De cómo en París somos testigos de graves acontecimientos y el rey, en España, vela por la fe y aniquila a herejes e infieles
Ambos reinos tenían prisa por acordar la paz. El rey francés aceptó ratificar el tratado en su integridad, aunque la resistencia de parte de su corte, con el hereje Coligny y el duque de Guisa a la cabeza, era importante. No obstante, y para no dar sensación de debilidad, obligó a que acudiesen a París los más preclaros hombres de la corte de Felipe II como garantes de la firma, o lo que es lo mismo, en condición de rehenes. A la cabeza de la delegación iría Fernando, que actuaría asimismo en representación del rey en el desposorio con la joven Isabel de Valois. Junto a él también viajarían a la capital franca el duque de Saboya, quien también había de celebrar nupcias con la hermana de Enrique; el conde de Egmont y el cada vez más siniestro y callado en extremo, ya abiertamente taciturno, Guillermo de Nassau, más conocido como el príncipe de Orange. A pesar de ello, la poca simpatía que mi señor profesaba a estos dos últimos hizo que no cruzasen palabra en todo el viaje y apenas a su llegada a destino.
En junio arribamos a la ciudad. Los séquitos eran numerosos y el estado de alerta constante, ante cualquier posible, y probable, atentado. Mucho sabíamos de las artimañas francesas y en cualquier momento esperábamos una emboscada o atentado. No obstante, mi amigo estaba contento: aceptaba gustoso el desafío de hallarse en tierra enemiga y no dejaba de jactarse de la bofetada que era para los franceses el que estuviesen presentes en el corazón de sus palacios sus vencedores en los campos de batalla, tanto en Flandes como en Italia. Pero pronto nuestros temores se fueron desvaneciendo, pues el partido de la paz parecía haber ganado la batalla. El viejo condestable Montmorency nos salió a recibir a las puertas de París, asegurándonos que los enemigos del entendimiento entre nuestros dos reinos habían abandonado por voluntad propia la ciudad y que sus agentes velaban para que todo estuviese seguro. Sólo una persona, la siniestra Catalina, la esposa del rey Enrique II, también enemiga de la paz, permanecía en París por obligación de su cargo. Fernando no pudo evitar una sonora carcajada al enterarse.
Un gran banquete, con cientos de comensales, tuvo lugar al día siguiente de nuestra llegada. No sólo se celebraba la rúbrica de la paz, sino la boda que en aquellos días se iba a realizar entre nuestro rey y la princesa francesa. Decenas de platos diversos, un desfilar constante de sirvientes, cocineros y músicos se mezclaban en aquel caos de sentidos. Llamaban la atención aquellos pequeños tridentes que ya habíamos visto años atrás, los tenedores, con los que, al parecer, la refinada corte francesa ya estaba familiarizada. Con toda la pompa, el duque de Alba tomó asiento en la mesa principal ante el rey francés y Catalina, estando a su diestra el duque de Saboya y a su izquierda Orange. Más lejos, pero en la misma mesa, se encontraba aquel nigromante de Nostradamus, todo vestido de ropajes rojos. Yo, bastante alejado, en otra mesa de espaldas a Fernando, no podía ver nada, pero sí percibía claramente las facciones de los reyes de Francia. Enrique II estaba contento y, según me contó Fernando después, no dejó de preguntarle detalles de su campaña en Italia. Catalina, por el contrario, estaba seria y silenciosa, sin levantar los ojos del plato. Más tarde pude comprobar cómo esa arpía se encendía de cólera, aunque su esposo la sujetó del brazo para que no se levantase; mientras tanto la nuca de mi amigo se movía rítmicamente, no sé si fruto de masticar o de una risa que en ese momento le estaba asaltando. Luego me describió la escena, explicándome lo ocurrido:
—Majestad, me han comentado que los enemigos de la paz, ese tal Coligny, a quien mi amigo el duque de Saboya tomó San Quintín, y el duque de Guisa, han partido de París. ¡Es una pena no contar con su presencia en estos magnos festejos! —dijo Fernando, dirigiéndose al rey Enrique.
—Bueno, sería exagerado acusarles de renuentes a la paz, aunque reconozco que no eran entusiastas del tratado. De todas formas, el duque de Guisa se está dando cuenta de que el verdadero problema no es vuestro rey Felipe y que hay otras prioridades en este momento. No os preocupéis por él.
—¿Tengo, pues, la seguridad de que nadie atentará contra nuestras vidas? —replicó, levantando la voz, al tiempo que todos los comensales próximos enmudecían súbitamente—. Bien sabéis las graves consecuencias que ello comportaría.
—¿Cómo os atrevéis a decir eso? —respondió Catalina en medio de una risa forzada que la rescataba de su ensimismamiento en los manteles, mientras la expectación se extendía por toda la mesa.
—Señora —dijo pausadamente Fernando en voz apenas audible—. No sería la primera vez. ¿Os acordáis de Aigues-Mortes y de lo que ambos urdisteis a espaldas del rey Francisco, o hace falta que explique aquí y ahora lo que allí sucedió, a pesar de que habíamos firmado la paz? —dijo, examinando teatralmente las frutas que había encima de la mesa.
—¡Aquello está guardado por el secreto! —escupió Catalina, enrojecida por la ira.
—¡Y lo mantengo mientras no nos pase nada a nuestras personas! En caso contrario, tengo preparada la distribución de miles de escritos impresos en donde se narran los sucesos de aquella noche, que, sin duda, serían de gran ayuda y diversión a los enemigos de vuestra majestad.
