De cómo comenzamos nuestra malhadada aventura en Flandes y mi amigo manda matar al conde de Egmont
Mientras viajábamos por mar no podía imaginar que no íbamos a una guerra más, sino a la más terrible, más sangrienta y también la más sucia a la que Fernando y yo habíamos asistido, que no habían sido pocas. Y para mi desgracia y, sobre todo la de mi amigo, he de decir que parte de la culpa la tuvo él, el duque de Alba, como luego verán los lectores, aunque para ser justos creo que aún fue más responsable de los dislates que a partir de ahora se iban a producir —¡Dios me perdone!— el rey nuestro señor, quien ordenaba a Fernando todos los detalles de la política que iba a desempeñar en los Países Bajos. Su poca habilidad para los negocios de Flandes, que ya había demostrado, aún sería más evidente a partir de ahora.
No. No nos pensábamos ni por asomo lo que íbamos a sufrir. Es más, creíamos que íbamos a culminar una fácil empresa para la que posiblemente ni siquiera habríamos de desenvainar las espadas, y que en caso de que se hubiese de recurrir a la fuerza militar, sería por breve periodo. Sería igualmente el fin de una gloriosa carrera militar. Fernando y yo teníamos ya sesenta años. Éramos viejos, llenos de achaques y lo normal era que la muerte, si no nos sorprendía en la guerra, lo hiciera con una pronta enfermedad. No obstante, las órdenes del rey eran claras y tajantes: cercenar toda brizna de rebelión, y a eso íbamos.
Pero no todo era positivo en el ánimo de Fernando. Su hijo y heredero Fadrique había sido encarcelado, meses atrás, por orden del rey. Su vástago era un mujeriego que ya había enviudado dos veces. Un año antes había prometido matrimonio a una dama de la reina con el único fin de lograr yacer con ella, pero una vez satisfecho su apetito carnal, decidió romper el compromiso. La burlada acudió a la reina, que, a su vez, explicó lo sucedido al rey Felipe, quien, ofendido, ordenó el encarcelamiento del futuro duque de Alba en el castillo de la Mota; sin duda era una buena oportunidad de poner en su sitio el orgullo de mi señor. Los ruegos de Fernando hicieron que nuestro rey atenuase un tanto el castigo y que le enviase, por tres años, a cumplir servicio de armas a Oran, hasta que al año siguiente se le permitió acabar de cumplir ese periodo de castigo en Flandes, junto a su padre. Quien sí nos acompañó fue su hijo natural, Hernando de Toledo, que era comandante militar en Italia. Lo hizo como general en jefe de la caballería hasta que, en 1571, se le nombró virrey de Cataluña.
Tras atracar en Génova, llegamos a Milán en donde se habían de reunir las tropas que estaban destacadas en Italia y que habíamos de llevar a Flandes. En total eran cuatro tercios: el de Lombardía, el de Cerdeña, el de Sicilia y el de Nápoles. Unidades veteranas, muy bien adiestradas y mejor mandadas, compuestas mayoritariamente por castellanos y el resto italianos. Éramos casi once mil hombres, con sus cañones y toda la impedimenta acarreada en cientos de carruajes y miles de mulas, a los que seguían una procesión de taberneros, cocineros, criados, sacerdotes, músicos, comediantes… y todo lo necesario para hacer soportable los duros meses que esperaban a aquel ejército. Entre el variopinto séquito que acompañaba a la tropa estaban unas disciplinadas mil quinientas rameras, pues Fernando había puesto especial empeño en que la tropa no molestase lo más mínimo a la población civil, calculando que con una mujer ligera de cascos por cada ocho hombres era suficiente para satisfacer los apetitos concupiscentes de la soldadesca.
He de reconocer que el orgullo me invadía al ver desfilar al son de los timbales a aquellos soldados bellamente uniformados, gallardos y disciplinados, orgullosos y altivos, portando entre sus armas los modernos mosquetes, que otorgaban una potencia de fuego hasta entonces desconocida. Marchábamos por el llamado Camino Español, rumbo a Flandes, que cruzaba Suiza, Saboya, Franco Condado, Lorena, Luxemburgo… todos territorios nuestros o de nuestros aliados, cuyos lugareños salían a vernos asombrados de nuestra marcialidad. A pesar de todo, los hugonotes franceses pensaban que ellos podían ser el objetivo y durante todo el trayecto nos estuvieron vigilando de cerca.
Tras dos meses de marcha llegamos a Flandes. La noche anterior Fernando convocó a los capitanes:
—Señores, sé que a muchos os intriga el motivo concreto de nuestro viaje a Flandes.
—Cierto, señor —respondió Julián Romero, haciendo de portavoz de los otros—. Pero no cuestionamos las órdenes y sabíamos que, en el momento oportuno, nos informaríais de todo aquello que debemos saber.
—Bien. Ha llegado el momento. Nuestro objetivo es acabar con la herejía que se ha apoderado de buena parte de las gentes que viven en ese territorio.
—¿Pero para eso es menester enviar tanta y tan buena hueste armada? ¿No sería más oportuno enviar hombres de Iglesia? Todos sabemos que en Flandes han sido llevados ya muchos más herejes a la hoguera que en España, ¡pues que siga así y con más fuerza!
—Eso sería lo normal si la herejía no contase con el apoyo de muchos nobles, que, aprovechándose de la debilidad y bondad de la gobernadora, han ido urdiendo apoyos y reclutando gente de armas en secreto. Lo cierto es que falta fuerza para llevar a todo hereje que se lo merece al patíbulo y de ahí la necesidad de esta mesnada.
—Entonces nos habremos de enfrentar a una rebelión —dijo pensativo Romero—. Quizás a una guerra abierta.
