Capítulo 13

De cómo otra vez estamos en guerra, pero ahora con muchas más carnicerías, mientras yo voy a París

1572 fue otro año aciago. La insistencia de Fernando en cobrar los nuevos impuestos de Flandes fue la gota que colmó el vaso…, y es que ya se sabe y no descubro nada nuevo con ello, pues, por suerte o por desgracia, forma parte de la condición humana: los flamencos, como cualquier otro pueblo de nuestro mundo, podían consentir o aceptar ser más o menos libres en temas de leyes, costumbres y religión, pero en el tema de los negocios y dineros… ¡Ahí las cosas son sagradas!

Por febrero de 1572 ya se vio que la resistencia de las ciudades a pagar los tributos decretados por Alba para sufragar sus gastos militares era cada vez mayor, y los comerciantes amenazaron con un cierre generalizado de comercios, artesanías y negocios. El descontento alcanzó tal grado que hasta los cerveceros y panaderos se negaron en varias ciudades a hacer sus productos. Por si fuera poco, ello coincidió con unas malas cosechas causadas por unas heladas inusuales, que acabaron con frutas, verduras y toda suerte de cultivos. El hambre comenzó a extenderse, al igual que los mendigos, lo que obligó al duque a multiplicar las limosnas para dar de comer a muchos de los afectados. Esta situación resultó idónea para que los rebeldes lanzasen sus proclamas de propaganda que, en ese terreno abonado por el descontento y la desgracia, debían fructificar.

Al mes siguiente, aparecieron por las calles de Gante unos panfletos que insultaban gravemente a Fernando, a los españoles y al rey. Comenzaban diciendo:

Diablo nuestro que estás en Bruselas,

maldito sea tu nombre

así en el cielo como en el infierno.

Luego continuaban exhortando al diablo, que no era otro que mi amigo, para que se marchase pronto a España y con él su tribunal sanguinario, asesino y falsario, así como «los perros rabiosos venidos de España».

Hay que decir que el malestar se centraba, sobre todo, en las provincias norteñas en donde la herejía se había extendido más, al estar más próximas a los territorios alemanes. No era preciso ser adivino para presagiar que si algo malo iba a pasar, comenzaría en esos lugares. Por otra parte, hacía tiempo que los rebeldes se habían adueñado de las aguas de la zona realizando incursiones al Canal de la Mancha. Tenían bases en las costas alemanas y en Inglaterra, cuya reina, también desviada de la doctrina, les dejaba hacer y miraba para otro lado. Fue un grave error por nuestra parte y un exceso de confianza, que acabaríamos pagando con creces, no prestar atención a aquellas aguas y no crear una armada que pudiese velar por aquellas costas. Así, aunque con frágiles barcos, fueron sumando naves y chalupas que, poco a poco, acosaron a nuestros barcos haciéndose con el control marítimo.

Aprovechando todo esto, el malvado de Orange dio la orden, y un grupo de esos rebeldes de los mares, llamados a sí mismos los «mendigos del mar», lanzaron una ofensiva, y por sorpresa, se hicieron con el puerto de Brill, en las orillas del Mosa, el 1 de abril. La ciudad apenas contaba con guarnición, por lo que unos doscientos rebeldes a bordo de poco más de veinte barcas pudieron apoderarse de ella. De esta manera, ya tenían no sólo un territorio en su poder, sino una base marítima por la que podían recibir suministros y desde donde se podían atacar el resto de nuestros puertos y barcos. Los intentos de recuperarla fueron infructuosos y algunos de los barcos que utilizamos fueron incendiados.

Pero lo peor fue que muchos de los que hasta entonces habían simpatizado con el duque de Alba por miedo, ahora, ante este éxito, se envalentonaron y comenzaron a negarse de plano a pagar cualquier tipo de contribución. Al cabo de un par de semanas, Orange lanzó una solemne proclama a seguir el ejemplo de Brill y alzarse, siempre en nombre del rey, pues todavía no se atrevía a revelarse como un abierto traidor, que es lo que era, contra los opresores españoles, su Inquisición y sus tributos. Su llamamiento tuvo éxito, y pronto otras ciudades, como el importante puerto marítimo de Flesinga, comenzaron a invitar a aquella banda de piratas a entrar en sus dársenas, como en la plaza de Vlissingen y luego en la de Enkhuizen; el resultado fue que, a principios de verano, casi todas las ciudades de las provincias norteñas de Holanda y Zelanda, salvo Ámsterdam y Roterdam, ya se habían pasado al bando del hereje de Orange.

Para más desgracia, también en el sur cundían las rebeliones, aunque, en este caso, venían de fuera. A fines de mayo, Mons abría sus puertas a Luis de Nassau apoyado por miles de caballeros hugonotes franceses. Aquello era el resultado de las estrechas relaciones que entre toda esa pandilla de herejes se habían efectuado años antes en Francia y de la complacencia que ello despertaba en su débil rey, Carlos IX, cada vez más influenciado por aquella víbora de Gaspar de Coligny, que indudablemente rivalizaba ahora con Orange por ver quién se alzaba con el título de campeón de la herejía y de la lucha contra España. Éste era el grave problema: el monarca galo era cada vez más partidario de los herejes de su país, mientras éstos amenazaban con hacerse con el reino. Prueba de ello fue el acuerdo de matrimonio de su hermana margarita con el rey de Navarra —título meramente honorífico, pues dicho reino se había integrado en Francia y España—, Enrique, que era un significado desviado. Pero aún se juntaron más quebraderos de cabeza, pues también se produjeron, en esos meses, invasiones desde Alemania y desde el mar, ahora protagonizadas por fuerzas irregulares inglesas que actuaban en comandita con los rebeldes flamencos. Brujas y Sluys también cayeron, lo mismo que muchas poblaciones cercanas a las fronteras con Alemania. En poco menos de tres meses, buena parte de Flandes se había perdido, para desesperación nuestra.

