De cómo comenzamos a guerrear con grandes éxitos, mas sin verse la victoria definitiva al alcance
Arreglado, si se puede llamar así, el problema de Egmont y los demás, acudimos bajo el mando de Fernando a luchar contra las fuerzas de Luis de Nassau que aún campaban a sus anchas por la zona de Groninga, que habían invadido. No sabía si, después de lo acontecido, me querría tener a su lado como antaño. Para mi alivio, él mismo me dijo una noche que, al día siguiente, temprano, le iba a acompañar como siempre al campo de batalla. Confieso que me reconfortó su decisión, pues creía que le había perdido para siempre como amigo y servidor y que cualquier día me facturaba para Castilla. Al fin y al cabo, parecía que había algo entre los dos que no se podía romper, algo que hacía que soportase todos aquellos gestos y desplantes míos que no le consentía a nadie más; supongo que sería porque se daba cuenta de que, a pesar de todo, yo era su único amigo verdadero y el único en quien podía confiar, pues nunca pretendí de él ningún interés ni prenda. Albornoz, en cambio, sí se quedó en Bruselas atendiendo la correspondencia oficial.
Las fuerzas del rebelde eran unos doce mil hombres y nosotros nos presentamos ante ellos con cerca de quince mil, a mediados de julio. Éramos más, mejores y ansiosos de vengar la derrota que había causado la muerte del conde de Aremberg. Así, nuestra acometividad les hizo retroceder y refugiarse en una pequeña franja de terreno rodeada por varios ríos. Dispuso su artillería sobre el único camino que daba acceso a su emplazamiento, dejando a su espalda otra vía, muy estrecha, por donde poder retirarse. Se creía seguro rodeado de agua, pero ahí salieron a relucir las magníficas dotes de militar de mi amigo. El hereje esperaba un ataque por el camino, pero Fernando, viendo el bajo cauce que los ríos llevaban en la época estival, decidió que se lanzase un ataque desde varios puntos vadeando las aguas. Demostró que las frías aguas de Flandes no iban a ser obstáculo para nuestros bizarros soldados y con el agua hasta el pecho, despojados de yelmos, coseletes y cualquier otro objeto o pieza pesada, con los mosquetes y arcabuces en alto para que no mojasen las mechas, nos lanzamos sobre el enemigo.
El de Nassau, sorprendido por la maniobra, apenas pudo disparar una descarga de artillería, pues sus hombres, viéndose perdidos, trataron de abrir las esclusas para que fluyese más agua sobre los ríos y que nos ahogasen, pero no tuvieron tiempo, y cuando se dieron cuenta, nuestros hombres ya habían puesto sus botas sobre el terreno que dominaban, por lo que iniciaron una desordenada retirada. Era el 21 de julio de 1568. La rabiosa embestida de nuestras fuerzas deseosas de vengarse de la derrota pasada, junto con su alocada huida, convirtió la batalla en una carnicería. Las picas y los aceros toledanos reemplazaron a los mosquetes cuando éstos se quedaron sin munición. Muchos rebeldes murieron degollados o ensartados a manos de los nuestros, y otros muchos ahogados en las aguas. No se hicieron prisioneros. Murieron más de la mitad y grande fue el botín; el propio Luis huyó a nado, casi desnudo, salvándose por los pelos. Por nuestra parte, los muertos no llegaron a cien. La victoria había sido rotunda y gloriosa.
Pero el éxito quedó empañado. Mientras regresábamos, el tercio de Bracamonte decidió vengar a sus compañeros caídos semanas atrás, y culpando a la población civil de connivencia con el enemigo, comenzó a lanzarse al pillaje y al saqueo de los campesinos, quemando sus casas. He de decir, en honor a la verdad, que Fernando no se enteró hasta que no vio las luminarias de los incendios, pues marchábamos a la retaguardia del ejército. Por esa razón, este suceso le provocó un gran disgusto e indignado mandó colgar a los instigadores, disolvió el terció de Cerdeña y sancionó a su maestre de campo, aunque, meses después, lo restituyó en el cargo. Sabía en el gran embrollo que se metía si se consideraba a la población civil enemiga; mala cosa cuando los granjeros y campesinos pasan a ser objetivo de la guerra.
A pasar de la victoria tan contundente, los rebeldes seguían porfiando en las ofensivas. En octubre de 1568 fue el propio Guillermo de Orange quien inició una nueva invasión. En esta ocasión fue Bravante la provincia elegida para la incursión. Sus fuerzas eran muy superiores a las nuestras —nada menos que treinta mil hombres—, compuestas, en gran parte, por mercenarios alemanes. Lo único a favor fue que las ciudades no les abrieron las puertas, temerosas de una posible represalia de Fernando. Hay que reconocerlo: la dureza o crueldad del duque comenzaba a ser rentable.
A primeros de octubre convocó a sus maestres de campo a un consejo de guerra en su palacio de Bruselas. Estaban todos menos el castigado Bracamonte. Como en el pasado, yo estaba en segunda fila, entre las sombras.
—Señores —comenzó Fernando—, esta amenaza es la más fuerte con la que nos hemos tenido que enfrentar. Tengo un plan, pero antes quiero conocer vuestra opinión.