—Señor duque de Alba —intervino entonces el rey Enrique con suma serenidad—, sé que en el pasado hice, hicimos —se corrigió, mirando a su esposa, que se concentró de nuevo en los platos— cosas que es mejor olvidar, errores de juventud. Pero os aseguro que en estos años transcurridos, mi manera de ver la monarquía, el reino de Francia y las cosas de palacio ha cambiado. Sé que tengo enemigos peores que vuestro rey en la propia Francia y que por el momento me he de centrar en ellos. Os aseguro, os juro, que nada habéis de temer vos y vuestros compañeros de embajada.
—Acepto y creo en vuestra palabra, majestad. Y como prueba de ello os devuelvo estos collares que perdisteis vos y vuestra esposa en cierta ocasión en Perpiñán —deslizó un pequeño envoltorio hacia su mano—, como recordaréis.
—Gracias, duque. Noble gesto el vuestro —dijo mientras a una señal suya un criado recogía el paquete.
—No se merecen, pero estaría más tranquilo si aquel espantapájaros de allí —dijo, mirando a Nostradamus que no paraba de comer a dos carrillos en el extremo de la mesa, ajeno a la conversación— también estuviese ausente.
—Lo comprendo, pero no temáis. Sus días en la corte están contados. Esa siniestra corneja pronto dejará de volar.
Esta última afirmación provocó que Catalina volviese a enrojecer, tratando esta vez de levantarse de la mesa, a lo que su marido respondió con un: «Quieta, Catalina» mientras la sujetaba con el brazo. Los compañeros de delegación flamencos que habían seguido en silencio la conversación tampoco salían de su asombro por los secretos pasados que se atisbaban entre los reyes de Francia y el duque de Alba.
—Bien sea todo, pues —dijo Fernando—. Propongo que brindemos con este excelente vino por las dos coronas, por los nuevos esposos y por la religión.
—¡Con gusto y placer! —respondió Enrique, levantándose con la copa en la mano.
Al hacerlo, unos pajes prorrumpieron en gritos de atención para que todos los asistentes al banquete guardasen silencio y también se levantasen. Poco después, el rey de Francia pronunció el brindis tal y como había propuesto Fernando. Todos lo suscribieron con la habitual pompa alzando las copas, excepto Catalina que se quedó sentada y muda.
Los días y semanas siguientes fueron más tranquilos gracias a la convicción de que nuestras vidas estaban a salvo. La actitud amistosa del rey Enrique parecía sincera y no había rastro en París de ningún hereje; a la misma Catalina apenas se la veía y al grajo de su mago tampoco. Pero, como hay Dios, estábamos a punto de presenciar un drama trágico y misterioso.
Las fiestas en homenaje y solemnidad de la boda de la joven Isabel de Valois con nuestro señor Felipe se sucedían sin interrupción. El 30 de junio se celebró una justa. El rey gustaba de participar como uno más entre sus caballeros, a pesar de los riegos que entrañaba. Ese día, Catalina tuvo una extraña premonición y todos presenciamos una conversación entre ellos en la que, luego supimos, rogaba a su marido que no participase en el torneo. No obstante, él desdeñó su petición con una sonrisa de autosuficiencia y se preparó con tres lanzas a unirse a la liza. Todas estaban emboladas, sin punta alguna que pudiese herir o cortar al oponente, aunque siempre una mala caída del caballo podía causar una desgracia. Primero justó con dos de sus caballeros, con los que rompió dos lanzas entre el aplauso de todos los concurrentes. Le quedaba sólo una y, para su desgracia, retó al conde Montgomery, capitán de su guardia escocesa. Éste se mostró renuente, pero ante la insistencia de su señor, se vio obligado a aceptar el reto. Ambos se ajustaron las armaduras y yelmos, se bajaron las celadas, apoyaron las lanzas en sus respectivos ristres y picaron espuelas. Instantes después el rey se tambaleaba en su montura con una larga astilla colgándole del yelmo, mientras su hijo Francisco corría a sujetarle. El arma del escocés se había partido al chocar contra el escudo de Enrique, con tan mala fortuna que una madera de la lanza se le introdujo por la celada, le hirió un ojo llegándole, al parecer, hasta el cerebro. Un grito de asombro y horror se extendió entre todos los concurrentes y enseguida supimos que era una herida grave. Catalina asumió el papel director en aquellos momentos, y mientras trasladaban al herido inconsciente, el festejo se suspendió.
Hubo quien atribuyó el hecho a una manipulación de la lanza fruto de la consiguiente conspiración. Pero de querer alguien haber matado al rey de Francia, sin duda hubiese utilizado un método más fiable que no esta brutal casualidad imposible de prever. Ya en sus aposentos, su esposa llamó a todos los médicos de París. Decidieron extraerle la astilla que se había roto en cinco pedazos, tras lo que le lavaron, vendaron el ojo y le practicaron las preceptivas sangrías. Pero el herido no mejoró; tenía fiebre y no había recuperado la consciencia. Todos pensaron que un trozo de madera aún permanecía en la cabeza. En ese caso, había que hacer una trepanación, pero nadie se atrevía a practicarla. El riesgo era enorme, puesto que no sabían en qué dirección de la cabeza hurgar.
Nuestro rey, al saber la desdichada noticia, envió al famoso anatomista Andrés Vesalio, pero él tampoco dio con ninguna solución. Pese a todo, Catalina no se rindió y, dando prueba de su determinación y terrible personalidad, ordenó que se reprodujera la herida en diez condenados a muerte para poder estudiar el caso y dar con alguna solución. A aquellos pobres desgraciados se les clavó una astilla similar en un ojo y los médicos trataron de sanarles, aunque sin éxito. Todos murieron en poco tiempo, por lo que fueron decapitados para poder investigar con más detalles.
