De cómo hacemos grandes heroicidades, pero también horribles matanzas, en una guerra cada vez más sangrienta
Fernando se quedó en Bruselas descansando y envió a las tropas bajo el mando de su hijo Fadrique. Sus achaques no le permitían volver al campo de batalla, pero él indicó a su vástago hacia dónde atacar. El objetivo fue Malinas, que había abierto las puertas a los rebeldes. No obstante, éstos ya habían abandonado la ciudad viendo que era difícil su defensa ante el ejército español. A pesar de ello, la ciudad era culpable de haber aceptado a los rebeldes cuando, tiempo atrás, se había opuesto a la presencia de las tropas del rey, y también de dejarles marchar sin intentar hacerles presos. Todo eso era un actitud poco menos que traidora que había que castigar. Era el 2 de octubre de 1572.
Los ciudadanos no se opusieron a la entrada de nuestros soldados, pero al hacerlo, unos disparos de mosquete partieron desde las murallas contra nuestro ejército. Esto acabó de dar la excusa, y con la ciudad y sus habitantes inermes, la soldadesca que había penetrado en la plaza sin ninguna oposición comenzó su orgía de sangre, fuego y saqueo. Cientos fueron los muertos de todas las condiciones y muchos los testimonios de los excesos que allí cometimos, que a toda conciencia cristiana habría de avergonzar. El saqueo duró tres días; el primero lo hicimos los españoles y los otros dos quedaron reservados para alemanes y valones. Como puede verse, los terribles abusos fueron cometidos no sólo por los españoles, sino también por los valones, los italianos y los alemanes… porque a la hora de comportarse como fieros animales y dejar que los instintos más bajos y viles se adueñen de nuestra alma, no existen los distingos de naciones. En esa espiral de vesania todos los templos fueron asaltados, fuesen católicos o herejes, y hasta la casa del cardenal Granvela fue objeto de rapiña. Tras los tres días de saqueo, los soldados enviaron todos los objetos a Amberes, en donde fueron vendidos obteniéndose cuantiosa cantidad de dinero.
He de reconocer que fue una acción abominable que llevó a cabo el hijo de mi amigo, pero con el saber y consentimiento de Fernando. Sentía hacia él verdadera devoción y el cariño le cegaba impidiéndole ver los graves defectos que tenía. Efectivamente, no tenía el amor de sus hombres, no era afectuoso con los soldados y, en muchas ocasiones, dejaba el frente de batalla para ir a solazarse con sus amigos en francachelas en donde abundaban las mujeres de vida distraída, los naipes y los dados. Todo esto no tenía nada que ver con la personalidad del duque que, a esas alturas de la vida, era absolutamente sereno, y que únicamente se solazaba con alguna lectura o con la conversación. Pero el tema de su hijo era intocable, aún mucho más que los que versaban sobre su política en Flandes o su estilo de hacer la guerra. Su fidelidad a la familia estaba por encima de todo, incluso de la misma corona, por lo que nadie, incluido yo, nos atrevimos jamás a hacerle ninguna observación sobre los comportamientos de su hijo. Jamás lo hubiese consentido y perdonado.
Ya sabe el lector que para mí el fin de la pacificación no incluía los medios del terror, cosa que para mi amigo sí. Sucede que su hijo era un aprendiz excelente de su padre y, me temo, en este aspecto de la represión aventajaba a su progenitor, o al menos mostraba una malsana complacencia en tan nefasta actividad, cosa que su padre, al menos, no hacía. No se confunda quien lea estas páginas, pues no soy un ingenuo que crea que a veces el castigo, la muerte y la tortura no sean útiles y convenientes para sacar la verdad a algún indeseable que permita lograr un bien mucho mayor. Mas tengo un límite cuando se trata de la vida de mujeres y niños, de inocentes que nada han tenido que ver en un asunto, y para escarmiento de otros, se les mata como a corderos. Y menos disfrutar y refocilarse en ello. Confieso que ahí mis escrúpulos me impiden ir más allá. Supongo que por eso yo nunca supe ser buen militar, si es que buen soldado significa hacer lo que hizo Fernando esa aciaga jornada, aunque quiero creer que se puede empuñar la espada y no ser vil con indefensos. Sin embargo, sé que mi posición, sin responsabilidades, sin obligación de rendir cuentas, sin tener que actuar únicamente con unas fuerzas tasadas y limitadas, era mucho más cómoda que la suya.
Yo no le dije nada, pero él, intuyendo mi pensamiento, me explicó los motivos de actuar tan cruelmente con aquella ciudad: permitir que los soldados consiguiesen botín y, de este modo, acallar sus continuas quejas por no cobrar las soldadas, y enviar un claro mensaje a las otras ciudades de que eso es lo que les esperaba si no abrían inmediatamente sus puertas y se ponían, sin condiciones, otra vez bajo la autoridad del rey. Fríamente, en la distancia, pienso que también nuestro señor Felipe tuvo responsabilidad en el horrendo maltrato que recibió la ciudad, pues era él quien no enviaba los dineros suficientes para pagar a los soldados, ni tampoco los efectivos necesarios que hubiesen hecho innecesarias las acciones de crueldad. Pero todo ello no evitó que fuesen clamor las protestas que se alzaron entre los flamencos por el trato infligido a la ciudad. Tanto que el duque de Alba tuvo que colgar un edicto justificando su proceder. Pero hay que ser justos y he de decir que los rebeldes también actuaron como mi amigo y procedieron a comportarse con las ciudades que se les resistían de la misma manera. El terror pasó a ser un arma utilizada por ambos bandos, llegando a competir en salvajismo. La única que siempre perdía era la población civil, por lo que, si quería sobrevivir tuvo que aprender a doblegarse ora ante unos, ora ante otros, sin dar nunca la sensación de actuar con doblez o traición, lo cual era harto difícil.