—Señor —dijo Romero—, creo que hemos de entablar combate, atacar. Nuestros hombres están llenos de entusiasmo, mucho mejor entrenados y, lo que es más importante, combaten por la verdadera fe y por el rey. Ansiosos de caer sobre ese perro de Orange están mis hombres; de ello puedo dar fe.
—Comparto esa opinión —intervino Alfonso de Ulloa—. Hay que demostrar al mundo cómo tratamos a los traidores y herejes.
—No obstante —repuso Sancho de Lodonio—, no hay que menospreciar su número, y también están, aunque por sea el diablo, motivados para el combate. Ya visteis las banderas con citas bíblicas que llevan por todas partes esa pandilla de bufones. Hay que ser prudentes y pensar bien nuestros movimientos. Y hemos de cuidar los hombres; nuestros posibles refuerzos han de hacer un largo camino y los herejes están aquí al lado. Por otra parte, Orange es un buen militar que demostró sus dotes combatiendo contra los franceses y alemanes herejes en tiempos del emperador Carlos. Vos le conocéis, señor duque, y sabéis que es hábil e inteligente.
—No podía estar más de acuerdo con vos, Sancho —repuso Fernando—. Por ello, he ideado una estratagema que quiero someter a vuestro parecer. Si me permitís… Álvaro —dijo súbitamente, dirigiéndose a mí—, ven aquí.
—¿Señor duque? —dije, saliendo de las sombras y acercándome a la mesa de los planos, viendo los semblantes un tanto sorprendidos de los maestres de campo.
—¿Te acuerdas hace años lo que nuestro viejo amigo Anne de Montmorency nos hizo en la invasión de la Provenza, cuando marchábamos al frente de las fuerzas del emperador, que Dios tenga en su gloria?
—Imposible olvidarlo. Rehusó entrar en combate, se atrincheró, quemó los campos y al final, sin haber resuelto ninguna batalla, nos vimos obligados a retirarnos hambrientos y acosados.
—¡Exacto! ¡Eso vamos a hacer, aunque sin quemar las cosechas!
—¿Cómo, señor duque? —preguntó Romero.
—Vos, por aquella época, creo que estabais sirviendo en Inglaterra al rey Enrique y los demás en Italia o combatiendo contra la morisma, pero Álvaro conserva la memoria clara. Vamos a concretar. Mi plan consiste en acercarnos a ellos, ubicarnos en posiciones ventajosas y provocar que nos ataquen; si así lo hacen, nuestra mejor situación y disciplina de nuestras fuerzas les hará morder el polvo. Si vemos que nos quieren atacar, pero consideramos algún riesgo en nuestra posición, nos escabullimos y desaparecemos. Si rehúsan el combate en un momento que a nosotros nos pudiese convenir y se marchan, nosotros les seguimos y repetimos la operación. Pero para agotarles por el hambre, antes nos encargaremos de quitar las piedras de todos los molinos, comprar a los campesinos todas las reservas de grano y ganado, para que nada pueda molerse y no puedan abastecerse, sea de buen grado o por fuerza, de alimento. Por supuesto, recordaremos a las ciudades que, so pena de ser considerados traidores, no pueden socorrerles, abastecerles ni abrirles las puertas. Sin duda, ello creará hambre y malestar entre su numerosa hueste y, si no se retiran, combatirán en inferioridad de condiciones contra nosotros.
—Es hábil, hay que reconocerlo —dijo Romero.
—Sí, un gran plan —asintieron los demás.
—Pues no se hable más y ¡a por ellos!
El plan se llevó a cabo inmediatamente. Orange no se atrevió a atacar, temeroso de las fuerzas hispanas, y su ejército se vio cada vez más acuciado por la falta de comida y pagas. Cuando parecía que, hartos de estar quietos en su posición, nos querían presentar batalla, desaparecíamos en la noche para desconcierto suyo. Falto de dinero para pagar a sus mercenarios, y también de comida, ansiaba un combate rápido con la esperanza de vencernos. Entretanto, el hambre hacía cada vez más estragos entre ellos, lo que comenzó a provocar motines, que Orange a duras penas conseguía sofocar. A fines de octubre, aprovechando una magnífica oportunidad, destrozamos su retaguardia. Protagonista glorioso de la acción fue la caballería comandada por Fadrique, el amado hijo de Fernando, que hacía poco había llegado a servir junto a su padre en Flandes, librado momentáneamente del castigo de su majestad. No obstante, no quiso arriesgar la victoria conseguida y rápidamente nos retiramos rehuyendo una batalla general. Durante esos días yo estaba siempre al lado de Fernando, en los mejores emplazamientos, vigilando y oteando los movimientos de las tropas enemigas. Mi vista era más buena que la de mi amigo, y así, juntos, íbamos analizando el despliegue y los movimientos de los rebeldes, tras lo cual el duque ordenaba a sus fuerzas las oportunas maniobras. La senilidad que a veces le surgía en alguna otra situación, desaparecía por completo en el campo de batalla y demostraba que seguía siendo uno de los mejores, sino el mejor, general de Europa. Antes de ordenar alguna acción concreta se mostraba reflexivo y ausente por unos minutos, mesándose siempre lentamente su larga barba, para, de repente, ordenar con precisión los movimientos a adoptar. En ese instante, partían como centellas los mensajeros a caballo que estaban a su lado, y transmitían a los maestres de campo las pertinentes instrucciones.
