De cómo somos testigos de los dramas de la corte, mientras comienza a envenenarse el problema de Flandes
Durante esos años de estancia en la corte, hubo una cuestión que condicionó muy gravemente todos los asuntos de estado y que, a la larga, también interferiría en el conflicto que se estaba cebando en las tierras de Flandes. Asimismo fue un terrible tormento para nuestro rey, que ensombreció aún más su ya retraído carácter, provocándole una notoria amargura y tristeza. Me refiero a la terrible enfermedad mental del príncipe Carlos, el hijo de Felipe II.
Había nacido en 1545 en Valladolid, y unos días después moría, a causa del parto, su madre, María de Portugal, la primera esposa de nuestro rey. Durante los primeros años sus amas de cría ya contaban que no era normal, con incesantes llantos y maltrato a sus ayas y nodrizas, que empezaron en cuanto pudo alzar la mano contra ellas. Se cuenta que, de niño, ya mostró unas inclinaciones malvadas, propias de una mente enferma. No dudaba en abrir en canal a pequeños gazapos que le traían para jugar y, más tarde, a caballos, deleitándose en verles morir desangrados. En los estudios tampoco progresaba y sus maestros se quejaban reiteradamente a su padre, por carta y en persona, desesperados, no ya de su incapacidad para aprender, sino de su actitud indisciplinada e irrespetuosa que le llevaba a agredirles físicamente y a insultarlos. Todo ello fue cimentando, entre sus parientes y preceptores, la idea de que su mente no regía bien, a pesar de la ceguera que el amor causaba en su padre.
Es sabido que su abuelo, el emperador, le conoció cuando marchaba a su retiro a Yuste y, tan mala impresión le causó, que nunca más quiso recibirle. Es más, cuando su padre Felipe requirió su presencia en Flandes, para ser presentado como futuro soberano de los Países Bajos, su abuelo prohibió a Ruy Gómez que se lo llevase para evitar causar mal efecto ante los nobles flamencos, al menos hasta que mejorase.
Lo cierto es que la criatura —¡pobre desgraciado!—, a medida que se fue desarrollando, evidenció cada vez más anormalidades de la mente y espíritu, así como ciertas deformidades físicas que le hacían parecer un tanto extraño ante todo aquel que lo mirase por primera vez. Para ser honestos, y aunque los pintores de la corte siempre disimularon sus defectos, le recuerdo jorobado, cabezón, cojo, canijo —a pesar de comer desaforadamente—, enfermizo y febril, tartamudo y sin saber pronunciar ni la «l» ni la «r». Hasta los tres años no aprendió a hablar y siempre escribió muy mal, siendo casi imposible interpretar lo que sus letras decían; y huelga decir que todo ello a pesar de tener a su servicio a los mejores médicos y preceptores de todo el reino.
Su padre, obnubilado por el amor, siguió sin querer prestar atención a todas estas taras y, haciendo oídos sordos a las voces que clamaban denunciando su anormalidad, le proclamó, con sólo catorce años, heredero en las Cortes de Castilla. Todos veíamos un dislate en tamaña decisión, pero nadie osó contradecir al rey. El juramento tuvo lugar a fines de 1559, al poco de volver nosotros de Francia, y Fernando, dado su alto cargo, tuvo un papel relevante en la ceremonia. Por descuido, debido a sus preocupaciones, me dijo mi amigo, se olvidó de besarle la mano en la ceremonia, y cuando más tarde fue a hacerlo, el príncipe Carlos le insultó gravemente lo que obligó al propio rey a intervenir para exigir a su hijo que pidiese disculpas al duque de Alba.
Se pensó que podría ser útil internarlo en el palacio arzobispal de Alcalá de Henares junto a jóvenes de su edad, como su tío don Juan de Austria (hermanastro de nuestro señor rey) y su primo Alejandro Farnesio. A los tres se les enseñó y adiestró en todas las ciencias, las artes militares y en los ejercicios físicos, pero mientras sus dos parientes aprovecharon con esmero las lecciones, él, un lerdo absoluto, fue incapaz de introducir en su mollera ningún conocimiento. No sólo eso, sino que con la pubertad despertaron en su alma unas tendencias sexuales insanas, y según cuentan sus íntimos, gozaba con el dolor de las mujeres a las que golpeaba él mismo u ordenaba maltratar, aunque era incapaz de consumar el acto matrimonial. En otra ocasión se le sorprendió practicando el acto del bestialismo (¡Dios me perdone por contarlo!) y degollando, a continuación, al pobre animal víctima de sus perversiones. Todas estas noticias desalentadoras llegaron a su padre, quien, a la fuerza, tuvo que acabar aceptando la anormalidad de su hijo, por lo que sería imposible casarle y menos esperar un heredero de su persona. Por eso se vio obligado a suspender la proyectada boda con la hija de rey de Bohemia.
Contando dieciséis años, en su residencia de Alcalá, tuvo un serio percance que le llevó a las puertas de la muerte. Aunque se le vigilaba estrechamente para que no saliese de sus aposentos, una noche logró escapar con el fin de ir a la estancia de la hija de un sirviente. Caminando en medio de la oscuridad se cayó, hiriéndose gravemente en la cabeza y quedando inconsciente. Todos los médicos y curanderos más importantes del reino acudieron a su lado, aplicándole toda clase ungüentos. No contento con ello, Felipe II ordenó llevar la imagen de la Virgen de Atocha y desenterrar los restos del beato franciscano Diego de Alcalá y ponérselos a su lado, en la cama. El gran Vesalio tuvo que operarle para drenarle unos abscesos que tenía tras los ojos. Por fin, al cabo de unas semanas, se recuperó.