Como muy bien había previsto Fernando, el saqueo de Malinas fue rentable. Otras ciudades de la zona, que también habían abierto sus puertas a los rebeldes, se apresuraron a expulsarles y a enviar emisarios a nuestro ejército para pedir clemencia y ser, de nuevo, acogidos bajo la tutela de nuestro poder. Pero no se pudo impedir que las provincias más alejadas, las norteñas, siguiesen tercamente instaladas en la rebelión. Hacia allí era difícil enviar ejércitos, sobre todo por el dominio del mar que ejercía el enemigo, y muchas ciudades, en donde sus guarniciones resistían valientemente, se vieron finalmente obligadas a rendirse.
Éste era el caso de Goes, ciudad de Zelanda, cerca de la capital Middelburgo. La plaza estaba asediada por unos cinco mil rebeldes apoyados por dos mil herejes ingleses que la reina Isabel había enviado. Dentro, en la fortaleza, resistía como podía el bravo del capitán Isidro Pacheco, pero era cuestión de semanas que sus fuerzas se agotasen y se viesen obligadas a capitular, tras lo cual la capital estaría perdida. Era urgente enviar auxilio, pero la vía del mar, como he dicho, estaba cegada. Una noche de principios de octubre Fernando convocó a unos cuantos maestres de campo y capitanes a un consejo de guerra en el palacio de Bruselas.
—Señores —dijo Fernando—. Si queremos mantenernos en el norte hemos de retener Goes a toda costa. No podemos ir por mar, bien lo sabéis, por falta de barcos y por los numerosos enemigos que pululan en las costas. Maestre Sancho Dávila, ¿habéis pensado en alguna solución?
—Es posible, pero es muy arriesgado. Se podría intentar ir por tierra, vadear andando el Escalda y llegar a la isla en donde está Goes.
—Arriesgado, sin duda…, pero explicaos mejor.
—Hemos hablado con varios lugareños y nos han indicado que hay una zona en donde la altura del agua no sobrepasa el metro o metro y medio, aunque siempre que la marea esté baja. En teoría, un tercio podría cruzarla llevando los mosquetes en alto, así como las pocas provisiones, aunque el agua nos llegase hasta el pecho o cuello.
—Ya veo, pero el peligro es que hemos de cruzar rápido, antes de que suba la marea y, naturalmente, sin ser vistos por el enemigo, pues nos cazaría como patos.
—Sin duda. Por suerte, si lo hacemos, en unos días la marea baja coincidirá con la noche, que si bien hará más difícil la travesía también será más segura.
—Son muchos los riesgos —dijo pensativamente Fernando—. Una tormenta, una corriente un poco más fuerte… puede ahogar a todos nuestros hombres y al final perderse igual la ciudad.
—Es cierto.
—De todas formas, puede que valga la pena, pues es seguro que, de conseguirlo, por ahí no esperan nuestra llegada, por lo que el éxito estaría casi asegurado. ¿Habéis pensado en quién podría encabezar ese tercio de socorro que había de meterse hasta el cuello en el agua?
—Yo lo haría excelencia —dijo el coronel Cristóbal de Mondragón, adelantándose.
—¡A fe mía que sois buen capitán! Bien, vamos a intentarlo, pero que encabecen la expedición los lugareños de los que habéis hablado, para que os indiquen bien el vado. Si sale bien, les dais una buena bolsa de oro, pero si no, si nos traicionan, que sean ellos los primeros en caer.
—Así lo haremos.
La noche del 20 de octubre tuvo lugar la travesía. Había que caminar esa noche, antes de que subiese la marea, quince mil pasos llevando sobre las cabezas los mosquetes, víveres y la pólvora. Y sin perder la estrecha vereda que permitía mantener la cabeza fuera del agua, y procurando no perder el equilibrio resistiendo las olas y corrientes. Fue un milagro que no se ahogasen más que nueve hombres. Al amanecer llegaron exhaustos a la otra orilla. Ateridos de frío, sólo comieron algo seco para entrar en calor y, seguidamente, emprendieron la marcha hacia la ciudad, distante unos veinte mil pasos.
Al anochecer del día siguiente, tras muchas horas de fatigosa marcha, avistaron la ciudad. Estaban agotados, pero más fuerte era su deseo de acabar con aquella pesadilla y dormir de una vez, por lo que arremetieron con todas sus fuerzas sobre los rebeldes. Como suponíamos, no nos esperaban por ese lado y la sorpresa fue completa. Rápidamente emprendieron la huida por mar, no sin antes dejar cerca de ochocientos muertos sobre el terreno. Una gloriosa acción de nuestra infantería.
Pero ni la gloria de estas operaciones, ni la valentía, ni tampoco la crueldad de nuestros soldados servían de mucho ante las recalcitrantes rebeldías del norte. Sobre aquellas tierras del septentrión poca autoridad del rey Felipe quedaba intacta para regocijo de los rebeldes. Avieso él, el duque de Medinaceli lo aprovechaba torcidamente como dando a entender que era fruto del mal gobierno del duque de Alba, y con estas denuncias llenaba pliegos y pliegos que enviaba continuamente a la corte, olvidándose de que el éxito de aquella rebelión tenía motivos mucho más contundentes y profundos que no las acertadas medidas de mi amigo. Cierto que él empeoró las cosas, pero la raíz del error estaba en Madrid, adonde el de Medinaceli enviaba sus misivas, y no en Bruselas. A pesar de todo, el nuevo gobernador, ambicioso en su carrera política, se presentaba a sí mismo como el campeón de la paz sugiriendo que si fuese apartado el duque de Alba de Flandes, él culminaría con éxito la pacificación.
Mi amigo sabía de las torvas maniobras del de la Cerda, pero convencido de que hacía lo correcto, insistió en su política de dureza. Yo, en mi fuero interno, comulgaba más con las propuestas del duque de Medinaceli que con las de Fernando, aunque supiese que no estaban dictadas por la buena fe, sino por el interés. Los sucesos que en aquellos meses iban a producirse me demostraron que al menos mi conciencia no iba a soportar lo que iba a hacer mi amigo. Un día de finales de octubre, en la tienda de Fernando, mientras estábamos sitiando Nimega, con mi amigo ya repuesto, presencie una desagradable discusión:
—Señor duque, creo que métodos tan duros no sólo no son necesarios sino contraproducentes.