Fernando se quedó sorprendido por la magnitud de la rebelión, pues no pensaba que pudiese estallar semejante oleada de protestas. Había calculado mal el descontento provocado por su insistencia en el cobro de impuestos que, al fin y al cabo, había sido el detonante de los acontecimientos. Tampoco había valorado el rechazo a su tribunal, la represión generalizada, la intolerancia religiosa… Pero, para ser justos, en estos asuntos, el propio rey Felipe tenía tanta responsabilidad, o más, aunque no así en los torpes gestos, como en el de la estatua de Amberes. Ahora, con el tiempo y la distancia, veo que a pesar de ampararnos la razón en las cuestiones de fondo, la torpeza cometida por nosotros en varios temas, como la represión excesiva, la extremada intransigencia en el tema religioso y, en particular, la ejecución de Egmont, había minado la simpatía de la población.

A finales de abril, Fernando escribió al rey pidiéndole urgentemente dinero, pues las arcas estaban vacías, incluso las suyas particulares, puesto que había adelantado su propio dinero con generosidad, como siempre. Sin el vil metal era imposible pagar a los hombres y hacer una guerra que ya era abierta y que se tenía que emprender contra las provincias rebeldes. Había que reclutar muchos hombres más, pues los que había llevado consigo eran tan sólo para guardar la paz y el orden o, como mucho, luchar en un solo frente. Pero una vez desatada la rebelión, había que combatir en varios frentes distintos, y era evidente que las necesidades eran otras. Mientras tanto, por fin, en junio llegó el duque de Medinaceli para reemplazar a Alba. Pero no resultaba conveniente, en plena guerra, proceder a la sustitución, por lo que, por el momento, el recién llegado se limitó a acompañar a Fernando en sus tareas y misiones, tratando de ponerse al día de todo. Medinaceli se haría cargo, a partir de ahora, de la gobernación política de Flandes, pero Fernando seguiría llevando la dirección de las operaciones militares, lo que en realidad significaba, de hecho, que continuaba detentando la única y verdadera autoridad. Esto honraba a Fernando, pues, conocido su pesar por estar tanto tiempo en Flandes y sus ansias de volver a España, decidió que su deber y honor le exigía no hacerlo sin solventar el problema militar que le había explotado. Quizás fue un error, quizás fue tozudo, vanidoso o engreído al pensar, equivocadamente, que él podía arreglar aquel entuerto sin salida, pero se quedó y yo permanecí a su lado. Pronto se vio que entre Medinaceli y él no había sintonía y el recién llegado no disimuló sus críticas hacia mi amigo, haciéndole responsable principal de la rebelión, y de paso, tratando de allanarse el camino futuro como gobernador, atrayendo las simpatías de los que discrepaban con Fernando. De nuevo veía cómo los intereses políticos, las ambiciones personales, en este caso del duque de Medinaceli, quien no dejó de enviar cartas a Madrid acusando al duque de Alba de todos los problemas, se interponían en su misión.

Tras el reclutamiento masivo de mercenarios tudescos que acometió el duque, en julio de ese año nuestros efectivos ya rondaban los sesenta y cinco mil hombres, aunque como pago estaba sólo la palabra empeñada de Fernando. Con estas fuerzas, a mediados de ese mes, Fernando se dispuso a acabar antes con la amenaza proveniente del sur, como paso previo a lanzarse sobre los numerosos rebeldes del norte. Nos dirigimos, pues, con nuestras tropas hacia Mons, en manos de Luis de Nassau. Mientras lo hacíamos, nuestra avanzadilla nos informó que unos seis mil hombres, todos hugonotes franceses a juzgar por sus banderas heréticas, marchaban a sumarse a las huestes enemigas. Avanzaban confiados, cantando salmos y otras canciones, ignorantes de que, habiendo partido hacía unos días de Bruselas, estábamos muy cerca de la ciudad. Al saberlo, Fernando ordenó preparar una emboscada para acabar con ellos. Conocía la geografía mejor que los franceses y vio que éstos habían de pasar por entre unas suaves lomas que podían aprovecharse para una emboscada. Así, entre la confianza suicida de ellos y nuestra astucia, nuestros tercios cayeron sobre los herejes con órdenes de no hacer prisioneros, pues la piedad, que podía darse en otras batallas, no cabía en esta ocasión. Eran herejes que venían a ayudar a los rebeldes.

La matanza fue descomunal y todos fueron pasados a cuchillo, salvo su jefe y unas decenas de capitanes que, por su rango, podían pagar rescate por su libertad. Mi amigo no había perdido la costumbre de saborear el placer de jugar como gato con ratón ante el enemigo desvalido, e hizo traer al señor hugonote a su tienda. Éste se encontraba desolado por la magnitud de la carnicería y casi no acertaba a articular palabra, mirando de hito en hito a todos los allí presentes con cara de terror. Dijo que había venido cumpliendo órdenes de Coligny, quien le había augurado un paseo poco menos que triunfal. Tras registrársele se le encontró una carta dirigida a Luis de Nassau; la sorpresa era el remitente, pues era nada menos que el mismo rey de Francia, Carlos IX.

Fernando la cogió, rompió el lacre y la leyó cuidadosamente. Su contenido le puso de todos los colores y estalló hecho una furia lanzando todo tipo de imprecaciones contra el rey francés. Tras ordenar que aquellos franceses fuesen llevados a los cepos y cargados de grilletes, nos leyó la carta. Allí estábamos los distintos maestres de campo, su hijo Fadrique y yo mismo, más o menos una docena de personas. En ella se vertían promesas a Luis de Nassau de enviarle todos los ejércitos de Francia para ayudarle en la lucha contra los opresores; era claro que los opresores éramos nosotros. Todos convenimos que aquel débil mental estaba en manos de Coligny, pues era inconcebible que hubiese escrito aquella misiva tan comprometedora y que le echaba en brazos de los hugonotes para indignación de su madre, la reina Catalina de Médicis, y de los católicos de Francia, cuya nobleza, de enterarse de su contenido, no dudaría en tramar cómo destronar a aquel rey.