Mientras tanto, Enrique II agonizaba lentamente. Fernando, al frente de nuestra delegación, fue invitado a visitarle en una ocasión rezando una plegaria a los pies de su cama. Un día, durante un breve periodo de tiempo, el herido recuperó el conocimiento y ordenó que la boda de su hija con nuestro señor Felipe se celebrase inmediatamente y con toda normalidad. Así, el 9 de julio se hacía oficial el enlace por poderes entre Isabel de Valois y Felipe II, en el que Fernando ostentó la representación real. La ceremonia se ofició en la basílica de Notre Dame, ricamente engalanada al efecto, y tras el banquete, y siguiendo la tradición francesa según la cual se había de consumar el matrimonio ante testigos, acompañó a la joven princesa a sus aposentos y, entre los aplausos y jolgorio generalizado, tuvo que simular la práctica del acto sexual en el lecho nupcial.
Al día siguiente moría el rey francés, con sólo cuarenta y dos años, aunque los funerales no se oficiaron hasta mediados de agosto. A nuestra delegación se unió Ruy Gómez, el príncipe de Éboli. Todos presentamos nuestros respetos al nuevo rey, Francisco II, un muchacho de dieciséis años y de aspecto canijo y enfermizo, al que comunicamos que su hermana pronto podría viajar a España a reunirse con su marido. Enseguida nos dimos cuenta de que era su enérgica madre quien administraba el trono. Tras despedir oficialmente a nuestros embajadores, Catalina me hizo una seña para que me acercase y me indicó que quería ver a Fernando. Rápidamente di el recado, y ambos nos presentamos a los pocos minutos. Yo, como de costumbre, me mantuve alejado de la conversación, cerca de la puerta, aunque pude seguirla con cierto esfuerzo.
—Señor duque —comenzó Catalina—, ¿os sorprende que os haya llamado?
—Majestad, hace tiempo que aprendí a no sorprenderme de nada de lo que vos pudieseis hacer o decir.
—Supongo que eso es más un reproche que un elogio.
—Tenéis coraje, decisión y no dudáis en hacer lo que sea para llegar a conseguir vuestros propósitos… con todo lo bueno y malo que eso conlleva.
—No os he llamado para discutir sobre mi persona o sobre vos…, de lo que también podíamos hablar. En el fondo, creo que nos parecemos y que ambos estamos dispuestos a llegar muy lejos por nuestros reinos. Quiero únicamente que trasmitáis a vuestro rey Felipe un mensaje.
—Decidme.
—Mi hijo Francisco, el nuevo rey, no tiene la talla ni la salud de su desgraciado padre. Temo que también suceda lo mismo con sus otros hermanos. Me veo en la obligación de asumir las riendas del reino y tratar de salvarlo de las tensiones internas tan violentas que le amenazan. Ello, me temo, centrará todas mis preocupaciones. Por lo tanto, renuncio a cualquier acción que ponga en peligro la monarquía hispana, si vuestro rey promete no inmiscuirse en los asuntos internos de Francia.
—Señora, lo transmitiré como me lo decís… pero ¿acaso ése no era el objeto de la boda que hemos celebrado y del tratado de paz? —respondió Fernando con falsa ingenuidad.
—Sí, claro… pero es evidente que la muerte de mi esposo lo hace aún más imprescindible. Sabéis perfectamente que antes del terrible acontecimiento yo era contraria a la paz con vuestro rey. Ahora, sin embargo, es algo totalmente necesario para la supervivencia de mi reino. Francia hace frente en estos momentos a su misma existencia y no a una posible expansión o a disputas fronterizas. Menos mal que tengo a mi lado a mi amigo y consejero Nostradamus.
—Pero si mal no recuerdo vuestro difunto esposo habló mal de él en aquella cena.
—Enrique estaba tan ciego como lo están otros y como vos mismo. Yo soñé varias veces con su muerte y le rogué que no tomase parte en el torneo. Además, ¿sabéis que mi astrólogo vaticinó el accidente de mi esposo? En una sus páginas, escribió del rey de Francia que le «vaciarían los ojos en su jaula de oro». ¡Recordad cómo murió! ¡Recordad que llevaba un yelmo dorado! —gritó llena de convicción—. ¡No os atreváis también vos a criticarlo!
—Por supuesto, majestad, y ciñéndome únicamente a vuestro mensaje, hablo por mi rey cuando digo que seguro que se congratulará al oír lo que vos me transmitís. Pero recordad que los herejes de vuestro reino son muy fuertes, que han conspirado contra la verdadera fe y contra todos sus defensores, incluyendo importantes miembros de vuestra corte.
—Ya lo sé. Pero temo tanto a esos hugonotes como a los ambiciosos y muy católicos Guisa. He de ir con cuidado y maniobrar con ambos bandos. A todos ellos les gustaría ceñir la corona de mi hijo. En este momento me preocupa más esto que no las disputas religiosas. ¡España no se ha de inmiscuir en los asuntos de Francia! Decídselo a vuestro señor Felipe. Otra cosa —añadió tras un instante—. Sé que la antigua concubina de mi suegro y de mi esposo, Diana de Poitiers, tuvo mucho que ver en la liberación de Montmorency y la consiguiente paz entre nuestros dos reinos. Me temo que a partir de ayer se ha visto expulsada de nuestra corte y recluida en el castillo de Anet. Como es natural, ha tenido a bien devolver todas las joyas que le habían sido regaladas… Os digo esto para que no os molestéis en tratar de contactar con ella nunca más. Nadie más que yo va a dirigir la política de Francia. ¡Recordadlo!