Durante esas semanas nuestro ejército apenas sufrió ninguna baja por parte del enemigo, pudiendo abastecernos de las ciudades que, en cambio, atemorizadas por nuestras posibles represalias, seguían negando todo auxilio al jefe de los rebeldes. Al final, rendido al cansancio, en noviembre emprendió la retirada; había perdido cerca de ocho mil hombres mientras nuestras bajas eran de escasa importancia. Habíamos vencido con las mismas armas con las que el viejo Montmorency nos había sometido hacía muchos años: por agotamiento.
Mientras tanto, el Tribunal de los Tumultos continuaba prendiendo y procesando a los enemigos del rey. A muchos se les encarcelaba, a los más se les confiscaban dineros y a los menos se les ejecutaba. Miles eran las detenciones, y ante el miedo a ser capturados, cincuenta o sesenta mil flamencos emprendieron la huida a Alemania, a estados gobernados por herejes en donde podían permanecer tranquilamente o seguir conspirando contra el reino. Todo ello era fruto del estado de miedo que las medidas de Fernando habían causado en aquellas gentes, aunque mi amigo decía que todos los escapados demostraban de este modo su culpabilidad; de todas formas, para mis adentros, pensaba que muchos podían ser como Egmont, inocentes, aunque temían ser víctimas de la represión. El problema es que muchos buenos artesanos y prósperos comerciantes también huían, privando al país de riquezas y negocios que podían ser de gran utilidad para nuestro rey y para su hacienda. Ello llevó al duque a proclamar, en más de una ocasión, que sólo los verdaderos culpables debían tener miedo y que el resto no tenía por qué abandonar sus casas.
Derrotados los ejércitos rebeldes, el duque de Alba se dispuso a luchar contra la herejía en el terreno de las ideas, por lo que, al igual que en España y otros estados católicos, comenzó a prohibirse una larga lista de libros heréticos quemándose aquellos que eran aprehendidos. El problema es que la herejía en Flandes, a diferencia de España, estaba muy extendida, incluso dividida en varias facciones, y regiones enteras habían abrazado al Anticristo. ¿Qué hacer al respecto? ¿Acaso habíamos de pasar a cuchillo a toda su población? Grave problema, sin duda. Al mismo tiempo, a Orange no le quedó más remedio que estrechar lazos con los poderosos hugonotes franceses —calvinistas bajo el mando del perverso de Coligny—, así como con los luteranos alemanes. ¿De qué servían tantos esfuerzos si el cerebro del mal seguía conspirando desde fuera con todos los enemigos de España? ¿De qué había valido ejecutar a Egmont y a tantos otros si Orange, el verdadero culpable estaba en libertad? Un recuento aproximado que hice años después del número de procesados por el Tribunal de los Tumultos me dio la cifra de unos mil quinientos ajusticiados y unos diez mil a los que se les confiscaron la totalidad o parte de sus bienes. A todo esto había que añadir los ejecutados antes de llegar Fernando a Flandes, así como los cincuenta o sesenta mil que escaparon por miedo, con motivo o sin él, del país.
Por esta razón, a pesar de los éxitos militares indudables, los flamencos sólo veían en el duque un terrible represor extranjero, al mando de un ejército también extranjero, que no toleraba la libertad religiosa y que quería limitar las libertades y costumbres ciudadanas de las distintas provincias de Flandes. El resultado —ahora lo veo con más claridad— es que si acataban nuestras órdenes lo hacían por miedo y no por convicción a la verdadera religión o al rey, al tiempo que iba fermentando en sus almas un odio hacia nosotros y hacia todo lo que tratábamos de imponer, aunque fuese con las mejores intenciones. Los mismos clérigos católicos flamencos se veían impotentes para adoctrinar, perdiendo la fe en ellos mismos para luchar contra la herejía y oponiéndose a los duros castigos al darse cuenta de que podía ser peor el remedio que la enfermedad. Yo mismo tuve que escribir, en nombre de Fernando, varias cartas al Santo Padre, quejándome por la falta de celo religioso y doctrinal de clérigos, e incluso de obispos, pidiendo el envío de sacerdotes de España o Italia más entregados de corazón a la causa de la fe.
Resultado de estas peticiones fue la llegada de varias decenas de jesuítas, la nueva orden fundada hacía poco por Ignacio de Loyola, que, a decir verdad, supuso una gran mejora en la vida espiritual, al menos, de los soldados. Imbuidos de una fe sincera, confesaban a los moribundos sin pedirles nada a cambio, cuidaban a los heridos con más entrega y desinterés, y no robaban a los pobres muertos antes de enterrarles ni les obligaban a testar a su favor como precio por impartirles la extremaunción. También fueron más fuertes ante los pecados de la carne, por lo que dieron mejor ejemplo a nuestros hombres y a la población en general. Por otra parte, no dudaban en entrar en sesudos debates teológicos ante cualquier hereje que se encontrasen, prefiriendo antes lograr su conversión por la luz de la razón que no por el miedo a la hoguera, que era la práctica usual, por ejemplo, de los dominicos y de otras órdenes. Sin embargo, los jesuitas no eran del agrado del duque de Alba; los encontraba altaneros, desafiantes y poco llamados a aceptar sumisamente las órdenes de nadie salvo del propio Santo Padre, por lo que en más de una ocasión llegó a chocar con varios de ellos.
