otro trecho hasta llegar a una gruesa puerta de metal y madera. El arzobispo sacó una llave, la encajó en la cerradura y trabajosamente dio la vuelta. Un polvo se desprendió de los goznes, señal de que hacía años que no se abría, al tiempo que me empezaba a explicar en voz baja:
—Hace tiempo que no se usa esta puerta. Aquí abajo, cuando el arzobispado tenía más poder temporal, había antiguas celdas en donde se encerraban a rebeldes o enemigos de la Iglesia. Hace unos ochenta años, al caer en desuso, se ideó un pasadizo que comunica directamente con la cripta. Se pensó que podía ser útil en caso de que las reliquias del apóstol se viesen amenazadas, para sacarlas rápidamente en caso de apuro sin entrar en la catedral, o también en sentido inverso, si el arzobispo se veía obligado a escapar de su residencia, pero por fortuna nunca se han utilizado.
—¿Cuán largo es y adónde sale?
—Unos treinta pasos, más o menos, y sale detrás del altar mayor, en la girola. Es un lugar discreto, poco iluminado y es bastante seguro.
—Así, si no me equivoco, cuando salga al suelo de la catedral, estaré a unos diez pasos del confesionario, ¿no?
—Sí, estaréis prácticamente al lado. Únicamente habéis de vigilar que nadie os vea salir para que no sospechen.
—Iré con cuidado.
—Cuando acabéis, volved por aquí. Dejaré la puerta abierta y una tea encendida que durará una hora como mínimo, para que su luz os guíe a la vuelta. Que Dios os proteja.
—Gracias otra vez.
Crucé con otra pequeña antorcha la puerta y me encaminé hacia el otro extremo del pasadizo. La humedad era aún más presente y se metía en los huesos. Afortunadamente, sólo eran treinta pasos de pasillo oscuro. El silencio era total; no había rastro de ratas, ni ningún tipo de insecto. Al final del trayecto encontré otra pequeña puerta que estaba cerrada. Empujé, pero, para mi desgracia, estaba atrancada, como si alguien hubiese puesto algún objeto al otro lado. Era tarde para pensar. Cogí una piedra que estaba medio desprendida de una de las paredes y golpeé aquella puerta. La humedad la había podrido bastante y, con poco esfuerzo, logré romper varios tablones. No sin sudar bastante, al cabo un cuarto de hora por fin había franqueado aquel obstáculo. Tras retirar el pequeño baúl que alguien había puesto tras ella, me encontré con el cofre que guardaba los huesos del santo apóstol. Me persigné y, sin más dilación, comencé a subir unos quince escalones que me separaban del suelo de la catedral.
El día, por suerte, estaba muy nublado y poca era la luz que había. Pude levantar despacio la placa de metal que tenía encima y observé que no había nadie en las inmediaciones. No obstante, mi campo de visión era limitado en algunas direcciones, por lo que era preciso arriesgarme. Rápidamente levanté la tapa, que se abrió por sus dos bisagras sin hacer ruido, y luego la cerré con cautela. A lo lejos, de espaldas, vi a un par de sacerdotes alejarse y el silencio y la oscuridad me envolvían. Parecía que nadie se había percatado de mi presencia, y con toda la celeridad que pude, me metí en el confesionario. El corazón me latía con fuerza, no de miedo, sino de emoción y de agotamiento. Lo cierto es que me dolían todos los huesos. Mi edad era considerable para andar subiendo escaleras, romper puertas y andar entre aquellas humedades tan malsanas. Aún tenía unos minutos para respirar.
Sin embargo, al poco de entrar yo, otra figura abrió la puerta del confesionario y se metió. Llevaba sotana, y enseguida me di cuenta de que debía de ser el sacerdote que acostumbraba a confesar allí, el padre Silvio, y al que, esta vez, se debió de olvidar de llamar el arzobispo. La cara se le mudó por la sorpresa, aunque no más que a mí. Rápidamente saqué mi pistola que llevaba siempre encima y le apunté en el pecho (Dios me perdone por aquel acto en medio de su templo):
—Entrad, sentaos en el suelo y callad.
—Pero… —quiso protestar.
—¡He dicho que os calléis! Escuchad, voy a estar aquí un rato y luego me marcharé. Si no decís nada de lo acontecido, nada os pasará. Pero si no… revelaré al arzobispo y a la Inquisición las veces que habéis tratado de conseguir favores sexuales por solicitación aprovechando que sois confesor… Lo sé todo —dije, inventándome la acusación, aprovechándome de los rumores, posiblemente ciertos, que había sobre aquel hombre.
