De cómo regresamos abatidos de Flandes y se produce el venturoso encuentro con el cardenal Stella
Un mensajero bajó del caballo y, jadeante, subió las escaleras del palacio de Ámsterdam que era residencia de Fernando. Era un mediodía de agosto. Con la frente perlada de sudor, y tras franquear debidamente los controles de seguridad, entregó un pliego a Fernando. Éste lo abrió, lo leyó y me lo dejó caer, lívido por lo que había leído. Los tercios que habían vencido la resistencia de Haarlem, aquellos soldados veteranos que él había tratado siempre con respeto y honor, en los que había confiado, se habían amotinado por falta de pagas. Fue algo que le dolió sobremanera, especialmente porque entre los amotinados estaban los españoles, lo que para él resultaba inconcebible. Primero, le habían abandonado los políticos flamencos; luego, los mismos consejeros españoles que criticaban sus métodos y que no dejaban de reprocharle que su insistencia en recaudar aquel impuesto especial había sido la gota que había colmado el vaso; finalmente, el rey también había demostrado que, haciendo caso de todas esas opiniones, había mudado su apoyo inicial por la dureza hacia la blandura. Y ahora, de repente, también los soldados le pegaban la puñalada. No era sólo una traición; era una afrenta personal. Los únicos que hasta el momento no le habían dejado solo, sus hombres, ahora también lo hacían. Su orgullo y tozudez le impedían ver los errores que él podía haber cometido y se empecinaba en adoptar el papel de incomprendido y traicionado. No concebía caer en el error y, por tanto, considerar una posible rectificación. Cierto que en los otros había parte de traición, que los que antes le adulaban ahora le censuraban, y que muchos otros, encabezados por el mismo rey, habían guiado los pasos del duque hacia el callejón sin salida en el que se encontraba; pero igualmente su manera cerrada, quizás tan castellana, de ver Flandes, había contribuido directamente a su fracaso.
Los soldados lo veían desde otro punto de vista. Habían estado sitiando una ciudad por espacio de casi ocho meses, en medio de unas enormes penalidades. Habían muerto miles de hombres y durante ese tiempo no habían recibido soldada alguna, y, para su pesar, los términos de la rendición excluían el saqueo y se habían de conformar con una escasa paga que apenas cubría lo adeudado. De hecho, sólo estaban pidiendo lo que era suyo, pues no podían consolarse con boato, rangos, honores ni nada de lo que estaba reservado para los nobles. Ellos únicamente podían aspirar a vivir y a ganar algo de dinero.
El duque de Alba escribió al rey rogándole el inmediato envío de fondos. Momentáneamente, él medió ante los soldados rogándoles que depusiesen su actitud con la promesa de que sacaría dinero de debajo de las piedras hasta que llegase el oro de España. Así lo hizo, se empeñó con los comerciantes locales y logró adelantar algo de la deuda, por lo que al cabo de unas semanas el motín había concluido. El drama vino después. Una vez dispersos los amotinados, Fadrique, con la autorización de su padre, capturó a los cabecillas y los fusiló a todos, a pesar de las promesas que había hecho de no adoptar posteriormente represalias. Eso no lo olvidaron los tercios, pues también lo consideraron una traición, y un foso de desconfianza se abriría, a partir de entonces, entre el duque y su familia por una parte y los soldados por otra.
Pero el dinero para pagar a las tropas no llegaba de España. Nuevas rebeliones surgían aquí y allá y las bajas que sufrían nuestros soldados, sobre todo debido a las enfermedades y a las penurias, eran cada vez más elevadas. Sufragar la guerra en Flandes costaba a las arcas españolas diez veces más de lo que costaba defender la Península Ibérica; algo insostenible y que ni los tesoros de América podían sufragar. Fernando rogaba, imploraba, que si se quería mantener la ofensiva sobre los rebeldes, no había más remedio que dejar de invertir tanto contra los turcos en el Mediterráneo y enviarlo a Flandes. Pero todo era inútil; nuestro reino estaba comprometido en muchos frentes que el rey se empeñaba en domeñar, empezando por el pantano cenagoso en el que se había convertido Flandes, mientras que los pueblos de España se despoblaban y empobrecían cada vez más.
En ese verano de 1573 Fernando ya esperaba con abatimiento y esperanza la orden para volver a España, pero entretanto seguiría luchando con las armas que él sabía. Pero prueba de lo inútil de la victoria de Haarlem fue que, a finales de agosto, sólo un mes y medio después de aquellos sucesos tan sangrientos, la cercana ciudad de Alkmaar también se declaró rebelde negándose a abrir las puertas a nuestro ejército. El duque de Alba volvió a enviar a su hijo contra la ciudad, decidido a aplicar el mismo castigo: pasar a cuchillo a todos sus habitantes. Estaba enfurecido y no entendía que después del ejemplo anterior, una nueva ciudad no aprendiese la lección y desease ser pasada a cuchillo por completo. Pronto se estableció un estrecho cerco por parte de los nuestros, que sumaban casi quince mil hombres. Era cuestión de días que también fuesen derrotados.
No obstante, sabedores del destino que les esperaba, sus lugareños resistieron con terrible determinación. Los bombardeos de la artillería y los asaltos sobre sus murallas fueron repelidos con grandes costes para los nuestros, y Fernando, por vez primera, comenzó a ver que quizás no valía la pena gastar más tiempo, hombres y dinero en someter a aquella villa. Los defensores, para asegurarse la salvación de sus vidas, hicieron algo muy terrible que supuso el fin de la economía de aquella ciudad. Rompieron los diques y el mar anegó los campos devastando pastos y cosechas. Pero con ello inundaron el campamento español de barro y agua hasta las rodillas, haciendo imposible maniobrar y menos mover los cañones. Las aguas se llevaron no pocas viandas e hicieron aún más insoportable la vida de los nuestros en aquellas trincheras. Al final, Fadrique no tuvo más remedio que ordenar la retirada, a principios de octubre. Muchos de nuestros soldados, incluyendo bravos capitanes, murieron. El ejército del duque de Alba había fracasado en la toma de la ciudad, demostrando que lo que los rebeldes no habían podido lograr en Haarlem, lo habían conseguido en Alkmaar: su victoria y nuestra derrota.