—En principio, no, pero no se puede descartar. Nuestro deber es restablecer la autoridad del rey y de la Iglesia, acabar con la herejía y con los que apoyan sus tesis. Pero para ello hace falta, y creo que con eso bastará, nuestra presencia. Así dejaremos claro que nuestro rey no está dispuesto a consentir más disidencias. Sólo tras la pertinente limpieza de herejes y de posibles rebeldes, nuestro rey viajará a Flandes para poner orden definitivo en las cosas del gobierno. Flandes es parte del reino, pero, recordad, los rebeldes y herejes han de ser tratados como perros traidores.
Todos asintieron, pero algunos, empezando por el mismo Romero, torcieron el gesto. Estaban acostumbrados a luchar contra herejes, extranjeros y súbditos rebeldes. Pero Flandes era diferente; sus soldados habían combatido durante décadas y hasta entonces codo con codo con los nuestros, con el emperador y con el rey, y no les gustaba a aquellos veteranos capitanes ni que la herejía rebelde hubiese prendido en sus tierras con tanta fuerza, ni que, llegado el caso, se tuviese que coger las armas contra ellos.
A mediados de agosto llegamos a Flandes. Los nobles locales, temerosos de las verdaderas intenciones de Fernando y de su ejército, salieron a recibirle y le colmaron de regalos de bienvenida en un intento de congraciarse. ¿A qué venía ese poderoso ejército si los más rebeldes ya habían huido y se había restablecido la paz? Cuando llegó Egmont con varios caballos de regalo, el duque de Alba dijo en voz alta, para que lo oyese todo el mundo, incluido el flamenco y a modo de chanza:
—Ahí viene ese gran hereje.
—Pero no uno cualquiera, sino el más grande de todos —respondió con igual humor Egmont.
Los dos se abrazaron, pero la tensión se cortaba en el ambiente. Los dos desconfiaban de las intenciones del otro y la conversación se quedó en un mero protocolo superfluo sin tocar el tema trascendental, que no era otro que la misión de Alba. La diferencia era que Egmont, pobre ingenuo, no pensaba ni por asomo lo que se le venía encima.
El 22 de agosto entramos en Bruselas, acompañados del conde flamenco, sin que apenas nadie saliese a recibirnos. Fuimos directamente al palacio de la gobernadora. Margarita nos recibió fríamente junto con los consejeros de estado. No podía ser de otra manera: había fracasado en sus intentos públicos y privados de impedir que su hermano enviase aquel ejército. Tras el saludo, y alegando Fernando deseos de instalarse, se acordó que días después tendrían una audiencia más formal.
Mi amigo pudo presenciar inmediatamente la hostilidad de casi todo el mundo a la llegada de sus fuerzas. Orange, antes de su huida, se había encargado de transmitir a todos las intenciones con las que Alba venía, cosa, que si no era obvia, un agente suyo en la corte de Madrid le había confirmado, por lo que el ambiente no podía ser más hostil. Ya que no había guerra contra nadie, los flamencos comenzaban a tomar aquello como una ocupación extranjera. En su bando, el duque de Alba insistía en que su misión no era otra que apoyar a la gobernadora y preparar el inminente viaje del rey.
El día de la entrevista no pudo empezar peor: los alabarderos de la guardia quisieron impedir la entrada de los hombres armados de Fernando y casi se lían a estocadas. Tranquilizados los ánimos, entramos en la gran sala. Allí estaba la gobernadora Margarita de Austria, duquesa de Parma, de pie y rígida junto a su mesa. La acompañaban varios consejeros, entre ellos Egmont. Mi amigo no pudo ser más cortés, y se descubrió ante ella a pesar de no tener tal obligación por ser grande de España. Ella, sin tapujos, le preguntó:
—¿A qué es debida vuestra presencia aquí? Mi hermano ya sabe que la paz ha vuelto y que está todo bajo control. Orange, el más díscolo y posible hereje, ha escapado y muy pocos son los que aquí quedan apoyándole.
—Sólo obedezco órdenes de vuestro hermano y he venido para estar a vuestro servicio —respondió Fernando.
—¿Podéis ser más concreto?
—El rey ha tenido a bien ser él quien os informe por estos despachos que aquí os entrego. Yo no hago más que reiterar mi servicio a vos.
—¡Sin duda tenéis alguna instrucción secreta!
—Repito que la única orden es apoyaros en vuestra lucha contra la herejía y los rebeldes que pueda haber. Estoy seguro de que a través de la abundante correspondencia que el rey y vos habéis mantenido, comprenderéis que el apoyo de un ejército nunca viene mal para prevenir los disturbios que los herejes han provocado hasta hace poco en estas tierras.
—Es cierto… Varios nobles han tenido un comportamiento indigno, han dejado actuar a los herejes, pero el peor, Orange, y los suyos ya se han ido. Ahora está todo tranquilo.
—¿Por cuánto tiempo?
—No os preocupéis por ello. Y si decís que venís a obedecerme y auxiliarme, ahí va mi única orden. Que volváis a España cuanto antes. Vuestra presencia no es sólo innecesaria, sino contraproducente. Y nadie me ha consultado sobre vuestra venida y ello no hace más que menoscabar mi autoridad ante el pueblo.
—No puedo señora. Todo menos eso. Sería ir contra las órdenes del rey.
—En ese caso —dijo, con la tez roja de rabia—, no me queda más remedio que renunciar al cargo y volverme a Italia. Temiéndome esto, ya he escrito a mi hermano.
—Como gustéis señora, aunque en el nombre del rey y el mío propio, lo lamentamos, y nada me hubiese sido más placentero que serviros. Estoy seguro de que vuestro hermano aceptará vuestra solicitud de volver a Parma junto a vuestro esposo.