Tras estas palabras, Catalina despidió a Fernando, y a los pocos días emprendimos el viaje de vuelta a España. A finales de ese mes también zarpaba de Flesinga, en Flandes, la flota que llevaba a bordo a Felipe II rumbo a España. Había permanecido fuera más de cinco años, entre Inglaterra y Flandes, y en ninguna parte se había encontrado a gusto. El clima húmedo le había horrorizado, lo mismo que sus obligaciones diplomáticas entre tanto extranjero, comenzando por su propio matrimonio de conveniencia con María Tudor. Pero había algo que todavía le había repugnado más: su convivencia con los herejes ingleses a los que odiaba con todas sus fuerzas. Había partido como príncipe y ahora volvía como rey… y lo hacía para no contemporizar más. Nunca más saldría de España. Al llegar a la corte, nos enteramos de que justo en el momento de la partida, y mientras se dirigía a los principales príncipes flamencos como despedida, tuvo unas agrias palabras con Guillermo de Nassau, el príncipe de Orange, que ya se encontraba en sus tierras desde hacía días. Le reprochó que sembrase el descontento en los Estados Generales de aquellas tierras, al pedir que fuesen evacuados los cuatro mil soldados españoles que aún quedaban en Flandes y que los puestos de gobierno fuesen cubiertos sólo con gente del país. Era el principio de un largo y doloroso conflicto que iría aumentando con los años.
Al llegar a España nos dirigimos a Valladolid. El rey había arribado a Laredo a finales de agosto y en septiembre nos encontramos todos en la vieja capital castellana. Nada más llegar, Fernando le informó de su conversación con Catalina y de la tensa situación que había percibido en la corte francesa. Se acordó seguir con atención extrema lo que aconteciese en el vecino reino y prevenir cualquier intromisión de sus herejes en Flandes.
Pero el duque de Alba también se percató de que el rey se mostraba con él cada vez más frío y distante, mientras daba cada vez más muestras públicas de afecto a Ruy Gómez. Efectivamente, el favorito del soberano había movido bien sus peones en el reino aprovechando la larga ausencia del duque y había desplazado a los hombres afines a la casa de Alba. El carácter orgulloso de mi amigo no pudo digerir este golpe, y la ira comenzó a aflorar en desplantes y comentarios despectivos que, con creciente acidez, iba dedicando a todos los hombres de Gómez. El rey, consciente de la importancia de Fernando, trató de calmarle con algún que otro gesto, pero era evidente el distanciamiento de edad, carácter y aficiones que entre ambos existía. Y si bien nuestro soberano apreciaba sus cualidades, le molestaba su carácter orgulloso y altivo y su deseo de que nadie estuviese por encima de él.
A pesar de todo, su cargo de mayordomo mayor le seguía confiriendo poder y protagonismo y, aunque prefería ir a sus posesiones alejándose de la corte, no le quedaba más remedio que estar junto al rey por más incómodo que se sintiese. Debido a ello, en octubre, tuvimos que asistir a un auto de fe en Valladolid. Como si quisiera desquitarse de toda la tolerancia que se había visto obligado a aplicar en su estancia en el extranjero, fue en ese acto de la Inquisición en el que Felipe II hizo su primera aparición en un acto oficial en España como rey. Meses antes, en mayo y en la misma ciudad, ya se había realizado un acto similar bajo la presidencia del príncipe Carlos, del que luego hablaremos, y la regente del reino doña Juana, la hermana del rey, en donde habían sido ejecutados catorce herejes. Uno de ellos había sido Agustín de Cazalla, aquel erasmista que había sido confesor del difunto emperador, y que nosotros ya habíamos descubierto años atrás implicado indirectamente en la conspiración de los tatuados contra el entonces príncipe Felipe. Recuerdo que cuando nos enteramos de su procesamiento y condena, todavía en Flandes, nos causó viva impresión, aunque también alivio, pues por fin aquellos herejes tan próximos a la corona eran descubiertos. Por suerte para ese pobre desdichado, la Virgen se apiadó de él en el último momento, haciéndole ver la luz y arrepentirse, por lo que fue agarrotado antes de sufrir el lacerante lamido de las llamas. También hubo en septiembre otro auto de fe en Sevilla, en el que veintiún herejes más fueron exterminados, pero los inquisidores querían demostrar en persona el celo con el que defendían la fe, por lo que para ese mes de octubre habían reservado un acto especial para nuestro soberano.
Nada más llegar a Valladolid, Fernando me hizo indagar ante la Inquisición y los soldados que habían capturado a los herejes en ese año, tanto los ya procesados y ajusticiados como contra los que se iba a actuar en los próximos días, si había algún tatuado entre ellos y si se había encontrado documentación procedente del extranjero. La respuesta fue negativa, lo que nos llevó a reafirmar lo que ya presumíamos: los tatuados habían aparecido en Alemania, extendiéndose en Europa, no en España, siendo los que habíamos sorprendido en nuestras tierras agentes enviados desde el exterior. Los herejes españoles —si es que españoles merecen ser los enemigos de la fe— eran mucho más discretos y escasos en número. Seguramente se habían emponzoñado de las ideas luteranas en sus viajes al extranjero o a través de algún mercader llegado a Sevilla o a Valladolid. La providencia hizo que las autoridades actuasen antes de que el veneno se expandiese y todos habían acabado presos.
Aún recuerdo aquella mañana del 8 de octubre de 1559. Al amanecer ya estábamos en la tribuna que presidía toda la plaza mayor en donde se había de producir el castigo. Fernando ocupaba, como alto dignatario, un puesto en primera fila junto al rey y el inquisidor general, el dominico Fernando de Valdés. En esta ocasión, catorce herejes estaban destinados a ser pasto de las llamas, entre ellos, un fraile dominico, cinco monjas y un presbítero. Los cabecillas del grupo herético eran el caballero Carlos de Sesso, corregidor de Toro, y un tal Juan Sánchez, que no paraba de predicar sus espurias invectivas, por lo que se le tuvo que amordazar; ninguno de los dos quiso arrepentirse y sufrieron el castigo del fuego en carne viva.