Hasta ese momento mi amigo había demostrado una cruel eficacia venciendo en batallas y matando enemigos, aunque los resultados políticos fuesen adversos. Ahora ni siquiera ganaba batallas y hasta Marte le había dado la espalda. Para demostrarlo, una semana después de verse obligado a levantar el sitio de Alkmaar, los rebeldes nos infligieron una nueva derrota. Esta vez fue en el mar interior de Zuiderzee. Allí, nuestro gobernador de Holanda y Zelanda, el conde de Boussu, equipó treinta naves con mil trescientos hombres a bordo, para tratar de desbaratar el acoso constante que los piratas enemigos ejercían sobre nuestras comunicaciones. Algunas de nuestras naves eran poderosas, más grandes que las del enemigo. Éste, por su parte, sólo pudo reunir a setecientos hombres distribuidos en veinticuatro embarcaciones, más pequeñas pero mucho más manejables y rápidas en aquellas aguas. Eso les permitió abordar nuestros buques, capturando seis de ellos y trescientos hombres. Un ridículo espantoso.
A finales de octubre, el duque de Alba oscilaba entre la depresión y la ira más salvaje. Fuera de sí, gritaba que quería irse de aquel país en donde no había más que humedad y frío y echaba la culpa, a todo el que quisiera oírle, al poco apoyo que había recibido de la corte. En una noche lluviosa no dejaba de dar vueltas en círculo por su habitación del palacio de Bruselas.
—Si me hubiesen hecho caso… Si me hubiesen enviado más hombres, más dineros, más recursos… Si me hubiesen apoyado más… habría aplastado a este pueblo de rebeldes con la crueldad que se merecen, como a escarabajos —repetía en una salmodia continua mientras una furia homicida brillaba en su mirada.
—Padre, tienes razón, pero tranquilízate —terció Fadrique—. Ya no puedes hacer nada.
—Sí, es cierto, nada puedo hacer, y sin embargo, ¡cuánto podría haber hecho de contar con más aceros!
—Tranquilizaos, os lo ruego —dije por mi parte.
—¡Álvaro! ¡Los rebeldes! ¡Vienen a por mí! —comenzó a gritar, arrodillándose ante el fuego.
Estaba claro que sufría un ataque de demencia, por lo que su hijo y yo le llevamos a la cama, en donde le tumbamos. Estaba demacrado, tenía fiebre y los ojos le saltaban de las órbitas mientras seguía balbuceando cosas sobre la guerra, los rebeldes, el rey… Aquellos años habían sido demasiado para él, y en particular los últimos meses. Yo, para mis adentros, veía cómo aquella guerra había sacado lo peor de mi amigo, trocado su dureza en crueldad y, para colmo, le había hecho enfermar… y todo para nada. Además, no podía dejar de pensar en aquellos pobres soldados, muchos de ellos muertos, otros mutilados, enfermos la mayoría, que habían ido a luchar buscando escapar de la miseria de su tierra y soñando con hacer fortuna… Pocos, muy pocos, lo consiguieron.
Por fin, a mediados de noviembre, llegó el nuevo gobernador y general en jefe Luis de Requeséns, y a finales de mes relevaba oficialmente al duque de Alba. Éste se mostró feliz por una parte, porque dejaba aquel odiado Flandes. Pero también le invadía la enfermedad, el desasosiego del alma y la angustia por haber fracasado en donde creía firmemente que hubiese podido triunfar: en las armas. Fiel a su orgullo y tozudez, en una larga entrevista que los dos generales tuvieron, aparte de informar al nuevo de la situación general y militar de los Países Bajos, Alba aconsejó al recién llegado. Yo estaba presente, y he de confesar que, ante su ceguera y obstinación, sentí cierta vergüenza ajena por el discurso de Fernando.
—Don Luis, la única solución es la fuerza, hacer entrar en razón a estos rebeldes y herejes a palos y más palos. Es el único mensaje que entienden.
—Ya veo —respondió Requeséns—. Pero eso es lo su excelencia ha venido practicando desde su llegada, si no me equivoco, y al parecer los resultados no han sido todo lo exitosos que todos hubiésemos deseado.
—Sí, es cierto. Pero siempre he tenido que luchar con una mano atada en la espalda. La corte nunca ha comprendido lo que aquí nos jugamos, las energías que hay que emplear si queremos que Flandes quede sometido. Me han escatimado hombres, dineros y apoyo… En lugar de eso, vos bien lo sabéis —dijo en clara indirecta—, sólo me han llovido críticas y reproches que no han hecho más que envalentonar a esos rebeldes contra mí, contra el rey.
—Entiendo… Tendré en cuenta vuestro consejo y espero tener más suerte que vos en esta difícil tarea.
—Más suerte no, ¡más apoyo! Si no lo dan, Flandes se perderá, y en ese caso, ¿a qué ha venido gastar tantas energías y esfuerzos en tratar de conservar estas provincias?
—No os preocupéis, señor duque —dijo indulgentemente—. Ahora habéis de descansar, volver a Castilla, olvidaos de todo este entuerto y descansad, que bien os lo merecéis. Tendré en cuenta vuestros valiosos consejos, no temáis, y que Dios nos guarde a todos.
Lo último que dijo Fernando fue lo más sensato que había dicho en toda la conversación. Por su parte, el nuevo gobernador, que no quería entrar en polémicas con el duque, le contestó con buenas palabras, dándole la razón, o con evasivas. Estaba claro que su misión era bien distinta a la del duque de Alba: tratar de rectificar el daño hecho, enmendar la dureza y crueldad empleada… Pero si el rey, en su ceguera, había pedido al duque de Alba en 1567 lo imposible, mucho me temía que estaba también haciendo lo mismo con el nuevo enviado, porque a esas alturas era muy difícil enmendar errores, borrar afrentas y cerrar heridas. Mucho odio se había destilado, mucha sangre se había vertido… Por otro lado, Felipe II, aunque partidario de otorgar ahora un perdón general y de anular los impuestos, era intransigente en ceder en el tema de la herejía. Los rebeldes habían probado el sabor de la libertad, y era muy difícil ahora que volviesen al redil como si nada hubiese pasado.