Esta última respuesta tan fría y calculada la hizo palidecer. Se dio cuenta de que ya contábamos con eso y que incluso era deseable para su hermano su vuelta a Italia. Para el rey ella había sido blanda y sus contemplaciones no habían hecho otra cosa que alentar los disturbios y la herejía. Se percató de que Alba sería, sin duda alguna, quien la relevase. Tras una reverencia, Fernando salió del palacio y empezó a dictar órdenes. Sacó los despachos firmados por el rey, que le conferían las más altas atribuciones y comenzó a mandar.
Las primeras medidas del duque fueron distribuir y acuartelar sus tropas convenientemente. En segundo lugar, se dedicó a impartir justicia. Sólo después del duro castigo vendría el rey, quien, como muestra de magnanimidad, se dedicaría a aplicar el perdón para congraciarse con sus súbditos. Era, por tanto, urgente comenzar a preparar toda la represión que había de caer sobre toda persona cuyo comportamiento hubiese favorecido, de un modo u otro, la rebelión y las agitaciones heréticas de los meses pasados.
Yo no veía muy claro aquello, pero no era quién para pensar en contra de las sabias directrices que Fernando y el rey habían urdido, y menos para expresar reparos. Así, como simple amanuense me dediqué a pasar a limpio un larga lista de cientos de hombres, traída desde Madrid en secreto, en los que figuraban todos aquellos que, por sorpresa, en un día señalado, habían de ser presos. No pude ocultar mi asombro cuando entre aquellos nombres encontré el del conde de Egmont. Recuerdo que se me cayó la pluma de las manos e hice un borrón en el pliego. De los demás no sé, pues no los conocía, pero de él sí sabía que, aunque atolondrado, era un buen hombre, católico sincero y jamás sería traidor, aunque pudiese haber cometido algún error. ¡Dios mío! El pobre Egmont también; la injusticia clamaba al cielo… y yo sin poder hacer nada.
El día 5 de septiembre de 1567, en secreto, se constituía el Tribunal de los Tumultos, que habría de juzgar, o para ser más honestos, dar apariencia legal a la represión que estaba a punto de desatarse. Para cuidar las formas estaría compuesto por una decena aproximada de magistrados flamencos, y aunque muchos tenían voz, no tenían voto. Pero quienes llevaban la batuta eran dos siniestros leguleyos, venidos ex profeso de España, que sumisos a los deseos de mi amigo debían encontrar, o inventar, como fuese los cargos que permitiesen la encarcelación. Estos dos fiscales —o más bien asesinos, como se verá— eran Luis del Río y Juan de Vargas, que sí tenían voto. Huelga decir que la máxima, por no decir única, autoridad la ejercía Fernando y todo ello estaba destinado a darle una pátina de legalidad cuando, de hecho, el castigo hacia los reos ya estaba estipulado de antemano. El rey, informado de la composición del tribunal, dio su aprobación entusiasta al mismo.
Al día siguiente, Fernando me hizo la confidencia de que el día 9 sería el señalado para ordenar en todo Flandes el arresto de los implicados en rebeldía. Ni se me pasó por la cabeza decirle nada sobre Egmont. Conocía su aversión hacia él, pero también era consciente del pleno convencimiento de la justicia de lo que iba a hacer. Creía en la mano dura contra herejes y rebeldes, y sabía que era absurdo tratar de convencerle. Yo no hice ningún comentario y asentí como si nada, pero un terrible dilema surgió en mi conciencia: ¿debía advertir al conde de Egmont? Sin duda que sí, pero ¿cómo hacerlo? No podía traicionar a Fernando, su amistad, por más que ahora yo estuviese en contra de sus medidas. Dios mío, ¡qué sería de mí! Además, seguro que había otros muchos en aquella lista que también eran inocentes y a ellos nadie les informaría; y si alguien lo hiciese, los demás serían avisados y todos los culpables podrían huir del justo castigo que merecían. Por otra parte, ¿quién era yo, humilde plebeyo, para atreverme a cuestionar aquellas decisiones tomadas por gente mucho más ducha y entendida que yo? ¿Acaso no sería un pecado de soberbia?
Estaba yo atribulado con estas cuitas cuando, por fin, decidí cómo actuar. Había decidido advertir al bueno de Egmont; sólo a él. La fortuna había hecho que yo le conociese, y traidor a la verdad y a su honrada condición de súbdito de su majestad hubiese sido no intentar hacerle llegar el ruego de que huyese. Pero no debía de ser yo quien le enviase el mensaje; apenas podía recordarme y era bueno que el mensajero fuese alguien más cercano con quien hubiese compartido algunas batallas. El que mejor podía hacerlo era Julián Romero, maestre de uno de los tercios y veterano de San Quintín y Gravelinas, entre muchas campañas, y a quien sabía que le dolería mucho, por injusto, aquel castigo contra su compañero de armas. Esa noche me dejé caer por el mesón donde solía solazarse el maestre de campo. Entré y le vi rodeado de sus capitanes, bebiendo y jugando a los dados. Me senté en un rincón, lejos del fuego y embozado en mi capa esperé a que pasase uno de los mozos, al que disimuladamente le di una moneda para que le dijese a Romero que quería hablar con él. Al poco, extrañado, el militar se levantó y con mirada curiosa y una mano en el pomo de su espada, avanzó hacia mí. Cuando se puso a mi lado, dejé ver mi rostro a la luz del candil que había sobre la mesa.
—¡Ah, sois vos!
—¿Me conocéis? —repuse.
—Demasiado humilde sois, Álvaro. Todos saben quién sois y que el duque os debe muchos favores. Sois su mano derecha y su discreta sombra, aparte de un leal y fiel amigo. Sin duda mereceríais entrar en la nobleza, ¿no habéis pensado en solicitar la entrada en alguna orden como la de Santiago? Yo estoy en ello y si queréis…
—No, gracias, ahora son otras mis preocupaciones —dije, cortándole.