Pero hubiese sido mejor que Dios lo hubiese acogido en su seno, porque fue notorio que, tras su recuperación, su demencia y su comportamiento aún se hirieron más evidentes, para dolor de todos. No obstante, el rey, confiando en los milagros, pensó que dándole alguna responsabilidad de estado se podía ayudar a su recuperación; vano intento, pues el joven Carlos fue incapaz de atinar en todo. Entonces se le nombró como preceptor al mismo Ruy Gómez, quien sufrió también sus insultos y vejaciones. Todos los criados que estaban a su alcance peligraban ante sus ataques de ira, por lo que se le tuvo que poner estrecha vigilancia. Ya era evidente, incluso para el ciego amor paternal, que nunca podría reinar. Por eso, su majestad le fue apartando progresivamente de todos los asuntos de palacio, pero ello generó en el príncipe un odio creciente hacia el rey. Había sido educado para el poder, se le había prometido y hablado de cuando él fuese monarca, y ahora, incomprensiblemente para sus cortas luces, se veía totalmente marginado. Sólo la ocasional compañía de la reina, la joven Isabel, que era de su edad, con la que jugaba a los naipes y conversaba, aunque siempre bajo la estricta vigilancia de la duquesa de Alba y de otras damas de honor, parecía tranquilizar su siempre atormentado ánimo.
Es sabido que, queriendo demostrar a su padre que no era impotente, hizo llamar a notarios y testigos para que presenciasen y diesen fe de cómo podía mantener relaciones completas con una mujer, pero eso no cambió la decisión de su progenitor. Entonces, cada vez más ciego de odio, comenzó a conspirar con nobles españoles y extranjeros a quienes escribía misivas prometiéndoles cargos, dineros y honores en cuanto él asumiese el trono. Obviamente, nadie le hacía caso, pero muchos le seguían la corriente temerosos de sus reacciones, aunque informaban puntualmente al rey de todas esas fantasiosas maniobras. Con ganas irrefrenables de gobernar comenzó a conspirar torpemente para hacerse con la corona de Flandes, lo que le hizo interferir gravemente en la situación explosiva que allí se estaba gestando. Lo cierto es que pocos le hacían caso y los que aparentaban hacerlo era para utilizarle en sus maniobras contra el rey.
Viendo lo inútil de sus propuestas para cambiar su destino, convirtió en enemigos a todos los que se oponían a sus aspiraciones y apoyaban a su padre. Entre la amplia lista de los más furibundos estaba, como no, Fernando, dada su fidelidad y estrecha colaboración con la corona. Además, en más de una ocasión mi amigo había tenido que intervenir con sus propias manos para impedir los desaguisados que aquel infeliz parecía querer cometer a todas horas.
La culminación de ese odio llegó en 1567, cuando Fernando fue nombrado general en jefe de las fuerzas que iban a partir a Flandes.
Cuando mi amigo fue a despedirse del príncipe, y mientras le besaba la mano, Carlos dijo secamente:
—Señor duque, ¡el cargo que vos habéis asumido de general me corresponde a mí! ¡Soy el heredero!
—Sin duda, mi señor, pero dado el amor que os profesa, vuestro padre no ha querido exponeros a los graves peligros que allí se ciernen —repuso Fernando, lo más suavemente que pudo y acostumbrado a los desplantes del príncipe.
—¡No es cierto! ¡Mentira! ¡Antes os atravesaré el corazón que consentir en que hayáis de ir a Flandes! —dijo, cogiendo una daga.
Rápidamente, el duque de Alba aferró las manos del pobre loco, le inmovilizó y esperó que llegasen los sirvientes que les separaron.
Ya en Flandes, nos enteramos del último capítulo de la tragedia. En enero de 1568 el demente de Carlos fue a confesarse de un crimen que iba a cometer, exigiendo el perdón de antemano. Recurrió a varios sacerdotes y todos se lo negaron. Por fin, el prior de Atocha, fingiendo acceder, le pidió el nombre de quién pensaba asesinar, a lo que el príncipe contestó que su padre. Rápidamente se informó a Felipe II, y éste, tras consultar a numerosos consejeros, teólogos y juristas, ordenó detenerle y apartarle de la línea sucesoria. Corría el rumor de que los tensos acontecimientos que nosotros ya estábamos viviendo en Flandes iban a ser aprovechados por los herejes y los enemigos de España para proclamar al príncipe como cabeza de una rebelión contra la monarquía. Todo ello hacía urgente la reacción del rey.
Al poco, una noche, el mismo Felipe II, acompañado de su guardia y de los nobles más cercanos, se presentó en sus aposentos para llevarle preso. Pero todos ellos habían de acercarse sigilosamente, porque era preciso inutilizar el mecanismo que el pobre demente había dispuesto para que, desde su cama, pudiese bloquear la puerta de su cámara, así como impedir que usase el puñal y el pequeño arcabuz que guardaba bajo la almohada. Así se hizo, poco después ya estaba inmovilizado en su lecho. Los testimonios que nos llegaron nos relataron un breve diálogo:
—Padre, ¿venís a matarme? —preguntó don Carlos.
—¡Dios mío, no! —repuso el rey—. Pero quedáis preso y bajo la custodia de Ruy Gómez.
—¿Por qué, si puede saberse?
—Vuestro estado es muy grave y podéis hacer daño a cualquiera y a vos mismo.
—¡No es cierto! ¡No estoy loco! Sólo soy un hombre desesperado. ¡Me voy a matar!
Ante las amenazas de suicidio se cuidó de no dejarle a mano ningún útil que pudiese usar al efecto, y los alimentos se le sirvieron ya cortados en los platos. También se cegó la chimenea de su estancia pues intentó quemarse en un arrebato, y también se le confiscó todo objeto pequeño, ya que, con ánimo de acabar con su vida, llegó a tragarse un anillo.