A mediados de diciembre dejamos, por fin, Bruselas. Íbamos a hacer el Camino Español a la inversa de cómo lo habíamos hecho hacía años. Ahora éramos más viejos, pues teníamos la muy respetable edad de sesenta y siete años, enfermos y, sobre todo, cansados, no sólo de cuerpo sino de alma. Las Navidades las pasamos en el camino, marchando sin prisa. Lo hacíamos fuertemente escoltados, pues era sabido que los enemigos de Fernando y de España no perdonaban sus acciones y podían tratar de vengarse en cualquier momento. El séquito estaba integrado por todos sus ayudantes y parientes, encabezados por su hijo Fadrique. Su humor, a medida que nos alejábamos de Flandes, iba mejorando a todas luces, pero empecinadamente envió una carta a su sucesor reiterándole los consejos de dureza acerca de la política que, según mi amigo, debía seguir aplicando en la región. Me la dictó y, al final, no pude evitar comentarle:
—No sé por qué le escribes. Lo que le tenías que decir ya se lo comunicaste y, sinceramente, me temo que sabes que no te va a hacer ningún caso.
—Lo sé, pero quiero librarme de que la posteridad me acuse de ser responsable de la nueva política que se va aplicar y que, estoy seguro, causará la pérdida definitiva de Flandes y el triunfo de los rebeldes y herejes. ¡Qué consten mis opiniones en archivos! ¡Qué todo el mundo lea lo que el duque de Alba opinaba al respecto! ¡Ya se acordarán de mis palabras cuando las cosas se tuerzan cada vez más!
Era evidente que su orgullo le había nublado la razón, y sin capacidad para admitir el error, seguía insistiendo ante todo el que quisiera oírle en que la única política aplicable en Flandes era la suya, por más muertes, dolor y miseria que causase. Sin replicarle, lacré y sellé la carta y se la di a un correo para que la llevase a Bruselas.
Una mañana, mientras continuábamos tranquilamente nuestro viaje hacia el sur, se presentó un mensajero que dijo pertenecer al séquito del cardenal italiano Salvatore Stella. En nombre de su señor, pidió permiso para saludar al duque de Alba y acompañarnos en el viaje rumbo a Italia. Como no podía ser de otra manera, Fernando contestó afirmativamente y con complacencia, pues pensaba que las conversaciones con su eminencia le ayudarían a distraerse. Al cabo de dos horas se nos unió su comitiva y aprovechamos para detenernos a almorzar. El duque, cortésmente, abrió en persona la puerta de su carroza, le ayudó a bajar y le besó el anillo cardenalicio. Tras los saludos protocolarios, comimos, y más tarde, estando solos en la tienda el cardenal, un joven que oficiaba de ayudante, Fernando, Fadrique y yo, la conversación discurrió por otros derroteros.
—Os he de confesar algo, señor duque —comenzó el cardenal.
—Decidme, os los ruego —le instó Fernando.
—El motivo fundamental de mi encuentro con vos no es acompañaros a mi patria. Lo cierto es que os traigo un recado muy desagradable —dijo, tendiéndole una carta a Fernando.
El duque, alarmado, cogió la carta y comenzó a leerla con avidez mientras yo permanecía en ascuas algo alejado de ellos. Al cabo de dos minutos tenía el semblante mudado de ira y nos pasó el escrito a su hijo y a mí. Decía así:
Señor duque de Alba:
Os habéis marchado de Flandes con el rabo entre las piernas, por lo que damos gracias a Dios. Si a vos os hemos derrotado, nada podrá impedir nuestra victoria final sobre cualquiera de vuestros sucesores que el rey de España nos envíe. Pero os queremos advertir que nuestra mano es larga y nuestra sed de venganza hacia vuestra persona, por todos los pecados que habéis cometido sobre nuestro pueblo, resta insaciable hasta que consigamos mataros como un perro, que es lo que sois. Permaneced alerta, tened siempre el sueño ligero y rodeaos de guardias, porque en cualquier momento, cuando menos los esperéis, la daga justiciera caerá sobre vuestro cuello para regocijo de la causa de la libertad.
Fdo. Esos a los que vos llamáis herejes.
Era una amenaza en toda regla movida por el ansia vengativa de los calvinistas. ¿Pero quién estaba detrás? ¿Era Orange? ¿Algún hereje alemán? ¿Algún hugonote deseoso de desquitarse de la muerte de Coligny? ¿O quizás había otro motivo y eso era una simple excusa para atentar contra mi amigo? Sea lo que fuere, estaba claro que él y sus más allegados estábamos en peligro.
Fernando, dominando su ira, le preguntó cómo había llegado la carta a sus manos.
—La encontré clavada en la puerta de mi habitación de una posada en la que me alojé ayer. Podéis vos mismo ver la marca que ha dejado el cuchillo. Es notorio vuestro viaje por estar tierras, y ante la amenaza he corrido a avisaros.
—Es evidente que querían que me avisaseis, pero ¿por qué? Cuanto más desprevenido estuviese, mejor para sus propósitos.
—Eso mismo me he venido preguntar yo y se me ocurren dos cosas. La primera es que todo sea una amenaza vana, pero que quieren hacérosla llegar para que sufráis y permanezcáis temeroso el resto de vuestros días…
—Yo no soy de ésos. ¡Yo no me dejo acobardar! —gritó Fernando.
—La otra posibilidad es que quieran demostraros, no a vos, sino a vuestra familia, vuestro séquito y, sobre todo, a la misma corona española, que son capaces de hacer lo que se proponen, y así, en caso de que logren consumar su asesino propósito, se puedan holgar y vanagloriar en toda Europa, al tiempo que humillar a vuestro rey. Imaginad cómo disfrutarían de haberos matado, de demostrar que pueden eliminar al general más grande de España.
—Sí… es posible.
