De cómo he de ayudar de nuevo al duque de Alba en una conspiración que se urde en su contra
Hicimos un pacto de silencio y nunca más volvimos a hablar de aquel truculento episodio de Génova. A los pocos días estábamos ya en el mar, siguiendo la costa francesa rumbo a España. Cuando avistamos el puerto de Palamós, Fernando se llenó de gozo pareciendo que recobraba parte de la juventud perdida. Al día siguiente por la tarde llegamos a Barcelona y, por fin, pudimos poner pie a tierra en nuestra casa. Allí nos recibió el hijo bastardo del duque, Hernando, que a la sazón era virrey de Cataluña. Pocos días después ya estábamos rumbo a Madrid a ver al rey. Llegamos a finales de marzo de 1574, y he de decir que el recibimiento que la corte tributó a mi amigo fue cordial. Lo cierto es que, a pesar de sus errores, había obedecido en todo a la corona y sus fallos, que los tuvo, fueron en última instancia propiciados por las posturas intransigentes que en su momento mantuvo su majestad.
El encuentro con su esposa y demás familiares fue conmovedor, como no podía ser de otra manera. A mí también me dieron muestras de gran afecto, pues Fernando no había omitido en sus cartas los consejos y ayudas que yo le había prestado aquellos años en Flandes. Yo me sentía agradecido, pues mis padres hacía tiempo que ya habían muerto y mi única relación familiar era la que podía brindar Fernando y los suyos. Ésta era otra de mis flaquezas, la de no saber soportar la soledad y la ausencia de un trato afable y cariñoso, aunque fuese el propio que merecía un criado como yo, porque si bien él en privado me trataba como un hermano, su familia, aunque con afecto y cariño, dejaba siempre claro que, en última instancia, me consideraba un sirviente. Muchas veces pensé que nací para amar y ser amado, y sentía sana envidia de los padres que criaban a sus hijos y que eran queridos por su esposa y prole. Maldecía la suerte que me había apartado en su momento de mi amada Raquel y que, en mi recuerdo, conservaba aquella belleza subyugadora. Pero también era muy tarde para remediar eso. Debía aprender a vivir en soledad y con un remiendo de familia que, aunque afable conmigo, era la de Fernando y no la mía.
La salud de mi amigo mejoró ostensiblemente con el tiempo castellano, y aparte de atender a las obligaciones de sus posesiones, siguió viajando a la corte con regularidad, pues era miembro del Consejo de Estado, y continuamente debía asesorar al rey. Además, su alto cargo dentro del protocolo y su ascendencia, tanto política como militar, hacían inexcusable su presencia cerca de nuestro monarca. Por otro lado, incombustible en sus opiniones como era, decidió seguir luchando para que en Flandes continuase la política de rigor que él propugnaba. Había muerto Ruy Gómez, posiblemente el rival más importante que había tenido, lo que le abría nuevas puertas de influencia que deseaba aprovechar. Sin embargo, las noticias que llegaban de Flandes eran cada vez más desalentadoras. A pesar de las medidas indulgentes del bueno de Requeséns, los rebeldes se habían hecho más fuertes y casi todo el norte se había perdido. Sólo una victoria en Mook, en abril, había supuesto la muerte de dos hermanos del taimado Guillermo de Orange, Luis y Enrique, pero todo se oscureció por el terrible motín ocurrido entre nuestras tropas esa primavera, en Amberes, que desertaron en masa dejando el campo libre al enemigo. Por aquellas fechas se adeudaban unos seis millones de ducados a los efectivos allí destinados. Flandes seguía siendo un atolladero en el que no se veía la solución y un saco sin fondo en el que se consumían hombres y dineros para desgracia del resto de nuestros reinos, principalmente Castilla.
Estaba claro, ante la tozudez de la realidad, que el rey debía y tenía que cambiar la política con respecto a aquellos estados, pero al duque de Alba le reventaba los hígados toda crítica a su gestión, que era el argumento que todos empleaban para justificar dicha mudanza. Todos los informes encargados echaban la culpa a mi amigo y era evidente que el rey salía airoso de todo como si nada hubiese tenido que ver.
—Mira, ahora todos me echan la culpa, y su majestad callado, sin decir nada —me dijo en una ocasión.
—Ya sabes que nadie puede criticar al rey. Es más fácil echarte la culpa a ti de todo —le contesté.
—Pero el rey debía salir en defensa de mi honor. Yo hice lo que él me ordenó y ¡sea que se deban cambiar las cosas! Pero que él mismo diga que también se equivocó y que también sus opiniones han sido erradas… no sólo las mías.
—Me parece que el rey jamás hará eso. Su orgullo es aún más fuerte que el tuyo. ¿Cuándo se ha visto que un monarca reconozca su error?
—Tienes razón… pero no estoy dispuesto a ser yo el único sacrificado.
—Pues me temo que vas a ser, en este tema, el chivo expiatorio.
A pesar de la oposición del duque de Alba a que variase la forma de actuar en Flandes, la realidad de los acontecimientos, junto a la incapacidad del reino de enviar más dineros, hizo que todo se fuese cambiando y se tuviese que ceder ante los rebeldes. No dudo que no fuese necesaria esa rectificación, pues yo ya había sido el primero en discrepar, en privado, de la excesiva dureza de mi amigo. Pero ahora al alterarse todo, yo me preguntaba para qué habían servido las muertes y sacrificios de tantos soldados valientes. ¿No era una traición a su memoria? ¿Para qué habían luchado? ¿Qué dirían desde sus tumbas o desde el más allá? ¿Con qué sentido habían dado su vida por su rey si ahora éste todo lo cambiaba? Todo era muy injusto, muy ingrato para con aquellos pobres soldados, lo que me demostró, una vez más, que los pobres de cuna somos siempre juguetes en manos de los ricos y poderosos y del capricho de sus voluntades cambiantes. Menos mal que el cielo, si somos hombres de bien, ha de compensarnos de todo este dolor, de la maldad de este mundo, porque sino más valdría no nacer en este valle de lágrimas.