—¿Qué proponéis, entonces?
—Ganarnos a los inocentes, ser más indulgentes, promulgar un perdón general que permita la vuelta de tanto desterrado, retirar el diezmo…
—O sea, dar muestras de debilidad y dar la razón a los rebeldes —cortó Fernando.
—¡No!, pero la dureza ha llevado a una guerra horrible. Hay inocentes…
—¿Dónde están los inocentes? —volvió a interrumpir—. Os lo voy a decir. Los inocentes están conmigo, con el rey. Todos los demás, los tibios, los que se esconden y camuflan, todos esos, los demás, son traidores o lo serán.
—Pero eso es guerrear contra todo un pueblo…
—Si son todos traidores, ¡qué así sea! —exclamó, levantándose de su silla saliendo de la tienda, dejando al otro con la palabra en la boca.
Al día siguiente, el duque de Medinaceli abandonó el sitio de Nimega, se instaló en Bruselas y escribió al rey lamentándose del comportamiento de Fernando. Él era un enviado de Felipe II para explorar el camino de la indulgencia y la paz, pero a buena hora había llegado cuando todo el mal, propiciado por la cabezonería del mismo rey, ya estaba hecho. Con el envío del nuevo duque, el rey dejaba claro que desconfiaba de los resultados de Alba y que buscaba un recambio, pero ¿acaso no era él el que los había propiciado? ¿No había enviado a Fernando para imponer mano dura escuchando a Granvela y despreciando la opinión de su hermana? ¿No había sido ya advertido reiteradamente de las consecuencias que ello podía reportar? ¿No conocía, acaso, que mi amigo era un hombre de guerra y no de paz, de acción y no de diplomacias, de blancos y negros y no de grises? ¿No le había dado carta blanca en su política de represión absoluta? ¿No había redactado la lista de los que debían ser presos y ajusticiados ya en Madrid? ¿No había él mismo asesinado al barón de Montigny? Quizás se daba cuenta ahora de sus errores y del nefasto resultado de su política intransigente, pero era ya muy tarde para dar marcha atrás con buena parte de Flandes en plena rebelión y el resto con serio descontento hacia nosotros.
El duque de Alba también escribió a nuestro soberano dando su versión de los hechos. Para él no era hora de templanza, sino de acabar con la guerra ya comenzada. Decidido a combatir la rebelión con los métodos militares que él sabía, creía que si la severidad no daba resultado es que aún se aplicaba con poco esmero, por lo que había de hacerla más rigurosa. Lo cierto es que los dos duques representaban dos momentos en la voluntad del rey: el del rigor y el de la prudencia…, pero eran incompatibles entre sí.
Mientras nosotros estábamos sitiando Nimega, Fadrique se había dirigido hacia el norte, a someter a Zutphen. A diferencia de otras, la ciudad se negó a abrir las puertas y decidió permanecer fiel a la causa rebelde. Una vez más, todo el horror cayó sobre la ciudad, y el hijo del duque de Alba, con la aprobación de su padre, entró a sangre y fuego y degolló a todos los que no pudieron escapar, fuesen hombres, mujeres, niños, católicos o herejes, aparte de ejecutar en los siguientes días a unos quinientos que se rindieron, pensando, ingenuamente, que podrían salvar la vida. Entre estos últimos había muchos hugonotes que habían sido dejados libres tras la toma de Mons, y que al faltar a su palabra de no coger nunca más las armas contra el rey de España, eran ahora convictos de traición y merecedores de la muerte.
Lo de Zutphen fue una nueva ignominia que yo me estaba acostumbrando a presenciar sin poder hacer nada para evitarlo. Coherente con su manera de pensar, aunque tal coherencia se la inspirase el mismo diablo, Fernando escribió al rey relatándole todo lo sucedido como una muestra de firmeza y rigor que le habría de reportar el éxito en la guerra. Contra lo que pudiera parecer, el monarca le respondió apoyándole en todo, compartiendo la lógica del duque en su combate a muerte contra los rebeldes y herejes. En la lógica del horror y a la vista de lo sucedido, las poblaciones cercanas se rindieron para no sufrir las mismas consecuencias, pero siempre había alguna otra ciudad, que, fiel a sus convicciones o atemorizada por los fanáticos herejes que la dominaban, se negaba a rendirse confiando en poder aguantar las acometidas de las tropas española o en recibir socorro de Orange.
Naarden fue ahora la nueva víctima del horror de Fadrique que, esforzándose por agradar a su padre, era aún más sanguinario que su progenitor. Se envió una delegación para pedir su rendición y, una vez más, algún fanático disparó desde las murallas contra nuestros emisarios, lo que decidió la suerte de la ciudad. Sus gobernantes, atemorizados por lo sucedido, aceptaron entonces rendirse a cambio de ver respetadas sus vidas y haciendas, pero nuestros capitanes incumplieron su compromiso. Al entrar en la ciudad, se ordenó a los hombres que tuviesen armas que se despojasen de ellas y que se presentasen en la iglesia, a lo que accedieron unos quinientos. Al poco, se les informó de que habían sido condenados a muerte y los soldados procedieron a masacrar a toda aquella masa indefensa. No contentos con ello, tras esa horrible acción, la violencia cayó sobre las mujeres y los niños que habían quedado en sus casas, tras lo cual se prendió fuego a la ciudad arrasándola por completo. Un decreto establecía que toda la ciudad había caído en un delito de lesa majestad, por lo que era merecedora de tal castigo. En una nueva carta al rey, mi amigo se jactaba de no haber dejado a nadie con vida y de lo contento que se había puesto al destruir semejante sitio, tan plagado de herejes y rebeldes. Felipe II compartía su alegría. Sin embargo, el hecho de no haber respetado la palabra de no violar la vida y haciendas de los ciudadanos, llenó de desprestigio a nuestras fuerzas, y ahora, el terror, tantas veces útil, podía volverse en nuestra contra. ¿Cómo rendirse confiando en promesas de indulgencia, si luego ésta no se cumple? En esas circunstancias, muchos pensarían que si ya estaban condenados a muerte, se rindieran o no, era mejor morir con las armas en la mano y mantener la esperanza de un auxilio.