Esa noche, en su tienda, me llamó para hablarme a solas:

—Tenemos un grave problema, Álvaro.

—Coligny —dije, adelantándome a lo que iba a decir.

—¡Exacto! Veo que captas la gravedad de la cuestión.

—Es obvio, Fernando. Es más peligroso que el traidor de Orange. Pues tiene más medios, está apoyado por gran parte de la nobleza francesa y, lo que es peor, está manipulando al rey de Francia, que se está comprometiendo cada vez más con la causa hereje.

—Cierto. Ese perro tiene una corte, casi un país detrás, como Francia. Además, ha convencido a su rey de que combatiendo contra nosotros, sus enemigos tradicionales, podría olvidar y superar sus disputas internas de religión y volver a unir a todos los franceses… Es listo. Si lo consigue, Flandes estará en un grave apuro, porque, a tanta distancia de España, será difícil combatir contra toda Francia.

—Sí, y si a ello le sumamos que también habremos de luchar contra los rebeldes de Orange que vienen de Alemania… —añadí.

—Es cierto, pero los recursos de Coligny son mucho más poderosos que los de Orange, que no deja de estar exiliado en Alemania, con menos dinero en sus arcas… Por eso hay que eliminar al francés; él es ahora el enemigo principal.

—¿Qué planes tienes? —le pregunté ingenuamente.

—Irás a París.

—¿Cómo? ¿Yo? ¿Para qué…? Soy tan viejo como tú y más inútil…

—No seas tan humilde. Yo me he de quedar combatiendo la rebelión; es evidente. Pero tú irás a París. Has de realizar una misión de enorme importancia y para la que hace falta un hombre de extrema confianza, a la par que discreto.

—Bien, dime qué he de hacer —contesté resignado.

—Vas a presentarte ante la reina Catalina, nuestra vieja amiga. Tiene buena memoria y seguro que te reconoce.

—No es plato de mi gusto, pero además no será fácil…

—De eso ya hablaremos. Ahora escucha. Vas a ir a verla y le vas a dar esta carta de su hijo; que ella vea con sus ojos esta misiva… ¡Seguro que se lleva una buena sorpresa!

—¿Cómo crees que reaccionará? —pregunté.

—Ha cambiado con los años y le preocupa mucho que su reino no salte hecho pedazos, por lo que agradecerá que le entregues la prueba de cómo el insensato de su hijo ha caído en manos de Coligny. Cuando la vea y hable contigo, comprenderá que algo ha de hacer con ese cerdo hereje, si no quiere ver perdido su reino y a su casa depuesta de la corona de Francia.

—Pero ¿qué he de decirle en concreto?

—Creo que poca cosa, pues con la carta bastará. En todo caso, le comentas que yo, el duque de Alba, y nuestro rey no tenemos intención de hacer la guerra con Francia si Coligny es apartado de la corte, si deja de ser una amenaza, pero si no lo hace, no hay duda de que tenemos pruebas y testigos de esa carta y de cómo se compromete a la corona francesa con nuestros enemigos.

—Ya veo…

—¡Créeme! Catalina sabrá lo que ha de hacer, pues en este momento no puede permitirse una guerra con nosotros o que los nobles católicos tengan esta carta en su poder y la utilicen contra el rey. Sería la desintegración de Francia.

—Bien. Lo entiendo, pero volvamos a mi viaje. Es obvio que mi ida a París va a ser bastante peligrosa. El rey francés y los hugonotes, que saben de esta misiva, la quieren ver destruida, y los católicos, si llegaran a saberlo, también. Todos irán a por mí en cuanto se corra la voz de la derrota de sus fuerzas y del extravío de la carta… Cuando sepan que yo voy a París, no les será difícil deducir el motivo del viaje, por lo que estaré en peligro.

—Lo sé. Pero eres hombre de recursos. Y te voy a proporcionar una buena escolta y un disfraz. Vamos a intentar que no sepan que viajas allí, aunque, no te engaño, seguro que temerán que alguien sea enviado con la carta, para entregársela a los enemigos de los hugonotes, posiblemente el duque de Guisa, que es el jefe del partido católico. No creo que piensen que se la llevas a Catalina… pero tú y yo sabemos, pues la conocemos, que ella es mucho más astuta y puede ser mucho más letal para los herejes que los católicos.

Su razonamiento era impecable, no había duda. Yo me quedé pensativo lamentando los riesgos y las incomodidades que me esperaban en aquella misión. Estaba absorto cuando Fernando lanzó un gritó y entraron en la tienda una decena de hombres cuyos semblantes daban miedo. A uno le faltaba un ojo, a otro una mano, otro tenía una cicatriz que le partía la cara y, otro más, una marca le rodeaba el cuello, señal de que había estado a punto de morir ahorcado. Tras inclinarse respetuosamente ante Fernando y ante mí, se situaron con mucha discreción en un extremo y guardaron silencio. No pude dejar de mirar con inquietud su semblante patibulario; era gente de mala calaña.

—Ésta es tu escolta. Son delincuentes italianos y españoles, pero caballeros. Han prometido guardarte, y a cambio su pena de galeras les será perdonada y, a mayores, recibirán una buena recompensa.

—Pero ¿cómo sé yo…?

—Son buenos católicos y jamás caerían en pecado mortal por ayudar a los herejes. Tranquilo, no te traicionarán.

—¿Y qué hemos de hacer?

—Mañana al amanecer partiréis a galope a Francia. Al llegar cerca de la frontera, os desharéis de los caballos y compraréis dos carromatos, os pondréis hábitos de franciscanos y seguiréis vuestro camino.