—¡No, yo no…! —tartamudeó, tratando de disculparse al tiempo que advertía cómo su rostro se volvía cada vez más blanco.
—Ahora lo mejor que podéis hacer es dormir —dije, dándole un fuerte pescozón en la nuca, haciéndole caer a mis pies.
Por fortuna, el padre Silvio era bastante canijo y el confesionario amplio, y lo pude colocar bajo mis pies. Al cabo de cinco minutos llegó la viuda. Había dejado abierto el portillo y la vi acercarse a través de la celosía. Aquellos dos bellacos la acompañaban un par de pasos detrás de ella, mirando alrededor. Nada más llegar se arrodilló.
—Ave María purísima —dije al instante.
—Sin pecado concebida —contestó.
—Supongo que podréis hablar conmigo ahora.
—Algo mucho mejor. Os traigo un testimonio escrito de puño y letra de mi difunto esposo. Los que me vigilan lo han intentado encontrar, pero he conseguido ocultarlo. Tomad —dijo, sacándose varios pliegos de papel de su ropa y pasándomelos por una ranura que había junto a la celosía mientras ella lo disimulaba con su cuerpo.
—Gracias.
—Están en blanco, pues están escritos con tinta invisible, con tinta de limón. Mi difunto marido me dijo que los guardase y se los diese a alguien de confianza si le pasaba algo. Pero todo sucedió muy deprisa y no tuve tiempo de hacerlo. Al día siguiente de su asesinato vinieron a buscarme unos hombres a mi casa, me trajeron a esta ciudad y desde entonces me vigilan. Me prohibieron hablar con nadie extraño si ellos no sabían quién era antes, y varias veces han registrado mis pertenencias buscando algo que les pudiese perjudicar, como estos papeles.
—¿Dónde los habéis ocultado?
—Metidos entre libros diferentes. Así sueltos de uno en uno, al verlos en blanco, no sospecharon.
—Permitidme una pregunta… Si tanto temían que tuvieseis algo que les comprometiese, ¿por qué no os mataron? Era lo más fácil para ellos y si no tuvieron reparos para hacerlo con vuestro marido, no creo que los tuviesen con vos…
—Eso mismo me he preguntado yo. No lo sé, la verdad, pero me alegro por mis hijos. Y hay otra cosa que sorprende. Al traerme en el carruaje hasta aquí me entregaron una bolsa de quinientos ducados de oro, y todos los gastos de alimentación, del servicio y de los tutores de mis hijos me los pagan. Ha de haber alguien muy poderoso detrás de todos ellos, de su crimen y ahora de su indulgencia hacia mí.
—¿Os dijeron algo de los autores del asesinato?
—Nada, desaparecieron como por ensalmo, aunque por unos comentarios de mis extraños guardianes me pareció entender que habían huido a Italia, alistados en los tercios, también con ayuda de alguien poderoso.
—¿Qué me decís de Antonio Pérez?
—Ése es el nombre del mismo diablo. Fue amigo de mi marido, pero últimamente las cosas se torcieron entre ambos. No sé el motivo, pero creo que puede ser quien está detrás de este crimen. Tiene mucho poder. Quizás en estos pliegos que os he dado estén las respuestas… lo cierto es que siempre he tenido miedo a leerlos y no he osado hacerlo… Además, ¿para qué?, ¿qué podía hacer yo? Ahora con vos todo cambia y nace en mí la esperanza de hacer justicia.
—Haré lo que pueda. Os lo juro.
—Bien, adiós, que tengáis suerte.
—Adiós, señora. Quedad con Dios y que el apóstol os proteja.
—De momento, ya lo ha hecho.
Se levantó discretamente y se marchó acompañada de sus dos perros guardianes a escuchar misa. Yo me quedé unos minutos más, asegurándome de que el padre Silvio siguiese dormido. Al cabo de un rato, salí del confesionario y me dirigí hasta la entrada a la cripta. Miré que nadie me observase, la abrí con rapidez y me deslicé dentro. Comencé a bajar las escaleras. Menos mal que los rescoldos de la tea que había llevado y dejado al pie de las escaleras alumbraban algo el camino. Estaba a punto de entrar de nuevo en el pasadizo cuando sentí un puñal en el cuello.