Lo cierto es que, poco a poco, todo el andamio represivo que había dejado montado mi amigo se fue echando abajo. Se suprimió el Tribunal de los Tumultos, aquel diezmo tan odiado… pero, de hecho, se había claudicado. Para empeorar más las cosas, en marzo de 1576 murió Requeséns de un modo repentino y, hasta quince meses después no llegó su sustituto, don Juan de Austria, el hermanastro del rey y glorioso vencedor de Lepanto. Esta larga tardanza en el relevo fue fatal: ante aquel vacío de poder se produjo un nuevo motín en Amberes, en donde nuestras fuerzas arrasaron con todo matando a seis mil ciudadanos. Estaban desesperados, sin pagas, hambrientos, y ante su miseria material, no dudaron en dar rienda suelta a su miseria humana. Este episodio fue aprovechado por Orange para desprestigiar, esta vez es preciso reconocer que con gran motivo, a los españoles y hacerse con el poder en todo Flandes, incluyendo Bruselas y el católico sur, y establecer un pacto con todas las provincias conforme se obligaban a rechazar toda presencia militar española por miedo a sufrir un acontecimiento similar.
Nuestro rey se dio cuenta de que si quería mantener la soberanía, debía ceder y que su próximo embajador tenía que tragar con ese sapo. Dando un nuevo bandazo político y obligado por estas nuevas circunstancias, aceptó la salida de las tropas españolas y apostó por la política de indulgencia, salvo en lo de la religión. Pero sin gobernación, sin tropas ni autoridad, los rebeldes aprovecharon para hacerse aviesamente con el poder. Lo cierto es que, cuando llegó don Juan, sólo Luxemburgo estaba en nuestro poder y aunque era el gobernador nominal de todo Flandes, enseguida se percató de que ello no era más que una fantasía, pues, en realidad, a quien todos obedecían era a Guillermo de Orange.
Para el prestigio de su majestad había sido un desastre esa falta de definición en la política, pues peor que unas directrices erróneas como eran las que había recibido y aplicado mi amigo, era la ausencia de política, que es lo que había pasado desde la muerte de Requeséns hasta la llegada de don Juan. Hay que decir de esta tardanza, que dejó las cosas mucho peor que como ya estaban con el duque de Alba y tras la muerte del último gobernador, que fue tanto culpa de su majestad, con sus eternas dudas y cavilaciones, como del propio don Juan, quien se negó a partir a su destino hasta que su hermano no le prometiese tomar en consideración su alocado plan de invadir Inglaterra. A don Juan, tras Lepanto, el papa y otros le hicieron creer que su alta cuna y sus méritos militares le hacían merecedor de un trono en Europa. Y entre unos y otros, y en base a su ingenuidad, fue acariciando la idea de que era posible, si no casarse con la reina Isabel de Inglaterra y convertirse así en rey consorte de aquel país, invadirlo por la fuerza aprovechando su cargo de gobernador en Flandes. En su mente calenturienta ya se veía cruzando el canal al frente de sus tercios y sometiendo a la hereje Albión. Por tanto, antes de ir a Flandes quiso sacarle a su hermano el rey la promesa de que le apoyaría en tal empresa una vez resuelto en problema de Flandes. Su majestad, para darle satisfacción y sacárselo de encima, se lo prometió vagamente tras lograr la pacificación de Flandes, sabiendo, por tanto, que el plan iba para largo. Don Juan se mostró satisfecho, y cruzando Francia disfrazado de criado morisco, viajó por fin a Flandes.
Fernando y yo, y me consta que algunos otros en la corte, estamos convencidos de que ciertas personas que habían contribuido a sembrar esas ideas de grandeza en don Juan lo hacían por interés de medrar ellos, y que incluso podían ser agentes al servicio de nuestros enemigos que aspiraban a la división del reino abonando una rivalidad entre nuestro rey y su hermano. Si ésta era su intención, por desgracia lo consiguieron. Estos sueños de grandeza que tenía el hermano del rey fueron afianzando en su majestad un sentimiento de desconfianza y envidia, seguramente alentado por gente de su entorno. Don Juan era mucho más joven, apuesto y guerrero que él, y no le hacía gracia proporcionarle los medios para que algún día se convirtiese en monarca como él haciéndole sombra como rey de otro reino de Europa; al fin y al cabo, él era hijo legítimo y don Juan, un bastardo. Se dice incluso que los recelos, y hasta el miedo, de Felipe II llegaron hasta el punto de considerar que las aspiraciones de don Juan estaban destinadas a hacerse con la corona de España. Las bajas pasiones que aparecieron en nuestro monarca hicieron que desease que su hermano no alcanzase la gloria militar en Flandes, por lo que desde el principio le escatimó hombres y dinero. Para su majestad si triunfaba sería peor, pues tendría más prestigio y gloria, y se vería obligado a apoyarle en sus locas empresas e incluso podría aspirar al reino. De esta manera, la envidia personal pasó por encima de la política de estado y don Juan fue aislado y abandonado a su suerte, dejando pudrirse cada vez más el asunto de Flandes.