—¿Qué diremos a los que nos pregunten?

—Que vais a Notre Dame, a venerar las reliquias de la corona de espinas de Cristo, de un trozo de la cruz y uno de los clavos que hay allí. Muchos lo hacen.

—Si nos encontramos en los caminos con católicos, no habrá problema, pero ¿y si nos topamos con hugonotes?

—No os harán nada. Como mucho, se burlarán de vosotros, pero saben que no pueden matar a los frailes católicos si quieren ganarse el apoyo del rey de Francia, de la nobleza que está entre dos aguas y las simpatías del pueblo. Sin embargo, llevaréis bajo los hábitos las espadas bien preparadas, por si acaso.

—¿Y si nos registran?

—Aquél de allá —dijo, dirigiendo su mirada a uno de aquellos que habían de ser mi escolta—, el que tiene la piel marcada de viruelas, se maquillará la cara para poder aparecer como muy enfermo. La curación de ese hermano es el motivo por el que peregrináis a París, y no creo que, a la vista de su semblante, nadie se arriesgue a indagar bajo vuestros hábitos.

Al día siguiente, al despuntar el alba, salimos a galope. Pocas horas después cambiábamos a los carros y entrábamos en Francia. Yo iba aterrado, pues estaba seguro de que los hugonotes ya debían de estar enterados de su hecatombe cerca de Mons y que, sabiendo la posibilidad de que la carta hubiese caído en manos nuestras, temerían que alguien la llevase a París, como así era. Fernando era astuto, pero también Coligny, por lo que pronto sus hombres estarían vigilando los caminos hacia la capital en busca de algún posible emisario, o sea, yo. Sin embargo, el viaje transcurrió sin sobresaltos y resultó bastante aburrido. Apenas intercambiaba conversación con mis escoltas y ellos, siempre taciturnos, no hacían más que otear el horizonte y los caminos en previsión de cualquier sorpresa desagradable. Seguramente por orden de Fernando no blasfemaban ni levantaban la voz, aun cuando estuviésemos solos, ni bebían, lo que me tranquilizó en grado sumo, pues bien pude comprobar que eran de fiar.

Por fin llegamos a París. Era por la mañana temprano, pero cuál fue nuestra sorpresa al ver la inmensa cola que había para entrar en la ciudad. Aquello nos extrañó y enviamos a uno de los nuestros, caminando, para indagar. Cuando volvió, lo entendimos. Los hugonotes sabían que era más fácil detectarnos a la entrada de París que no por los caminos, por lo que estaban sometiendo a un registro concienzudo y a un interrogatorio detallado a todo aquel que pudiese ser sospechoso, a despecho de las protestas de las gentes que estaban esperando horas y horas. Se fijaban concretamente en el origen de cada uno de ellos tratando de descubrir acentos extranjeros. Con seguridad aquella guardia obedecía órdenes directas de Coligny y buscaban, sobre todo, a españoles, pues al frente de aquellos malditos había gente que hablaba muy bien nuestra lengua, posiblemente navarros hugonotes, que fácilmente detectaban giros, palabras o expresiones de nuestra tierra, en las conversaciones que nos obligaban a mantener con ellos. A dos viajeros, comerciantes, que confesaron ser de España, se los llevaron para interrogarlos más a conciencia.

Decidí que los cinco españoles de mi escolta regresasen con uno de los carros para evitar ser descubiertos y que se llevasen con ellos todas las espadas. Era preferible entrar desarmados que, por culpa de las armas, no poder hacerlo o ser llevados al calabozo, pues era evidente que no podíamos introducirlas a causa del minucioso registro que efectuaban los guardias. Yo, junto con los otros cinco italianos, deberíamos ingeniárnoslas para entrar en la ciudad. Menos mal que yo hablaba bien el italiano, por el tiempo pasado en Italia y por mis maestros de juventud, por lo que confiaba en poder franquear aquella barrera con facilidad.

Por fin llegamos a la puerta y comenzó el interrogatorio. Nos pidieron que bajásemos las capuchas y empezamos a hablar en italiano mezclado con francés cuando nos preguntaron nuestra identidad, el motivo del viaje a París y todo lo demás. La cosa iba bien, porque, además, viendo al presunto apestado de mi compañero, tenían prisa por acabar. Pero, de repente, vino un guardia a todo correr y le susurró algo al oído de uno de los que nos interrogaba. Inmediatamente cesaron las preguntas y con una sonrisa nos franquearon la entrada y nos dijeron que para ir a Notre Dame fuésemos por una calle lateral, pues en la principal un carro había volcado con todos sus toneles de vino y estaban todavía recogiéndolo. Mis compañeros respiraron, pero yo detecté algo muy extraño. ¿A qué se debía aquel súbito cambio de comportamiento? ¿Acaso aquella sonrisa no tenía algo de diabólico? De pronto lo comprendí… Estábamos en verano y la vendimia aún no se había hecho, por lo tanto aún faltaba tiempo para que los comerciantes de vinos comenzasen a llevar a las posadas y tabernas sus toneles de vino. No había ningún carro volcado. ¡Era una trampa!

—Apeaos del carro —dije rápidamente a mis compañeros—. Uno de vosotros, con la excusa de que uno de los caballos se ha hecho daño, que mire arriba, a los tejados. Creo que alguien nos ha reconocido y que es una trampa.

—¡Vaya, este jamelgo parece que se ha hecho daño! —dijo uno ostensiblemente, bajándose del pescante para examinar la pata de uno de los animales, mientras, disimuladamente, miraba al cielo—. Tenéis razón, señor. Hay guardias en los terrados. ¿Qué hacemos?

—Sólo podemos correr. Vais a proceder como yo os diga. Bajaremos todos del carro simulando ayudar en lo del caballo herido, y a mi señal, nos meteremos por aquel callejón de la izquierda poniendo pies en polvorosa.