Mientras se producía la detención, se cerraron todos los caminos de Madrid para que ningún mensajero pudiera llevar la noticia. El rey había decidido que él, exclusivamente él, comunicaría a los reinos extranjeros, a la nobleza, a la Iglesia y las instancias oficiales del reino la triste suerte de su hijo primogénito, cosa que se haría por carta al día siguiente. En esa misma jornada quedó formado el tribunal que había de juzgar sus delitos, siendo el proceso llevado en secreto y su documentación guardada bajo siete llaves y me temo que luego destruida. Durante los meses siguientes, los desórdenes mentales del recluso fueron en aumento. Pasaba días enteros sin probar bocado gritando que quería morir y caminaba desnudo en su celda, bebiendo nada más que agua fría. Pronto cayó enfermo y poco después murió, en julio de 1568, tras recibir la extremaunción y la bendición de su padre, quien le visitó en su lecho. Sólo contaba con veinticuatro años recién cumplidos.
Sobre las condiciones de su lastimoso fin, confieso, me han llegado varias versiones. Las más numerosas hablan de muerte natural, pero otras más maliciosas de un envenenamiento que había acelerado su ya lamentable estado de salud. Huelga decir que yo no creo que mi rey cristiano hubiese aprobado, ni por asomo, ninguna medida así contra su amado hijo, pero unos insinúan que fueron otros los que le dieron pócimas. Lo cierto es que su muerte fue lo que mejor le pudo suceder al reino, pues, mientras estuvo vivo y preso, nuestros enemigos, tanto de fe como de política, que son y han sido muchos, presentaron al loco del príncipe como un mártir de la libertad. Pero cuando el pobre desgraciado murió, nuestros enemigos nos acusaron de asesinato, desatando una campaña difamatoria contra nuestro amado rey, que, aunque con defectos, como todos, siempre trató de ser un buen cristiano. Otros, aún más maliciosos y mendaces, llegaron a decir que hubo amores entre él y su joven madrastra, Isabel de Valois, y que ése fue el motivo de su prisión… ¡Nada más lejos de la verdad!
Si doloroso y cruel fue para nuestro reino y rey estos sucesos, aún más triste fue la muerte de su joven esposa Isabel, que coincidió en el tiempo con el drama de su hijo. Su salud, siempre precaria, comenzó a agravarse ante embarazos que acabaron en abortos. El deseado heredero, urgente por la incapacidad manifiesta del príncipe Carlos, no llegaba y se consideró de nuevo la posibilidad de recurrir a los despojos de algún ilustre santo y colocarlos en el lecho de la reina. En esta ocasión se pensó que el mejor candidato para una princesa francesa era la momia incorrupta de san Eugenio, fraile toledano del siglo VII, que fue arzobispo de Toledo y también de París. El embajador español pidió este favor a Catalina de Médicis, quien cedió los restos depositados en la abadía de San Dionisio de la capital francesa. Cuentan que lo hizo muy gustosa, pues el abad del monasterio era el cardenal de Lorena, hermano del duque de Guisa, lo que le permitió humillar a una de las familias que más amenazaban su corona. Así, tras salir en secreto de Francia, los restos del santo llegaron a España en 1565.
Los efectos fueron maravillosos y, al año siguiente, nació una niña llamada Isabel Clara Eugenia, muy amada de su padre. El rey quiso llevarla él mismo a la pila bautismal y, entusiasmado, comenzó a ensayar con un muñeco en brazos, pero al caerse en el momento menos oportuno y temeroso de hacer daño a la niña, decidió, al final, que fuese su hermanastro don Juan de Austria quien sujetase a la infanta durante el bautizo. Unos años después nacería otra hembra, Catalina Micaela, y, aunque no llegase el ansiado varón, parecía que esa dicha de infantas compensaba los disgustos que provocaba el lunático del príncipe. Pero los continuos embarazos de la reina, tanto los que culminaban con el nacimiento de un infante como los que quedaban frustrados, fueron minando la salud ya delicada de la joven Isabel. Tras un aborto de un feto de cinco meses, murió en octubre de 1568, con sólo veintitrés años.
¡Grande y sincero fue el abatimiento de nuestro rey! Se retiró durante semanas de toda vida pública, y desde ese año tan terrible para él, ya nunca abandonó las negras vestimentas que hasta este momento continúa vistiendo. Aún conservo un bello soneto que por entonces un joven escritor llamado Miguel de Cervantes hizo correr por la corte a modo de epitafio de la joven y amada reina, en donde se exaltaba el papel que tuvo como hacedora de la paz entre Francia y España, así como el dolor por su muerte:
Aquí el valor de la española tierra,
aquí la flor de la francesa gente,
aquí quien concordó lo diferente,
de oliva coronado aquella guerra,
aquí en pequeño espacio veis se encierra
nuestro claro lucero de occidente;
aquí yace enterrada la excelente
causa que nuestro bien todo destierra.
Mirad quién es el mundo y su pujanza
y cómo, de la más alegre vida,
la muerte lleva siempre la victoria;
también mirad la bienaventuranza
que goza nuestra reina esclarecida
en el eterno reino de la gloria.
El único consuelo a tanto dolor lo encontró nuestro soberano en la religión. Cada día rezaba más y con más recogimiento novenas, rosarios y preces. Creía nuestro soberano que las desgracias de su esposa e hijo eran un castigo del cielo a sus pecados carnales que en el pasado había cometido con cierta fruición. Varios eran los frailes que le acompañaban a todas horas, pero no siempre la sincera oración, aunque bálsamo para el alma, logra alumbrar el acierto de las decisiones. Es más, pienso que pueden nublar el entendimiento, porque nuestro soberano, en un intento de hacerse perdonar sus pecados, actuó en los asuntos de la guerra y del estado regido fundamentalmente por esa búsqueda de redención y pretendiendo ser un riguroso hijo de la Iglesia. Ello se vio, en estos años, en el gran problema de la rebelión de Flandes que se le unió a todos estos dramas personales; grave cuestión que se fue gestando y que, a las alturas que aún escribo esto, todavía está absorbiendo de nuestro reino hombres y dineros en una guerra que parece no tener fin y que ahora explicaré.