A fines de invierno de 1569 el rey escribió a Fernando. Le habían llovido críticas muy duras desde todas las cortes sobre la política tan dura que había impulsado en Flandes. Unas críticas eran interesadas y con toda probabilidad buscaban la debilidad de España, como las que se vertían desde Inglaterra o Francia, pero otras, provenientes de sus parientes del imperio o de la misma Roma, e incluso de la corte española, aunque no cuestionasen la bondad de los objetivos, discrepaban de la estricta dureza con que se aplicaban y pedían más moderación y mano izquierda. Lo cierto es que herejes y católicos pedían medidas de gracia y moderación, aunque por distintos motivos. Pero ya vimos que su majestad y Fernando no eran partidarios, precisamente, de dicha moderación. No obstante, la carta de Felipe II indicaba que, quizás, tras los duros castigos impuestos en 1568, ya era hora de otorgar un perdón que demostrase la generosidad del rey, aunque éste siguiese renuente a viajar a Flandes.
Pese a todo, he de decirlo, incluso para mí aquello era absurdo a esas alturas, pues una vez emprendido el camino de la severidad no era cuestión de cambiarlo sin antes obtener claros frutos. El error de la terrible dureza inicial ya estaba hecho, y era tarde para enmendarlo. La verdad es que lejos de extirpar la herejía y a los rebeldes, eran cada vez más los casos a los que Fernando se había de dedicar por doquier. Así que hubo de contestar al rey que no sabía cómo proceder de repente con moderación y dejar sin castigo a muchos que lo merecían. Su majestad, a distancia y sin conocer la situación, quería dar un giro a la política de Flandes basándose en consideraciones políticas, algo que, como ya hemos visto, el duque de Alba no sabía aplicar. «¿En qué quedamos?», me dijo alguna vez Fernando ante el tono de estas últimas misivas reales.
Presintió que, una vez más, la política de la corte, los intereses palaciegos, le podían volver a clavar un puñal por la espalda, como ya había sucedido en alguna ocasión en el pasado. Esa sensación le causó tan hondo malestar y depresión, que ni siquiera la presencia y los ánimos de sus hijos Hernando y Fadrique podían atemperar. Creo que eso fue también determinante para empeorar su salud. La gota le consumía, los continuos catarros y fiebres causados por aquel desagradable clima le dejaban frecuentemente postrado y lo único que anhelaba era volver a su clima castellano, harto de verse en un conflicto enmarañado, que presentía que no podía solucionar por las armas a pesar de los recientes éxitos militares, y que amenazaba con prolongarse sabía Dios por cuánto tiempo. Muchas noches, sólo con el consuelo de unos calientes caldos de gallina en los que vertía generosas raciones de vino del Mosela, platicaba conmigo sobre las bondades de España y su clima, despotricando contra la insana humedad de Flandes y anhelando acabar sus días en sus posesiones. Sin duda estaba asistiendo a un decaimiento de Fernando como hombre y quizás como estadista y militar, que sintiéndose cada vez más débil fue delegando sus responsabilidades, de modo creciente, en sus hijos. Por mi parte, he de decir que mi salud era bastante menos mala que la del duque. La gota me había perdonado, hacía tiempo que había moderado el consumo de vinos y cervezas, y salvo unas molestísimas almorranas que en más de una ocasión el barbero me tuvo que sajar con la lanceta, mi salud era aceptable.
En ese año de 1569 los rebeldes, impotentes de momento en Flandes, aunaron esfuerzos con los hugonotes franceses que estaban en guerra contra sus compatriotas católicos. Los conjurados sabían que si crecía la fuerza de sus aliados en Francia, más fácil y llevadera sería luego su causa en Flandes. Al enterarse, el duque envió algunos contingentes a combatir contra ellos y a apoyar a las fuerzas de la Iglesia, aunque siempre procurando tener el visto bueno del rey galo, Carlos IX. Mi amigo era muy consciente de que los Países Bajos, tan alejados de España, corrían el peligro de ser invadidos por los herejes y rebeldes desde todas partes: desde Alemania, Francia o Inglaterra, por lo que trataba de cuidar con mimo las relaciones con estos estados para evitar males mayores. Asimismo, en ese año, continuó la política de pacificación de Fernando, combinando la represión del tribunal con promesas de indulgencia, una vez cercenadas las múltiples cabezas de la hidra hereje.
Pero el problema no vendría de la agitada Francia, cada vez más desangrada, sino de Inglaterra. Su reina Isabel, irremediablemente hereje, era cada vez más hostil a la política de mi amigo en Flandes, y eso a pesar de la delicadeza y cuidado con que Fernando —y nuestro propio rey— atendía los intereses ingleses en los Países Bajos, para que nada pudiese torcer la paz entre las dos naciones. El comercio naval entre ambos estados se paralizó y mutuamente nos confiscamos barcos y cargas. El asunto se agravó en gran medida cuando el papa, muy torpemente, y en contra de las opiniones del duque y de Felipe II, en enero de 1570, excomulgó a la reina Isabel. Aquello significó echarla en manos de los enemigos de nuestro señor, pues, poco menos, la obligaba a ser hostil con los católicos a los que el Santo Padre había invitado a rebelarse y a combatir contra la reina. En honor a la verdad y a pesar de su general torpeza política, Fernando no erró en su pronóstico de que para mantener la paz en Flandes y tener contenidos a los rebeldes y herejes era imprescindible mantener la paz a toda costa con la reina inglesa. El tiempo le daría la razón.