—Hay una tercera posibilidad —señalé yo, pidiendo permiso para hablar ante su eminencia.
—Álvaro, habla. Tus opiniones siempre son muy valiosas —contestó el duque.
—Seguramente los asesinos contaban con que el cardenal corriese a avisaros, como así ha sido. ¿Y si ellos están infiltrados en el séquito de su eminencia y esto ha sido un ardid para salir a nuestro encuentro y llegar hasta vos sin impedimentos, ni franquear la guardia, ni levantar sospechas?
—¡Imposible! —terció el cardenal—. Conozco a mi séquito desde hace años. Son quince hombres entre escribanos, ayudantes y la guardia, y ninguno es un hereje… ¡si lo sabré yo!
—Pero ¿no es posible…? —insistí por mi parte.
—¡No! He actuado de inquisidor contra brotes de herejía que surgieron en Italia y les conozco muy bien.
—Bien, confío en vos —dijo el duque—. En ese caso, lo más probable es que se trate de una falsa amenaza para meterme el miedo en el cuerpo y hacerme sufrir, aunque no lo conseguirán. Por si acaso, redoblaremos las guardias y estrecharemos la vigilancia de los caminos para evitar cualquier emboscada. Por supuesto, eminencia, para evitar que cualquier peligro os amenace a vos, compartiréis camino conmigo hasta nuestra llegada a Italia. Yo voy hasta Génova, para embarcarme hacia España, ¿y vos?
—También voy hasta esa misma ciudad, pero luego mi destino es Nápoles, por lo que cogeré otra nave, que en principio me espera para llevarme hasta allí.
Los días siguientes estuvieron llenos de alarma e intranquilidad. La noticia de la carta amenazante había trascendido y todo el mundo prestaba más atención a la seguridad. Las patrullas que exploraban los caminos eran más frecuentes y con instrucciones de ser mucho más escrupulosas en el reconocimiento de los alrededores. Por las noches las guardias eran mucho más rigurosas y la entrada en los aposentos del duque era prácticamente infranqueable, a no ser que fuese para nosotros. Sin duda, la seguridad de Fernando estaba bien cubierta.
Estábamos en el Franco Condado cuando nos llegó una noticia bien curiosa que a Fernando le hizo reír a mandíbula batiente, y he de confesar, que a mí también. Hacía años que había muerto aquel falsario nigromante de Nostradamus que incluso había fallado a la hora de vaticinar la fecha de su propia muerte; pues bien, se ve que su hijo quiso aprovechar la fama de su padre para seguir haciendo negocios engañando a las almas ingenuas y adineradas. Se llamaba Michel y adoptó como apellido el famoso apelativo paterno de Nostradamus, pero los negocios no le fueron tan bien como a su padre, por lo que decidió ejecutar un acto que le hiciese famoso de verdad. En febrero de 1574 pronosticó que una aldea se incendiaría; lo malo es que él fue quien le prendió fuego para asegurarse del éxito de su predicción y, además, tuvo la mala fortuna de ser descubierto y apresado. Al día siguiente fue ejecutado, acabándose así la siniestra dinastía de esa familia de truhanes.
Poco a poco, a medida que pasaban los días, los ánimos se fueron calmando y, ante la tranquilidad imperante, todos pudimos librarnos de los nervios que aquella carta nos había producido, aunque no por eso bajamos la guardia. El tiempo fue transcurriendo y llegamos finalmente a Milán. Allí fuimos agasajados y hospedados en el palacio del gobernador. El buen recibimiento nos hizo olvidar las penurias del viaje. La salud y el humor de Fernando mejoraron visiblemente y él pareció olvidarse de los siete años tan terribles pasados en Flandes. Las conversaciones con el cardenal Stella le resultaban reconfortantes, pues el prelado era poseedor de una vasta cultura, de una notoria simpatía y de opiniones sobre lo humano y divino muy coincidentes con las de Fernando.
Dos semanas después llegamos a Génova. El buen tiempo favorecía las bromas, y Fernando montó a caballo, algo que no hacía desde dos años atrás. Al llegar a la ciudad, el duque de Alba tuvo que cumplimentar a las autoridades y comenzó a preparar su viaje a España, cosa que haría en las naves del almirante Andrea Doria, que ya le esperaba en Génova. Por su parte, el cardenal se instaló en el palacio episcopal aguardando su galera que aún no había llegado a recogerle. Como no podía ser de otra manera, Fernando invitó al cardenal a cenar en su palacio días antes de partir para España. Fue un verdadero festín, con músicos y toda suerte de entretenimientos para solaz de las asistentes. Ambos compartían la presidencia de la mesa y conversaban amigablemente. Durante esas semanas mi amigo le había confesado sus cuitas sobre el tema de Flandes y su angustia de sentirse solo, al ser el único que opinaba que era mejor tratar con dureza a los rebeldes. El cardenal no sólo le apoyó, sino que se comprometió a transmitir al colegio cardenalicio y al mismísimo Santo Padre su punto de vista, que él compartía, para que en lo posible se siguiese aplicando en la región la política de intransigencia en el tema de la religión.
—Bastante perdimos ya en Alemania. También se ha pasado a la herejía Inglaterra, Dinamarca, sin mencionar a los hugonotes franceses. ¡Ya es hora de que dejemos de recular ante los herejes! —afirmó con vehemente sinceridad Stella.
—Es lo mismo que siempre he dicho yo —respondió Fernando—. Lo que pasa es que en la corte de Madrid aún no se han dado cuenta de que herejía y rebeldía contra el rey son dos caras de la misma moneda. Luchar contra una supone combatir a la otra.
Hacia medianoche el cardenal se despidió del duque:
—Es una hora tardía para mí y he de descansar. Me han dicho que mañana llegará la galera y podré zarpar a Nápoles un par de días después.
—Espero que hayáis disfrutado de la cena —dijo Fernando.