Me quedé helado y el terror me paralizó los músculos. El asesino estaba a mi espalda y en la penumbra sólo brillaba aquella daga que me estaba pinchando.
—Maese Álvaro, supongo —dijo con voz pegajosa—. Ya sois mayor para estos juegos.
—¡Os equivocáis! No sé de quién habláis. No me llamo Álvaro, soy simplemente…
—No me mintáis o vuestra muerte será lenta. Hicimos bien en vigilar toda la catedral y así os he visto salir del confesionario y entrar aquí. Algo muy extraño. ¿Os ha dado o dicho algo la señora?
En aquel momento me di cuenta de que todo estaba a punto de acabar: mi vida y con ella las promesas que había hecho a Fernando, a la viuda de Escobedo, dejando aparte el aprieto en que podía meter al bueno del arzobispo y a don Rodrigo. Estaba viejo y cansado, pero puestos a morir lo haría defendiéndome y sin delatar a nadie. No sé de dónde saqué fuerzas, pero, sin darle tiempo a reaccionar, me tiré al suelo alejándome unos pasos de él, lo suficiente para poder sacar mi pistola y descerrajarle un tiro que le atravesó el pecho. Su cara fue una mezcla de sorpresa y dolor, y sin emitir ni un grito, cayó de bruces.
El disparo había sonado como un estruendo y podía haberlo oído alguien. Excitado por la situación, me armé de paciencia, abrí la puerta que poco antes había destrozado y me metí en el interior del pasadizo. Arrastré hacia allí al cadáver, pues debía impedir que lo encontrasen, y lo llevé conmigo hacia la salida del palacio arzobispal. Allí más de una tea y un nervioso prelado me estaban esperando.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido ese disparo? Lo siento, lo siento, me olvidé de llamar al padre Silvio en esta ocasión… —Sus palabras se interrumpieron de golpe al ver el bulto que llevaba conmigo.
—No pasa nada. Este hombre ha estado a punto de matarme, pero a Dios gracias he podido hablar con la señora y la misión ha sido un éxito. Al menos de momento.
—Dios mío, un muerto…
—Sí. Creo que es mejor dejarlo aquí. No han de encontrarle y eso me dará tiempo a escapar. No os preocupéis por su alma, porque me temo que ya estaba condenado hace tiempo.
—Bien. Lo dejaremos en una celda contigua y no creo que nadie lo encuentre en mucho tiempo —dijo ya más tranquilo.
—Es urgente que mandéis reparar la puerta del otro lado. He tenido que romperla, pues estaba atrancada por un baúl. No hay que dar pistas de que ha sido utilizada.
—Perdonad tantos fallos… Menos mal que sois hombre de recursos.
—Ni yo mismo me puedo creer de lo que soy capaz cuando me invade el pánico.
Cerramos la puerta con la llave, dejamos al muerto en una celda próxima y subimos arriba. Llegué a mi cuarto, cogí los papeles, los guardé en un pequeño cofre y me dejé caer en la cama agotado. Estuve durmiendo varias horas, hasta que el arzobispo me despertó caída ya la tarde.
—Mi buen amigo, es cuestión de planear vuestra vuelta a Madrid. La desaparición del sicario pronto les hará comprender que vos habéis acabado con él y os buscarán con denuedo. Vigilarán Santiago así como los caminos de aquí a Madrid, por si habéis logrado conseguir alguna información que llevar a la capital, por lo que es preciso buscar otra vía de escape.
—Decidme, os lo ruego. Soy todo oídos.
—Cada mes aproximadamente viajo a Muros de San Pedro, un pueblo de la costa, a ver a mi anciana madre y paso con ella unos días. Vendréis conmigo disfrazado de uno de mis sacerdotes y os quedaréis allí. Mañana enviaré recado a la galera que tiene el arzobispado en La Coruña para que venga a recogeros a Muros y, de noche, embarcaréis rumbo a Lisboa y de allí podréis volver a Madrid por una ruta que ellos no esperan. Así les podréis burlar.
—El plan es perfecto —dije asombrado—, mientras no sospechen que vos me estáis ayudando.
—No lo saben. Si no ya hubiesen entrado en el palacio arzobispal con alguna excusa para buscar a su amigo desaparecido. No, no saben ni lo del pasadizo, ni de mi ayuda, afortunadamente para ambos. Eso hay que aprovecharlo.