Lo curioso es que, en este tema, mi amigo pasó a ser moderado en comparación con otros sectores de la corte, que apostaban por conspirar contra la reina Isabel y tratar de destronarla. Por ello les acusó, en particular al duque de Feria, de supinos mentecatos, botarates y cortos de mollera, así como de no conocer en nada la realidad de la política europea más allá del salón de sus palacios. Tan enérgica, o temerosa, era su postura en este tema que dedicó buenos servicios de espías a vigilar las costas de Flandes en previsión de algún tráfico marítimo sospechoso con Inglaterra. Fruto de eso fue que nos enteramos de que un grupo de aventureros trataba de embarcarse en Flesinga con destino a Inglaterra con propósitos oscuros, por lo que les mandó prender. Cayeron casi todos en nuestras redes y cuál fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que dos de los capturados llevaban en su cuerpo el famoso tatuaje con la C tintada en el interior, pero, lamentablemente, prefirieron la muerte a su captura y se arrojaron al mar ahogándose. Había que interrogar al resto, y Fernando me envío a mí a dirigir las pesquisas.
Habían sido trasladados a las mazmorras de Bruselas. Eran casi un centenar, pero enseguida me di cuenta, por las miradas que entre ellos se dirigían, de quiénes eran los jefes y, por tanto, los que podían saber más. Eran cuatro y comencé por separarles antes de interrogarles. Ya sabe el lector que soy incapaz de contemplar el dolor ajeno y menos de infligirlo, pero ellos no lo sabían, y decidí jugar con su miedo y la fama de crudelísimo de Fernando. Les llamé uno a uno a la sala en donde, acompañados de dos fornidos verdugos a mis espaldas, había dispuesto mesa, papel, tinta y pluma. La escena no podía ser más estremecedora, pues me aseguré de que todas las máquinas de tortura, cepos, garrotes, carbones al rojo, tenazas y cuchillos estuviesen bien a la vista de aquellos desgraciados, mientras yo me vestía con un hábito negro cuya capucha no dejaba ver mi cara, de modo que mi voz saliese del fondo de la negrura. La comedia dio resultado y el primero en ser llevado ante mí tembló ante aquel espectáculo.
—¿Cómo os llamáis? —le pregunté.
—Martín —contestó.
—¿Cómo el hereje de Lutero? —añadí con voz cavernosa.
—No, no… sí, quiero decir, pero soy católico, apostólico y romano.
—¡Quitaos la ropa! —ordené con energía.
—¿Qué vais a hacerme? —dijo tembloroso mientras se desnudaba y yo inspeccionaba cuidadosamente cada recoveco de su cuerpo.
—No lo sé, depende de vos, pero estos señores verdugos, que, por cierto, son musulmanes, sienten especial placer en hacer sufrir a sus víctimas. Habéis de saber que tienen mi promesa de ser devueltos a sus tierras de África si son eficientes en el trabajo.
—Decidme qué queréis de mí, pero no me hagáis daño, por favor.
—Bien, vais a contestar a mis preguntas. En caso de que no esté satisfecho con vuestras respuestas, os entregaré al verdugo. Pero antes quiero deciros que vuestros amigos me han contado cosas que he podido comprobar, así que tened cuidado en vuestra versión, pues si descubro que mentís o escondéis algo, me iré de aquí y vos os quedaréis para siempre. ¿Lo habéis entendido?
—Sí —dijo con el terror en sus ojos, sin sospechar que me había inventado lo que acababa de decirle.
—¿De dónde sois?
—De Francia, de un pueblo cerca de París.
—Os hemos sorprendido en Flesinga, en la playa, prestos a zarpar de incógnito. Es obvio que pensabais partir a Inglaterra con vuestros compinches. Ibais con buena provisión de armas y con tres pequeños barcos preparados. ¿Con qué fin?
—¡El de luchar por el catolicismo contra la reina hereje! —respondió con entusiasmo—. Es más, vosotros los españoles deberíais ayudarnos contra tal bruja. No entiendo que nos detengáis en esta sacra misión.
—El camino del infierno está empedrado con buenas intenciones y a veces un mal menor es preferible a uno mayor —contesté, sorprendiéndome incluso de mi propio razonamiento espontáneo y calculador, que era más propio de Fernando que mío—. ¿Quién organizó la travesía, os reclutó y os trajo a Flandes? —volví a preguntar.
—Fue Lucas, el navarro —dijo tras titubear—. ¡Os lo juro! Él nos alentó y nos prometió grandes riquezas, amén de bendiciones de la Iglesia. Me dijo que buscase unos cuantos muchachos de mi tierra, fieles católicos, deseosos de dar una lección a los herejes.
—¿Qué sabéis de él?