—Ha sido un auténtico placer, y por eso no podéis rechazar la invitación, en correspondencia y a modo de final de nuestro encuentro, que os hago para cenar en el camarote principal de mi nave dentro de dos noches. Claro que será una cena mucho más íntima, unas seis o siete personas nada más. Podéis venir con vuestro sirviente y hombre de confianza, Álvaro, y con vuestro hijo. Al alba del día siguiente, para no perder tiempo, zarparé para Nápoles, pues urgentes asuntos me reclaman.
—Allí estaremos, eminencia, para brindar por última vez por el papa y por el rey Felipe.
—Hasta dentro de dos noches, pues. Sin duda no hará falta que os indique cuál es la galera, pues estará en el muelle principal y será la única con la enseña papal.
—Hasta entonces —dijo Fernando, inclinándose para besar su anillo cardenalicio.
No sé por qué, pero en ese momento tuve un mal presentimiento. ¿Sería la ocasión que esperaban los enemigos de Fernando? ¿Podía estar acaso el cardenal implicado en una conspiración? ¿Era una insensatez pensarlo? Me quedé pensativo un rato y, antes de retirarnos a nuestras habitaciones, Fernando me preguntó el motivo de mi brusco aturdimiento. Me daba vergüenza decírselo, pues podía pecar de mendaz, corto de entendederas o absolutamente ido, pero se lo comenté:
—Mira, estoy pensando que quizás sea una imprudencia ir a esa cena. Recuerda la carta amenazante.
—¡No seas botarate! En este mes y medio he conocido bien al cardenal y es un fiel seguidor de la Iglesia. ¡Mataría por ella! Ya se ha visto que la carta no era más que una falsa amenaza.
—¿Pero no ves un poco sospechosa esa invitación a cenar, con poca gente, en su galera?
—Álvaro, te recuerdo que hemos asistido a las misas que él ha oficiado, que hemos rezado con él avemarías, que en todo se ha mostrado conmigo de acuerdo cuando le hablaba de mi política de Flandes. Aunque en esto hubiese podido disimular, no en lo primero. ¡Odia a los herejes y a los enemigos de la religión tanto como yo!
—Sí, tienes razón… pero reconoce que aquella carta fue el medio perfecto para entablar amistad contigo. Habíamos pensado en la posibilidad de que alguien de su cortejo estuviese implicado en un intento de asesinarte…
—Y se descartó.
—Sí, pero si fuese él mismo quien aspiraba a acercarse a ti y no nadie de su séquito…
—Deja de decir ya tonterías. He tratado con demasiados herejes para saber quién es qué y sé que él es cristiano a carta cabal y, recuérdalo, un cardenal. Si alguien te escuchase decir esto, ni yo podría librarte de la Inquisición. ¡Vete a dormir! —dijo por último mientras se retiraba a su estancia.
Pensándolo fríamente, Fernando tenía razón. Era evidente que el cardenal Stella no era un hereje, y que lo que decía a mi amigo no sonaba a hueco o a falsas palabras. Lo más seguro es que me hubiese vuelto un desconfiado enfermizo después de aquellos terribles años en Flandes, en donde tantas veces vimos amenazadas nuestras vidas. Desechando mis pensamientos y arrepentido de haberlos expresado, me fui a mi cámara y me dormí.
Al día siguiente aún estaba más convencido de que lo que había dicho era propio de una mente enferma, acostumbrado a ver enemigos detrás de todas las cortinas. Fernando estaba de buen humor. El buen tiempo, la próxima partida a España, el deseo de olvidarse de los difíciles años anteriores y la certeza de ver pronto a su esposa y al resto de su familia, le hizo recobrar el ánimo que hacía años que había perdido por completo.
—¡Mira que llegas a ser borrico…! Pensar que el cardenal es un hereje —me dijo medio riendo.
—Sí, tienes razón, a veces mis sospechas llegan demasiado lejos… —traté de excusarme.
—No te disculpes. Varias veces me has salvado la vida, y esa desconfianza tuya nos has sido, a mí y al reino, de gran utilidad. Es inevitable que en ocasiones te juegue malas pasadas. Por cierto, atendiendo a la invitación del cardenal, mi hijo Fadrique y tú vendréis conmigo a cenar a su galera mañana por la noche. Mejor compañía no puedo tener y seguro que velaréis por mí —acabó diciendo irónicamente.
—Encantado de acompañarte, como siempre.
A lo largo de esa mañana, y sin saber el motivo, otra vez me comenzaron a rondar malos presagios, por más que trataba de expulsarlos de mi mente. Torturado por las sospechas, decidí que era hora de acabar con ellas. Acudí a varios contactos de confianza en Génova y pregunté por el cardenal Stella. Hice las pesquisas como si admirase sus virtudes tras haberle conocido en el camino de vuelta a Génova, y no como si quisiese saber algún secreto de él. Las respuestas que me dieron fueron unánimes. Era uno de los miembros del colegio cardenalicio más preparados, trabajador incansable en el Concilio de Trento e inflexible en su lucha contra la herejía. También destacaba por sus obras de caridad y, cosa harto rara, no se le conocían devaneos amorosos, fuesen con hombres o mujeres, cosa que, por desgracia, era muy normal en la curia romana de aquellos tiempos y que tanta piedra de escándalo había supuesto para la Iglesia. Tampoco había usado su cargo para caer en el nepotismo y colocar a parientes en puestos que pudiesen beneficiar a su familia. En fin, ningún defecto o vicio destacado, salvo una desmesurada afición por la buena comida, en especial por las ostras, de las que era un glotón incontrolado, lo cual, como mucho, no pasaba más allá de un pecado venial. Tantas eran sus virtudes, según todos, que estuvo a punto de ascender al trono de San Pedro en dos ocasiones. Por fin me había quedado tranquilo y pude olvidarme de aquellas absurdas sospechas.