La fe en sus medidas de dureza y su decisión a combatir incluso en el invierno contra la rebelión llevó al duque a instalarse en Ámsterdam, capital de la provincia de Holanda y prácticamente el único puerto de importancia que había quedado en nuestras manos en el norte de Flandes. Pero pronto se vio que, a pesar de la voluntad, no estábamos habituados a combatir en aquellas condiciones de frío y hielo. En diciembre, aquellas aguas bajas se helaron, y nuestros ojos vieron con sorpresa cómo los rebeldes se deslizaban sobre los hielos con unos patines con tal habilidad que incluso podían disparar o blandir sus espadas contra los nuestros que eran incapaces de sostenerse en pie. En España sólo algunos lagos se helaban en invierno y no eran muchos los zagales que se aventurasen a jugar sobre su superficie por miedo a ser engullidos por sus aguas.
Como sufríamos bastantes bajas por este motivo, un día, el duque de Alba mandó llamar a un artesano de Ámsterdam que sabía construir aquellos artilugios de patinar. Fernando sufría un fuerte resfriado, tenía fiebre, y estaba recostado en un sillón. Por su parte, el constructor de patines era un hombre de mediana edad, pero su cara aparentaba muchos menos años de los que en verdad tenía. Se presentó temeroso, y mi amigo le preguntó:
—¿Habéis traído con vos uno de esos patines?
—Sí, aquí está —respondió, desenvolviendo un paquete.
—¿Es posible fabricar deprisa cientos de estos instrumentos? Nuestras fuerzas los precisarían cuanto antes para poder combatir al enemigo en su propio terreno.
—Ello no supone excesivo problema, pero, si me permitís decirlo, la cuestión estriba en saber patinar. En eso se tardan semanas, cuando no meses, por lo que me temo que de poco serviría equipar a vuestros soldados de estos instrumentos.
—Ya veo —contestó con gesto malhumorado el duque.
—Aquí, en la provincia de Holanda, las aguas interiores se congelan con frecuencia en invierno. Son bajas y mansas, por lo que esto se produce fácilmente. Y así, desde niños, son muchos los que juegan en los hielos, que, al ser gruesos, pocas veces se resquebrajan bajo los pies. ¡Somos un pueblo acostumbrado a vivir con el frío, lo conocemos y sabemos dominarlo!
—O sea… que hemos de permanecer inermes frente a los rebeldes mientras nos acosan… En fin, dejadme ver ese patín.
En ese momento, se me encendió una luz de alarma. Creo que algo ya me había alertado cuando noté el gran orgullo con el que hablaba de su pueblo, el frío y todo aquello del hielo. Miré con atención y vi cómo se acercaba lentamente hacia el despreocupado de mi amigo, y al llegar cerca de él, se lanzó sobre su cuello con la intención de rebanarle el pescuezo con la cuchilla del patín. Sólo pude gritar: «¡Cuidado!», pero fue suficiente para que Fernando despertase de su somnolencia y levantase el brazo como protección.
Rápidamente, la guardia saltó sobre el asesino y le sujetó, mientras yo acudía a ver cómo estaba mi amigo. Tenía un corte en el antebrazo, que, tras avisar al médico, se le lavó y vendó. Mientras tanto, aquel desgraciado permanecía inmovilizado en un rincón del salón. Había sido desarmado y registrado sin encontrársele ninguna arma. Hábilmente había entrado con ella en la mano, a la vista de todos: el patín. Cuando el médico se marchó, el duque de Alba mandó que lo llevasen ante él:
—Bien, has intentado matarme. No hace falta decir que eres un hereje y rebelde, y que sigues órdenes de Orange.
—En lo primero habéis acertado, pero en lo último no —contestó con altanería—. Os juro que tratar de mataros ha sido iniciativa mía, porque sois una maldición para mi pueblo. Aunque si mi príncipe me hubiese ordenado actuar, sin duda lo hubiese hecho.
—Así que confesáis sin pudor que sois rebelde y hereje, sin ninguna excusa… No sé si estáis loco, sois un fanático, un inconsciente o quizás un valiente.
—Me importa poco cómo vos me veáis, señor duque. Creo en lo que creo y lo hago con orgullo; además, os juro que como yo hay miles de hombres dispuestos a dar la vida por la libertad de mi país y por mataros.
—Ahora puedo mandaros torturar para que delatéis a vuestros cómplices…
—No hace falta, señor. Casi toda la ciudad os odia y el pueblo, en su gran mayoría, aunque no sigue mi fe calvinista, sí cree que el gobierno del rey es una tiranía y aspira a la libertad de la mano de Guillermo de Orange. Si me preguntáis por mis cómplices en fraguar vuestro asesinato, os diré que ninguno, que fue sólo idea mía cuando me llamaron a vuestra presencia. Si me preguntáis por los simpatizantes de la rebelión en Amsterdam, os diré que casi todos.
Fernando cerró los ojos y se quedó pensativo y serio. Creo que en aquel momento se dio cuenta, en su fuero interno, de que nunca podría ganar la guerra, y menos con aquellos medios tan crueles, aunque nunca me lo confesó. Pero era tarde para rectificar y renunciar a la manera de pensar y actuar que siempre había guiado su vida.
—Bien. Mañana seréis ajusticiado.
—Muero con orgullo —contestó el artesano de patines—. Pero quiero pediros una cosa, aunque no me extrañaría que me la negaseis.
—Decidme.
—Pido por mi familia. No la castiguéis por mí. No sabían nada. Os soy tan sincero como antes. Os lo pido, si tenéis todavía alma.
—La tengo, aunque creáis lo contrario. A vuestra familia no le pasará nada y a vuestro negocio tampoco.
—Gracias.