—Es un ferviente católico, un fraile dominico, que va siempre rezando, ayunando y castigándose con cilicios, que vino predicando a mi pueblo buscando gentes dispuestas al sacrificio.
—¿Vuestro pueblo acaso ha padecido las guerras de religión que están asolando vuestro país?
—¡Y tanto! La iglesia fue quemada por un grupo de hugonotes, hace ahora dos años, y varios de los que trataron de impedirlo fueron asesinados, entre ellos mi padre. Si enviáis un correo a mi pueblo, podéis comprobar que lo que os cuento es verdad.
—De acuerdo. Por ahora he terminado con vos. Si no habéis mentido, pronto os liberaré.
Al cabo de unos minutos, estaba ese tal Lucas ante mi presencia. Tras hacerle las mismas advertencias que al otro le dije:
—Desnudaos.
—¿Por qué? Me podéis preguntar vestido, e incluso torturar si es vuestro gusto.
—¡Obedecedme! O haré que mis verdugos os arranquen la ropa a jirones y de paso algún trozo de carne.
—Ya veo la crueldad española —dijo, despojándose de la ropa, aunque tratando de no despegar un brazo de su cuerpo.
Me levanté, le cogí el brazo, que tenía apretado contra sí, mientras él hacía una mueca de dolor. Enseguida vi lo que buscaba. No era un tatuaje, pero sí una fea cicatriz, aún sangrante, bajo la axila derecha. Me di cuenta de que había tratado de arrancarse, o al menos disimular, el famoso tatuaje.
—¿Qué os ha pasado ahí? —pregunté con falsa ingenuidad.
—Una herida de arcabuz.
—¡Mentira! No se disparó ningún arma cuando se os prendió y me temo que esa herida huele más a cuchillada que a otra cosa. No os molestéis. Lo sé todo. Sois un hereje y ahí llevabais ese famoso tatuaje… Sí, lo sé. Llevo años, antes de que vos nacierais, luchando contra los tatuados de la rosa, aunque ahora lleven la C. Mirad —dije, aprovechando su desconcierto—, no tengo paciencia con vos y vuestra vida depende de mí. Si colaboráis iréis sólo a galeras, si no… —me limité a mostrarle el escenario con un gesto de la mano— la muerte os espera tras un largo tormento.
—Hablaré… —respondió abatido.
—Bien. Está claro que habéis embaucado a un grupo de católicos fanáticos, o fervientes —según cómo se mire—, para derrocar a la reina Isabel, mientras que vos sois un seguidor de Calvino. Sé que en la Navarra francesa hay un buen grupo de hugonotes e indudablemente habéis de pertenecer a ellos. ¿Cuál era vuestro propósito concreto?
—Desembarcar en la costa inglesa, armar algo de jaleo…
—¡Ya me lo imagino! Vos regresaríais en una embarcación dispuesta al efecto, mientras que vuestros pobres reclutados caerían en manos inglesas, que, al descubrir su condición católica y que habíais zarpado de Flandes, habrían pensado en la implicación de la corona española. Una eficaz provocación y trampa para que Inglaterra nos declarase la guerra.
—No puede estar mejor resumido —aceptó cabizbajo.
—¿Hay más herejes en el grupo?
—No, soy el único. Estaban los otros dos que prefirieron morir a caer presos.
—O sea, que llevabais a estos desgraciados católicos a una muerte segura.
—Me temo que sí.
—Contestad ahora con la verdad, pues me dan ganas de entregaros a estos dos verdugos, ¿de quién recibías instrucciones?
—Del almirante de Francia, Gaspar de Coligny. Aunque junto a él estaba también Michel de Nostradamus, el hijo del ilustre mago de la corte francesa que murió hace unos pocos años.
—Lo primero es lógico… lo segundo es curioso, pero tampoco me sorprende y le hará mucha gracia cuando se lo explique al duque de Alba. ¿Y cómo lograsteis reclutar a esos desdichados?
—Haciéndome pasar por monje dominico y predicando en regiones católicas de Francia.
—¡Sois un personaje verdaderamente malévolo! Mas lo que prometo lo cumplo y la muerte no os llevará esta vez consigo.
En verdad cumplí mi palabra y sólo fue enviado a galeras, pero confieso que a aquel siniestro y vil personaje no me hubiese costado demasiado entregarle a los verdugos. Dadas sus respuestas, no me fue necesario interrogar a los otros dos. Rápidamente di noticia de lo descubierto a Fernando, que, gritando fuera de sí «lo sabía, lo sabía», envió correo urgente a Madrid con estas noticias. De este modo, logramos que el duque de Feria y otros dejasen de apoyar la conspiración contra Isabel de Inglaterra en beneficio de María Estuardo, por muy católica que ésta fuese, operación que parte de la corte francesa estaba fomentando.
Hay que decir que, durante estos años, a Fernando no le llegó ni un solo ducado de España para mantener a las tropas. La intención es que éstas pudiesen cobrar y subsistir de los impuestos que debían recaudarse en Flandes. En ese sentido algo se hizo, pero muchos tributos previstos no se pudieron recaudar finalmente y mi amigo se tuvo que apañar como pudo en el mantenimiento de las fuerzas… Algunos impuestos por aquí, algunas expropiaciones de bienes de herejes por allá, adelantando parte del oro de sus bolsillos por acullá, alguna donación interesada a cambio de algún cargo… pero ello no hacía presagiar nada bueno en el tema de los dineros, pues solamente aplazaba el problema unas semanas.