Al día siguiente, al atardecer, nos encaminamos en un carruaje a la galera del cardenal. Junto a nuestra carroza iba la acostumbrada guardia del duque de Alba, unos treinta veteranos, todos castellanos, que estaban dispuestos a dejarse matar por salvar la vida de su señor. No fue difícil encontrar la nave con la insignia papal. Era una magnífica embarcación, que con el ocaso adquiría unos colores especiales que la hacían refulgir en el agua. Nos apeamos, subimos por la pasarela y allí, en cubierta, nos esperaba el cardenal con su acostumbrado porte. Como era obligado, Fernando le besó el anillo, a lo que el prelado correspondió con su habitual bendición. La mitad de la guardia de Fernando se quedó en tierra, vigilando la pasarela y el muelle donde estaba atracado el barco, mientras que el resto permaneció en cubierta velando para que nada interrumpiese la cena que se iba a celebrar en el salón principal del castillo de popa.
Por un instante me quedé saboreando aquel momento de paz. El buque se balanceaba muy suavemente, casi como si acunase a un niño; las gaviotas volaban cerca de unas barcas de pescadores que volvían a puerto mientras emitían algunos de sus acostumbrados graznidos; y el sol, con sus últimos rayos, acariciaba el velamen tamizando la luz. En ese momento se oyó decir al cardenal:
—Señor duque, me sorprende la tan numerosa guardia que habéis traído con vos.
—Toda prudencia es poca —dijo Fadrique, adelantándose en la respuesta—. Sabéis que mi padre es hombre de muchos enemigos.
—Pero ahora, aquí en Génova, estáis totalmente seguro.
—Puede ser, pero hay que ser precavido. Estos hombres velaran para que nuestra cena de despedida no se vea afectada por ningún contratiempo o posible intruso.
—Creedme. No corremos ningún peligro. Estamos en una galera papal y nadie tiene motivo para atacarnos y tampoco nadie quiere indisponerse con su santidad. Además, estaré solo. Mis dos ayudantes que debían de estar conmigo en la mesa han debido de ausentarse esta noche para ultimar unos asuntos. Ya veis… no puede ser una cena más íntima, discreta y tranquila, y seguro que vuestra guardia se aburrirá.
Al cabo de unos minutos nos encontrábamos ya en el salón comedor. Estábamos sólo el cardenal y nosotros tres, mientras que varios camareros revoloteaban alrededor de la mesa lo que me hizo recordar a las gaviotas que había visto instantes antes. Allí en medio había unos manjares que serían la envidia de los dioses: docenas y docenas de ostras que olían a mar profundo, unas enormes almejas vivas, langostas recién hervidas, un gran faisán asado al que se le había puesto la magnífica cola desplegada a modo de decoración, varios cochinillos con sus correspondientes manzanas en la boca, perdices confitadas y un sinfín de platillos más que ofrecían un seductor espectáculo de color y olor.
Nos sentamos a la mesa y, tras bendecirla, empezamos a degustar aquellos platos mientras su eminencia iba cantando las virtudes de todos aquellos alimentos, aunque los mejores parabienes los dedicaba a las ostras, de las que devoró varias docenas. De ellas dijo que ya los sabios griegos habían alabado sus propiedades para el cerebro y para la regulación general de los humores, afirmando que se tenía constancia de que una dieta en donde hubiese profusión de dichos moluscos hacía innecesarias las sangrías, pues la sangre se mantenía mucho más depurada. También comentó que eran famosas por el impulso amatorio que conferían a los jóvenes amantes, aunque añadió que por suerte para su voto de castidad en él ya no tenían ese efecto.
Resultaba divertido verle comer a dos carrillos, entusiasmado por lo que engullía, al tiempo que elogiaba la moderación que, según él, debía regir en todos los apetitos humanos. Verdaderamente si tenía algún pecado, ése era la gula, aunque disculpable por el excelente gusto que tenía a la hora de elegir sus alimentos.
—Eminencia —preguntó Fernando—. ¿Cómo es posible que con todos estos platos que coméis sigáis tan delgado y os haya respetado la gota? Mi hijo y yo la padecemos, y eso que, en los últimos años en Flandes, moderamos mucho nuestras comidas.
—Muchos me han hecho esa misma pregunta. Creo que se debe con toda probabilidad a la misericordia de Nuestro Señor que ha tenido a bien guardar mi salud, quién sabe con qué destino. Ahora bien, yo ayudo a la providencia con una colación de hierbas de mi tierra natal, que cada mañana en ayunas ingiero tras hervirlas en agua y que, al parecer, tienen propiedades milagrosas. Mi padre ya las tomaba, y mi abuelo, según me dijeron, y ambos alcanzaron una edad de consideración antes de que Nuestro Señor los llamó a su seno. Nada más llegar a Nápoles ordenaré que os preparen varios paquetes de las mismas y os las haré llegar a España para que las probéis.
—Lo esperaré con ansiedad —respondió Fernando—. Bien sabéis que la gota es una tortura y que, en muchas ocasiones, a mi hijo y a mí nos retiene en la cama sin poder apenas movernos.
—De todas formas, esta noche, antes de iros, ya os daré unas pocas de las que tengo para mi consumo inmediato para que no tengáis que esperar tanto.
—Muchas gracias, eminencia. Sin duda las probaré.
—Y ahora seguid comiendo y disfrutad de ello. Lo que sobre será enviado al orfanato de la ciudad, de modo que haremos una obra de caridad al acabar nuestra cena.
Al oír la palabra hierbas me asaltó la alarma, pues enseguida vi el riesgo del veneno. Convencería a Fernando para que, en caso de querer probarlas al día siguiente, antes se las diese a un perro o a un burro y poder comprobar lo que pasaba. Pero eso era un problema de mañana y no de ahora.
La cena fue discurriendo con excelente humor. Yo apenas participé en la conversación, como era costumbre en las pocas ocasiones que había compartido mesa y mantel en alguna comida de alto rango. Pero ellos tres hablaron, comieron, bebieron y brindaron por el Santo Padre y nuestro rey. Cuando se acabó el desfile de platos, dio permiso a los camareros para que bajasen a tierra a solazarse, pues al día siguiente debían zarpar al alba.