—Bien, decidme, a qué se debe vuestro deseo de hablarme aquí a escondidas y con esta premura.
—Primero, os pido palabra de honor de secreto sobre lo que os voy a explicar, así como de este encuentro.
—Pero…
—¡Tranquilo! No es nada contra el rey, ni contra la religión… Hace referencia, digamos, que a un mutuo amigo.
—Bueno, en ese caso tenéis mi palabra. Hablad.
Le expliqué lo de aquella lista en la que figuraba el nombre de Egmont, que me parecía una injusticia, de mis dudas, temores, pero que, a pesar de todo, debíamos avisarle. Me escuchó con atención y pude contemplar el dolor en su mirada. Bajó los ojos, y tras un largo silencio, me dijo que estaba de acuerdo conmigo, que aquello era una bellaquería y que él iría a advertirle al día siguiente. Yo me alegré y le cogí el brazo, pero enseguida me alarmé.
—Pero es muy tarde —dije yo—. ¡Quizás no disponga de tiempo para huir!
—Álvaro, como bien habéis dicho, hemos de salvar a Egmont, pero no alertar por ello a los enemigos del rey. Avisándole la víspera de las detenciones le damos tiempo a escapar, pero sin que él, que en esto es duro de mollera, pueda avisar a nadie, cosa que haría, nos gustase o no, y sin reparar si son enemigos de su majestad o no.
Su argumento era contundente y no pude alegar nada. Me levanté, le di un abrazo y quedamos en que me explicaría el resultado de su gestión. Con la conciencia más aliviada salí de la taberna y volví a palacio a dormir ya más tranquilo.
El día 9 por la tarde me llegó la desgraciada noticia de que Egmont había sido apresado y, junto a él, a cientos más en todo Flandes. Angustiado, corrí a la taberna en donde había tratado con Romero. Allí le esperé para que me explicase lo acontecido. Al cabo de un rato entró, miró alrededor, y no advirtiendo miradas sospechosas, se sentó en mi mesa del rincón.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté agitado.
—Pues nada… lo que tenía que pasar, conociendo al botarate de Egmont.
—Pero ¿no le avisasteis?
—¡Claro, hombre! —contestó, abatido mientras refugiaba su cara en el vaso de vino.
—¡Pues explícamelo, por favor!
—Anoche me presenté en su casa. Iba solo y embozado, pues no quería revelarle mi identidad. Primero hablé con su esposa y le dije que quería hablar urgentemente con el conde. Sé que ella nos escuchó, pero no me importó, pues en todo momento me mantuve a cubierto. Aunque estoy seguro de que al final Egmont adivinó quién era yo.
—¿Y le hablaste?
—Le expliqué lo que me dijiste, aunque sin mencionar tu nombre. Le insté para que esa misma noche cogiese una montura y saliese de Bruselas…, pero fue inútil.
—¿Qué te dijo? ¿No te creyó?
—No lo sé, pero repitió una y otra vez que él no había hecho nada, que no era ningún traidor o rebelde, que era fiel católico y súbdito del rey Felipe y que, por ello, nada debía temer. Insistí, tratando de explicarle que una cosa era ser inocente y otra parecerlo, que podía haber cometido en tiempos recientes algún error que pudiese dar a entender una conducta extraviada… ¡Nada!
—¿No le indicaste que podía irse y luego volver si no pasaba nada?
—También, pero confiaba en la justicia del rey y como nada había hecho, nada debía temer. Además, dijo que un caballero no escapaba de esa manera y que hacerlo sí que daba pie a pensar mal de él. Y añadió que el de Orange ya le había advertido y rogado que escapase con él a Alemania, pues ya conocía los modos de pensar y hacer del duque y que sabía, por un espía suyo en Madrid, de una lista —me temo que la misma de la que vos me hablasteis— en donde estaban sus nombres, pero que él había rehusado acompañarle, pues eso sería señal de culpa, de la que está a salvo.
—Pero ¿no le hablaste de que, efectivamente, su nombre estaba en esa lista secreta?
—Sí, y me volvió a decir que un caballero no puede creer en tan torcidos y aviesos métodos y su honor le impedía…
—¡Él y su maldito código caballeresco! ¡Me cago en su estúpido honor! —exclamé, dando un golpe en la mesa—. Tiene razón Fernando en que con eso no se va ninguna parte, y mira, empeñándose en esa mierda de honor, no consigue otra cosa que dar con sus huesos en la cárcel. Tiene gracia la cosa. ¡Menos mal que yo como plebeyo no tengo honor!
—Déjame seguir, Álvaro, y no te calientes… has hecho lo que has podido.
—Perdona…
—Me dijo que este mediodía él y otros estaban invitados a almorzar con el duque y su hijo Hernando, para estudiar una serie de fortificaciones que iban a levantarse en Flandes y que no podía dejar de asistir. Le advertí que, con más motivo, que esa comida seguro que sería una trampa… Al final desistí, pues mis ruegos no le afectaban en absoluto. Mientras me alejaba llegué a la conclusión de que el conde es tan ingenuo que no podía creerse tal urdimbre contra él… o quizás era simple tozudez para no huir, algo que su sagrado honor le impedía hacer… No sé.
—¿Y qué pasó hoy?
—Pues lo previsto. Tras la comida y varias horas de cordial reunión, mientras departían amablemente, tu señor el duque se ausentó un momento del salón, entrando en ese momento la guardia y procediendo a la detención. Según me han contado la cara de Egmont era todo un poema. Como no podía ser de otra manera, cuando le pidieron su espada la entregó diciendo que con ella se había vertido mucha sangre de los enemigos del rey y de su padre… ¡genio y figura! También fue detenido con él el conde de Horn.