Pero no todo era Flandes. Estaban las Américas, Italia y ahora también asomaba el tema de Portugal.
Un día, mientras se estaba abordando la espinosa cuestión del envío de don Juan de Austria, el rey convocó al duque:
—Señor duque, me gustaría que me acompañaseis al monasterio de Guadalupe. Me he de entrevistar con mi sobrino, el rey Sebastián de Portugal, y vuestra presencia y consejo me serían de gran ayuda.
—Estoy viejo y achacoso, señor —respondió el duque—, pero con gusto iré, aunque tenga que emplear el doble de días que vos. Pero decidme, ¿cuál es el problema?
—No sé si son imaginaciones mías, pero desde los tristes acontecimientos que pasaron con mi difunto hijo, el príncipe Carlos, el fantasma de la locura se me asoma en todos mis parientes.
—No acierto a comprender, que yo sepa el rey Sebastián es joven, goza de buena salud y, a pesar de ser sobrino carnal vuestro y primo hermano del difunto príncipe, no me parece que esté desquiciado.
—Yo no estaría tan seguro. Se le ha metido en la cabeza hacer una cruzada contra los moros en África. No tiene bastante con las Indias, tanto occidentales como orientales, que ahora, borracho de libros de caballería, quiere hacer una incursión contra la morería.
—Ciertamente es una locura, señor.
—Cierto, y yo quiero disuadirle de ello. Él quiere verse conmigo confiando en que yo le apoyaré y la daré soldados, pero nada más lejos de la verdad. Como sabéis, la hacienda del reino no puede estar peor; Flandes absorbe y me temo que absorberá muchos recursos… ¡Buenas están las cosas para meternos ahora en África!
—¿Y qué queréis que haga yo?
—Apoyarme y tratar de convencerle de que es una locura tal empresa. Que se quede en su reino, que se case y tenga herederos… Y también hemos de convenir que un éxito de mi sobrino tampoco convendría a nuestro reino. Si se expande por el norte de África, nos puede cerrar a nosotros en su día posibles futuras conquistas en la zona. De momento, es mejor dejar las cosas como están.
—Muy bien, señor. Partiré desde mis posesiones y nos encontraremos en Guadalupe en la fecha convenida.
En diciembre de 1576 llegamos a Guadalupe. Sabiéndose delicado de salud, Fernando había salido hacía un semana de su residencia. Viajamos despacio, sólo durante las horas de sol, para atenuar el fuerte frío de Castilla por aquellas fechas. Tres días antes de Navidad tuvo lugar la reunión. El rey de Portugal era un joven de veintidós años, pero se le veía mucho más infantil y alocado de lo que hubiese sido normal para su edad. Cuando entró en el patio del monasterio, lo hizo montado a caballo, cubierto con una armadura completa, como si fuese a participar en una justa o quisiese demostrar a todos los presentes sus ansias de guerrear a toda costa. He de confesar que a parte de los allí presentes se nos escapaban las risas cuando tuvo que, laboriosamente y ayudado por sus sirvientes, despojarse de aquel incómodo atuendo. Cuando se quitó el yelmo y el resto de la armadura pude ver su cara sudorosa y ansiosa.
Sentados en torno a la mesa de negociaciones quedaron los dos soberanos y varios de los principales nobles de ambos reinos. Yo permanecí en una sala contigua, pero antes de salir pude ver la cara de ido, con los ojos fuera de las órbitas de aquel rey luso. Según luego me contó Fernando, no hacía más que repetir obsesivamente que, en sueños, los ángeles le habían mandado organizar una cruzada y que era su deber, el único motivo de su existencia, el cumplir con tal tarea. Vanos fueron los ruegos de nuestro rey para que abandonase aquella actitud; sin atender a razones, seguía insistiendo en que su acicate era un mandato divino y que por eso no podía negarse. Varios de los nobles que le acompañaban no compartían su opinión y aprovecharon los argumentos de nuestro rey para tratar de hacerle recapacitar. Todo fue inútil, y al final, Felipe II tuvo que prometerle que le enviaría algunos caballeros para ayudarle en la misión, aunque le advirtió que pocos serían, dados nuestros apuros financieros y la guerra en Flandes que acaparaba hombres y dineros.
—El rey tenía razón, Álvaro —me dijo Fernando—. El rey Sebastián anda desquiciado y se le ha metido en la mollera lo de guerrear con los moros.
—¿Y el rey no ha conseguido hacerle recuperar la cordura?
—Imposible. Varios de sus cortesanos le han querido hacer ver lo sensato que sería pensarlo con calma, pero nada. El único satisfecho, aparte de Sebastián, es un clérigo, su confesor, que parece tan iluminado como él, y que, me temo, tiene mucho que ver en la alocada idea del joven monarca.
—Si tanta ilusión tiene en luchar contra infieles, ¿por qué no envía a sus barcos a sumarse con los nuestros para combatir contra turcos y berberiscos?
—Eso le he dicho yo, alegando que el Mediterráneo está infestado de morismas y gente de tal ralea, pero él insiste en su misión divina de ir a África por su cuenta… Es un fanático.
Yo me quedé pensando para mis adentros que había muchos tipos de fanatismos… el de los calvinistas, el de Fernando en Flandes, el del rey con su intolerancia religiosa, el de la ambición del cardenal Stella, el de la Inquisición… ¡Mala cosa cuando las ideas esclavizan a la misma razón!