Aparte de estos incidentes, el año 1570 trascurrió sin muchos sobresaltos, pues la paz parecía haberse impuesto desde el año anterior. Por este motivo, una vez más, Fernando insistió en que había cumplido con su deber apaciguador y que, harto de fatigas, quería volver a España. Le escribimos al rey en repetidas ocasiones, pero su majestad dilataba una y otra vez la respuesta afirmativa pidiendo de mi señor y amigo unos esfuerzos que su salud y su edad ya no estaban en disposición de otorgar. Por suerte, la llegada de la primavera era siempre motivo de contento y, en esa época, Fernando parecía recobrar nuevos ánimos. Tan segura le parecía la situación que en julio de ese año, en la ciudad de Amberes, se vio con coraje de otorgar un perdón general a todo aquel que quiso reconciliarse con la Iglesia, pero a los ojos de muchos se trataba de un perdón insuficiente, pues continuaba siendo inflexible ante la herejía y sólo se perdonaba a los rebeldes que en acto público de contrición se arrepintiesen de haberse rebelado contra el rey, y siempre que sus actos no hubiesen sido muy graves. Huelga decir que pocos fueron los que, a raíz de dicho perdón, cambiaron su opinión sobre el gobierno del duque de Alba.
Aprovechando ese buen ambiente de paz, viajamos hasta Alemania para escoltar hasta Amberes a la futura y nueva esposa de Felipe II, Ana de Austria. Junto a ella viajó a España el hijo mayor de Fernando, Hernando, que iba a ser nombrado virrey de Cataluña para satisfacción de su padre. Precisamente, aprovechando la estancia de la futura reina de España en Amberes, se decretó el perdón para intentar demostrar la clemencia de la corona con sus súbditos. Varias fueron las damas flamencas que aprovecharon la visita de la próxima reina y se entrevistaron con ella pidiendo magnanimidad al rey. Entre ellas estaba la mujer del vilmente asesinado barón de Montigny, que aún no había recibido la noticia de su reciente muerte «natural».
El año 1571 no empezó con grandes variaciones. La tensión con Inglaterra persistía, aunque no se había agravado. Sin embargo, y como todos los inviernos, la salud de Fernando empeoró. Su humor también lo hizo. Llevaba cinco años lejos de España, de su familia y de su esposa, y creía haber cumplido con creces la misión encomendada por el rey. Volvió a rogar, a pedir, incluso con malos modos, que el monarca tuviese a bien reemplazarle del cargo del que estaba tan agotado. Además, el episodio de la alianza que se estaba gestando en el Mediterráneo para combatir a los turcos le ponía de muy mal humor. Consideraba que el rey había vuelto a caer en las redes de los intereses del papa y de las repúblicas italianas, aportando gran cantidad de armas y dineros en la campaña contra el otomano. En contraste, él, como siempre, corto de dinero, sin poder apenas pagar a sus tropas, y tratando de apagar las continuas chispas que brotaban en las fronteras de Flandes. Una vez más, se veía relegado, como ya había pasado en Italia hacía años, a un segundo plano para beneficio de la causa impulsada por el papa. Me acuerdo que una de aquellas noches me dijo:
—¡Ves!, otra vez dando dinero a esos venecianos que luego serán, como han hecho hasta ahora, los primeros en pactar con el turco, y yo aquí con lo puesto, sin apenas recursos. Que te juegas a que, de aquí nada, se rompe la alianza y Venecia hace un nuevo tratado con los infieles.
—Sí, pero también son enemigos de la Iglesia y de nuestros reinos en el sur, a los que hacen grandes daños en sus costas con sus correrías —le respondí.
—No digo que no, pero el rey debería ser menos generoso en recursos, y que sean los venecianos y el papa los que aporten más dineros. ¿Y acaso aquí en Flandes no nos jugamos también la fe y el futuro del reino? Abajo, los esfuerzos son para que el turco no avance, pero aquí, aunque de momento la cosa está controlada, Flandes se puede perder si ingleses o franceses comienzan a apoyar a los rebeldes que están apostados en las fronteras esperando el momento para atacarnos.
—Bueno, quizás ahora que se ha triunfado en Lepanto la mirada del rey y los recursos se dirijan a Flandes.
—No te fíes, Álvaro, no te fíes. El rey sabe bien lo que valgo, y quizás cree que con poco puedo obrar mucho… ¡pero no puedo hacer milagros! ¡Necesito dinero! Pero la fama y la gloria, las recompensas, el dinero… ahora todo se lo lleva el joven don Juan de Austria, que no niego que sea valiente y capaz y que haya conducido muy bien la batalla de Lepanto… Mientras tanto, yo aquí, viejo, débil, sin recursos y sin reconocimiento, tras cinco años de estar lejos de casa, como si estuviese en las Indias.
—Me parece que el rey quiere abarcar muchos dominios para tan pocos soldados y dineros. Por más que llegan tesoros de las Indias, éstos nunca bastan para pagar ejércitos, banqueros, lujos y otros gastos enormes en los que está inmersa la corte. Y luego están los numerosos clérigos y bienes de la Iglesia, que aunque hacen mucho bien a las almas, me temo que poco, o nada, aportan a las arcas del reino.