—De acuerdo.

—Pero, por favor, yo apenas puedo correr así que habréis de ayudarme.

—Perded cuidado.

Descendimos todos del carro en medio de imprecaciones bien sonoras y, a mi señal, partimos todos como el viento hacia donde había indicado. Afortunadamente, mis compañeros me fueron fieles y no me abandonaron, por lo que, cogiéndome en volandas dos de ellos, compensaron la lentitud de mi edad. Al instante estaban lloviendo sobre nosotros dardos de ballestas lanzados desde los terrados, pero al haber cogido por sorpresa a aquellos guardias, los pudimos esquivar. Una loca carrera siguió a continuación por aquellas callejuelas, sin rumbo ni orientación. De momento nadie nos seguía, pero era cosa de pocos minutos que las patrullas nos comenzasen a buscar.

De súbito una puerta se abrió. Salió un hombre embozado y me preguntó:

—¿Maese Álvaro?

—Yo mismo.

—Por aquí, ¡rápido!

Sin preguntar nada más y aventurándonos a un nuevo peligro, entramos en una especie de cuadra. ¿Era un ángel salvador o nos habíamos metido en la boca del lobo?

—¿Quién sois? —pregunté ansioso al hombre que permanecía oculto en la penumbra.

—Mi nombre no os incumbe. Solamente debéis saber que os vengo a ayudar.

—¿Sois, pues, un amigo? —interrogué desconfiado.

—Sirvo al duque de Alba y al embajador del rey don Felipe, nuestro señor. Ayer recibí un despacho de Bruselas en donde se me informaba de vuestra llegada y que estuviese alerta ante cualquier problema. Por ello estuve merodeando por las puertas de la ciudad y pude percibir cierta excitación; sin duda esperaban algo. Me temo que algún hereje os debe de haber reconocido.

—¿Cómo es posible?

—Aunque en la sombra, siempre habéis estado junto al duque y es normal que algún hereje se acuerde de vuestra cara. No sois tan desconocido como creéis.

—Lo importante es que ya hemos llegado a París. Lo difícil es llegar hasta el palacio de las Tullerías.

—Sí. Sé que habéis de hablar con la reina Catalina, pero desconozco el motivo. Ella no quiere abandonar el palacio por miedo a que su hijo, el rey, sea aún más manipulado por los hugonotes. El único medio de hablar con ella es ir allí.

—Sí, lo sé.

—De momento, aquí estaréis seguro. Vigilan la residencia del embajador español y han establecido un cordón de seguridad muy tupido en torno al duque de Guisa, no sé el motivo. También vigilan tugurios y tabernas en donde os podáis recoger. Parece que no creen que podáis acudir al palacio. Pero en este momento, me temo que sois el personaje más buscado de la ciudad, así que no salgáis de aquí. Por de pronto podéis todos ir dejando los hábitos de monje.

—¿Tenéis algún plan para poder entrar en el palacio?

—Tengo un contacto en la cocina. Por allí podréis entrar mañana por la mañana. Pero los guardias al servicio de Coligny están muy atentos. No dejan entrar a nadie si no es conocido. Ni acompañando al embajador podrías penetrar en el palacio.

—¿Cómo lo haré, entonces?

—Disfrazado de cocinero, y vos solo. Ellos buscan a cinco franciscanos, pueden pensar que habéis cambiado el atuendo, pero no que vayáis solo.

Aquel día fue horrible. Encerrados en aquel tugurio maloliente y con mis intestinos —hacía algún tiempo que no los sentía— protestando y con ganas de evacuar tras el miedo pasado. Apenas comimos algunos coscurros de pan y un poco de queso, hasta que por la noche nos trasladaron uno a uno a otro lugar más espacioso y confortable, en donde pudimos echar una cabezada, que falta nos hacía.

Al día siguiente, de madrugada, me despertó mi salvador, me vistió con las ropas más raídas que había visto en mi vida, me dio un pequeño plano e instrucciones de cómo llegar hasta la entrada de las vituallas del palacio y me despidió deseándome suerte. Sólo me indicó que, al llegar a mi destino, estuviese atento y esperase. Vestido como un pordiosero fui acercándome al palacio, mientras maldecía la tarea que, a mis años, me había encomendado Fernando. En el lugar indicado me aposté discretamente entre los mendigos que cada día esperaban allí las sobras que repartían del día anterior o los productos que se les caían a los proveedores. Me quedé en segunda fila, aparentando estar sin fuerzas para coger nada, por lo que nadie se fijó en mí. En eso llegó un carro de víveres, mientras la guardia abría paso. En el momento de la descarga, a un mozo se le cayó un saco de legumbres y decenas de desgraciados saltaron sobre el ansiado botín causando un caos de consideración. Me puse alerta y vi cómo un cocinero que había estado observando toda la escena me hacía señales para que entrase, cosa que hice con toda la rapidez que pude. La guardia, ocupada en dispersar a aquellos miserables, no se percibió de mi acción; por fin estaba dentro de las Tullerías.

—Bien, ya estáis dentro —me dijo el cocinero.

—Gracias. ¿Cómo puedo ir a ver a la reina? —le pregunté.