—Típico de Fernando. Detener a alguien tras un almuerzo cordial donde su invitado se ha relajado y confiado. Ya lo hizo en Alemania hace años. ¡Dios mío! En estos momentos odio ser su amigo y servirle…
—No te tortures. No puedes hacer otra cosa, y sin tu apoyo y moderación más cruel y duro podría aún mostrarse… Y es duro y a veces cruel, pero bien sabes que también tiene virtudes.
—Sí, poco puedo hacer, y menos cuando con él está el bastardo de su hijo, Hernando, ambicioso en extremo y duro como su padre, pero sin sus virtudes, y que ejerce una nefasta influencia sobre él.
—Malos días nos esperan —dijo pensativo Romero.
—Sí, me temo que serán muy duros y que no saldremos muy bien parados.
En esa jornada y en las siguientes cientos fueron los detenidos. La prisión suponía la inmediata confiscación de todos sus bienes. Por todo Flandes cundió el pánico, y Fernando creyó que su plan había sido todo un éxito, pues nadie se atrevió a protestar. Mientras tanto, en Madrid, y por órdenes expresas del rey, se procedía a prender al emisario flamenco que aún estaba en España tratando de componer el asunto, el barón de Montigny así como a otros flamencos que allí se encontraban y que se presumía estaban en contacto con los rebeldes flamencos. El pobre barón sería mandado asesinar —tal nombre es lo que merece, pues no hubo en medio ningún tipo de proceso— años después en el alcázar de Segovia, en donde fue recluido por orden directa del rey. Me atrevo a decir que fue un grave pecado de su majestad y seguro que no debió tener muy a bien su conciencia, pues ordenó que tal crimen fuese ocultado y la muerte aparentada como natural, llegando a mandar que un médico con sus pócimas fuese de aquí para allá simulando dolencias que no existían. Por supuesto, su propia esposa fue informada de que había fallecido por causas naturales. ¡Ah, cuánta falacia! Pero dejando aparte consideraciones morales, hay que reconocer que la operación había estado muy bien planeada.
Una noche después de cenar en que vi de buen humor a Fernando, decidí abordar el asunto con él.
—Fernando, ¿no crees que ha sido excesiva la detención de Egmont y de algunos otros? Han sido grandes aliados en el pasado y fieles súbditos…
—No sigas —me cortó Fernando—. Te juro por lo más sagrado que me duele tanto como a ti. Ya sabes que el mentecato ese no era de mi simpatía, pero he de reconocer que siempre fue valiente y leal, al menos hasta que se mezcló con los herejes de estas tierras.
—Pero entonces, ¿por qué le has prendido? Es alguien muy querido aquí y esta acción puede despertar mucho rechazo.
—Mira Álvaro, es preciso cortar por lo sano, dar un escarmiento. Y puedes estar seguro de que todas estas detenciones estaban decididas por el propio rey, y yo no he hecho otra cosa que cumplir órdenes. Acabo de recibir una carta suya en donde me felicita por las detenciones practicadas. ¿Y sabes una cosa? Varios de los detenidos, sobre todo en las provincias de Frisia y Holanda, llevaban el siniestro tatuaje con la C que ya vimos en aquel sicario que quiso matar a Montmorency. ¡Larga es la mano del diablo!
—Ya veo… —contesté, sorprendido por la envergadura del despliegue herético—. ¿Y cuáles son los pasos siguientes?
—De momento, demostrar nuestra fuerza y determinación; cualquier duda o benevolencia podría ser interpretada por el enemigo como signo de debilidad, con lo que se animarían aún más en sus acciones contra el rey y la religión.
—¿Y luego?
—Esperar a que todo se tranquilice. Hasta ahora todo ha ido bien y así se lo he comunicado al rey. Con todos estos notables en la cárcel y sus bienes incautados estoy seguro de que el miedo atenazará a todos los demás y el orden quedará establecido. Sólo será necesario quemar a algún recalcitrante hereje que estuvo más comprometido en los actos asesinos de meses pasados. Luego vendrá el rey, y haciendo uso de magnanimidad, indultará a casi todos, pero con la autoridad real y la religión salvaguardada.
—Entonces ¿crees que su majestad indultará a Egmont?
—Estoy casi convencido; es más, creo que dentro de poco podremos volver a casa con todos estos negocios resueltos. Ése es mi deseo al menos, y así lo he comunicado a la corte. Tengo mis años, este clima tan húmedo me resulta muy insano y te juro que quiero acabar cuanto antes. No tengo intención de meterme en una guerra ni derramar más sangre de la estrictamente necesaria.
Conocía a Fernando y sabía que decía la verdad. Y conmigo hacía el esfuerzo y tenía la deferencia de explicarme sus razones, algo que no hacía con nadie. Él estaba de acuerdo con las órdenes del rey, pues siempre había pensado que el principio de obediencia era lo más sagrado. También era evidente que creía que deteniendo a buen número de notables, las aguas volverían a su cauce y no sería necesario desenvainar las espadas. Esta conversación franca que pude mantener con él me tranquilizó y alegró. Pero, por desgracia, las cosas no iban a evolucionar como el rey y Fernando esperaban.
Los presos, en octubre, eran ya más de quinientos, y el duque estudiaba cada caso en persona tratando de aquilatar la pena más justa; y he de decir que, en esas semanas, pocas sentencias de muerte firmó. No obstante, nuestros espías le informaron de que los huidos de Flandes, bajo la directriz de Guillermo de Orange, estaban planeando una invasión desde Alemania y Francia en connivencia con los herejes de ambos estados. Eso vaticinaba un pronto estallido de una guerra que, como temía Fernando, podía interferir en la, hasta el momento, exitosa política de pacificación. Informó al rey de esta cuestión, así como del riesgo que implicaba tener que coger las armas contra parte de los flamencos que apoyasen a aquellos rebeldes y herejes. De ello no era partidario, pero si no había más remedio tendría que hacerse. Por otro lado, esa cirugía iba más con su estilo de soldado que no la de diplomático. Hombre de blancos y negros, escribió al rey diciendo que «mucho más vale reino gastado y arruinado mantenido por guerra para Dios y para el rey, que entero sin ella para el demonio y sus secuaces herejes». El monarca, dada su mentalidad, no pudo estar más de acuerdo con él y le dio carta blanca, a pesar de los abundantes consejos en contra que recibió tanto de prelados como embajadores, que, además, le apremiaban a viajar cuanto antes a Flandes a mostrar la grandeza de su perdón.