En 1577, don Juan de Austria, harto de que se le ningunease en Flandes, y viendo que Guillermo de Orange no se iba a conformar con las amplias libertades de las que ya gozaba, dio un golpe de mano y trató de retomar las riendas de la gobernación. Posiblemente quería forzar a su hermano a enviarle más ayuda. El flamenco había faltado a la única condición que, de hecho, le había impuesto su majestad, que era el tema religioso. Asimismo, no dudó en asaltar los correos que don Juan enviaba a Madrid y hacía públicas las amargas cartas en las que el gobernador nominal se lamentaba de la actitud de los flamencos, con el fin de desprestigiarle a los ojos de los lugareños. Viéndose en peligro de muerte, don Juan reaccionó, y en un golpe de mano tomó, con las pocas fuerzas que tenía, la fortaleza de Namur en donde se hizo fuerte, lo que aprovechó aún más el de Orange para hacerse con el poder en todo Flandes.
Pero, por desgracia para él, la nobleza católica, aunque rechazaba los métodos españoles, tampoco estaba de acuerdo con el fanatismo de los herejes y el excesivo poder que acumulaba Orange, lo que hacía que no todos los flamencos comulgasen con su gobierno. Nuestro rey no podía consentir más aquella burla hacia su autoridad. Él había cedido en todo, exceptuando el tema religioso, y los rebeldes se empecinaban en su rechazo a nuestro señor y a someterse como leales súbditos. Así que, en otro bandazo político, autorizó en 1578 el envío de más fuerzas desde Italia que habían de socorrer a don Juan. Estaban mandadas por el joven sobrino de su majestad, Alejandro Farnesio.
—¡Mira! Otra vez el rey ha cambiado de opinión y ahora vuelve a apoyar la mano dura. ¡Me está dando la razón! —exclamó, alegre, Fernando.
—Es cierto —le respondí—. Pero no es de buen juicio ir mudando todo el rato de manera de hacer.
—Sí, pero ahora parece que acepta lo que yo siempre le dije. Que con Orange no se podía tratar, que es un maldito hereje y traidor, y ya ves… Los rebeldes han aprovechado la indulgencia del rey para acabar definitivamente con nuestras posesiones y con la autoridad… ¡Todo era una excusa!
—Además —añadí yo—, don Juan está aplicando métodos igualmente severos que tú y me consta que ha pasado a cuchillo a varias guarniciones que se negaban a rendirse.
—Lo que yo hacía estaba mal y lo que hace el hermano del rey está bien. Ya ves cómo cambian las cosas según quien las hace —dijo amargamente—. De todas formas, me alegro de que don Juan aplique la severidad, que le funcione y, sobre todo, que no le falte el apoyo ni los dineros que me faltaron a mí. Te lo digo de corazón. Yo, desde aquí, voy a ayudar en todo lo que pueda a don Juan para que tenga éxito en su misión. Le voy a enviar una carta dándole ánimos y ofreciéndome para aconsejarle en lo que pueda. Sin duda, es un mozalbete valiente.
Pero un grave incidente personal agrió las relaciones entre Fernando y el rey, viéndose mi amigo desplazado de los círculos de poder. Felipe II insistía en que el tarambana de Fadrique, el hijo del duque, se casase con quien había dado palabra doce años antes, dama que aún le esperaba en el convento. Padre e hijo se negaban a ello, lo que irritó al rey, mandando encerrar a Fadrique. Sin embargo, éste, con ayuda paterna, escapó a su encierro para casarse con otra señora. Al saberlo, el monarca montó en cólera y, en enero de 1579, el duque, mi amigo, fue desterrado a Uceda, sin poder abandonarla, y su hijo fue condenado a quedar preso en el castillo de la Mota. Evidentemente, todos los que de una manera u otra habían colaborado con el matrimonio fueron también castigados por cómplices en el supuesto crimen de desacato. Tan grande fue la injusticia que hasta los embajadores extranjeros, muy críticos siempre con las acciones de mi amigo, intercedieron ante su majestad; todo inútil.
Yo me libré, y aunque supuse que le acompañaría a su exilio, esa misma noche me llamó y me dijo:
—Quiero que te quedes aquí, en Madrid.
—Tú sabes que yo voy siempre contigo.
—Álvaro, me has de ayudar y donde puedes hacerlo es aquí.
—Pero para cuidar del palacio tienes a otros —me quejé.
—No es eso. Detrás del castigo del rey hay otra cosa. Hay alguna mano que ha urdido una trampa contra mí. Quiero que averigües lo que puedas y que ayudes a rehabilitar mi nombre, mi prestigio. No quiero morir enfadado con el rey y sin que él vuelva a confiar en mí. A mi edad espero morir, al menos, con esa satisfacción.
—Bien, pero ¿por dónde empiezo?
—No lo sé. De eso tendrás que cuidarte tú. Busca la verdad donde puedas, pero piensa que si tú no lo consigues, nadie podrá hacerlo.
—Bien, haré todo lo que esté en mi mano —dije desconcertado.
Tras darme un fuerte abrazo partió con su mujer y sus sirvientes en varios carruajes. Sinceramente, no sabía por dónde empezar.
Aquella mañana me la pasé devanándome los sesos. Aquello era muy sospechoso y sonaba a algo más que a un ataque de rabia del rey por contravenir sus órdenes. Sí, había algo más, alguien más… pero ¿quién y por qué? Seguramente se trataba de algo importante, algún acontecimiento en aquel año de 1578 que se nos había escapado, pero había sido lo suficientemente trascendente para involucrar a mi amigo haciéndole parecer culpable de algo a los ojos de su majestad. No tenía más remedio que repasar los sucesos que en la corte se habían producido, y ver qué relación podían haber tenido con Fernando. Estaba claro que había de ser algo importante, pero también muy secreto, pues, de otra manera, el duque de Alba se hubiese enterado.