Yo nunca había visto ninguno de aquellos espectáculos que hasta aquel momento había considerado edificantes para la Santa Iglesia y la defensa de la fe. Recuerdo, a estas alturas no sé si con vergüenza, que nada más presenciar la llegada de los reos, me asaltó aquella flojera de intestinos que hacía años no sufría y que creía superada para siempre. Al verlos subir a las piras de madera, mi malestar se extendió por todo el cuerpo con el agravante de que había que disimular. ¡Dios mío!, en aquel momento sufrí un asco increíble, pero lo peor es que comencé a dudar de que si aquellos pobres desgraciados, errados y malvados sin duda, merecían aquel suplicio tan atroz, y si este medio tan cruel era el proceder correcto y cristiano con el que la Iglesia debía de tratar a aquellos desviados y reconquistar las almas que, en parte por sus propios pecados, había perdido. Cerré los ojos para no ver más de lo que nadie se percató, afortunadamente, al estar todos ensimismados en aquel macabro espectáculo. Pero los gritos y los tambores seguían llegando a mis oídos, por lo que traté de aislarme de ellos pensando, confieso que con horror, que quizás me estaba también convirtiendo en hereje por apiadarme de aquellos seres y dudar de las medidas de la Santa Inquisición. Lo más triste y atormentador es que nunca me atreví a confesar estas dudas por miedo a ser delatado y acusado de simpatías heréticas, y sólo ahora, ya en la vejez, oso escribir estas líneas con este testimonio, reservando su posible confesión a los últimos instantes de mi vida, en que el terrible brazo del Santo Oficio ya no me pueda alcanzar.
Cuando no tenía cerrados los ojos, los mantenía desviados fijándome únicamente en los espectadores que tenía delante de mí. Todos seguían con inusitado interés, y creo que incluso —¡Dios me perdone por pensarlo!— con ciertos sentimientos malsanos aquellas torturas. Sabía que a Fernando aquello no le repugnaba, acostumbrado a ver y verter tanta sangre, y convencido de que ése era el trato que merecían los luteranos. Sin embargo, me sorprendió la afición que nuestro rey, a quien le repugnaba la sangre y el campo de batalla y que sólo en una ocasión había vestido una armadura y ceñido la espada (cuando se presentó en el sitio de San Quintín), sin nunca participar en ninguna batalla, seguía aquella macabra ceremonia. En un momento una voz se alzó desde el patíbulo. Era el caballero de Sesso quien gritaba dirigiéndose al rey:
—¿Con que así me dejáis quemar?
—Y aun si mi hijo fuera hereje como vos, yo mismo traería la leña para quemarle —contestó nuestro señor con inusitada dureza.
Un escalofrío me recorrió todo el espinazo y no pude hacer otra cosa que excusarme e ir a evacuar todos los fluidos que se negaban a permanecer dentro de mi cuerpo. Regresé al poco, mentalizado de que había de presenciar aquel espectáculo, pero dándome cuenta con gran dolor de que aquel Dios y aquella Iglesia que practicaba aquellos métodos (¡la Virgen me valga!) no era la mía, la del paternal sacerdote que en mi infancia me enseñó el catecismo y me dio la comunión.
Tras varias horas de rituales, y ya hacia el ocaso y consumado el auto de fe, el rey habló en voz alta diciendo que la fuerza de su reino residía en la unidad de la fe y que jamás permitiría la más mínima disidencia en este terreno, pues él sabía que sólo la desgracia esperaba a los reinos en los que las almas se dividían fruto de la ponzoña luterana, como eran las tierras alemanas, Inglaterra o Francia. Solamente la ortodoxia de la Iglesia era el norte que podía guiar la política, tanto interna como externa, del reino. Todos asentimos en silencio.
¡Vive Dios que todos los presentes tratábamos de ser buenos hijos de la Iglesia!, pero la obsesión que en aquellos años se desató en nuestro rey sobre el tema religioso hizo que se adueñase de las Españas un clima de fanatismo y de intolerancia excesiva en el que la Iglesia alcanzó un poder tan alto como el del monarca, o más. Así, se dictaron una serie de normas con el fin de evitar la infiltración de las ideas luteranas, que, mucho me temo y en mi modesta opinión, fueron más contraproducentes que otra cosa. Como la prohibición de estudiar y enseñar fuera de España, exceptuando las universidades de Roma, Bolonia, Nápoles y Coimbra, bajo pena de destierro y pérdida de sus bienes, y la prohibición de poseer una amplia lista de libros. El mismo cardenal primado de España y arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, preceptor y confesor del rey y uno de los más destacados participantes en el Concilio de Trento en el combate contra la herejía, fue apresado como sospechoso de verter doctrinas luteranas en su obra Comentarios sobre el catecismo cristiano, que había sido publicada un año atrás en Amberes y que había sido dedicada al mismo rey. Corrió la voz de que el odio personal del inquisidor general hacia su persona influyó mucho, y el pobre hombre ya nunca se libró de procesos, prisiones y ataques. La única medida claramente positiva que se aprobó fue la vigilancia de las costumbres en los conventos y monasterios, cuya relajación había sido motivo de escándalo para la población.
Durante los siguientes años Fernando permaneció en España. No había guerras en Europa y los conflictos armados en el exterior se centraban en el Mediterráneo, combatiendo contra los turcos y sus aliados los berberiscos. Poco después, los turcos asaltaron Malta y las fuerzas españolas destacadas en Nápoles y Sicilia acudieron a socorrerla obligando al turco a huir en derrota. En esta gloriosa empresa tuvo mucho protagonismo la familia de Fernando; García Álvarez de Toledo, su primo, era el virrey de Sicilia, que aportó buena parte de las tropas de socorro, mientras uno de los capitanes que dirigían las fuerzas era el hijo mayor, el bastardo del duque, Hernando de Toledo, que volvió a demostrar gran valor y eficacia, no exenta de crueldad. Ello reportó al duque de Alba, como jefe de la familia, un nuevo prestigio que le permitió seguir recordando a sus adversarios cuál era el poder de su clan, así como sus valías militares.