Al día siguiente por la mañana salimos en la lujosa carroza del arzobispo hacia Muros de San Pedro. Minutos antes, un mensajero a caballo se dirigió hacia el puerto de La Coruña para dar recado al buque de que partiese nada más estuviese dispuesto. El interior del carruaje estaba forrado de raso morado y en las puertas estaban grabadas las armas del escudo de su ilustrísima. Mientras íbamos pasando, los paisanos se arrodillaban y se persignaban, a lo que el arzobispo respondía impartiendo bendiciones a diestro y siniestro con su indulgente y un tanto bobalicona sonrisa. Fuimos parando en varios pueblos y saludando, como era costumbre, a los sacerdotes de las distintas parroquias que había en el camino, que obsequiaban al prelado con huevos, pollos y alguna que otra vianda. Yo iba vestido con una sotana humilde y cubierto con una capucha, confundido entre los otros tres ayudantes que llevaba consigo. Una guardia de seis soldados nos acompañaba, para evitar las iras de algún que otro indignado y hambriento campesino, que, de vez en cuando, pretendía asaltar al prelado, acusándolo de su desgracia y miseria. Comimos en Noya, en casa del cura, que nos ofreció un magnífico banquete a base de cerdo, chorizos, gallinas, y al anochecer llegábamos a Muros. Era un pequeño pueblo amurallado, en el costado de una montaña protegido del viento del mar. Sus vistas sobre la ría eran impresionantes y unas pocas barcas de pesca volvían en ese momento de faenar. También los campesinos regresaban de sus terrazas que estaban cultivando en los altos cercanos. El olor a mar era intenso, mucho más fuerte que el del Mediterráneo, y me recordó al que años atrás olí cuando viajé por vez primera por el Atlántico, de joven, junto con Fernando, cuando empezamos a ir por Europa… ¡qué lejos quedaba todo aquello!
Tras saludar a su madre, que la pobre estaba encogida como un pajarito, nos acomodamos en aquella espaciosa casa, muy próxima a la iglesia. Estábamos muy cansados y, al poco, nos retiramos a dormir. Al día siguiente nos dedicamos a visitar la iglesia y conventos próximos, que era norma obligada en las visitas del arzobispo. Ya estábamos en mayo y el tiempo acompañaba. El paisaje junto a la ausencia de peligro, al menos por el momento, me dio una paz de espíritu como hacía tiempo que no sentía. Al fin y al cabo, hasta que no llegase el barco y arribase hasta Lisboa no volvería a entrar en acción. Al cuarto día llegó, por fin, la ansiada embarcación. Atracó lejos del puerto, para no levantar sospechas. Esa noche me despedí del arzobispo con gran efusividad.
—La casa de Alba y, por supuesto yo mismo, nunca olvidaremos el gran favor que habéis hecho —le dije de corazón.
—No tiene importancia. Os he ayudado gustosamente, pues he visto que era una causa justa, y en la vida, a veces encerrados en nuestra monotonía, no estamos atentos a las oportunidades de hacer el bien que se nos presentan.
—Pues bendito sea que yo sea objeto de vuestra bondad.
Le quise besar la mano, pero él, alzándome, me dio un abrazo. Una hora después una barca me llevaba hasta el buque. Nada más subir a cubierta, izamos el ancla y zarpamos hacia el sur, rumbo a Lisboa. La travesía fue plácida, gracias a Dios, y tras cuatro días de navegación, arribamos a la ciudad del Tajo. Era finales de mayo.
Sólo me quedaba volver a Madrid. Suponía que hasta llegar a sus puertas no tendría excesivos problemas, dado que venía desde un lugar por el que nadie me esperaba, pero debía ser precavido. Me uní a una caravana multicolor de comerciantes, sacerdotes, comediantes, y entre ellos, sin hablar apenas nada, llegué a Madrid a mediados de junio. Al entrar en la ciudad no vi a nadie sospechoso y enseguida comprendí que, de esperarme, estarían a la puerta del palacio de la casa de Alba. Yo así lo haría si estuviese en su lugar. Pero a esas alturas, con el éxito de mi misión casi conseguido, no podía arriesgarme a ir allí, por lo que decidí acudir al convento en donde me había entrevistado con don Rodrigo. Llegué a media tarde, llamé a la puerta y pedí ver a la abadesa anunciando mi nombre, mientras me hacían esperar en la misma sala en la que había mantenido mi conversación con el confesor del rey.