Hay que decir, ante todo, que cuando nuestro rey abandonó Flandes dejó a su hermanastra Margarita de Austria como gobernadora. Sin duda, el príncipe de Orange, el principal noble de los Países Bajos y uno de los favoritos del difunto emperador, aspiraba a tal cargo, por lo que el desengaño por no ser nombrado para desempeñarlo le hizo, a los ojos de todos nosotros, comenzar a sostener unas posturas críticas sobre el gobierno de la región, que, como ya relaté, molestaron seriamente a nuestro soberano. Fernando, que le conocía desde hacía tiempo, sostenía que no sólo era un ambicioso, sino un hereje encubierto, sospecha que, en esta ocasión, se vio respaldada por la verdad. No en vano, aunque él había sido educado en la verdadera fe, sus padres eran luteranos, por lo que siempre se había mostrado muy tolerante con ellos, excesivamente, según mi amigo. A decir verdad, Guillermo de Orange se habría de convertir sin tardar demasiado en uno de los principales enemigos de España, como veremos.
No obstante, las razones por las que el rey nombró a su hermana para la gobernación de Flandes eran fundadas: había nacido allí, conocía el idioma y las costumbres, era de noble estirpe y, sobre todo, era un personaje neutral entre las diversas familias de relevancia que aspiraban a la gobernación, muchas de las cuales ya estaban secretamente infectadas de la herejía luterana. Pero nuestro señor, siempre desconfiado, había dejado como mano derecha de la gobernadora al cardenal y obispo de Arras, el borgoñón Antonio de Granvela, aunque, justo es decirlo, más que ayudante de la señora era él quien ejercía el verdadero gobierno y quien mantenía la correspondencia con Felipe II. Y para ser exactos, el rey le había dejado instrucciones secretas de ser implacable en la persecución de la herejía que tanta presencia tenía en aquellas tierras y que era algo insoportable para la conciencia de nuestro señor. Ello, visto desde la atalaya que permiten los años, fue un craso error.
La energía con que el cardenal comenzó a perseguir a los herejes resultó muy impopular en ciertas zonas de Flandes. La implantación progresiva de la Inquisición, el aumento de los obispados y los grandes poderes de Granvela molestaron cada vez más a la nobleza local. Todo esto se agravó por su falta de tacto y por sus modos orgullosos, y es que muchos eran los que seguían, y seguirían, cometiendo el mismo yerro: no bastaba con tener razón, sino que también había que ganarse el corazón, el ánimo de los adversarios, convenciéndoles. Los nobles, con Orange y el fiel Egmont a la cabeza, se sentían cada vez más ninguneados, quejándose a la gobernadora que en nada se tenían en consideración sus opiniones.
En verano de 1561, ambos escribieron al rey pidiendo ser relevados del Consejo de Estado, arguyendo que allí no pintaban nada, pues no eran escuchados y el cardenal cosía y cortaba a su antojo, a espaldas del organismo. Pero nuestro rey no quería dar su brazo a torcer y se limitó a pedir paciencia y a prometer que todo se arreglaría, dejando todo igual y pensando que las cosas se compondrían por sí solas. ¡Grave dislate!
A fines de ese año, Orange se casó con una princesa herética, y él y otros se negaron a secundar la represión de la herejía que seguía extendiéndose por el norte de los Países Bajos. Al mismo tiempo, comenzaron a aparecer escritos en muchas ciudades contra el cardenal y la Inquisición, que Granvela denunciaba a Madrid enervando la cólera del rey. Mientras tanto, Margarita trataba de mediar inútilmente, y a fines de 1562, logró que viajase a España el barón de Montigny, noble que transmitió en persona al rey el descontento de la población flamenca. Nada consiguió, pues nuestro monarca era intransigente en la manera de gobernar, en especial en lo concerniente a su poder absoluto y a la religión, lo que excitó aún más los ánimos de los compatriotas del barón.
Una vez más, en 1563, los nobles flamencos pidieron la destitución del cardenal. Tras mucho pensarlo, Felipe II hizo llegar un mensaje al conde de Egmont para que viniese a España a informarle. Sabía que era ingenuo e impetuoso y que podría convencerle, pero el resto de la nobleza local impidió el viaje. La situación era cada vez más tensa y la misma gobernadora solicitó a su hermano que relevase a Granvela del cargo y que viajase a Flandes en persona para retomar la senda del diálogo y la concordia mediante una convocatoria de los Estados Generales.
Curiosamente, todo este revuelo de Flandes sirvió para que Fernando recuperase el poder y prestigio que hasta entonces había ido menguando en beneficio de Ruy Gómez. No había Consejo de Estado en donde no se tratase el espinoso asunto, y en uno de ellos, el rey expuso la solicitud de relevo de Granvela que hacían los nobles flamencos y que su hermana apoyaba. Ruy Gómez fue el primero en hablar, e ingenuamente dijo lo que pensaba, creyendo que su amigo el rey Felipe estaría de acuerdo:
—Creo que es una medida acertada. Hay que atemperar los ánimos y el cardenal no ha sido muy hábil.
—¡Me opongo! —repuso Fernando—. ¡No podemos demostrar debilidad! Eso alentaría aún más a los herejes enemigos. Hay que ser firmes en defensa de la voluntad de vuestra majestad y de la fe.
—Pero, señor duque, a veces los intereses supremos exigen ciertos sacrificios, bien lo sabéis. Recordad cómo el buen emperador Carlos tuvo que aceptar aquel convenio que daba libertad de culto y creencia a sus súbditos de Alemania, a cambio de mantener la autoridad.
—Alemania no es Flandes, y si el emperador, a quien yo serví en sus ejércitos, aceptó aquel pacto fue tras dejarse antes toda la piel en los campos de batalla, en donde también luchábamos contra Francia. Lo hizo como última y única solución.
—Pero ahora nadie habla de dar libertad a los herejes, sino únicamente de relevar a un cardenal que ha actuado con torpeza.
—Este es el primer paso y me temo que sea sólo una excusa para socavar el poder real. Si ahora nos plegamos, luego vendrá otra exigencia, y detrás de ésa otras más.