Aprestóse pues para la guerra el duque de Alba. Lo hizo en parte con disgusto, ya que prolongaría su estancia en Flandes, así como la solución del problema, pero en parte con satisfacción, pues volvía al terreno militar en el que él estaba cómodo y confiaba poder vencer y acabar de una vez por todas con los rebeldes. En abril de 1568 se inició la invasión. Tres ejércitos de los rebeldes, con la colaboración de herejes franceses y alemanes, entraron desde Francia y Alemania. Urdiéndolo todo estaba Guillermo de Orange, lanzando proclamas en nombre de la libertad de religión, de la expulsión de los españoles y de la Inquisición, aunque cuidando de no acusar al rey de nada. Oficialmente, se rebelaba contra el mal gobierno y la intolerancia religiosa, pero no contra su majestad.
La primera incursión vino desde Alemania, por cerca de Mastrique, pero nuestros heroicos tercios aniquilaron a los tres mil hombres que la formaban, capturando a su jefe, el señor de Villars, quien confesó el plan tramado y delató a sus cabecillas, siendo luego ejecutado. Al mismo tiempo, desde Francia, otros tres mil hugonotes también atacaron, pero mordieron igualmente el polvo. El ataque más peligroso se produjo a finales del mes, también desde Alemania, y fue dirigido por Luis de Nassau, hermano de Guillermo de Orange, y estuvo todo el mes de mayo pavoneándose por la provincia de Frisia. Contra él se envió al tercio de Cerdeña, bajo el mando de Gonzalo de Bracamonte. No obstante, se dejó que el fiel conde de Aremberg, jefe militar de la provincia, comandase las tropas. Los españoles no se fiaban mucho del noble flamenco y comenzaron a maldecir injustamente. Ello impulsó al conde, a fines de ese mes, a lanzarse alocadamente al ataque para acallar esos rumores. Su valentía le llevó a enfrentarse con Adolfo de Nassau, el lugarteniente de su hermano, y ambos se mataron en heroico combate. Pero el resultado fue nefasto y muchos bravos españoles murieron, perdiéndose los dineros y seis cañones. Esta grave y primera derrota provocó un efecto pernicioso en el ánimo de Fernando, que le hizo darse cuenta de que la rebelión no sólo era real, sino que se vio que ciertas zonas de Flandes simpatizaban, en mayor o menor grado, con los rebeldes.
Pero lo peor fue que, ante la rebelión que comenzaba a estallar y a propagarse, la suerte de los cientos de presos no hizo más que empeorar. Su libertad era exigida por Orange y los suyos, convirtiéndoles no sólo en cómplices involuntarios de la sublevación, sino en bandera de los rebeldes. El resultado es que el Tribunal de los Tumultos comenzó a actuar con mucha más dureza y a dictar penas de muerte, pasando a conocerse entre la población como el Tribunal de la Sangre. Puestos a combatir, a Fernando nadie le ganaba en determinación, dureza y crueldad. Lo malo era que se trataba de una guerra que se daba tanto en las fronteras como en el interior. Así, a lo largo de esa primavera fueron ejecutados unos seiscientos hombres sentenciados por la firma de Fernando. Aprovechando el miércoles de ceniza, otra vez por sorpresa, cientos de presuntos rebeldes fueron apresados sembrando el pánico entre todos los habitantes de Flandes. A finales de mayo se decretó oficialmente el destierro de Orange y todos sus bienes fueron confiscados. Y la suerte del pobre Egmont estaba también echada.
Fernando debía marchar al frente, lejos de Bruselas, pero antes quería liquidar el tema de los nobles presos. El 1 de junio fueron decapitados dieciocho reos acusados de rebeldía y tres más al día siguiente. Esa noche fue Fernando quien me llamó.
—Álvaro… —me dijo.
—Ya sé —le interrumpí—. Vas a ejecutar a Egmont.
—Sí, no tengo más remedio —contestó, mirando al suelo—. No hacerlo sería debilidad. No me gusta llevarlo a cabo, fue un tonto, no un traidor, pero debo hacerlo para que los demás escarmienten.
—Pero si tú sabes que él es eso, un inocente, sin maldad…
—El problema no es lo que es, sino en lo que los rebeldes y los acontecimientos le han convertido.
—Ya… Las razones de estado.
—Sí, las razones de estado. Te juro que me duele en el alma.
—Pues no lo hagas ¡Por Dios!
—Álvaro, no te confundas. No he de darte explicaciones, pero lo hago por la conversación que tuvimos hace unos meses y porque los dos conocemos a Egmont desde hace años… y te repito que lo mío es luchar en el campo de batalla, no en los tribunales dictando sentencias.
—Pero lo haces.
—Sí, yo firmaré su sentencia, pero quien le ha llevado a la muerte es ese perro hereje de Orange. Y por cierto, acabo de enviar a su hijo a España para que sea educado en el catolicismo. Ese que dice ser su amigo, al rebelarse ha condenado a muerte a él, a Horn y a todos los demás. Ese cerdo ha impedido, con su rebelión, que venga el rey a otorgar clemencia. No te equivoques, ¡ellos son el enemigo y los verdaderos responsables de la ejecución del conde!