El asesino fue llevado a los calabozos y un silencio se adueñó de los que permanecimos en la sala. Todos quedamos pensando en aquellas palabras, mas nadie dijo nada. Eran muy graves las consecuencias que podríamos extraer. Sin embargo, a los pocos días, el duque escribió al rey en un tono que jamás antes había empleado. Se lamentaba de que la guerra era la más sangrienta que hasta entonces había protagonizado y que por más que venciese batallas y tomase ciudades, surgían enemigos de debajo de las piedras. Sólo con más hombres y dinero se podía aplastar una rebelión que podía significar acabar, por lo que se estaba viendo y la política de Alba se aplicaba hasta las últimas consecuencias, con la vida de la mitad de la población de todo Flandes. Pero ¿ello era posible? Fuese por estas reflexiones, por el clima tan frío y húmedo o por sus ya consabidos achaques, el duque cayó en una profunda postración que le llevó a estar en cama varios meses.
Mientras tanto, el invierno no había parado la guerra y Fadrique seguía combatiendo a los rebeldes, aunque siempre bajo la dirección de su padre que era informado y tenía la última palabra sobre todas las operaciones. Su atención estaba ahora centrada en Haarlem, que desde primeros de diciembre estaba sitiada por nuestras fuerzas. Como era normal, se habían enviado parlamentarios para pedir la rendición con promesas de indulgencia, pero lo sucedido en Naarden les había hecho rechazar las ofertas pensando que no se podía confiar en nuestra palabra. Razón no les faltaba, pero no se daban cuenta de que si resistían y al final eran vencidos, sería inevitable la matanza que les esperaba, a no ser que, milagrosamente, pudiesen aguantar el asedio o recibir socorros inesperados. Hay que decir, no obstante, que los gobernantes de la ciudad, entusiastas seguidores de Orange, habían apartado y juzgado como traidores a aquellos que eran partidarios de negociar con Fadrique. Por otro lado, pensaban que su ciudad, mejor fortificada y atravesada por varios cursos de agua, era más fácil de defender que las que antes habían caído.
Treinta mil eran los nuestros sitiando la ciudad y, ante la certeza de su destino, los lugareños de Haarlem resistieron bravamente sabiendo que iban a perder la vida igualmente. Por eso quizás a Fernando le sabía mal el castigo que debía descargar sobre aquel enclave rebelde, al menos así me lo comentó, aunque no por ello pensaba dejar de aplicarlo. Pero no se podía vender la piel del oso antes de cazarlo, y la plaza demostró que efectivamente era un hueso muy duro de roer. La solidez de sus murallas y baluartes, así como la determinación de sus defensores, la hacían muy difícil de conquistar. Al mismo tiempo, por los ríos que la atravesaban les llegaban continuos suministros y refuerzos, que les animaban en la resistencia. Por Navidad, una feroz salida de los defensores, aunque fue repelida, causó graves bajas a los atacantes. El valiente Julián Romero perdió un ojo y un miembro de la familia Alba murió. No cabía expresar más que admiración por la contumaz resistencia.
Habiendo fracasado los asaltos, había que prepararse para un lento y costoso asedio. Se usaron las armas que movían al alma al terror, como lanzar sobre las murallas alguna cabeza de algún rebelde capturado fuera de la ciudad, a lo que los defensores respondieron echando, a su vez, las de varios prisioneros que tenían en su poder y que eran partidarios de España. Al mismo tiempo, aprovechando el duro invierno y el agua que en aquel maldito país había por todas partes, la ayuda a los sitiados les llegaba no por barco, sino por trineos aprovechando el hielo, y una vez más aquellos odiosos patinadores se las ingeniaban no sólo para llevar suministros de toda clases, sino para acosar a los nuestros que, desesperados, veían cómo no podían evitar que por agua o hielo la ciudad siguiese siendo abastecida.
No hubo más remedio, ya entrado 1573, que empezar la zapa de minas, algo muy costoso por el terreno tan blando y húmedo que había de cavarse. Eran continuos los derrumbes de los túneles, escasa la madera para apuntalarlos, y frecuentes las filtraciones de agua que hacían que nuestros hombres sufriesen lo indecible en la excavación. Pero lo malo no fue eso, sino que, alertados los defensores del trazado de nuestras minas, excavaron varias contraminas que retrasaron la nuestras y, lo peor, que una vez superadas, y tras hacer explotar la nuestra bajo su muralla, tuvimos el disgusto de ver cómo ellos habían construido un segundo lienzo de muro que hizo inservible la acción demoledora de nuestra mina. Todo aquel esfuerzo y sacrificio habían resultado inútiles, y mientras tanto, los rebeldes, cada vez más osados, se atrevían a cortar incluso nuestras líneas de abastecimiento con Ámsterdam estando nuestras tropas en peores circunstancias y condiciones que los asediados.
Tal era la desesperación de los nuestros, que Fadrique, viéndose impotente para seguir, escribió a su padre una carta solicitando permiso para levantar el cerco.
—¡Maldición! Mi hijo quiere rendirse y salir de allí —exclamó Fernando, arrugando la carta y lanzándola al fuego.
—Parece que las condiciones de vida de nuestros soldados son infames —añadí por mi parte—. Desde luego es el asedio que más se nos resiste.
—Sí, y cada día que pasa la moral de ellos es más fuerte. Demuestran que pueden hacernos frente. Por eso hemos de vencer… Retirarnos sería nuestra peor derrota y nuestro prestigio militar estaría acabado para siempre.
No podía dejar de estar de acuerdo con aquel razonamiento. Levantar el cerco era darles un regalo magnífico y reconocer que el plan de Fernando de someter a todo Flandes era inviable. No lo podía consentir; ni por política, ni por estrategia militar, ni por orgullo.
—Y mi hijo, mi heredero, demostrando flojera —añadió a continuación.
—Bueno, es más joven que tú… no tiene tu experiencia.
—¡Ni los redaños suficientes, me temo!
—Creo que más que de criadillas se trata ahora de aconsejarle y ayudarle para no ceje en su empeño. Estoy de acuerdo en que la ciudad se ha convertido en un símbolo de los rebeldes y es preciso doblegarla.
—¡Vaya! ¡Me extraña oírte decir esto! —me dijo con tono irónico.
—Que en mi fuero interno no comparta tus medidas de gobierno y de guerra en Flandes no quita que ahora reconozca que es preciso tomar Haarlem a toda costa —le contesté, ostensiblemente molesto.