Al cabo de unos minutos apareció ella, la Lagartija. Era una anciana que caminaba ayudada por un bastón. Llevaba su hábito y una toca que le dejaba ver la cara nada más, pero aún conservaba su porte que recordaba la belleza que un día atesoró.
—¡Don Álvaro! Es un placer volver a veros después de tantos años.
—Lo mismo digo, señora.
—Mi hijo me habló de vuestro encuentro… Siempre andáis metido en líos.
—Sí, parece que es el sino de mi vida, así como también que siempre aparezcáis vos o vuestra familia para ayudarme.
—¿Y qué se os ofrece ahora? Rodrigo no está y no le espero hasta dentro de dos días.
—Os pido refugio, señora. Vengo de una misión muy peligrosa y me imagino que el acceso al palacio de Alba estará vigilado, por lo que no puedo entrar en él. Me gustaría contar con una habitación en la que esperar a vuestro hijo con quien, y bajo su protección, podré actuar.
—No os preocupéis. Dispongo de alguna habitación cómoda. En esta época del año no hace frío y seguro que estará a vuestro gusto.
—Muchas gracias, señora. Y os ruego discreción absoluta sobre mi estancia entre estos muros.
—Descuidad. No hay ni que decirlo. Avisaré a mi hijo de vuestra llegada, pero seguro que para no dar pistas a nadie no vendrá hasta el día que suele hacerlo.
—Ni yo lo pretendo. La seguridad es primordial, tanto para mí como, sobre todo, para él.
—No os preocupéis ahora. Aquí estáis a salvo.
—Gracias otra vez.
Esa noche cené con apetito en mi habitación y luego dormí como una marmota. Al día siguiente me decidí a hacer algo que estaba pendiente y que había ido demorando hasta no encontrarme en un lugar seguro y tranquilo: leer los papeles que me había dado la viuda de Escobedo. Abrí el cofre que llevaba entre mis pertenencias y saqué aquellos legajos aparentemente en blanco. Habían sido escritos con zumo de limón, que, con su acidez, había corroído algo el papel. La manera de convertir aquellos trazos en legibles era acercar el papel a una vela y con el calor se volverían enseguida oscuros resaltando sobre el fondo. Lo fui haciendo uno por uno, despacio, poniendo cuidado en no quemarlos ni estropearlos. Tras un buen rato, al final, como por arte de magia, habían surgido letras en donde nada había antes escrito. Con ellos ya en la mano, los ordené y comencé a leerlos con el corazón otra vez desbocado, presintiendo que algo terrible iba a descubrir.
Por desgracia, acerté. Escobedo, por lo que se veía en la fecha de su firma, había escrito esas páginas muy pocos días antes de caer asesinado. Concretamente hablaba de que habían sido tres los intentos de asesinato que había sufrido, uno por aquella morisca y dos más en unos banquetes. Esa insistencia, aparentemente impune, a acabar con su vida era lo que le había impulsado a escribir aquellas letras pensando que, de esta manera y dándoselos a alguien, salvaguardaría su vida y, si no era así, podría al menos desenmascarar a sus asesinos.
Comenzaba el relato explicando que había sido nombrado por el rey secretario de don Juan de Austria hacía sólo cuatro años, en 1574, a propuesta de su amigo, por entonces el secretario real Antonio Pérez. Éste le indicó que aparte de sus tareas debía informarle de las maniobras de don Juan para alzarse con un trono, pues el rey temía su ambición, o que ésta fuese aprovechada por los enemigos de España para alentar en él una rivalidad con su majestad. Al principio lo hizo, pero enseguida vio que las presuntas ambiciones de don Juan no existían o que, en todo caso, eran legítimas ansias de gloria dada su alta estirpe, aunque en ningún momento quería desbancar al rey. Así lo comunicó a Pérez para que tranquilizase al monarca, pero al parecer no se lo transmitió.