No obstante, su vida cotidiana se centraba en la de cortesano de palacio, en donde siguió viéndose relegado en muchas ocasiones por los hombres de Ruy Gómez. Por ello, su humor no dejó de empeorar y con frecuencia le sorprendía murmurando solo, mirando por la ventana, rodeado de documentos a los que no prestaba atención y que yo tenía que leer y clasificar por él, mientras anhelaba una guerra en la que embarcarse. Volvía a estar en el terreno que no dominaba, ni por vocación ni por carácter, que no era otro que el de la política, y ahí sus adversarios fácilmente lo sacaban de sus casillas poniéndole en evidencia. Era otra vez el guerrero preso de los papeles y despachos, que le menguaban poder y el prestigio. Entre nosotros dos un muro se fue levantando y nuestras conversaciones giraban casi exclusivamente sobre los asuntos administrativos que yo llevaba como uno de sus secretarios y hombre de confianza. De la corte a sus posesiones, y al revés, así marchaba nuestra vida en España. Poco quedaba de aquella relación fraternal y alegre. Sólo en ciertos momentos, cuando la pesadumbre y el desengaño le abrumaban, me llamaba para sentarme junto a él y compartir una comida o el vino que tenía en su mesa, volviendo, por unos instantes, a recuperar el clima que antaño, en privado, habíamos compartido.
Sin embargo, nuestra posición nos permitió seguir como pocos los acontecimientos y los graves problemas que se cernían cada vez más sobre el reino, sobre los que Fernando era continuamente consultado. Las Cortes se quejaban cada vez más de los excesivos lujos y los despilfarras del palacio, de cómo los precios no dejaban de crecer mientras que las riquezas llegadas de las Indias marchaban a Europa sin dejar prosperidad aquí, de la corrupción de ciertos cargos y de cómo la exención de impuestos sobre los cada vez más numerosos bienes de la Iglesia, hacía que la recaudación impositiva recayese casi exclusivamente en el tercer estado, ahogando sus negocios, fábricas y comercios. Como no podía ser de otra manera, el rey respondía a las quejas de las Cortes sobre estos puntos diciendo que lo estudiaría, pero nunca llegó a practicar medida alguna al respecto. Había dejado claro que la monarquía hispana se basaba en el poder absoluto, la ostentación y en la gloria tanto de la corona como de la Iglesia. De esta manera, poco se podía hacer, y en palacio se seguía viviendo de espaldas a las gentes, que, antaño más prosperas, me hacían llegar en ocasiones pliegos en donde mostraban sus quejas con el infundado ánimo de que yo, gracias a mi posición, pudiese hacerlas llegar a buen puerto. Para guardar las formas y dar imagen de austeridad, se reguló que ninguna persona del reino, ni rey, noble ni prelado, vistiese ciertas telas de oro, que los platos de las comidas habían de reducirse a cuatro y que las frutas también habían de comerse con mesura. Mas esto no redundaba en los campesinos y eran cada vez legión más numerosa los pobres y pícaros que iban llegando a las ciudades.
En enero de 1560 por fin llegó a España la nueva esposa del rey, Isabel. Tras recibirla en Roncesvalles, se la acompañó hasta Guadalajara en donde la recibió nuestro monarca. Nada más verla quedó prendado de su belleza; no en vano era muy joven, bien formada y de bello rostro, por lo que entabló rápida conversación con ella. Fernando, allí presente, actuó de traductor dado el nefasto francés de nuestro rey y el pobre castellano de ella.
—Señora —dijo el rey—. Sois más bella de lo que me habían explicado.
—Y vos más elegante aún que la fama que os precede.
—Temo que mi edad, treinta y tres años, me hagan a vuestros ojos viejo.
—Nada más falso, mi señor —dijo, bajando los ojos—. Además, bien se os ve que sois joven de corazón.
Isabel, aparte de bella, era culta, refinada, prudente, simpática y muy sociable. Por ello las relaciones entre ambos fueron siendo cada vez más cordiales, aunque no se pudo consumar el matrimonio hasta agosto del año siguiente, pues hasta entonces no le llegó a la reina su primera menstruación, de lo que fueron rápidamente informados los embajadores galos. Prueba del amor que rápidamente surgió en nuestro rey fue el enorme sufrimiento que éste experimentó cuando la joven reina cayó enferma de viruelas. En palacio se temía lo peor y los médicos procedieron a embadurnarle la cara con clara de huevo y leche de burra para que no le quedasen marcas. Galenos franceses llegados para cuidarla le aplicaron nata y sangre de paloma en los ojos como remedio. Todo eso dio resultado y la joven Isabel se recuperó, para felicidad de su esposo. Éste, cada vez más enamorado, fue dejando las amantes ocasionales con las que se solazaba, y que a Isabel le molestaban especialmente. Ciertamente, todos los testigos, y de esto también puedo dar yo fe, coinciden en afirmar que su matrimonio, mientras duró, fue feliz. Se les veía conversar, pasear, jugar a los naipes, escuchar música y compartir toda una serie de actividades que hasta entonces no eran usuales en nuestro monarca.