—Bien, dejémoslo. Tráeme papel, tinta y pluma, que voy a escribir a mi hijo yo mismo.
Al cabo de unos minutos, me leyó la carta que había hecho. Era dura, terriblemente humillante y le amenazaba con renunciar a llamarle hijo nunca más, a desheredarle, si osaba levantar el sitio. Le advertía que prefería verle muerto que cobarde, y que si moría él, aunque enfermo, acudiría a encabezar el asalto a la ciudad, y que si él también moría, iría su madre a cubrir el puesto.
—¿Qué te parece? ¿Le hará reaccionar?
—Sin duda, pero es demasiado dura…
—Mi hijo tenía que haber sabido que no podía plantearme la posibilidad de retirarse, y si así lo hacía, ésta es la respuesta que se merece.
—No lo dudo —le respondí—, pero también ayudaría que le prometieses ánimo, más refuerzos y apoyo…
—Tienes razón, como casi siempre. Pero no tengo más hombres que darle, ni más dinero. Hace meses que los soldados no cobran y sólo Dios sabe por qué no se amotinan.
—Porque te tienen respeto y aprecio —le dije.
—Sí, pero ese respeto se perderá si nos vamos de Haarlem con las manos vacías. Le diré que aguante como pueda y cuando llegue la primavera será todo más fácil.
Fracasados los asaltos, los bombardeos de nuestros cañones y las minas, solamente quedaba rendir la ciudad por hambre. El hijo de Fernando no rechistó ante la carta de su padre y se apresuró a obedecer. Con el deshielo la ayuda únicamente podría llegar por agua, lo que la hacía más lenta que los trineos y, por tanto, más fácilmente detectable para los nuestros. Fernando envió, por su parte, todo lo que pudo, y paulatinamente se fueron cegando las vías de suministros de la ciudad. Al mismo tiempo, el buen tiempo fue mejorando las condiciones de vida de los nuestros, animándoles en su cometido. En mayo se pudo controlar el lago colindante, que era por donde más les llegaban los socorros. Poco después, un desertor informó a Fadrique de que el hambre ya se hacía notar entre los resistentes, lo que animó a nuestros soldados a porfiar en su misión. Sólo debían esperar, sin gastar más hombres y energías en inútiles ataques, reservando los soldados únicamente para repeler las salidas cada vez más desesperadas que hacían los defensores con ánimo de procurarse algún alimento o destruir algo de nuestro campamento.
En esa primavera, y en un intento de hundir el poder español, hubo una tentativa de asesinar a Fernando. El plan estaba bien urdido, pues en vez de recurrir a un lugareño, Orange se valió de un sargento español apellidado Zavala. Simplemente le sobornó con una buena cantidad de dinero y, dado que era conocido por todos los guardias, pudo entrar fácilmente en palacio y acercarse al duque de Alba en un momento que estaba solo. Fue un momento terrible, según me explicó mi amigo, cuando levantó la vista y vio a alguien con una pistola apuntándole a la cabeza y sintió como apretaba el gatillo. Por milagro la lluvia había mojado el arma y no se produjo el disparo. Alertados por los gritos de Fernando, no tuvo tiempo de utilizar la daga, que también llevaba, e interrogado, tuvo a bien confesar que había sido comprado por Orange y entregar el dinero. A cambio murió estrangulado y no descuartizado. A partir de ese momento, ninguno de los que entrase a ver al duque de Alba podía llevar consigo un arma. Era evidente que ambos jefes ansiaban la muerte del otro y no reparaban en utilizar la trampa y la traición con tal de lograr acabar con el adversario.
Por fin llegó el verano. Algunos rebeldes, usando pértigas para saltar sobre los canales, lograron alcanzar la ciudad, pero era muy poco lo que podían aportar de ayuda. Por nuestra parte, los mosqueteros fueron haciendo cada vez más certera puntería sobre todos aquellos que se atrevían a asomar sus cabezas por las murallas o aspilleras, convirtiéndose la resistencia en una tortura. A principios de julio, Orange, sabedor de la importancia de salvar Haarlem, intentó romper el cerco con unos cinco mil hombres que trató de acercar a la ciudad desde el sur. Los oteadores detectaron un anormal cruce de palomas mensajeras que iban y venían desde la ciudad, por lo que se ordenó capturar algunas de ellas. Se ofreció un sustancioso premio al mosquetero que lograse derribar una de aquellas aves, y al fin, un soldado, no con un mosquete, sino con una honda, logró acertar a una. Rápidamente llevó el pobre bicho a Fadrique y, en efecto, portaba en una pata un anillo con un mensaje. En él se informaba de la ruta y el momento en el que los refuerzos rebeldes llegarían a la ciudad.
A los nuestros sólo les quedó esperar y planificar la emboscada nocturna, por lo que no les fue difícil derrotar a esas tropas de auxilio, matar a más de la mitad de sus hombres y hacerles perder todos sus suministros. Al día siguiente, nuestro ejército, con pífanos y tambores, desfiló ante los muros de la ciudad agitando las banderas heréticas que habían arrebatado a los hombres del jefe rebelde, dejándoles claro la suerte que habían sufrido los socorros y dándoles a entender que ya ninguna ayuda podían esperar.
Al cabo de dos días, unos delegados de la ciudad se presentaron en la tienda de Fernando, que, con la llegada del buen tiempo, por fin había abandonado la cama y se había decidido a comandar personalmente la última parte de la operación. Entraron en la tienda del duque después de ser convenientemente registrados, tras lo cual se arrodillaron. A su cabeza iba el gobernador de la ciudad, un tal Wigbolt, fanático calvinista que no disimulaba su tatuaje en el brazo, para nosotros ya demasiado conocido. Al saber su nombre, Fernando le miró con curiosidad.
—Vos sois uno de los herejes más buscados de mi lista. Según mis informes, ya en 1566, participasteis en el asalto a templos y en la destrucción de altares e imágenes. Desde entonces no habéis dejado de sumar vuestras fuerzas a la rebelión contra el rey.