Esa tarde, después de ordenar como pude mis ideas, comencé a interrogar a la servidumbre. Llamé al jefe de los sirvientes:
—Don Bernardo —dije, dirigiéndome a un hombre maduro, pero más joven que yo—. Sois desde hace años el responsable del servicio del palacio de Madrid, ¿verdad?
—Cierto, don Álvaro.
—Supongo que estáis al corriente de todo lo que acontece en la casa, a los sirvientes, las visitas, los recados…
—Es mi obligación, señor.
—Bien, os ruego que hagáis memoria. Sabéis que la situación del duque no es muy buena y depende de nosotros que mejore.
—Haré lo que pueda.
—Os ruego, pues, que recordéis cualquier incidente, suceso, recado extraño, que sucediese el año pasado, estuviésemos nosotros en Madrid o no.
—Bien, dejadme pensar… correspondencia, cartas y mensajes a cientos, como siempre, y que en esa mesa aún quedan muchos por abrir, pero, como sabéis, por el remite ya vemos cuáles son importantes y se da cuenta al duque enseguida de los mismos; recados ninguno en especial que no fuese en su momento transmitido, sucesos ninguno… bueno una noche, hace casi un año, murió una persona a pocos pasos del portal…
—¡Cómo! ¡Explicaos!
—Sí, no estabais en Madrid. Por la noche, de madrugada, oímos ruidos de aceros, me asomé y vi a un pobre hombre caído en el suelo. Mandé llamar a la guardia mientras le atendíamos, pero ya estaba muerto y sin nada en los bolsillos. Le habían acuchillado. Sin duda le habían robado todo lo que llevaba encima. ¡Cada día pasan más desgracias y hay más inseguridad! ¡En tiempos del emperador esto no pasaba! —dijo, lamentándose y mirando al cielo.
—¿Y no supisteis más del tema? ¿De la identidad del hombre muerto?
—Que yo sepa nada se descubrió. Me temo que acabaría en la fosa común.
—¿Hay algo más que recordéis?
—Nada, pero si se me viene algo a la cabeza correré a decíroslo.
Una muerte. Acuchillado. Con toda probabilidad un asalto. ¿Pero tenía algo que ver con el duque de Alba? Seguramente nada, pero era el único dato extraño que se había producido el año pasado. Aunque lo del robo no cuadraba mucho en nuestro barrio tan cercano al palacio del rey. Allí estaban las mejores casas nobiliarias de Madrid y la seguridad, las rondas, eran mejor que en el resto de la ciudad. Los ladrones rara vez se aventuraban por aquellos pagos, a no ser que el botín fuese muy suculento… pero ¿quién va con joyas, oro o alhajas a esas horas de la noche por la ciudad? ¿Y si en vez de dinero o riquezas era otra cosa lo que ansiaban los ladrones? ¿Y si fuese… una carta, un mensaje? En ese caso, al ser muerto en esta calle bien podía deberse a que el destinatario del mismo fuese el duque y que sus asesinos no quisiesen que el mensaje fuese leído por Fernando… Sí, eso podía ser, un mensajero, alguien con algo para informar y otros que cumplieron su propósito de impedirlo.
Todo eran calenturas de cabeza, pues nada podía probar. Podía ser cierto, aunque si la carta no llegó a su destino, nunca se podría saber su contenido, pero cada vez estaba más convencido de que ésa debía de ser la explicación más lógica: una carta, un mensaje peligroso para alguien. Al menos era lo único a que agarrarme y de algo de lo que podía empezar a tirar.
Estaba tan excitado por mis pensamientos que pasé horas y horas dando vueltas en la habitación como un animal enjaulado y hasta se me olvidó cenar. Eran ya las nueve de la noche cuando el bueno de Bernardo vino a avivar el fuego de mi chimenea, que casi se había apagado, y a traerme algo de cena: un buen caldo de gallina con vino blanco que levantaba a un muerto, algo de pollo en pepitoria y unas torrijas maravillosas. Mientras degustaba todo aquello, que me sentó de mil maravillas, le pedí que no me dejase y que me explicase algo más de aquella noche, por ejemplo ¿cómo iba vestido el muerto?, ¿qué aspecto tenía?
—De eso me acuerdo, porque estuve comprobando si estaba muerto o vivo y luego, a la luz del candil, allí esperé a que viniesen a recogerlo.
—Decidme pues…
—Sus ropas eran buenas, pero estaban cubiertas de polvo y sus botas llenas de fango. También tenía las medias gastadas por las posaderas y los muslos, algo típico de los que montan mucho a caballo…
—O sea que podría ser muy bien un correo…
—Sí, en efecto, eso encajaría con la vestimenta.
—¿Y en cuanto a su aspecto?
—Tenía las manos fuertes pero cuidadas… no eran las de un labrador, podían ser las de un soldado; ahora que lo pienso, tenía una pequeña cicatriz en el cuello. Era joven, apuesto, con barba cuidada… aunque parecía que le hacía falta ya un arreglo, y su ropa era también de calidad, pero, como ya he dicho, estaba muy sucia.
—O sea que todo encaja con que podría ser un mensajero que hubiese llegado hacía muy poco a Madrid, con mucha prisa, ¿verdad?
—Sí, podría ser…
—Y ¿no os acordáis de la fecha?
—Sí, de eso me acuerdo, fue a finales de marzo, en concreto el lunes de Pascua.