—Pero con esas razones de estado que esgrimes, ¿no crees que matar a Egmont, aunque se lo mereciese, puede ser un terrible error? Recuerda que tiene mucha fama en estas tierras, que es muy querido y que sus gentes se pueden indisponer contra el rey. Posiblemente sería más inteligente el perdón y la magnanimidad. Tú puedes hacerlo, tú puedes concederle el perdón argumentando sus servicios pasados, y así no aparentar debilidad. ¡Hazlo, por favor!
—No estoy de acuerdo… ni yo ni el rey. ¡Hay que escarmentar! Sólo demostrando dureza implacable el enemigo verá que no estamos dispuestos a tolerar ninguna disidencia. Recuerda que el miedo es útil.
—Pero recuerda que la política no es lo tuyo y esto no es luchar contra franceses o herejes alemanes. Esto se puede convertir en una guerra civil, política, para la que, perdóname, no tienes la habilidad necesaria.
—¡No te consiento tales confianzas!
—Perdona, Fernando, pero tú siempre has dicho que odiabas la política, y esto más que una guerra es un avispero político.
—¡Cállate! ¡No me hables más!
Tras decir eso, se fue. Yo guardé silencio, pero la noticia corrió como la pólvora horas después. La esposa del desgraciado conde imploró el perdón en una conmovedora carta; otras muchas fueron redactadas y enviadas en esos días. A favor de la clemencia abogaban también muchos sectores de la corte española, de la romana, de la del imperio y de otras más, pero nada conmovió el corazón de Fernando. Tenía carta blanca del rey para ejecutar a los reos y llevar la represión hasta donde considerase oportuno, y para el duque de Alba, aunque dolorosa, era necesaria tal medida de fuerza tan cruel e injusta. De esta manera, decidió ejercer la facultad represiva que el rey le había conferido. Sí, por más que me duela reconocerlo, he de decir que fue Fernando el principal responsable de la muerte de Egmont y de los otros en el cadalso. Oficialmente, de cara a la galería y a sus críticos, se refugiaba en que había sido el Tribunal de los Tumultos el que había votado libremente la muerte, y que él sólo ponía la firma de la sentencia. Al menos conmigo tenía la decencia de no utilizar esa excusa. Él tenía la última palabra y él pudo otorgar gracia, pero no supo, no quiso, o su errada conciencia le indicó que ése no era el camino para salvaguardar Flandes.
Un día más tarde, Egmont y Horn fueron trasladados a Bruselas desde Gante, donde estaban recluidos. Fernando llamó al obispo de Ypres para encargarle que transmitiese la sentencia a los reos y darles los últimos sacramentos. Me preguntó si quería ir a acompañar al prelado y, sin saber bien por qué, asentí. Recuerdo que cuando entramos en la celda de Egmont, éste se hallaba profundamente dormido. El obispo lo sacudió suavemente y le despertó. A continuación, quiso explicarle el motivo de su visita, pero la emoción le impidió hablar por lo que se limitó a entregarle una copia de la sentencia. Yo, avergonzado, mantenía los ojos clavados en el suelo y sólo me atreví a mirar al reo cuando éste comenzó a leer.
Enseguida le mudó el semblante; el pobre no se lo esperaba y en su ingenuidad seguía creyendo que todo era un error y que, al final, su fidelidad al rey y a la religión sería reconocida y se le pondría en libertad con su honor a salvo. Sus ojos se nublaron y, de pronto, se posaron en los míos que también comenzaban a temblar.
—¿Sois Álvaro, el secretario y amigo del duque de Alba?
—Lo soy —respondí, sollozando ya abiertamente.
—¿Y qué hacéis aquí? ¿No es vuestro amo quien ordena mi muerte?
—Sí, él lo ordena. Pero quiero que sepáis que lo considero injusto —respondí, armándome de valor.
Ante mi respuesta, el obispo, el cardenal y los guardias me miraron asombrados. No entendían qué hacía yo allí y menos la osadía de mi comentario que desautorizaba al mismo duque de Alba, pero lo cierto es que a esas alturas de mi vida, a mí ya no me importaba nada.
Se hizo un silencio que pronto rompió el conde musitando repetidamente «no puede ser». Al poco me miró y me dijo:
—Gracias por haber venido. Sois valiente, Álvaro.
—No, señor. Soy cobarde y, por suerte o por desgracia, no tengo ese honor que es vuestro timbre de orgullo y que, posiblemente, os ha llevado a esta condena.
—Es igual. No podéis hacer nada. Voy a redactar una carta y os ruego que se la entreguéis al duque. No es para pedir clemencia, pues eso sólo lo hacen los criminales y reos de traición, y yo no soy culpable de nada. Lo único que quiero pedir es que vele por mis hijos, que son muchos, y mi santa esposa que es mucho el disgusto que se le viene encima y las dificultades para sacar a mi familia adelante. Por favor, ¿le entregaréis una carta en esos términos?
—Lo haré, lo juro.
—Gracias —dijo compungido, apoyando su mano en mi hombro—. Y ahora dejadme a solas con el señor obispo para poder confesarme y comulgar.
Salimos todos de la celda, menos el prelado. Yo no me recataba en ocultar mis lágrimas y los demás, quien más quien menos, también estaba afectado por el cuadro. Al cabo de una media hora salió el obispo con la carta, que me entregó, diciéndome que podía leerla si quería. Así lo hice y, como era de esperar, reiteraba en ella su inocencia, que no había sido rebelde ni hereje y que sus posibles errores siempre habían sido cometidos con buena fe. Concluía rogando que el rey tuviera a bien cuidar de su mujer y de sus numerosos hijos y criados.