—Propongo que os vistáis como uno de los criados que le va a servir el almuerzo. No creo que haya muchos problemas, pues los hombres de Coligny creen infranqueable la entrada en palacio, pero una vez dentro…

Al cabo de unas horas formaba parte del séquito que llevaba las bandejas, los platos y los diversos enseres a las habitaciones de Catalina. Los guardias que nos encontramos por el camino apenas nos hicieron caso y pudimos llegar cómodamente a las dependencias reales. Nos hicieron pasar y allí estaba, esperando la comida, Catalina, su hijo el rey Carlos, Coligny y otros nobles. Se notaba que el ambiente era gélido y cortante entre los presentes, aunque el monarca parecía reírse continuamente con las ocurrencias del jefe hugonote ¿Qué podía hacer? Necesitaba hablar a solas con Catalina. Aprovechando el momento de servir los platos, y que la reina permanecía seria y distante, me las ingenié para ser yo quien la sirviese y, mientras bajaba su plato a la mesa, le dije al oído, en italiano, que tenía que hablar con ella a solas. Aquel momento fue decisivo y recuerdo que mi cagalera estaba a punto de estallar. En ese instante podía ser acusado de espía y ser muerto allí mismo o, mucho peor, torturado hasta morir. No obstante, confiaba en la astucia de la reina. Entonces se fijó en mí; no sé si me reconoció, pero se levantó de inmediato alegando tener que ir al excusado. No me había delatado.

Cuando salimos del salón y nos dirigíamos de vuelta a las cocinas, una puerta del pasillo se abrió y Catalina me hizo señas con la mano. En silencio me introdujo en un saloncillo.

—Eres Álvaro, el amigo del duque de Alba, ¿verdad?

—Su majestad tiene buena memoria.

—Supongo que es muy importante lo que os ha traído hasta aquí, superando mil y un riesgos, me temo.

—Leed esto —dije, dándole la carta de su hijo sin más dilaciones—. ¿Pero me podéis permitir, mientras tanto, ir a la letrina?

Al cabo de un par de minutos volví a la estancia. Catalina no dejaba de dar vueltas.

—¡Me lo temía! —exclamó tras unos instantes—. ¿Quién más sabe lo de esta carta?

—El duque y sus capitanes, pero ésta es la única carta. Podéis ver el lacre. La prueba de la complicidad de vuestro hijo con los hugonotes y con los rebeldes de Flandes está en vuestras manos únicamente. Mi señor ha considerado conveniente informaros de las peligrosas veredas que está tomando vuestro augusto hijo, así como de la maligna influencia de Coligny.

—Bien lo sé, aunque no sabía que llegase tan lejos. ¿Y qué espera que haga al respecto el duque?

—Eso depende de vos, pero sabe que actuaréis en beneficio de vuestra familia y del reino, y que no consentiréis que el irresponsable comportamiento de vuestro hijo pueda provocar una guerra entre nuestros dos reinos. El duque de Alba y el rey Felipe quieren mantener a toda costa la paz entre nuestras dos coronas.

—Sí… vuestro señor y yo nos conocemos bien. Decidle al duque que le estoy agradecida, que tomo cumplida nota y que actuaré en consecuencia. Ahora es mejor que os vayáis.

—Perdonad majestad, pero me ha costado mucho entrar a veros. ¿Me podéis facilitar la vuelta a Bruselas a mí y mis compañeros?

—Perdonad, es verdad… Un momento, ¿vuestros compañeros son hombres de acción?

—Me temo que sí.

—Pues me parece que habré de precisar de sus servicios. En cuanto a vos, cambiaréis el disfraz por uno de clérigo y os haré salir en carroza, a resguardo de cualquier mirada indiscreta. Este salvoconducto —me entregó un billete— os ha de permitir llegar hasta la frontera sin ningún problema. Pero no olvidéis hacerme llegar a vuestros amigos. Daré instrucciones para que les franqueen la entrada mañana, y decidles que serán recompensados.

—Así lo haré.

Al cabo de una hora estaba en una carroza, vestido de dominico, saliendo del palacio. Pasé antes por la dirección que me había dado mi contacto en la ciudad y transmití los deseos de Catalina de contar con los servicios de los cinco italianos, sin bajarme tan siquiera del vehículo. Esa misma tarde partí hacia Bruselas con sumo alivio. No tenía edad para esas aventuras. Mientras salía de París con mi nueva identidad, comprobé que había una intensa vigilancia en las inmediaciones de la embajada española y del palacio del duque de Guisa. Era evidente que Coligny seguía convencido de que nadie había podido hacer llegar la carta comprometida y que todos, excepto los suyos, ignoraban la confabulación cada vez más estrecha entre él y el rey de Francia.

Al llegar a la frontera, me enteré de que Fernando había regresado a Bruselas para recabar nuevas fuerzas con las que acometer el asedio de Mons, mucho mejor defendida por Luis de Nassau de lo que pensaba. Grande fue su sorpresa cuando me vio, desde la balconada, llegar con semejante atuendo y carruaje. Me esperaba ansioso en el salón principal y nada más verme me dijo impaciente:

—Dime, ¿cómo ha ido? ¿Has hablado con Catalina? ¿Qué ha pasado?

—Bien, pero déjame recuperar el resuello que me han quitado estas escaleras.

—¡Venga, hombre!

—Sí, hablé con ella, le di la carta y me dijo que te transmita su agradecimiento.

—¿Qué más…?

—Nada, sólo me dijo que actuaría en consecuencia… un poco enigmática y misteriosa.

—Supongo que tomará medidas. Conociéndola ya estará urdiendo un plan para acabar con Coligny.

—Eso mismo creo yo. Mientras volvía de París tuve tiempo para pensar, y también estoy seguro de que prepara algo. Además, me pidió que dejase a su cargo a mis compañeros de viaje… No podía negárselo. Sin duda siendo extranjeros, con pocos escrúpulos, le pueden ser de suma utilidad si quiere acometer alguna acción violenta.

—Has hecho bien… Ahora a esperar. Pero dime, ¿cómo fue el viaje, cómo entraste en el palacio? ¿Te sirvió de ayuda mi hombre en la ciudad?

—¡Ah! ¿Ya lo sabes?

—Lo único que sé es que te ayudó. Al día siguiente de que entrase en contacto contigo me envió una paloma mensajera, pero sólo indicándome que te había echado una mano. Yo le había advertido que estuviese atento, pues me temía el acecho de los herejes. Explícame.