La sobremesa culminó con una buena colección de dulces y aguardientes que, según nuestro anfitrión, eran mano de santo para las digestiones. Las horas fueron pasando, el aceite de las lámparas se fue consumiendo y una amorosa penumbra nos fue invadiendo, que, junto con el sopor del vino, nos provocó sueño a todos. Se estaba anunciando que pronto sería hora de partir. Fadrique, buen amante del vino, ya balbuceaba al hablar. Fernando estaba algo más sobrio, pero también estaba afectado por los vapores alcohólicos de aquellos excelentes caldos italianos con los que nos había obsequiado. Curiosamente, el cardenal, a pesar de lo mucho que había bebido, parecía el más sobrio. Desde fuera no llegaba ningún ruido alarmante, sólo el eco monótono de los pasos de los guardias que patrullaban en cubierta. Sin duda todos mis temores habían sido infundados. Por fin Fernando se levantó.
—Bueno, eminencia, es hora de retirarnos. Mañana habéis de partir al alba y nosotros aún tenemos algunas gestiones que hacer antes de volver a España. Ha sido un placer conoceros y encontraros como amigo. A partir de ahora, contad siempre con mi ayuda en caso necesario.
—Así lo haré, y he de decir que el placer de esta nueva amistad es mutuo. Pronto os enviaré recado informándoos de mis gestiones en Roma sobre el asunto de los herejes. Pero antes de que os vayáis esperad un momento, que os de dar algo —dijo, saliendo del comedor.
Desapareció por una puerta lateral que, supongo, daba a su cámara. Al cabo de un par de minutos, salió con un pequeño paquete en la mano.
—Tomad, éstas son las hierbas tan saludables de las que os hablé —dijo afablemente.
—Muchas gracias, monseñor —dijo Fernando.
—Y ahora partid, ¡tened mi bendición! —dijo, tendiendo su mano para que mi amigo le besase el anillo, como ya era usual.
En ese momento se me heló la sangre. Algo no funcionaba. Algo era diferente. No sabía qué, pero debía impedir cualquier contacto entre Fernando y el cardenal.
—¡Alto! —grité—. ¡Apartaos, señor duque!
—¡Cómo! ¡Qué pasa! —exclamó Fernando.
—¿Qué quieres decir? ¡Explícate! —bramó Fadrique, alzando la mano contra mí.
Yo me quedé paralizado. Había dejado fluir mi intuición, pero aún no sabía el motivo. Entre aquel coro de gritos y exclamaciones que yo había desencadenado, sólo el cardenal guardaba silencio. Estaba pálido, lo que me indicaba que había acertado… pero ¿en qué? La tensión del momento me apremiaba y en ese momento lo comprendí. El cardenal se había puesto sus guantes rojos a juego con su indumentaria cardenalicia, algo que hasta la fecha nunca había llevado en nuestra presencia.
—¡Los guantes! Hasta ahora nunca los ha llevado —dije con la voz entrecortada.
—¿Y qué? —preguntó Fernando.
—En la cena no los tenía y ahora, cuando le hemos de besar su anillo, se los ha puesto. Nunca hasta ahora se había puesto los guantes. No ha entrado en su habitación para darte el paquete de hierbas. Ha hecho algo más y eso ha comportado ponerse los guantes —expliqué con más seguridad.
Tras decir esto, todo el mundo se quedó quieto y en silencio. Rápidamente me acerqué al cardenal y le cogí las manos enguantadas y las observé con detenimiento, así como su anillo y el gran rubí encarnado que estaba engarzado. El prelado dejó que se las agarrara y cerró los ojos. Una palidez de la cera invadió su rostro. Enseguida lo advertí: había unos polvos en el guante de la mano derecha y sobre todo en el anillo. Posiblemente era belladona, pero ahora la habían mezclado con algún polvillo rojo para que no destacase en la indumentaria del cardenal.
—¿Por qué no os besáis vos mismo vuestro anillo? —le pregunté.
—No, no —respondió el cardenal, balbuceando y echándose en su silla.
—¿Qué sucede? —dijo el duque.
—Pues que otra vez un italiano ha tratado de envenenarnos a todos, y a vos el primero, con belladona —contesté yo con voz rotunda.
—¿Cómo?
—Mirad con atención —dije, enseñándole la mano inerme—. En el guante hay un polvillo encarnado, y más en la piedra del anillo. Seguro que es belladona, pues ya sabemos la afición que tienen los italianos a este veneno. Se los acaba de poner con el fin de que, al besar el anillo, nos contaminásemos de esta diabólica sustancia, y a vos, que seríais el primero en besar, seguro que os tocaría la dosis más letal.
—¿Pero cómo es posible? —dijo Fadrique, que, de golpe, se había despertado de su sopor alcohólico.
—El plan estaba perfectamente concebido —dije, ya viendo todo el rompecabezas claro—. Con el cansancio, las luces tenues, el alcohol, el sopor… nadie se daría cuenta de los polvos en los guantes. Tras contaminarnos nos marcharíamos y, hasta el cabo de un rato no nos veríamos afectados, y él, sin ninguna sospecha, ya estaría en alta mar cuando alguien pudiese relacionar esta cena con nuestras repentinas dolencias o muerte.
Fernando y su hijo acercaron una vela hasta la mano asesina y vieron claramente el polvo de belladona, mientras que Stella permanecía inerte con los ojos cerrados. Fadrique, cogió al cardenal por el cuello y le gritó:
—¡Perro asqueroso! ¿Por qué querías matarnos? ¡Contesta! —Mientras, le iba apretando el cuello hasta ponerle rojo a juego con su vestimenta.
—¡Favor! ¡Lo explicaré! —pudo balbucear el cardenal.
—Dímelo de una vez. ¡Qué estúpido he sido! —dijo el duque.
—Por dinero, ha sido por dinero.
—¿Quién os ha pagado?
—Los herejes de Flandes me han dado el dinero.
—¿Qué? Y que hay de vuestros alegatos contra ellos. ¿Acaso sois también un hereje maldito?
—No, ¡lo juro!
—¿Entonces…?
—Sólo querían vengarse de vosotros, querían vuestra muerte y a cambio me dieron dinero.
—La carta no fue más que una argucia para acercarse a vos —dije yo—. Además, seguro que fue él mismo quien la escribió ¿verdad?