—Ése es otro tema en el que posiblemente tengas razón. Tú siempre has pensado más allá, has reflexionado más… Serías un buen filósofo. Pero, Álvaro, vigila no verter estas opiniones ante gentes extrañas, pues, por menos, la Inquisición ha actuado contra los que así se han atrevido a opinar en las propias Cortes.
—No temas; hace tiempo que aprendí que estas cosas sólo se pueden decir a un papel, y sin firmar, a una almohada y a amigos como tú. Bien es sabido que incluso entre los esposos se han delatado por menos.
Era cierto; yo siempre pensaba en cosas menos inmediatas, más de fondo y, a veces, me asustaba de las conclusiones. Fernando, hombre mucho más concreto y práctico que yo, no era de filosofar, sino de solucionar lo inmediato, que en ese momento pasaba por la falta de dinero. Tenía, sin duda alguna, su parte de razón en la amargura que destilaba, y el problema de la falta de recursos le causaba graves quebraderos de cabeza. En ese verano, harto de no poder recaudar lo dispuesto y tras uno de sus ataques de cólera, animado, por cierto, por su hijo Fadrique, anunció que, les gustase o no, iba a cobrar a los comerciantes un nuevo impuesto. Al responder éstos cerrando sus comercios y negocios en un acto de protesta que ya era un claro desplante —cuando no rebeldía— hacia Fernando, éste mandó colgar ante la puerta de sus tiendas a varios adinerados comerciantes de Bruselas que se habían negado a colaborar económicamente. A finales de año, la ciudad de Utrech también se negó a aportar lo estipulado. El duque contestó acusando a la ciudad de traición y obligando a pagar una cantidad so pena de ver embargados todos sus bienes. Lo cierto es que la recaudación de impuestos se estaba convirtiendo en un saqueo en toda regla. Todo eso no hacía más que echar, de momento sordamente, a los flamencos en los brazos de la causa rebelde. No cabía duda de que también los católicos estaban en contra de aquel pago de impuestos tan duro y que veían la presencia de España y la política del duque como una opresión cada vez más injusta que ya poco tenía que ver con la herejía y la religión. En mis paseos por Bruselas, en la cual todos eran católicos, notaba esa creciente animosidad, y pocos eran sus habitantes que no rechazaban hablar conmigo; y supongo que los que lo hadan era porque no se podían zafar y tenían miedo de alguna posible represalia de Fernando. En 1571, y en buena medida por todas esas medidas recaudatorias, el descontento popular se había generalizado, lo que convertía a Flandes en una santabárbara a punto de estallar.
Esta situación se agravó más con un acto de torpeza de Fernando, no sé si a causa de un ataque de senilidad o de un mal consejo de su hijo o de algún otro que, adulándole, quería conseguir de él algún negocio, o simplemente de un enemigo que le quería ver desprestigiado, como efectivamente sucedió. No se le ocurrió otra cosa que ordenar que se fundiesen los cañones de bronce capturados años atrás a los rebeldes, y encargar hacer con ellos una estatua de su persona, bautizada con el pomposo nombre de El duque de Alba venciendo al engaño, en donde se le veía alanceando a una especie de dragón o serpiente, que representaba la herejía y la rebelión. Cuando estuvo acabada, se instaló en la plaza del mercado de Amberes y luego sería trasladada a las dependencias del nuevo castillo de Amberes que había mandado ampliar, presidiendo la sala principal.
Supongo que este gesto fue fruto de ese orgullo excesivo que tuvo siempre Fernando y que le llevó, en más de una ocasión, a enfrentarse con el propio rey. Lo malo es que el orgullo fácilmente puede desembocar en pedantería y vanidad como sucedió en este caso. En verdad, este suceso no pudo ser más nefasto. La mayor parte de los flamencos lo tomó como un acto de soberbia, de ultraje y de regodeo sobre una población a la que prohibía sus creencias o exprimía con impuestos. Quizás lo hizo como un homenaje a sí mismo y a su obra, porque, por fin, le llegó en septiembre la noticia de que el rey había decidido enviarle un sustituto como gobernador y jefe del ejército: Juan de la Cerda, el cuarto duque de Medinaceli, anterior virrey de Sicilia y de Navarra y protegido de Ruy Gómez. Nunca supe en verdad el motivo de la erección de tal estatua, pues en un momento que quise advertirle de lo que, a mi juicio, era un error, me cortó por lo sano diciendo que se lo merecía y que era dejar un recordatorio permanente a los flamencos de sus deberes con su rey.
En diciembre se le comunicó que el duque de Medinaceli estaba a punto de embarcar en Laredo para llegar a Flandes, lo que provocó gran jolgorio en Fernando y también en mí. Parecía cosa de pocas semanas que hiciésemos el equipaje y volviésemos a España. Pero el cruel destino truncaría la ansiada vuelta de mi señor, y la mía, a nuestras añoradas secas tierras. Para empezar, hasta mayo de 1572 no zarparía el duque de Medinaceli y, lo más grave, al poco de iniciarse ese año, la guerra abierta habría de estallar.