Sea por esto u otra cosa, lo cierto es que Escobedo dejó de espiar a su señor, empezando a colaborar fielmente con él. Su personalidad le había subyugado y había pasado de espiarle a apoyarle. Aquello no le gustó nada a Pérez, por lo que, evidentemente, la relación con él se agrió y entraron en desagradables disputas, tanto que Escobedo lo amenazó, si no apoyaba a don Juan en sus legítimas aspiraciones, con denunciarle al rey sobre presuntas irregularidades administrativas y contables, sobornos recibidos y de un hecho que podía resultar de especial desagrado para su majestad: que su secretario era amante de la joven viuda de su amigo del alma, Ruy Gómez, recientemente fallecido. Al parecer, Pérez se asustó y se incomodó mucho con esta amenaza, pues habría supuesto la inmediata destitución de su cargo, la pérdida de privilegios y posiblemente la cárcel.
Pero al secretario de don Juan —continuaban explicando aquellos legajos— le llegaron rumores de que, lejos de acobardarse, Pérez reaccionó y comenzó a sembrar en el rey el resquemor y la desconfianza hacia su hermano, diciéndole que, efectivamente estaba en conversaciones con los herejes, no sólo para hacerse con el gobierno de Flandes, sino para invadir la misma España por la tierra de Escobedo, Santander, concretamente tomando el fuerte de Mogro. Le dijo, asimismo, que el principal artífice e incitador de tales aspiraciones descabelladas en la mente de don Juan era el propio Escobedo, que había cambiado de bando traicionando a su majestad, concluyendo que era una cuestión de vital seguridad para el estado acabar con la vida del secretario de don Juan. Escobedo vio claro que la consecuencia de todo aquello fue que don Juan dejó de recibir ayuda desde España para la guerra de Flandes. Fue un comportamiento mezquino, pues por miedo a su hermano, el rey condenaba a Flandes a perderse y abandonaba a miles de soldados a su suerte. Era claro que, para desprestigiar a su hermano, el monarca prefería que don Juan fracasase en Flandes, aunque ello supusiese para España perder aquellas tierras. A partir de ese momento —seguía relatando Escobedo en sus papeles—, todo intento de escribir o contactar tanto él como don Juan con el rey para aclarar las cosas y desmentir cualquier otro desviado pensamiento fue bloqueado. De ahí salió el intento —mencionaba igualmente— de hacerlo a través del duque de Alba. Pero en una ocasión en que estaba dirigiéndose al palacio del duque en Madrid, fue secuestrado durante unas horas impidiendo de esta forma que pudiera entrevistarse con Fernando.
Los escritos daban un salto en el tiempo y, días después, relataba que había sido objeto de intento de asesinato en tres ocasiones. Asustado e impotente, dedujo que detrás de eso no estaba solamente Pérez, sino también el rey, dada la extraña pasividad de las autoridades cuando denunció estos hechos y al no lograrse ninguna detención de sospechosos, salvo en el caso más evidente de la esclava morisca, que fue el primero. Acababa lamentándose de cómo era posible que Pérez, aprovechando la credulidad del rey y su constante sospecha de todos y de todo, hubiese logrado la complicidad real para matarle. Sus papeles remataban diciendo que si aquello no cambiaba y no podía convencer al rey de la bondad de las intenciones de don Juan de Austria, los criminales conseguirían su propósito de acabar con su vida, pues temía que su condena fuera ya un hecho, condena dictada por Pérez y rubricada por el mismo rey, que era, en definitiva, quien amparaba y daba impunidad a los que le habían tratado de asesinar.
Dejé caer, abatido por aquella revelación, la última hoja. La posterior desaparición de sus tres asesinos, destinados a los tercios de Italia como por arte de magia, como me había contado su viuda, no hacía más que confirmar estas sospechas. Era evidente que acertaba al suponer que esa burla a la justicia tan flagrante no la podía urdir y ejecutar Pérez por su propia cuenta; únicamente podía llevarla a cabo el rey, su católica majestad. Y por otro lado, estaba la reacción de don Rodrigo cuando, meses antes, le había hablado de Escobedo: era innegable que, carcomido por las dudas y el remordimiento, su majestad se había confesado cómplice de aquel crimen. Por eso la reacción de estupor involuntaria por parte de su confesor.