—Sí, es verdad… era el mejor modo de ganarme vuestra amistad —respondió Stella, bajando la mirada.
—¿Y para qué querías el dinero? —le preguntó el duque.
—¡Para ser papa! ¡Quiero ser papa! Me he quedado dos veces a la puerta, porque me ha faltado el suficiente dinero para poder comprar las voluntades necesarias.
—¡Por ambición estabais dispuesto a matar! —le espetó Fernando.
—¡Y por la Iglesia! ¡Yo sería el mejor papa! ¡Yo acabaría con la herejía y restauraría todo el poder y prestigio de la Iglesia! Sí, la posteridad me reconocería como un santo. Si el precio era vuestra vida, era muy barato para conseguir tan alto fin como la gloria y el poder restaurado de la Iglesia —dijo al final, gritando como un poseso lleno de fanatismo.
—¡Asesino…! Y por luchar contra los herejes habéis aceptado su dinero para acabar conmigo.
—¡Sucio traidor! —le espetó Fadrique, dirigiéndose a él.
El hijo del duque miró a su padre y éste asintió con su mirada, por lo que Fadrique comenzó a estrangularle hasta que se oyó un terrible chasquido al romper el cuello. Allí, en el suelo, quedó tendido el cadáver de aquel hi de puta. Rápidamente nos cercioramos de que nadie de la tripulación o de los servidores del cardenal hubiese oído algo. Lo cierto es que estaba solo en el barco y únicamente nuestra guardia había sido alertada por los gritos. Era evidente que no tenía cómplices en tal plan, y seguro que para que nadie fuese testigo o sospechoso de su crimen, había dado permiso hasta altas horas a todo el personal de su séquito, pues ninguno se encontraba en la nave.
Para evitar escándalos era preciso que nadie se enterase de lo que allí había acontecido aquella noche. La alta curia de la Iglesia sería la gran perjudicada por el escándalo, pero también nuestro rey si se hubiesen conocido las causas de la muerte. Por eso, el duque de Alba ordenó a su hijo que cogiese el cadáver, le pusiese un peso en los pies y lo lanzase por la borda para que su cuerpo fuese pasto de los peces del puerto de Génova.
Al cabo de un rato, salíamos del barco. Por si acaso, dimos varias voces fuertes de despedida como si las dirigiésemos al cardenal, dejando claro que estaba vivo cuando le dejamos. Lo que había pasado esa noche quedaría en secreto para siempre entre nosotros tres. Nada más montar en la carroza, Fadrique recuperó su sopor alcohólico y cayó dormido. Por su parte, Fernando me abrazó y me dijo:
—Otra vez me has salvado, Álvaro. Te debo la vida de nuevo.
—Somos ya viejos y nos hemos de proteger —le contesté.
—Sí, pero yo soy ya un viejo chocho y este cardenal me había sorbido el seso… Creía haber encontrado un nuevo y fiel amigo, y mira que sorpresa.
—Para mí no lo ha sido, pero no creas que me enorgullezco de que mi desconfianza hacia Stella haya sido justificada y tuviese yo razón. En estos años a tu servicio he aprendido a desconfiar de todos y de todo, para mi desgracia, aunque acierte. En todas partes veo el mal, la traición, el interés, el dinero… Es lo único que veo y soy incapaz de percibir nada honrado. Me niego a creer que no exista la bondad y la honradez, pero en este mundo de la alta política y, por desgracia, de los grandes obispos y cardenales de la Iglesia, ya no hay bondad, ni ideales, ni honor… o al menos yo no los veo, sea en el reino que sea. Supongo que estoy deformado.
—Pues si tú estás deformado, no sé cómo estoy yo —replicó Fernando—. Tú te has limitado a ser testigo de estas historias de poder y de guerras. Yo he sido responsable, protagonista, y al cielo habré, más pronto que tarde, de rendir cuentas. Y me pongo a pensar, y es tan grande mi pecado de orgullo que lo malo es que no me arrepiento de lo que he hecho en Flandes y pienso que lo volvería a hacer en nombre de Dios y de nuestro rey.
—Fernando —le contesté—, es tarde para que a nuestra edad cambiemos tú y yo. Somos como somos. La cuna y Dios nos han hecho así. Lo único que nos queda es envejecer con dignidad, conforme a nuestros principios. Yo siempre estaré a tu lado y trataré de servirte en todo, pues eso es lo que me han enseñado y quiero hacer. Sé que tú también siempre me protegerás y que contaré con tu amistad.
Los acontecimientos de esa noche no me dejaron dormir. Me daba asco el mundo que me había tocado vivir, la Iglesia, los nobles y las cortes de toda Europa que sólo se preocupaban del poder mientras sus pueblos morían y sufrían. Por un momento llegué a envidiar la tranquilidad de los sencillos campesinos, ajenos a todas aquellas conspiraciones y crédulos en la gracia divina y que el cielo les compensaría con creces el sufrimiento terrenal. Pero si hubiese sido un simple campesino, posiblemente ya estaría muerto, aunque la verdad es que no sé lo que el destino me hubiese deparado y si hubiese sido más feliz. Al alba por fin me adormecí. Había caído en los brazos de Morfeo mientras releía la Utopía de Tomás Moro. Cada vez estaba más convencido de que yo no pertenecía a este mundo, pero que tenía que estar en él, encerrado, obligado por mi juramento de juventud a servir a Fernando y porque no sabía hacer otra cosa. Verdaderamente, era muy tarde ya para cambiar y yo muy viejo.
Al día siguiente corrió la noticia de la desaparición del cardenal. Por la mañana su secretario nos vino a preguntar y le contestamos que le habíamos dejado en perfecto estado hacia medianoche, en sus aposentos. Al cabo de unos días dejaron de buscarlo y la galera partió hacia Nápoles. Como el lector supondrá, tan grave pecado en un cardenal no podía referirlo en estas hojas, por lo que me he permitido cambiarle el nombre. De todas formas, quién quiera saber su verdadera identidad no tiene más que indagar qué miembro del colegio cardenalicio desapareció misteriosamente, por aquellas fechas, en Génova.