Me quedé pensativo, aún más que antes, pero aquella cena me había despejado la cabeza, que no dejaba de dar vueltas. En ese momento Bernardo retiraba la bandeja de la mesa, la misma en la que estaban amontonadas gran cantidad de cartas y legajos aún por abrir. Entonces me asaltó la idea: ¿y si entre aquellas cartas había algo importante que había pasado desapercibido? Quizás alguna carta o mensaje que querían que pasase disimulado para los correos y cuyo remite, por tanto, parecía de alguien que en realidad no era… Tenía que abrir todas aquellas cartas y me esperaban bastantes horas de trabajo, así que encargué a Bernardo que me trajese una buena jarra de chocolate caliente, bebida que desde hacía años causaba furor en la corte, lo que el bueno del hombre me sirvió acompañado de unos bizcochos, por si me entraba el hambre, junto con una jarra de agua.
Enseguida me di cuenta de por qué aquellas cartas se habían amontonado sin prestarles atención. Eran súplicas, ruegos, consideraciones, peticiones de favor de toda clase de personajes, escribanos que por encargo pedían algo, reclamaciones de algún asunto relacionado con las posesiones del duque… Verdaderamente nimiedades, por lo que pronto me entraron los bostezos.
Estaba ya a punto de rendirme y de irme a la cama cuando abrí una de aquellas misivas con absoluta desgana. El sobre era tosco, como casi todos, y no llevaba remite, pero el papel era fino, muy caro, algo que no correspondía al envoltorio. Presa de un extraño presentimiento y excitación lo desplegué y vi una caligrafía cuidada, fruto de alguien de buena cuna y mejores letras, pero lo más terrible fue ver la firma rubricada sobre su sello personal: ¡don Juan de Austria! Decía así:
Señor duque de Alba:
Éste es otro de los medios que utilizo para dirigirme a vos confiando en que uno de ellos me permita haceros llegar mis ruegos. Sé que estoy vigilado, que mis cartas se abren y se asaltan a mis correos y que hace tiempo no me puedo comunicar con España ni con mi hermano, debido a los herejes y también a españoles que no quieren que hable con su majestad. Entre los rebeldes y la reina de Inglaterra han urdido un plan para desacreditarme ante su majestad, esparciendo la idea de que quiero arrebatarle el trono de España. Lo malo es que alguien desde la corte también parece interesado en propalar esta idea, lo cual es absolutamente falso, pero temo que mi hermano lo tenga ya creído. Os ruego, vos que podéis, informéis al rey de que esas acusaciones que pesan sobre mí son burdas mentiras, que no pretendo invadir España ni majaderías semejantes, pues el honor al que yo aspiro siempre estará sometido a mi hermano, el rey de España. En este momento, aquí, solo en Flandes, mi única voz sois vos. Hablad con mi hermano, os lo suplico, para convencerle de que no hay nada contra él y que no me abandone.
Si todo va bien, un mensajero de mi confianza habrá llegado ya, o estará a punto de hacerlo, con una misiva similar que os entregará personalmente.
Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. Contad con mi eterno agradecimiento.
15 de febrero de 1578
Juan de Austria
Gobernador de Flandes
¡Esta era la respuesta! El muerto había sido ese enviado de don Juan, que fue asaltado antes de que pudiese entregar al duque cualquier misiva, siendo despojado de todo lo que llevaba encima. Era cierto que había alguien en la corte que no quería que se desmintiesen los rumores malignos que habían circulado sobre las ambiciones de don Juan, alguien que deseaba que siguiese pareciendo sospechoso y, de esta manera, conseguir sus propósitos. Seguramente ese alguien había detectado que mi amigo era uno de los recursos a los que se agarraba el hermano del rey, por lo que había emprendido una campaña para apartarlo de la corte y del entorno del monarca, y ¡vive Dios! que lo consiguió aprovechando el tema de las bodas de su hijo. Si quería rehabilitar a Fernando, debía descubrir esa maraña y decírselo al rey, convencerle de su error… ¡Casi nada! Además, poca prueba era esa carta; me hacía falta algo más para presentarme ante su majestad y convencerle de que cierta o no la presunta conspiración de su hermano, el duque de Alba no tenía nada que ver con la misma y que en nada, salvo en algún consejo militar sobre Flandes, le había ayudado.
Estaba agotado; eran las tres de la mañana y embotado el seso me fui a dormir. A las diez del día siguiente ya estaba otra vez en danza volviendo a cavilar. Desayuné las torrijas que sobraron de la cena y que al estar toda la noche empapadas de almíbar con vino estaban aún más deliciosas, y salí a pasear para aclararme las ideas. Debía recapitular, comprobar que las conclusiones a las que había llegado el día anterior no eran simples imaginaciones absurdas y pensar cómo actuar.
El problema es que ya había pasado mucho tiempo. Don Juan de Austria había muerto el 1 de octubre de 1578, ya hacía más de tres meses. Sólo contaba con treinta y tres años de edad, lo que desató muchas sospechas. Se rumoreó que los herejes, que en un par de ocasiones ya habían intentado asesinarle, y también que hasta la misma corte, por todo lo que ya he comentado, habían estado detrás de su muerte. Se llegó a decir que se le había enviado un sombrero desde Madrid, que, al ponérselo en noches de luna llena, provocaba el desecamiento de los sesos; otros dijeron que lo que se envió fueron unas botas igualmente emponzoñadas, o unos guantes de cabritilla también envenenados, y la fantasía se desbordó sobre los métodos para asesinarle. Pero según todos los médicos que le examinaron antes y después, su muerte se debió a unas fiebres naturales fruto de la epidemia que se desató en el campamento español.