—Es cierto. No tiene sentido negarlo a estas alturas.
—Y tan contumaz hereje, gobernador de esta ciudad hereje, se presenta ahora ante mí, de rodillas.
—No pedimos clemencia para nosotros, pues sabemos que el verdugo nos espera.
—Cierto —respondió Fernando con un mirada acerada.
—Somos culpables de creer en lo que creemos y de ser firmes enemigos vuestros. No lo negamos.
—Entonces, ¿qué es lo que pedís?
—Clemencia para nuestras mujeres, hijos y ancianos y que la ciudad no sea saqueada e incendiada como otras. Que nuestras familias, que ninguna culpa tienen, puedan reconstruir su vida tras nuestra muerte. Y que todo ello quede recogido por escrito y con testigos. Espero que, como buen cristiano, no os opongáis a ello.
—Habría mucho que decir si vuestras familias son del todo inocentes. Si son herejes, son tan culpables como vos. ¡Haarlem es una ciudad maldita que habría que borrar del mapa como Sodoma y Gomorra! Y vos, que también habéis demostrado ser sumamente cruel con los nuestros que han caído en vuestras manos, no sois nadie para darme lecciones de religión.
—¡Favor, señor! ¡Pensad en nuestros hijos! Si no nos lo concedéis, no tendremos otro remedio que morir matando, resistiendo hasta el último momento y creo que a vos también os interesa liquidar este asunto cuanto antes y con los menos costes posibles.
—En eso acertáis. Tengo mucha prisa para acabar con esto. Hace ya muchos meses que dura, para mal vuestro y nuestro.
—¡Favor, señor…! —volvió a rogar, postrándose en el suelo a modo de súplica.
—Os lo concedo. Todos los que no hayan cogido las armas restarán a salvo, por lo que los niños, mujeres y ancianos no sufrirán ningún mal. Tampoco se saqueará la ciudad ni se incendiará, por más que se lo merezca y, por supuesto, estoy dispuesto a escribirlo y firmarlo. Pero a cambio debéis pagar doscientos cincuenta mil florines. Éste es el precio.
—De acuerdo. Dadnos dos días para reunir el dinero.
—¡Sólo uno! Mañana por la tarde habéis de venir con esa cantidad y si no lo hacéis podéis dar por roto el pacto.
—Así lo haré, la vida de nuestras familias está en juego —dijo el rebelde mientras se levantaba y marchaba.
El fin del sitio supuso una enorme alegría. Por fin se había domeñado la feroz resistencia de aquella ciudad. El dinero fue rápidamente repartido entre los soldados aliviando algo las enormes deudas que se tenían con ellos contraídas. A mediados de julio nuestras fuerzas entraron en la ciudad e inmediatamente comenzaron las ejecuciones. Matamos a no menos de dos mil herejes. Entre ellos había muchos ingleses y hugonotes franceses que se habían sumado a la resistencia. Pero eran poco los verdugos y muchos los que había que ajusticiar. Colgar a tantos herejes era lento, por lo que al final se decidió, para ahorrar tiempo, atarles de dos en dos y arrojarles al agua para que se ahogasen. Los mercenarios alemanes tuvieron más suerte: se les liberó bajo promesa jurada de volver a su país y no empuñar nunca más las armas contra el rey de España.
Pero, en ese verano de 1573, un sabor agridulce nos invadía a todos los que veíamos un poco más allá. El sitio había sido muy duro; habían muerto tres mil de los suyos, pero también mil de los nuestros, pero sobre todo había sido muy largo. Tras siete meses interminables se dispararon los costes de un modo insufrible para la economía de nuestros reinos, empeñados, además, en seguir luchando con turcos y moros en el Mediterráneo, pugnando en Italia contra los intereses franceses y venecianos y porfiando en las Indias por hacernos con un inmenso imperio.
Ellos, en cambio, contaban con el apoyo de los herejes de toda Europa y solamente luchaban contra nosotros. Los habitantes de la ciudad no sólo eran rebeldes, sino que habían resistido por amor a sus creencias fanáticas y por miedo a perder la vida. Probablemente sus ideas heréticas les daban fuerza e idealismo. Pero había una cosa, a mi parecer, más grave: cuando entramos, comprobamos que más de la mitad de los ciudadanos eran católicos. Fue un aldabonazo terrible, pues vimos que nuestros hermanos de fe, lejos de luchar contra los enemigos de Cristo, preferían a los herejes que a nosotros. Grave error de conciencia, sin duda, pero ello me afianzó en mi creencia de que la represión excesiva, aquellos impuestos que Fernando tan duramente se había empeñado en imponer y su falta de mano izquierda nos habían quitado apoyos y simpatías incluso entre los que habían de luchar, codo con codo, junto a nosotros, contra la herejía.
Aquella noche le comenté este dato al duque de Alba.
—¿Te das cuenta de que la mitad de la ciudad eran católicos?
—Sí… cosa terrible —me respondió apesadumbrado.
—¿Qué explicación le encuentras? —le pregunté con cierta malicia.
—Unos por miedo a ser violentados por los herejes. Recuerda las matanzas que han provocado, los templos que han destruido, las imágenes destrozadas… Otros supongo que por interés… No sé. Pero quien haya colaborado de buen grado con el enemigo, quien sea rebelde, católico o calvinista, ha de ser ajusticiado por traidor o cómplice de traición.
—¿No crees que alguno de ellos también habrá estado en contra nuestra por el excesivo rigor de nuestras medidas?
—No te confundas. Es posible que alguno lo considere así, pero aun creyéndolo, están los supremos valores que hay que acatar por encima de todo: la verdadera religión y la obediencia al rey. Cualquier cosa ha de someterse a estos principios y, aunque haya excesos, si son para preservar este buen orden, son disculpables… ¡Y deja de hablar así, pues cada vez más te pareces a un rebelde! —me gritó al final.
Obviamente, no dije nada más, pero mis pensamientos se afianzaban más. Tiempo después me enteré de que hasta los mismos obispos católicos comulgaban con esta opinión, y llegaron a escribir al rey sobre el desprestigio de nuestra política y nuestro ejército en Flandes, y de lo conveniente que era dar marcha atrás en muchos puntos.