Estaba claro que a Pérez le salió la jugada perfecta. Sus relaciones secretas con la princesa de Éboli quedaron a salvo, sus corruptelas también, y ganó aún más ascendencia y poder ante los ojos del rey. Por supuesto, lo aprovechó igualmente para marginar y desprestigiar a mi amigo el duque, pensando en la posibilidad de que se hubiese enterado de algo y que alguna carta de don Juan hubiese llegado a su destino, como al final así sucedió. El precio pagado por un hombre sin escrúpulos como él fue terrible para el reino: abandonar Flandes y a don Juan a su suerte y asesinar, con la complicidad del rey, a un viejo amigo como era Escobedo, que amenazaba sus intereses. Por otra parte, tuvo la suerte de que poco después murió por causas naturales, en la flor de su juventud, don Juan de Austria, con gran alivio para la corona y para él mismo. Me pregunté si, de no haber sido así, habría llegado más lejos la maquinación del secretario real, o se habría atrevido el rey a atentar contra su propio hermano.
Me insulté a mí mismo por haberme decepcionado; me llamé burro, botarate y mentecato una y mil veces. ¿Acaso creía, a mi edad y después de lo que había visto, que mi rey, su majestad, era de diferente pasta que el resto de los gobernantes, que no era mendaz, interesado, falso, envidioso de su hermano y hasta asesino cuando convenía…? Imbécil de mí, que aún quería creer que alguien, al menos de los míos, era diferente, era mejor… Pero la realidad era ésa: no éramos mejores que los herejes, los infieles o los condenados a galeras.
Dos días después llegó don Rodrigo al convento a su visita acostumbrada. Se alegró de verme y me saludó con efusividad. Le expliqué con todo detalle el resultado de mis pesquisas en Galicia, de los riesgos que corrí, de la inestimable ayuda de su amigo el arzobispo de Santiago y, por fin, lo que había leído y cómo se deducía claramente de todo ello que era el rey quien había amparado el asesinato de Escobedo. Es más, para no dejarle duda le enseñé los documentos que leyó en mi presencia. Al acabar, bajó la mirada con tristeza y dijo que él estaba obligado por el secreto de confesión a no decir nada, pero que se alegraba de que yo supiese la verdad.
—Está claro, le dije, que los remordimientos de su majestad son los que impidieron que los asesinos de Escobedo también acabasen con su esposa, por eso ordenó que no se le tocase un pelo y que se le proporcionase ayuda y sustento, ¿verdad?
—Sabéis que no puedo revelarlo…
—No, claro, y no me extrañaría que en esa idea tan caritativa, a modo de penitencia, tuvieseis vos algo que ver como confesor… aunque Pérez debió de imponer al rey alejarla de la corte y la condición de mantenerla estrechamente vigilada. Al menos la contrición del rey ha servido para salvar la vida de aquella mujer.
—¿Qué pensáis hacer ahora? —me preguntó, sin comentar lo que acababa de decir.
—No voy a montar ningún escándalo, si es eso a lo que teméis. No voy a traicionar al reino por los pecados de su rey… No soy quien para hacerlo, pero sí que quiero hablar con él para revelarle la verdad y conseguir que rehabilite al duque de Alba; ése es únicamente mi fin. Y una vez aclarado el tema y restablecido el honor de mi señor, pienso entregar todas estas pruebas y documentos al rey, para que haga con ellas lo que crea conveniente.
—Si es así, os ayudaré. Además, vais a desenmascarar a un advenedizo que, con su influencia maligna e interesada, está socavando al mismo reino.
—No temáis, no aspiro a nada más. Y eso me duele, porque le prometí a la viuda de Escobedo que llevaría ante la justicia a los criminales de su marido. Me temo que, si todo va bien, sólo lo podremos hacer con Pérez y no podré cumplir con mi promesa de hacer del todo justicia.
—Sí, de eso podéis estar seguro. El rey es intocable y sabéis que las razones de estado…
—¡Qué asco de mundo en que las razones de estado valen más que los principios cristianos!
—No sé qué deciros —me dijo en voz baja—, no seré yo quien os quite razón. Son tiempos amargos los que nos tocan vivir…
—Más para unos que para otros, don Rodrigo, pero no os preocupéis…, el problema es mío. Nunca sabré tragarme los sapos de la política… no sirvo para eso. Pero ya es tarde para cambiar. Soy viejo, y eso no me ha aportado únicamente sabiduría, sino también amargura… mucha amargura. A veces tengo ganas de morir, descansar y dejar de sufrir…
—No os desaniméis, don Álvaro. Sois un buen hombre, algo que se puede decir de pocos, y hacéis que el mundo sea algo menos injusto solamente con vuestra presencia. Vuestra vida no es estéril —dijo, poniendo su mano en mi hombro.