A mediados de 1561, el fervor y el rigor religioso de nuestro rey le llevaron a decidir la erección del monasterio de San Lorenzo del Escorial, en las montañas próximas a Madrid. Lo había prometido tras la victoria de San Quintín, pero había decidido que no iba a ser una iglesia o monasterio más. Sería un legado impresionante que había de reflejar el poder del reino. Cuidó mucho el enclave elegido, pues el edificio había de ser residencia, biblioteca, laboratorio, palacio, iglesia y monasterio en donde habrían de guardarse buen número de reliquias, y también panteón de los restos de los reyes de España, empezando por su padre el emperador, por lo que fue una comisión de médicos, arquitectos y otros hombres de ciencia quien propuso el lugar. Al año siguiente comenzaron las labores de trazado y desbrozo, y todos asistimos al acto de colocación de la primera piedra. Recuerdo que el duque de Alba y yo le sorprendimos dando instrucciones a su primer arquitecto, Juan Bautista de Toledo, sobre cómo había de ser el edificio:
—Mirad —decía—. Ese estilo italiano, ya pasado de moda y al que mi padre y mis abuelos tenían tanta afición, y al que muchos llaman plateresco, no ha de aparecer por ninguna parte. Es de una frivolidad y ligereza insoportable. ¡Quiero algo diferente!
—Majestad, no obstante recordad que en Francia, Italia, Inglaterra… los palacios se construyen… —replicó el otro.
—¡No quiero saber nada de estilos extranjeros y modas foráneas, de fiorituras y amaneramientos! Ha de ser un canto a Dios, a la fe, a la verdad, una rotunda oración de piedra… Ha de ser austero, riguroso, como nuestra monarquía, pero a la vez fuerte, firme, como la roca viva que le rodea… Ha de reflejar el poder y la gloria de Dios y de nuestro reino. ¡Si no podéis acometer la tarea, decídmelo y buscaremos a otro!
—¡Nada tan lejos de mi intención! Con gusto, mes a mes, iré consultando con vuestra majestad los avances de la edificación. Será una obra excelsa. La culminación de todo el saber universal unido a la verdadera fe.
—En ese caso, ¡adelante!
Era evidente que todos nuestros enemigos tenían en común el odio a la fe católica. Los hugonotes en Francia, los luteranos en Alemania y ahora también en Inglaterra, pero si bien había paz momentánea con esos estados, la constante guerra en el Mediterráneo contra los muslimes recordaba que todos estos conflictos bélicos se basaban, en gran parte, en nuestras respectivas creencias antagónicas.
Hacia 1564 o 1565 el rey llamó a Fernando a un Consejo de Estado. En él estaban una docena escasa de hombres: sin duda los nobles y prelados más poderosos de la monarquía española. El rey tomó la palabra:
—Señores todos. No andaré con rodeos. ¡Tenemos al enemigo dentro! No me refiero a los luteranos, que, según mis informes, han sido prácticamente erradicados de mi reino, sino a los infieles hijos de Mahoma, los moriscos del sur, de los que me llegan noticias cada vez más inquietantes.
—Sí, es cierto. Aún tenemos a muchos que dicen haberse convertido, pero que siguen practicando su fe en secreto y que ilustran a sus hijos en ella —dijo el inquisidor general—. Los musulmanes siguen, por desgracia, perviviendo en nuestro reino.
—Sobre todo están en el reino de Granada, en sus montañas, en donde lejos de toda autoridad maquinan contra el rey en connivencia con el turco —añadió Ruy Gómez—. Es preciso actuar con dureza pero con prudencia y por eso el motivo de esta reunión.
—Hasta ahora las medidas tomadas contra ellos no han dado resultado. Al poco de volver a España les prohibí tener esclavos negros, pues éstos provenían de África y traían consigo la creencia infiel. Muchos se quejaron diciendo que les privábamos de mano de obra, pero en el fondo el motivo de su queja era que les habíamos cortado los contactos con África.
—Pronto se acallaron las críticas… —dijo el inquisidor—, pero siguieron conspirando…
—Después —interrumpió el rey—, les prohibimos, por prudencia, tener armas de fuego, siendo desarmados todos aquellos que fueron sorprendidos con alguna en su poder.
—E incluso —prosiguió el prelado— limitamos el derecho de asilo en las iglesias a tres días, pues cuando delinquían, se refugiaban por tiempo indefinido en ellas, confiando en el amparo de la Iglesia. Es evidente que las medidas se han quedado cortas y hemos de estudiar acciones más drásticas.
—Señor duque de Alba, ¿qué opináis al respecto? —preguntó el rey—. Supongo que habéis leído los informes que se os remitieron hace algún tiempo.
Una sonrisa malévola afloró en los labios del príncipe de Éboli. Sin duda creía que Fernando había pasado por alto los informes al ser famosa su aversión a aquellos papeles, por lo que ahora quedaría en ridículo y desprestigiado. A decir verdad, aquellos documentos le habían sido remitidos un mes antes, pero coincidiendo con una breve estancia en sus posesiones, y en medio de un gran número de legajos de escasa importancia. Era como si tratasen de que no les prestase atención, lo cual no resultaba nada inconcebible dado su conocido rechazo a los asuntos burocráticos. Por suerte, al volver de sus tierras, y como era habitual, me dediqué a ordenar sus papeles y cartas, y pude ver que entre tanta correspondencia fútil se encontraba el documento firmado por el rey en donde se le convocaba a la reunión para dar su opinión sobre el problema de los moriscos. Era evidente, aunque indemostrable, que Gómez le había tendido una trampa, pues incluso el mismo sello real de lacre estaba medio borrado, como por accidente, lo que dificultaba aún más el percatarse de la importancia del papel en cuestión.
—Creo que el tema se acerca a una clara insurrección —dijo Fernando—. He sabido que, poco a poco, moriscos huidos de los valles se han ido juntando en las montañas, en donde viven abiertamente en su fe, al margen de toda ley y saqueando, cada vez con más frecuencia, haciendas de cristianos viejos. Lo malo es que por miedo o convicción han logrado que gran parte del resto de moriscos, muchos de ellos que viven en paz y que se han convertido sinceramente al cristianismo, les presten ayuda y cobijo, convirtiendo el problema en algo de gran envergadura.