Ya más calmado, le puede contar con calma mi aventura en París y cómo tuvimos que escapar a todo correr, y eso a pesar de mis achaques, por las calles de la ciudad, hasta que aquel espía me ayudó a mí y a mis compañeros, siendo decisiva su actuación para poder entrar en palacio. Me detuve especialmente en lo que observé en aquel comedor, así como en la conversación con Catalina, que le volví a relatar con todos los detalles posibles.

—Lo que es la vida… de feroz enemiga hémosla de ver ahora como una aliada —dijo Fernando.

—Cierto. Creo que ella es la única que pude acabar con Coligny. Pero, por favor, no vuelvas a recurrir a mí para otra misión similar. No tengo edad ni valor para eso…

—No tenía más remedio. Hacía falta alguien de confianza, veterano, que pudiese partir inmediatamente con aquella prueba. Me hubiese gustado estar contigo y rememorar aquellas correrías por las calles de Segovia, Sevilla, Valladolid… ¿Te acuerdas? Pero mis responsabilidades y mi salud, que es mucho más frágil que la tuya, me impiden salir casi de palacio, y me cuesta Dios y ayuda montar a caballo. Lo cierto es que, como sabes, cada vez más he de viajar en carroza.

Fue una conversación agradable, a solas, y rememoramos el pasado olvidándonos del turbulento presente. He de confesar que, una vez pasado el miedo, estaba orgulloso. A mis años había logrado ejecutar una misión peligrosa y muy importante para nuestra causa, demostrándome que servía también para algo más que para escribir, aconsejar o llevar cuentas.

Las noticias no llegaban de París y sí en cambio las de nuestros espías que nos advertían que Orange estaba preparándose para invadir Flandes con nuevas fuerzas traídas desde Alemania y unirse a su hermano Luis de Nassau. Fernando, como hombre de acción, odiaba la inactividad, y una vez nutrido con un buen número de soldados salió de Bruselas dispuesto a hacer frente a los rebeldes y recuperar Mons. Había que hacerlo a toda prisa.

A finales de agosto partimos a cercar Mons, antes de que les llegasen a la ciudad los socorros de Orange. A primeros de septiembre establecimos el cerco, y a los dos días, nos llegaron emisarios del embajador español en París, Diego de Zúñiga, con noticias inmejorables. En sus misivas se informaba detalladamente de la muerte de Coligny y de miles de hugonotes, durante la noche del 24 de agosto, la víspera de San Bartolomé. Catalina había actuado.

El 18 de agosto se había realizado en París el enlace matrimonial entre Margarita, hija de Catalina, y Enrique de Navarra, conocido hugonote. Con dicho motivo, miles de herejes se concentraron en la capital francesa para festejar ese hecho que suponía, aún más, implicarse en la corte francesa y en su familia real. La reina madre sabía que sólo una medida de fuerza la podía congraciar con los católicos y conjurar la amenaza de una Francia aún más dividida o con otra dinastía coronada y, de esta manera, alejar a su hijo, el rey, de la influencia de Coligny. Según me enteré después, pagó a uno de los italianos que me habían acompañado para que disparase sobre el jefe hugonote la mañana del 22 de agosto, pero sólo resultó herido en una mano.

Los hugonotes reaccionaron echando más leña al fuego y tratando de incitar aún más a la población contra España y el duque de Alba, en quien vieron la autoría del atentado. Por ello Catalina reaccionó con una medida mucho más drástica: aniquilar a la facción hugonote con el apoyo de los católicos, logrando que éstos diesen su apoyo al trono. Tras conjurarse con el duque de Guisa, el jefe de los católicos, se presentó ante su hijo y le convenció con sus conocidas habilidades de que Coligny y los suyos, aprovechando su masiva concentración en París, estaban preparando un golpe contra la corona para hacerse con el poder, al cual era preciso adelantarse. Una vez anulada la voluntad del débil rey Carlos, todo quedó ultimado. La noche del 24 de agosto, repicaron las campanas de la iglesia de Saint-Germain; era la señal convenida. El duque de Guisa, más conocido como Enrique el Acuchillado por la cicatriz que le atravesaba la cara, junto con otros nobles católicos, encabezó a las turbas contra los desprevenidos hugonotes, que creían, ingenuos, en la protección real, matando en la ciudad a más de tres mil y a muchos más en el resto de Francia. Para enardecer a las masas habían repartido entre ellas abundante vino y monedas, con la promesa de que lo que pudiesen sacar de los cadáveres de los herejes también sería para ellos. A Coligny, cual castigo divino, los católicos le sorprendieron en la cama recuperándose de su anterior herida y le atravesaron con una lanza. No contentos con esto, lanzaron su cuerpo por la ventana para que el duque de Guisa en persona lo descuartizase. Cuentan las historias que fueron terribles las escenas de crueldad que asolaron París en aquella noche, y que el Sena bajó teñido de sangre durante más de un día.

La noticia para la cristiandad no podía ser mejor. Fernando rompió a reír cuando la leyó y en todo nuestro campamento se lanzaron salvas y corrió la fiesta. El rey Felipe, gozoso también él, escribió las más exultantes felicitaciones a Catalina por el suceso La causa rebelde en Flandes había perdido a su mejor aliado y España a su peor enemigo. Por su parte, el papa mandó oficiar un tedeum, acuñó una medalla conmemorativa y ordenó al artista Giorgio Vasari recrear unas pinturas con las posibles escenas de la matanza, para su deleite personal. Los hugonotes siempre vieron la mano del duque de Alba detrás de aquella matanza, pero fue únicamente decisión de Catalina. Yo, con mi entrevista y la carta que llevé, seguramente le ayudé a decidirse sobre la necesidad inmediata de actuar, pero si no lo hubiese hecho en ese momento, más tarde también lo hubiese ejecutado, pues era intolerable para los católicos y peligroso para el trono el excesivo poder que habían acumulado Coligny y los suyos.