Pensando en ese posible asesinato, también caí en la cuenta de que a finales del mes de marzo del año anterior, había caído muerto a traición en las calles de Madrid el secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo, a quien su señor había enviado a la corte, crimen que nunca se aclaró y sobre el que también corrieron extravagantes rumores. Seguramente todo estaba conectado y las maniobras contra Fernando debían de estar relacionadas con las supuestas aspiraciones de don Juan de Austria… pero ¿cómo había de proceder yo? Sin la presencia del duque de Alba en Madrid, era más difícil que se abriesen las puertas que yo precisaba en mi investigación, y más ahora que mi amigo había caído en desgracia. De todas maneras, una cosa jugaba a mi favor; quien hubiese urdido todo el plan estaría confiado sintiéndose victorioso… muerto el hermano del rey, Escobedo, exiliado el duque de Alba… no creo que esperase que alguien comenzase a indagar de nuevo. Tenía que buscar a alguien de confianza en la corte, lo suficientemente amigo del duque y enterado de los entresijos que allí se cocían, para que me iluminase entre tanta oscuridad, pero que guardase el secreto y no me traicionase. Pero quién podía ser.
Durante las siguientes semanas seguí reuniendo información. Me enteré de que Juan de Escobedo había perecido en Madrid, mientras iba a caballo, acuchillado por tres asaltantes que luego desaparecieron como por arte de ensalmo y que nunca más se supo de ellos. Pero lo más importante es que se rumoreaba que en el mes escaso que llevaba en Madrid había sido objeto de dos o tres atentados más; el primero había sido protagonizado por una esclava morisca, que luego fue ajusticiada, y en dos ocasiones más, aprovechando banquetes o comidas en los que se le mezclaron bebedizos con los alimentos o bebidas, pero que, por lo que fuese, no surtieron efecto. De modo que se decidió utilizar un método más expeditivo e infalible. La insistencia en atentar contra su vida y la facilidad con la que los tres asesinos luego desaparecieron dejaban claro que alguien muy poderoso estaba detrás del asesinato, pero ¿quién?
Ya había pasado más de un mes desde que el duque de Alba había partido a su exilio cuando decidí dar un paso osado y dirigirme a alguien que podría ayudarme. Mi objetivo, nada menos, era uno de los confesores del rey, don Rodrigo Vázquez. Le había visto en un par de ocasiones; tenía fama de justo, honrado e inflexible en el tema de doctrina, como no podía ser menos si tenía que fiarme de él, también la tenía de ecuánime y caritativo. Además, y esto para mí era lo primordial, sabía por los comentarios del duque que siempre había simpatizado con él y sus postulados duros sobre Flandes. Su trabajo estaba en palacio y acompañando siempre al rey cuando iba al Escorial o a algún otro viaje, pero una vez a la semana acudía a un convento a confesar a las monjas. Ese era el mejor momento para abordarle y no despertar sospechas. Pero había que hacerlo con prudencia.
Una fría mañana de febrero me presenté en dicho cenobio mientras él estaba ejerciendo su sacramento. A través de una hermana le hice saber que, cuando acabase, le esperaba en una pequeña sala y, al preguntarme a quién debía anunciar, dije que era un amigo del duque de Alba. La suerte estaba echada; en pocos minutos sabría si se presentaría alguien a echarme, me ignoraría o me recibiría. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y allí estaba él. Era un hombre rechoncho, de cincuenta y pocos años, moreno. He de decir que su semblante afable me tranquilizó, aunque a esas alturas de mi vida ya no confiaba en nada ni en nadie.
—Si no me equivoco, sois maese Álvaro —dijo con voz suave.
—Tenéis muy buena memoria, don Rodrigo, pues si no me equivoco, nos hemos visto en muy pocas ocasiones.
—Sí, es verdad, pero os recuerdo de cuando yo era niño, aunque vos seguro que no reparasteis en mí.
—¿Os conozco de antes? —dije con sorpresa.
—Pocos lo saben, pero mi madre fue una mujer a la que vos y el duque ayudasteis hace muchos años a cambio de unos favores… mi madre era aquella que llamaban la Lagartija, en Sevilla.
—¡No puede ser! —exclamé asombrado.
—Sí, lo es. Gracias a vuestra ayuda, mi madre pudo dejar aquel horrendo oficio que se veía obligada a ejercer para mantenerme a mí y a mis hermanos, y colocarse en la corte. Su nueva posición le permitió darme estudios y con el tiempo descubrí mi vocación…, y aquí me tenéis.
—¡Dios mío! Es una grata sorpresa y me alegro de que las cosas se enderezasen en vuestro hogar. Por cierto, ¿qué es de vuestra madre?, ¿aún vive?
—Es la abadesa de este convento… es muy mayor, pero conserva buena cabeza y rige los destinos de esta casa con acierto. Hay que decir que aquí se acogen a muchas de esas muchachas que tratan de huir de ese triste oficio, y yo, por mi parte, ayudo viniendo a confesar y trayendo algún que otro donativo de la familia real y de los nobles de la corte. Ahora está ocupada, pero, sin duda, estaría encantada de veros.
—Lo mismo digo, de verdad —dije un tanto afligido, pues no podía evitar mirar al pasado con nostalgia y pena—. De momento, os ruego que le transmitáis mi más afectuoso saludo.
—Huelga decir que os he contado esto porque sé que sois hombre de bien y que os alegraríais de saberlo, pero nadie ha de enterarse del antiguo oficio de mi madre.
—Tenéis mi absoluta discreción.