Con la carta en la mano y los ojos todavía húmedos, volví a palacio. Sin decir nada, entré en el gran salón y se la tendí a Fernando. Se levantó y me miró con frialdad. Sabía que ya le habían llegado noticias de mis comentarios en la celda de Egmont y esperaba de su parte un abierto reproche, o un golpe, y me dispuse a encajarlo con todas sus consecuencias. Pero su reacción no fue ésa; mantuvo el silencio y también me puso la mano en el hombro, cosa que no supe interpretar. Curiosamente, había hecho el mismo gesto que el desgraciado del conde. Cogió la carta, la leyó y me dijo:
—Haré lo que pueda. Ahora vete.
Desconcertado, deambulé por los pasillos sin parar de pensar. Fernando era demasiado inteligente y me conocía demasiado para no saber, o al menos sospechar mi reacción en la celda y, sin embargo, me había enviado allí. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no me había abofeteado, como podía esperarse? No me lo explicaba y estaba claro que si se lo preguntaba jamás me lo diría. Ahora, con los años, pienso que dejarme ir allí era una manera de ir él y que por mi boca también fluyeron sus pensamientos. Él sabía que la sentencia era injusta, aunque creía que debía de aplicarla. Pero su orgullo y su cargo no le permitían ir a ver a Egmont, menos excusarse, o actuar como yo había hecho. Eso explicaría que me hubiese invitado a ir y que luego, ante mi comentario, no me hubiese castigado. O simplemente había evitado cualquier reproche por el cariño que me tenía, porque sabía que, a pesar de que yo pudiese criticarlo, nunca le abandonaría y siempre estaría a su lado… No lo sé. De todas formas, por desconfianza hacia mí o por exceso de trabajo, cada vez me fue desplazando de la secretaría de los asuntos oficiales relacionados con Flandes y la corte, dejándome la tarea de cuidar a distancia de sus posesiones en España. El encargado de asumir todas esas tareas más comprometidas fue su otro secretario, Juan de Albornoz. Una gran brecha, posiblemente insalvable, se había abierto entre Fernando y yo.
Ya por la tarde del día 5, me aposté en un gran ventanal desde el que se veía toda la plaza mayor de Bruselas. El cadalso estaba levantado y de todos las balconadas colgaban tapices negros. Al poco, tres mil soldados españoles ocuparon la plaza y la rodearon por completo, impidiendo que la muchedumbre, que desde hacía horas estaba allí agolpada, se acercarse adonde había de producirse la decapitación.
Al cabo de unos minutos, llegó la siniestra procesión con el obispo a la cabeza, seguidos de los condes de Egmont y Horn. Julián Romero, con sus guardias, marchaba junto a él con la cabeza inclinada, para esconder sus lágrimas. En silencio, el conde de vez en cuando le lanzaba una mirada, seguramente lamentando no haberle hecho caso aquella noche. Muchos ciudadanos derramaban lágrimas, pero nadie se atrevía a lanzar un grito de protesta. Sólo se oía el lúgubre redoble del tambor que anunciaba la marcha, lo que contrastaba con el tremendo silencio que imperaba en toda la plaza que se había engalanado con crespones negros.
Romero les había dejado las manos libres a los reos. Egmont llevaba un pañuelo en una mano y en la otra un libro de salmos que iba leyendo. Vestía de rojo, con capa corta y sombrero de plumas. En el patíbulo le esperaba el obispo, que se había adelantado, y el capitán Salinas. Nada más subir al estrado, recibió la bendición del obispo y se dirigió luego al verdugo, al que dio una moneda según la tradición para que ejecutase rápido y bien su trabajo. Salinas me explicó que también le dijo que apresurase su muerte «antes de que mi alma caiga en la desesperación». Tras ello, se quitó el sombrero y la capa, besó el crucifijo, se cubrió el rostro con un velo y apoyó la cabeza en un cojín que había sobre un grueso madero. Luego, ofreció su cabeza al verdugo mientras susurraba: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu». En medio de una quietud sólo interrumpida por los tambores se oyó el golpe del hacha y, de repente, los redobles callaron, dejando la plaza sumida en un gélido silencio. Egmont tenía cuarenta y seis años y había muerto con el mismo valor que había vivido.
En el momento de caer el hacha aparté la mirada de aquella horrenda visión. Entonces sorprendí a Fernando que, desde otro ventanal, miraba la escena tras los cristales. Estaba solo y pude ver cómo gruesos lagrimones le caían por las mejillas. Me invadió una mezcla de sentimientos hacia él: rabia e indignación por lo que había hecho, pero también una profunda pena por el papel que tenía que adoptar, y las decisiones tan abominables que estaba obligado a ejecutar por su fidelidad al rey y su estrecho código de valores. Él no me vio, y yo volví la cabeza hacia la plaza, pues, en ese instante, lo que menos deseaba era cruzar mi mirada con la suya.
A los pocos minutos se repitió la escena con Horn. Se comportó con la misma valentía y dijo las mismas palabras ante Dios. Él tuvo que sufrir el dolor añadido de contemplar el cuerpo ensangrentado de su amigo, tendido en la tarima, pero no por ello flaqueó. Tras las ejecuciones, las cabezas de los nobles quedaron expuestas durante unas horas, clavadas en dos picas en la plaza, hasta que Romero se hizo cargo de ellas, depositándolas junto a sus cuerpos en sus respectivos ataúdes, negándose a que fuesen enviadas al rey como sugería algún servil. Los cuerpos fueron trasladados a dos iglesias, donde miles de personas fueron a rendirles tributo. Antes, en la plaza, cientos de espectadores de aquella truculenta escena acudieron a toda prisa a impregnar sus pañuelos de aquella sangre que luego guardaron como relicarios. Habían nacido dos mártires que, al final, desde el cielo, habrían de vencer a los ejércitos de mi amigo el duque de Alba.
Fernando había demostrado que la política no era, efectivamente, lo suyo, pues aparte de una tremenda injusticia, había cometido un flagrante error que le enemistaría con todo Flandes.