—Decís bien, señor duque —tercio de repente el rey—. Yo no soy mi padre y no estoy dispuesto a tolerar herejes en mis dominios. Además, salvo con el turco, no estamos en guerra con nadie y, en caso de conflicto, podríamos emplear todas nuestras energías allí.
—Majestad —volvió a terciar Gómez—, pensad que nuestros enemigos están al acecho, lo aprovecharían para lanzarse a la guerra y siempre están los escasos dineros… No conviene emplear la dureza.
—Eso lo ha de decidir su majestad, pero una cosa está clara: los principales nobles de Flandes, con Orange y Egmont a la cabeza, están demostrando una preocupante falta de lealtad, y en el caso del primero, unas simpatías cada vez más descaradas hacia los herejes —respondió Fernando.
—Es cierto, pero hemos de ganárnoslos, hablar con ellos, quizá dividiéndolos… Y no es lo mismo, ni mucho menos, Egmont que Orange. Éste sí que es ambicioso y un hereje encubierto, aunque en el pasado fue un buen súbdito, pero Egmont es fiel, católico…
—¡Un tonto útil! —le cortó Fernando.
—Pero fiel, al fin y al cabo, señor duque. No es un traidor como otros.
—Pero ¿no os dais cuenta de que ahora no se puede andar con distingos? ¿No veis cómo la guerra civil está desangrando Francia? ¿No veis cómo el otrora reino rival de nuestro señor es ahora, dividido, un pelele que no puede hacer nada? ¿Acaso no es evidente cómo los reyes de Francia, antaño poderosos, ahora apenas tienen poder y han de claudicar, ora ante los Guisa, ora ante los hugonotes de Coligny, para mantenerse en el poder? ¿Queréis que esto suceda también en nuestras posesiones? —volvió a insistir el duque de Alba.
Sus argumentos eran contundentes, e indudablemente la tremenda situación de guerra civil en la que se había precipitado Francia era un terrible ejemplo de lo que podía acontecer en caso de división religiosa. Un silencio se adueñó del salón como síntoma de que los argumentos prudentes del príncipe de Éboli se disolvían como sal en el agua. Por desgracia para sus razones, la situación francesa parecía respaldar a quien preconizaba la mano de hierro como solución, o al menos como mal menor. Los argumentos del duque de Alba, expuestos espontánea y sinceramente, basados más en la diplomacia de la espada que en la de la pluma, más en la fuerza que en la maniobra, coincidían con los del monarca.
—Basta de debates. Está decidido. ¡Granvela no se toca! —cortó el rey, levantándose.
Fernando no pudo evitar una sonrisa de triunfo. Felipe II y él coincidían, no por temperamento y simpatía, sino por concepción del poder y por la necesidad de emplear la dureza extrema contra toda disidencia.
Como ya escribí, nunca más salió nuestro rey de España. Quizás, de haberlo hecho, se hubiese arreglado tan espinoso asunto, pero el soberano siguió mostrándose remiso a ninguna cesión. Pese a todo, los ruegos de su hermana fueron tan insistentes que, al final, en marzo de 1564, accedió a destituir al conflictivo cardenal, quien partió oficialmente a ver a su madre enferma quedando así salvaguardada la autoridad del rey. ¡Grande fue el júbilo en todo Flandes! Por otra parte, Gómez parecía que había logrado un triunfo haciendo retroceder las posiciones de Fernando. Pero ello no supuso que nuestro monarca estuviese dispuesto a ser más indulgente o tolerante con los herejes. Creía firmemente que en sus estados no podía, no debía, haber disidencias de fe, pues, en ese caso, acabarían minando la cohesión del estado. Lo cierto es que, a las alturas que estoy relatando estos hechos, puedo confesarme ante el papel y decir que eso no sé si será nunca verdad ni posible ya que, hasta ahora, esta firme decisión del rey no ha hecho más que provocar guerras y ruina. Peco seguramente de soberbia, y de ella están impregnadas estas palabras y pensamientos, por lo que pido perdón al lector que algún día pudiera leerlas, pero pienso en mi soledad si acaso no es más cristiano velar por la paz y felicidad de los súbditos, que no arruinar los reinos en un intento, hasta ahora infructuoso, de que todos ellos, a fuerza de espada y no convicción, sean hijos de la Iglesia de Roma.
En vano la gobernadora trató de mitigar los rigores de la Inquisición. Pero desde la misma España se le hacían llegar, con nombres y apellidos, la lista de todos aquellos que, destacados por sus ideas heréticas, debían ser llevados a manos del tribunal del Santo Oficio. Fútil intento, pues, en muchos casos, los condenados eran literalmente arrancados de los agentes de la justicia por las turbas, indignadas ante la intransigencia de los hombres del rey, siendo apoyados por buena parte de su nobleza, que veía, de la mano de la Inquisición y del estilo del gobierno de Felipe II, un recorte a sus libertades y privilegios.
La desolada Margarita contemplaba cómo su hermano erraba en la política, pues en las protestas no sólo estaban presentes los herejes, sino que muchos católicos, tanto nobles como plebeyos, apoyaban también las quejas contra las estrictas medidas promovidas por Madrid, que, al final, iban en menoscabo de los poderes y negocios de las aristocracias locales. En un intento de hacer que recapacitara, rogó al conde de Egmont que viajase a España para mostrarle al monarca la gravedad de la situación y lograr las oportunas rectificaciones. A principios de 1565, el héroe de San Quintín y Gravelinas emprendió el viaje. En marzo, cuando llegó, estábamos todos presentes en un magnífico recibimiento.
—¡Querido primo! —exclamó el rey al verle—. Es un placer recibiros.
—Conde de Egmont, es también un honor y una alegría volver a veros —dijo por su parte Fernando, aunque con poco entusiasmo.
—Majestad, señor duque —saludó Egmont, besándoles la mano, impresionado por las muestras de afecto.
—Confío en que no estéis agotado del viaje, pues esta noche celebramos en vuestro honor un banquete de bienvenida —anunció el rey.