La verdad es que nuestros enemigos luchaban hasta la muerte por su religión o contra unas medidas que consideraban opresoras, fuesen católicos o herejes. En contraste, nuestros soldados combatían por dinero, y sin él era imposible mantener esa contienda. No digo que muchos de ellos no fuesen creyentes sinceros y estuviesen animados por un hondo espíritu del honor, así como por servir a su rey y a la religión. Pero luchaban lejos de su tierra, de su familia, en unas condiciones muy penosas, y, ¡ay!, eso sólo el dinero lo puede aliviar… pero únicamente cuando llega.
La conquista de Haarlem fue una victoria, sí, pero a costa de un precio muy alto, imposible de pagar en otra ocasión. Por eso, los rebeldes convirtieron su resistencia, en verdad meritoria, en un triunfo moral y en una demostración de que se podía desafiar a nuestras armas con esperanzas de victoria. Coligny había muerto y los hugonotes habían perdido buena parte de su poder, y los que quedaban bastante tenían con luchar contra los católicos franceses para tratar de sobrevivir.
Pero, a pesar de ello, nuestra posición en Flandes era cada vez más débil. Mientras estábamos atascados en Haarlem, en otros frentes tampoco nos iba mejor. En abril, un intento de reconquistar Flesinga protagonizado por el bravo de Sancho Dávila se saldó con un rotundo fracaso, perdiendo buena parte de la flota que comandaba a manos de los buques enemigos y de la artillería de los defensores.
Cada vez eran más las voces que, por supuesto en privado en Flandes y en voz alta en Madrid, afirmaban que la política de mano dura que había empleado el duque de Alba había fracasado. Los rebeldes, animados por las constantes ayudas del extranjero, y dueños del mar, aunque sufrían continuas derrotas, resurgían a cada momento y en mil sitios distintos. Julián Romero y otros ilustres capitanes me confesaron que en todo Flandes se odiaba el nombre de la casa de Alba, y que tanto católicos como protestantes la consideraban la principal responsable de las desgracias y desastres del país. Pensaban que, con las medidas del duque, los problemas de la rebelión y la herejía no habían hecho otra cosa que agrandarse, perdiéndose la oportunidad de encauzarlos convenientemente.
De vuelta a Ámsterdam, una tarde lluviosa de ese verano, como casi todas, me llamó para desahogarse:
—Mira lo que me han escrito desde Madrid. Al perro de Granvela, que está de virrey en Nápoles, le parece mal mi política desde hace tiempo y dice que lo de Haarlem no se ha de celebrar. Requeséns, el virrey de Milán, opina lo mismo. Como es natural, todos apoyan al duque de Medinaceli, y son legión los que en la corte siguen sus postulados, todos dirigidos por el príncipe de Éboli… Estoy cada vez más solo.
—No te lo voy a negar. No apoyan tus métodos, pero, en honor a la verdad, todos esos que te critican, empezando por Granvela, sí que creían en ellos cuando te enviaron aquí y empezaste tu política de hierro.
—Sí… ¡Son unos fariseos! Son políticos que mudan de opinión cuando les conviene… Yo no sé hacerlo, no puedo… Errado o no, cuando emprendo un camino no sé dar marcha atrás.
—Sí, lo sé. Eso forma parte de tu virtud, pero también de tu error, y perdona que sea tan sincero —dije un tanto temeroso.
—No te preocupes. A estas alturas en que todos se alejan de mí como si fuese apestado, que es cuestión de semanas que sea relevado del cargo, lo único que me consuela es tu amistad. Sé que jamás me has adulado y que nunca has esperado recompensa de mí, a diferencia de los demás… Creo que estoy acabado.
—No digas eso. Te queda tu honor, tu conciencia, que has seguido con honradez, aunque te hayas podido equivocar, y creo que lo has hecho.
—Sí, me he equivocado… A la vista está. Pero lo peor es que si volviese a ser nombrado para el cargo, volvería a hacer lo mismo.
—Déjalo ya, no te tortures. Pero ¿qué es eso de que te quedan pocas semanas en el cargo?
—Me ha escrito mi esposa. Los rumores son cada vez más fuertes. Ante el fracaso de mi política, el rey parece que quiere otorgar un perdón general y, claro, sabe que para ello ha de cambiar de hombre. Es cuestión de semanas, de algún mes a lo sumo, que me comuniquen la llegada del relevo que nos ha de permitir volver a España a mí y al duque de Medinaceli.
—Por cierto, ¿se sabe ya quién va ser el nuevo gobernador de Flandes?
—Por lo que sé, hace meses que el rey ha propuesto a Luis de Requeséns, el gobernador de Milán, como nuevo gobernador y jefe del ejército de Flandes. Lo que sucede es que al bueno de Requeséns, más achacoso que yo, no le hace ninguna gracia el cargo y no sabe qué hacer para rechazarlo.
—Sin duda sabe lo complicado que es este puesto y que si tú tienes problemas, él puede tener más. Y no sabe ni francés ni flamenco, ni tiene tu experiencia militar.
—En este momento el rey no busca un militar; sino a alguien que le solucione el problema, tras comprobar que mis métodos, que eran también los suyos al principio, no dan resultado. Requeséns, distinto a mí, es partidario de la indulgencia y el pacto, pero es un buen y eficiente servidor de su majestad. Sinceramente, no puedo decirte si, cuando llegue, lo hará mejor o peor que yo… pero le deseo, por su bien y por el del reino que le vayan las cosas mejor, que pueda vencer a los rebeldes y que se sepa atraer mejor a nuestra causa a los flamencos.
—¿Y qué piensas hacer mientras tanto?
—Lo que sé. Lo único que sé hacer. Seguir luchando por el rey y la religión. Nadie me podrá acusar jamás de cambiar por miedo a una prebenda, a un cargo, o a una recompensa.
—Fernando, no puedo ayudarte. Sólo quiero que sepas que, como siempre, estaré contigo.
—Gracias, Álvaro.