Una semana después de haber formalizado el sitio sobre Mons, se presentó Orange con sus fuerzas. Había tenido la satisfacción, y nosotros el desengaño, de ver cómo Malinas y otras ciudades le abrían las puertas. Sin duda los ánimos se le habían enfriado al enterarse de la suerte de su amigo Coligny, pero no por ello dejó de atacarnos tratando de romper el cerco que manteníamos sobre la ciudad. Sin embargo, poco podía hacer si le faltaban los socorros prometidos desde Francia. Resistimos bien sus acometidas que nos lanzó con objeto de levantar el cerco, pero éste no se alteró. No obstante, su presencia era molesta para el objetivo principal de Fernando, que no era otro que reconquistar Mons. Y para acabar de decidir a Orange para que se fuese y abandonase su misión, Fernando planeó acometer una acción por sorpresa.

A los dos días, al mediodía, llamó a su tienda a su mejor maestre de campo, Julián Romero, y juntos idearon el plan. Para desbaratar a los rebeldes se les atacaría de noche, aprovechando la oscuridad y la neblina propia de aquellas tierras tan húmedas. Así, en silencio, unos cuantos centenares de hombres, sólo armados con pistolas y armas blancas, se acercarían quedamente a sus campamentos, matarían a sus guardias y, a continuación, devastarían todo lo posible quemando tiendas, clavando cañones, matando caballos y, por supuesto, a todo rebelde que, sorprendido y somnoliento, saliese de sus tiendas alertado por el barullo. Para que la sorpresa fuese completa y no se viese nada en la noche oscura, irían con las mechas de los mosquetes tapadas. También, para distinguir a los nuestros en toda aquella vorágine de humo y negrura, se acordó que sobre las armaduras y cotas llevasen una camisa blanca. Desde entonces, estas acciones que nuestro ejército haría en varias ocasiones se conocerían como encamisadas y darían gran gloria a nuestros hombres, así como gran temor a nuestros enemigos.

Esa noche, unos quinientos hombres escogidos del tercio de Romero salieron armados hasta los dientes en completo sigilo. Al cabo de media hora, abatían a los guardias y entraban a sangre y fuego en el campo enemigo, mientras nosotros percibíamos el espectáculo de llamas y estrépito desde nuestras tiendas. La sorpresa fue total y, tan grande fue el estruendo que los nuestros ocasionaron, que los herejes creyeron ser atacados por todo el ejército y no sólo por quinientos de los nuestros, por lo que emprendieron una huida desordenada. Matamos a ochocientos y dejamos heridos a muchos más. El propio Orange estuvo a punto de caer bajo el filo de nuestras espadas, pero le salvó su perra Kuntze que, alertada, se puso a ladrar, dándole tiempo a escapar de la emboscada. Aparte de la matanza, gran estropicio hicieron los nuestros, dejando inservible su campamento, quemados la mayor parte de sus carros de víveres y muy tocada su moral. Por ello, al día siguiente, Orange, abatido y sin esperanza de refuerzos, tuvo que abandonar el campo de batalla y retirarse.

A los pocos días los de la ciudad vieron que era inútil resistirse y comenzaron a negociar la rendición. A Fernando le urgía acabar con aquel asunto cuanto antes y consideró que era rentable ser indulgente y acelerar la entrega de la plaza. Por tanto, no puso reparos a que Luis de Nassau y sus fuerzas pudiesen evacuar la ciudad, no sin antes pagar una buena multa ellos y los ciudadanos, como castigo e indemnización. Sólo setenta potentados locales, herejes ellos, que habían tomado parte activa en la conspiración para abrir las puertas de la ciudad a los rebeldes, fueron ejecutados, aunque lo serían meses después para no soliviantar los ánimos. El resto de los herejes locales, los que no fueron cabecillas, no fueron castigados con la muerte, y se les dio la oportunidad de convertirse de nuevo a la verdadera fe o emigrar al extranjero. Entre los acuerdos de capitulación estaba que no se efectuaría ningún saqueo sobre los bienes de los ciudadanos. Un gran alivio, sin duda, de los habitantes de Mons, pero algo indignante para los soldados de los tercios que, faltos de paga regular, solamente aspiraban poder saquear para ver compensados en algo las miserias y peligros de la vida de soldado.

Quedaba el problema de qué hacer con los hugonotes franceses capturados que habían acudido en ayuda, y con la famosa carta, de Luis de Nassau. Una nueva misiva del rey de Francia ayudó a resolver el problema. Inspirado por su madre e indudablemente en un intento de enmendar lo escrito en la anterior, renegó de sus hombres y pidió al duque de Alba que los ejecutase por herejes y traidores. La carta estaba fechada un día después de la matanza de hugonotes en la noche de San Bartolomé. No obstante, a muchos —los más humildes— se les perdonó y se les dejó marchar bajo promesa de no coger más las armas contra nuestro rey; a otros se les dejó presos para pedir rescate; pero respecto a los más recalcitrantes, aquellos que se refocilaban en sus ideas heréticas, empezando por su jefe, Fernando tuvo bien a gusto satisfacer la solicitud del monarca galo, siendo ejecutados tiempo después.

La reconquista de Mons había supuesto una victoria contundente, pero, sin embargo, más de cincuenta ciudades, entre grandes y chicas, se habían declarado rebeldes y fieles a la causa enemiga. Ante tal magnitud, ¿adónde acudir primero? Mi amigo no tenía ni las fuerzas, ni los dineros suficientes para sofocar tantos incendios que habían prendido a la vez. Por esa razón, decidió otra estrategia, terrible pero efectiva, para someter a las otras ciudades que no tendrían la suerte de ser tratadas con tanta indulgencia como Mons.