—¡Será un placer asistir! Pero graves, como sabéis, son los asuntos que me traen.
—Tiempo al tiempo —intervino Fernando—. En los próximos días encontraremos el momento y el ambiente propicio para tratar esos asuntos a los que, sin duda, pondremos remedio. Os ruego que no os precipitéis. ¡Recordad que la prisa siempre es mala consejera!
—Mientras tanto, y como prueba de nuestro sincero afecto y agradecimiento, aquí tenéis esta bolsa de ducados y este collar que hará las delicias de vuestra bella esposa —le dijo el rey, tendiéndole esos regalos.
Iguales parabienes y lisonjas recibió de todos los cortesanos e importantes presentes le fueron entregados. El conde de Egmont estaba deslumbrado. Mi amigo el duque, en una de sus bien ideadas, arteras y hábiles maniobras, había propuesto al rey agasajarle en extremo y tratar de atraérselo al campo real. Lo cierto es que el ingenuo del conde cayó en la trampa como un niño y creyó entusiasmado que el recibimiento era sincero y que sus argumentos podían convencer a la corte de Madrid de rectificar la política intransigente llevada a cabo en Flandes. Él era un buen católico, un buen súbdito y ciego ante las artimañas de la política, confiaba en la bondad de las intenciones. Aún recuerdo, no sé si con pena, rabia o tristeza, la cara de falso interés con la que Fernando y el rey escucharon la relación de agravios que llevó escrita, así como la carta que, en el mismo sentido, le dirigía su hermana. ¡Pobre desgraciado! Y por si no tuviese poco con la esterilidad de su misión en España, aunque él no lo supiese, el demente del príncipe Carlos le escribió unas cartas en donde le proponía una alianza contra su padre, por los motivos que antes he escrito, lo que en el futuro le harían aparecer como un traidor.
No obstante, por un momento pareció que la misión de Egmont podía resultar, y el rey, quizás preso de las dudas, convocó una reunión de teólogos para recibir consejo de cómo comportarse ante el problema de la herejía en Flandes y el grado de rigor con el que debía de aplicar las medidas aprobadas en el Concilio de Trento. Un clérigo amigo, presente en la reunión final en donde sólo estaban el rey y los religiosos, me relató el diálogo que se suscitó tras la oración con la que se inauguró la sesión:
—¿Habéis llegado a una conclusión sobre la pregunta que os formulé? —preguntó el rey.
—Lo hemos hecho, majestad —contestó su portavoz.
—Decídmela, pues.
—Antes os tenemos que explicar que hemos puesto en los platos de la balanza los beneficios y perjuicios, el riesgo de fractura de Flandes, de guerra y sublevación, así como los que supondría a la fe no ser tajante con la herejía…
—¡Vuestra conclusión! ¡Rápido!
—Majestad, creemos que es lo menos malo, y lícito para vuestra alma y conciencia, el conceder libertad de culto, al menos mientras exista un riesgo, como parece haberlo, para la paz e integridad de vuestras posesiones.
—¡Ya sé que puedo hacerlo y así lo hizo mi padre! ¡Quiero saber si debo hacerlo, no si puedo! —gritó enfurecido el rey.
—¡Dios nos libre de aconsejaros en los temas de gobierno, señor!
—Mirad, señores prelados. Confieso que creía que me diríais lo que yo ya había decidido y me sorprenden vuestras ganas de hacer política. Creo que la Iglesia no se ha de meter en esas cosas mundanas que poco os conciernen. Lo vuestro es el gobierno de las almas y velar por su salvación, no si puede haber guerra o no.
—Sólo hemos tratado de responder lo mejor…
—¡Me habéis decepcionado! ¡Mil veces prefería perder la vida que permitir entre mis súbditos la herejía! Hacerlo sería traicionar a Dios, sería pecado… no puedo ni debo. Gracias por vuestro tiempo y podéis iros —dijo, dando el encuentro por concluido.
El rey se había sorprendido con aquella respuesta de sus teólogos. Confiaba en que todos ellos, influidos por sus confesores, le dirían lo que él quería oír, pero no fue así. No obstante, demostró ser más papista que el papa.
Un mes después, en abril de 1565, el inocente de Egmont volvió a Flandes, cargado de optimismo, regalos y promesas. El rey, fiel a su costumbre, no le había prometido nada, pero sí estudiarlo todo con detenimiento. El bueno del conde llevaba consigo una buena colección de cartas para la gobernadora en donde se le recomendaba moderación y flexibilidad. En su séquito marchaba el joven Alejandro Farnesio, el hijo de Margarita, que iba a casarse en Bruselas.
Sin embargo, a los pocos días salieron desde la corte otros despachos que habían de llegar, calculadamente, justo después de Egmont. En ellos se instaba a Margarita a ignorar las misivas que llevaba el conde, a ser intransigente en la persecución de la herejía y a meter en vereda a la nobleza levantisca. Cuando, no podía ser menos, se descubrió el doble juego del rey, la indignación se extendió con más rapidez. Muy ofendido se mostró Egmont, burlado en su ingenuidad, lo mismo que Margarita, quien advirtió a su hermano que si pretendía aplicar sus medidas con rigor, tendría que enviar a la hoguera a no menos de sesenta mil personas, instándole de nuevo, y sin éxito, a acudir en persona a Flandes para comprender la magnitud del problema.
Ante el estancamiento de la cuestión, en 1566 la nobleza local se organizó en Breda para oponerse a la Inquisición, aunque, salvando las formas, lo hizo en nombre del mismo rey de quien manifestó que había sido mal aconsejado. Sin embargo, hay que decirlo, ello fue una maniobra de los nobles herejes que vieron en la cerrada actitud de Madrid la excusa para romper la monarquía. Así, mientras aglutinaban al grueso de los nobles bajo la primera excusa, la familia Nassau, que cada vez se mostraba más simpatizante de los luteranos, encabezada en la sombra por el príncipe de Orange, comenzaba a abogar por un cambio de soberano.