—Bueno, y dicho esto, ¿a qué viene vuestra visita en un lugar tan precisamente discreto como éste? Tiene que ver con el duque, ¿no?
—Sí, por supuesto.
—Decidme pues, si puedo, os ayudaré.
—Como sabéis, ha caído en desgracia por lo del matrimonio de su hijo. No lo justifico, ni mucho menos, ni a él ni a Fadrique, pero me parece demasiado castigo a tan alto servidor el de enviarle desterrado y confinado a un pueblo. ¿Podéis decirme algo, sin violar el secreto de confesión, que pueda aclararme si hay algo más detrás de todo esto?
—Veréis… el rey me demandó consejo sobre este asunto y yo, sin excusar al duque, le dije que se había de tratar el tema con menos rigor. No le sugerí dureza contra él, ni mucho menos, sino todo lo contrario. Pero yo sólo soy unos de sus consejeros, y únicamente cuando él me lo demanda fuera del confesionario. Tiene otros más íntimos y es posible que de ellos saliese, o se reforzase la idea de ir contra el duque con tamaño y desproporcionado correctivo. Lo cierto es que me extrañó el exceso de dureza que empleó contra vuestro señor… posiblemente había algún otro motivo.
—El problema es que el duque desconoce cuál puede ser ese otro motivo y así, sin poderlo por tanto enmendar, está condenado hasta sabe Dios cuándo a estar confinado y su hijo en prisión.
—Cierto… es un grave problema.
—Bien, ahora quiero explicaros algo y os ruego que me juréis no revelar a nadie lo que voy a deciros.
—No os preocupéis, confiad en mí.
Entonces le conté todo lo que había averiguado de la muerte de aquel desconocido, de su casi segura relación con don Juan de Austria, de la carta que había enviado el difunto hermano del rey al duque, y que todo ello pudiese tener que ver con los rumores que habían circulado en la corte sobre las desmedidas ambiciones de don Juan y con el asesinato de su secretario, Juan de Escobedo. Me escuchó con atención, en silencio, con cariño y con los ojos cerrados, acostumbrado a la confesión. Pero cuando pronuncié ese nombre, el de Escobedo, se puso blanco como la cera y no pudo evitar dar un respingo. ¡Sin pretenderlo había dado en el clavo!
—Álvaro —me dijo—, ya veo por dónde discurren vuestros pensamientos y me temo que no erráis. Pero quiero deciros que hay temas que no puedo tocar, porque rompería el secreto de confesión.
—Lo comprendo, decidme lo que podáis sin violar el sacramento. Mi amigo y señor es inocente de algo más allá que de lo de su hijo y no merece ser tratado así. Y ya veis que la carta que conservo de don Juan de Austria es un documento que, aunque no es determinante, ayuda a desmentir esas supuestas maquinaciones…
—Ciertamente… ¡no la perdáis!
—Está a buen recaudo.
—No puedo daros respuestas ciertas y seguras en nada, pero un nombre me viene a la memoria como el único con suficiente influencia sobre el rey para que pueda estar tras la conjura, o al menos relacionado con ella: su secretario, Antonio Pérez.
—Le conozco de oídas…
—Siniestro personaje, muy ambicioso y sabe muy bien adular al rey y azuzarle en sus dudas y desconfianzas ante todo y ante todos, que ya de por sí su majestad tiene por naturaleza. Controla cada vez más los accesos a palacio, al rey e indudablemente, si os hubieseis presentado allí preguntando por mí, él ya lo sabría.
—Bien, pero a él no me puedo dirigir. Si he de conseguir pruebas…, ¿qué he de hacer?
—Se me ocurre que indaguéis en el entorno del difunto Escobedo. Ahí podéis encontrar respuesta. Cuando lo tengáis, yo os ayudaré a ir a ver al rey.
—¿A quién debo dirigirme, pues?
—Sería conveniente acudir a ver a la viuda de Escobedo. Vive lejos de Madrid, en Santiago, pero esto es algo que sabemos muy pocos; a mí me lo comentó el mismo rey, fuera del confesionario, claro. Con gusto os acompañaría, pero si faltase, enseguida se darían cuenta y pondríamos sobre aviso a Pérez y a quien esté confabulado con él. Habréis de ir solo y muy discretamente, sin que nadie lo sepa. Lo que puedo hacer es daros una carta de recomendación para el obispo, don Francisco Blanco y, si lo consideráis oportuno, la utilizáis.
—De acuerdo, pues. Hacedme llegar la carta y cuando vuelva de mi viaje, os lo haré saber del mismo modo que he hecho hoy.
—Os estaré esperando.
Volví al palacio presa de un miedo irracional. Estaba tocando asuntos muy peligrosos. Sin querérmelo decir, era evidente que el rey se había confesado con don Rodrigo de algo relacionado con Escobedo; algo grave, sin duda, por cómo había reaccionado el bueno del confesor cuando saqué el nombre a colación. Otra vez, a mi edad, y en contra de mis deseos, sentía que me estaba metiendo en la boca del lobo. Pero no había vuelta atrás. Debía seguir.
Hacia el mediodía me llegó una carta sin remite. Dentro estaba la carta de presentación que me hacía el confesor. En ella se rogaba al arzobispo de Santiago que me ayudase en lo que pudiese, pues el portador era hombre de bien y amigo suyo, aunque en ningún momento daba mi nombre. Se veía que sabía lidiar con asuntos espinosos y confidenciales, y que era consciente del gran riesgo que entrañaba mi misión.
Esa tarde pasé un rato en el retrete con una cagalera como hacía tiempo no tenía. Sabía que no era, precisamente, resultado de las torrijas.