En abril de ese año entraron en Bruselas doscientos jinetes armados con pistolas pidiendo audiencia con la gobernadora. Iban vestidos con humildes libreas grises para contrastar con los atuendos coloristas y ostentosos del denostado Granvela. Tras hacerles dejar las armas, les recibió; exigían la abolición de la Inquisición, la convocatoria de los Estados Generales y que las leyes fuesen acordes con las costumbres del país. Margarita, impotente, sólo pudo garantizar que moderaría los rigores inquisitoriales y que trasladaría de nuevo las peticiones a su hermano. En otro vano y desesperado intento, nobles gobernadores de dos provincias, el marqués de Berghes y el barón de Montigny viajaron a España en el mes de junio, sufriendo las mismas maniobras dilatorias que Egmont. Lo cierto es que el rey, apoyado por Fernando, seguía jugando a dos barajas: por una parte, se mostraba comprensivo y prometía perdón y tolerancia, mientras por otra, seguía dando instrucciones para ser implacable.
Al mismo tiempo, en Amberes y otras ciudades los herejes ya no se ocultaban y, para escándalo de la Iglesia y de los buenos católicos, oficiaban sus ceremonias en el centro de las ciudades. Y no sólo eso, sino que, alentados en secreto por Orange, quien había comenzado a reclutar a soldados protestantes en Alemania, turbas calvinistas comenzaron a asaltar templos católicos sin que los nobles quisiesen o pudiesen hacer nada para impedirlo, estallando cruentos disturbios en las calles con profusión de muertos. Menos aún podía hacerles frente la gobernadora, que, falta de tropas, únicamente contaba con una escasa guardia personal para imponer el orden. Víctima del chantaje, tuvo que acceder a las demandas de la nobleza local a cambio de que ésta restaurase el orden, aunque dejando claro que la última palabra la tenía el rey.
Como era de esperar, la noticia de la abierta sublevación herética en Flandes contra los templos y los católicos inclinó a Felipe II a la guerra. En un principio, pareció que se decidía, por fin, a viajar a Flandes, ofrecer una amnistía y aplicar medidas moderadoras, y así se lo escribió a su hermana. Pero a los pocos días, se arrepintió de su debilidad y dio órdenes a la gobernadora de reclutar fuerzas. Inútiles fueron los insistentes ruegos de Margarita, de los nobles flamencos que estaban en España y hasta del mismo Santo Padre para que acudiese a los Países Bajos para remediar aquel desaguisado. Enviaría al duque de Alba a hacer lo que éste sabía hacer mejor: la guerra.
En septiembre de 1566 el rey convocó formalmente el Consejo de Estado:
—Señores, la situación en Flandes es de abierta rebelión. Hemos de acordar, y para ello os consulto, cómo he de actuar.
—La guerra ya casi ha estallado —intervino Ruy Gómez—, por lo que sería peligroso vuestro viaje a aquellas tierras. No creo, de momento, necesario y conveniente el envío de un ejército y sí, en cambio, el de un enviado personal con amplios poderes que trate de hallar una solución pactada.
—Señores —intervino Fernando—. ¡Ya se ha acabado el tiempo de hablar y contemporizar! ¡Basta de clemencia y diálogo! Los rebeldes han de saber que no nos podemos cruzar de brazos. Creo y opino que se han de enviar tropas.
—Discrepo, señor duque —dijo por su parte el duque de Feria—. Siempre hay tiempo de actuar con la espada y creo que aún se ha de intentar explorar el diálogo.
—El diálogo y un posible viaje apaciguador del rey sólo podrán realizarse una vez hayan sido castigados los rebeldes, perdonado a quien muestre arrepentimiento y sumisión y extirpado para siempre la semilla del rechazo a la autoridad de su majestad —contestó Fernando.
Un debate encendido prosiguió durante horas entre los dos bandos, pero Fernando contaba no sólo con el apoyo de los representantes de la Iglesia en el Consejo, sino con otros importantes miembros del mismo deseosos de menoscabar el apoyo de Ruy Gómez. Sin embargo, lo verdaderamente decisivo fue que el mismo rey estaba en plena sintonía con el pensamiento simple y radical del duque de Alba. Al día siguiente, comunicó su decisión de enviar el ejército. El monarca argumentó que estaba harto de transigir, aunque, para ser sincero, no había hecho otra cosa que esperar sin hacer nada, aguardando a que las cosas se arreglasen por sí solas.
Quedaba por saber a quién nombraría el rey como jefe de la fuerza. Los diversos consejeros y miembros de la nobleza comenzaron a tratar de influir. Los flamencos presentes en España querían que fuese el dialogante Gómez o, mejor aún, el demente del príncipe Carlos, lo que culminaría sus ansias de poder y que, creían en Flandes, sería garantía de paz y estabilidad por sus vivos deseos de hacerse querer y respetar por el pueblo. El rey, en un primer momento, pensó en el marido de la gobernadora, Octavio Farnesio, o en el vencedor de San Quintín, el duque de Saboya, mucho menos extraños a los ojos de los flamencos, mas ninguno tenía deseos de implicarse en aquel avispero. Al final, en diciembre de 1566, se hizo oficial el nombramiento del duque de Alba. Quedaban por hacer los complejos preparativos del viaje, la logística, el reclutamiento, el acopio de dineros, así como explicar a las distintas cortes el motivo de la expedición. A los franceses, inmersos en sus guerras de religión, se les dijo que no se trataba de reprimir a herejes, sino a rebeldes, mientras que lo contrario se comunicó al papa.
En Flandes la noticia fue acogida con mucha inquietud. Los nobles católicos, en principio fieles al rey, no acertaban a ver qué se podía hacer con un ejército, dado el estado de rebelión general. Los protestantes, por su parte, se dedicaron a reclutar fuerzas en secreto. Algunos, los más comprometidos, huyeron a Alemania, entre ellos el príncipe de Orange, quien, desenmascarado en su doble juego, se negó a prestar juramento de obediencia al rey cuando se lo requirió la noble Margarita. Lo cierto es que, en febrero de 1567, estalló la rebelión abierta en los Países Bajos, por parte de esos herejes más exaltados que querían romper lazos con España antes de que el ejército llegase. Pero las fuerzas que la gobernadora había reclutado pudieron sofocarla. Muchos eran los nobles y las gentes, entre ellos el propio Egmont, que aun discrepando del rey, le habían reiterado sus juramentos de obediencia y creían en su gobierno. Ante el éxito de la pacificación momentánea, la hermana de nuestro monarca le escribió que suspendiera el envío del ejército, pues su llegada causaría alarma innecesaria. Incluso el mismo cardenal Granvela, desde su forzoso retiro en Roma, apoyó el aplazamiento, pero la decisión ya estaba tomada.
El 15 de abril Fernando fue a Aranjuez a despedirse del rey. Le encontró rezando en la capilla del palacio.
—Majestad, pido vuestro permiso y bendición para partir a Flandes.
—Los tenéis. Recordad que la corona y la cristiandad estamos pendientes de vuestra misión. Es importante que logréis someter a los rebeldes y acabar con la herejía.
—¿Cuál es el límite, majestad?
—No lo hay. Sólo mis instrucciones. Aquí os doy —dijo, entregándole unos pliegos— plenas atribuciones por escrito y una carta dirigida a mi hermana en donde le explico vuestros poderes. Los que os atañen a vos no los abráis hasta que estéis llegando a vuestro destino. Cuidad que no caigan en manos extrañas y que nuestros enemigos se puedan alertar.
—¿Cómo he de proceder con aquellos nobles que han conspirado, por acción o omisión, contra vuestra majestad?
—Es algo muy doloroso… Algunos, en el pasado, fueron fieles súbditos y valientes soldados, pero hay que ser implacable. Vos tendréis margen de maniobra, plenos poderes para dictaminar quién ha de caer.
—¿Incluso con los miembros del Toisón de Oro?
—Entre los documentos que os acabo de entregar se encuentra un billete firmado por mi puño y letra en donde anulo los privilegios que pudiesen esgrimir los miembros de la orden del Toisón de Oro. Sabéis que varios de ellos están, o pueden estar, implicados en la rebelión.
—Será doloroso, pero necesario.
—Sí, lo será, pero ya hemos retrasado en demasía el castigo.
—Os mantendré puntualmente informado, majestad.
—Partid y que Dios os acompañe —dijo el rey mientras el duque le besaba la mano—. Después, cuando hayáis culminado el castigo de los rebeldes y traidores y esté Flandes en paz, iré allí a ver a mis sanos súbditos. Tras el castigo, será el momento de la clemencia.
—Allí estaré para esperaros.
—Allí nos veremos. Rezaré por vos y por el éxito de nuestra empresa.
Al día siguiente, al despedirse del príncipe Carlos, se produjo el lamentable incidente al que ya he hecho referencia para desespero de su padre. Días más tarde partía de Cartagena una flota compuesta por cuarenta naves, rumbo a Génova. Iban ocho mil soldados que habían de relevar a los que se recogerían en Italia para marchar hacia el norte. En su séquito viajaba a Roma el cardenal Carranza, tras cumplir la pena de prisión que le había impuesto la Inquisición.
Al poco de desplegar velas y de iniciarse la travesía, el duque tuvo un momento de franqueza y cordialidad conmigo y hablamos al margen de los asuntos administrativos:
—Álvaro, otra vez nos vamos a Europa y otra vez a la guerra.
—Sí, y otra vez al norte, como hace años.
—¿Crees que la fortuna nos será propicia?
—No lo sé. Lo espero y lo deseo, pero el mundo es ahora mucho más complicado que cuando éramos jóvenes, y los enemigos de nuestro rey más fuertes y numerosos que antaño.
—Yo también tengo mis dudas, te he de confesar.
—Fernando, tú eres el mejor general que hay y no has de temer por el resultado de la batalla.
—No temo eso, sino a lo que ya me pasó en Italia, que llegado el momento me regateen hombres, fuerza, dinero… y que encima mis adversarios desde Madrid comiencen a exigirme resultados mientras me escatiman los medios…
—Ya, la política, como siempre.
—Sí, todos esos que piden soluciones, desde curas a secretarios que nunca han pisado un campo de batalla y que jamás han desenvainado una espada.
—Es verdad, pero ahora no tienes de qué preocuparte. Tienes tus órdenes, tus soldados y sabes cómo actuar.
—Sí, en principio, sí. Me espera la gloria, si venzo, pero si no lo que me espera es el descrédito por el que rápidamente trabajarán otros. Además, hay otros problemas, como la reacción de franceses, ingleses y alemanes a la guerra que vamos a desatar en Flandes… Te he de decir la verdad… sea por la edad o por la compleja situación de allí, no me hace ilusión especial la misión.
—Pero, Fernando, todo eso no lo dijiste en Madrid. Esas objeciones eran las que planteaban Gómez y los suyos. ¿Acaso ahora que vamos a la guerra te arrepientes de ello?
—No es eso. Prefiero la guerra y la acción que la sorda guerra de conspiraciones en la corte. Pero la complejidad de la empresa nunca se me ocultó y he de confesarte que los argumentos del partido de Gómez tenían peso. Sólo que no podía dejar pasar la oportunidad de contar con el favor del rey y apoyarle en todo… Mi familia depende de mí, de mis relaciones con nuestro señor.
—Sí, claro… —dije, mirando al vacío.
—Y por otra parte, está el gusto de ver fastidiarse a Gómez y los demás —acabó riéndose—. ¡Venga, Álvaro! ¡Brinda conmigo por el éxito! ¡Por el rey! —dijo, levantando la copa.
—¡Por el rey! —contesté yo.
Me quedé pensativo. Fernando volvía a la guerra huyendo de la política. El problema es que íbamos a una guerra muy cargada, en demasía, de política.