—¿Qué proponéis pues, señor duque? —preguntó con cierta malicia Ruy Gómez.
—Erradicar para siempre a los infieles.
—¿Acaso sugerís su muerte o expulsión en masa? ¿Os habéis leído el informe con detenimiento? —inquirió de nuevo Gómez.
—Sí, lo he hecho, a pesar de que podáis pensar lo contrario, y no soy tan estúpido ni tan cruel. La dureza sólo se ha emplear cuando se considere que no hay otro remedio y que es lo más eficiente. He pensado en un plan mucho menos cruento, pero más práctico.
—Estamos ansiosos de escucharlo, por favor, Ruy, dejad que el duque lo exponga —terció el rey.
—La fuerza de los moriscos renuentes a aceptar nuestra fe y por tanto la desobediencia a la corona reside en su identidad como grupo y su unidad. Hemos de romperla. ¿Cómo? Prohibiendo no sólo su fe, sino su lengua, sus ropas y costumbres, sus libros escritos en lengua arabesca, destruyendo sus baños que son los puntos en los se reúnen y platican, obligando a que sus mujeres no se cubran la cara, que dejen abiertas sus casas para que los corregidores puedan comprobar el cumplimiento de estas normas y, si es necesario, diseminar su población por todas las Españas cuidando que en grupos de pocas decenas sean llevados a los reinos de León, Galicia, Navarra, lejos de su Granada, hasta que se disuelvan entre los cristianos viejos que allí habitan. Gracias a su integración en el resto de pueblos españoles, en pocos años ya no se hablará de moriscos rebeldes. A los que se resistan, única y exclusivamente a ésos, se les aplicará la persecución, la cárcel y, si es preciso, la muerte.
Un silencio invadió la sala, mezcla de asombro y admiración. Gómez bajó la mirada dándose cuenta de que su arma se le había vuelto en contra y había dado a su rival una oportunidad de oro para resarcirse. Fernando había concebido un plan muy elaborado que, de llevarlo a cabo, tendría éxito. Era lógico, pues cuando se pedía a mi amigo que pensase en métodos guerreros o represivos ante un enemigo, brillaba en él toda su capacidad militar. A pesar de todo, a mí me parecía excesivo, cruel incluso, porque seguramente acabarían pagando justos por pecadores. Si bien era de recibo que en nuestro reino no se practicase otra fe que la católica, no entendía, por ejemplo, por qué no se podía ser buen súbdito hablando en lengua arábiga, pero ¡Dios me librase de decir nada! Hacía ya mucho tiempo que sabía que no debía comentar cuestiones semejantes ni en público ni en privado, aunque me fuese demandada mi opinión.
Ante la coherencia del plan todos murmuraron con señas de aprobación, comenzando por el inquisidor general. Gómez, no obstante, trató de hallar objeciones, molesto por el éxito del plan del duque.
—Señor duque, no hay duda de que vuestro plan está bien construido y elaborado. Pese a todo, me asalta una duda. Me temo que muchos se opondrán a estas medidas, tanto entre los que ahora son bandoleros y rebeldes como entre los que, hasta el momento, han demostrado ser fieles súbditos y que por estas medidas tan radicales se vean tentados a unirse a los refractarios a la corona. ¿No creéis que estas acciones puedan soliviantar en exceso a los moriscos y provocar una guerra abierta?
—Sin duda.
—¡Y entonces será peor el remedio que la enfermedad! —dijo Gómez, creyendo que había dejado en evidencia a Fernando.
—Sólo si somos timoratos a la hora de la acción.
—¿Qué queréis decir?
—¡Perdón! Me olvidaba de que vos, príncipe de Éboli, aunque ducho en los despachos y papeles, no tenéis experiencia en los temas de la guerra —dijo con un evidente tono malicioso que hizo enrojecer a su interlocutor y que despertó no pocas sonrisas entre los presentes.
—¡Explicaos, pues! ¡No estamos aquí para perder el tiempo!
—Con sumo placer. Efectivamente, dentro de la población morisca habrá quien acepte y se someta a estas normas y quien se rebele. Los primeros merecerán ser súbditos de su majestad al aceptar el sacrificio demandando, por lo que serán recompensados. Los segundos dejarán todos a la luz, por fin, su verdadero rostro de rebeldes, el de la cizaña que hay que arrancar para siempre para que dejen de envenenar al resto de la comunidad. Éstos marcharán a los montes, cogerán las armas. Así identificados, pocos o muchos, habremos de caer sobre ellos con toda la fuerza de nuestras armas hasta exterminarlos. Primero, desbrozar, separar, quitar el apoyo de la población sencilla a los más radicales, y luego…, quemar la mala hierba. Por eso este plan requiere toda la decisión, pues una vez comenzado no puede haber marcha atrás. Pero si somos capaces de llegar hasta el fin, creo que las rebeliones moriscas quedarán, en unos pocos años a lo sumo, definitivamente extinguidas.
—Costará muchos dineros y vidas —alegó de nuevo Gómez.
—¿Desde cuándo la unidad del reino en torno a la verdadera fe puede escatimar esfuerzos? Estoy seguro de que el inquisidor, aquí presente, y su majestad creen que no se puede mirar corto en este tema. Y una vez eliminado el problema morisco, también se habrá terminado la amenaza de un apoyo a los piratas berberiscos que asolan nuestras costas, con tan grave quebranto para la población y sus haciendas y, sobre todo, las tentaciones del turco de establecer con ellos algún tipo de alianza. Hemos de recordar que este enemigo es mucho más numeroso que los pocos luteranos llevados a la hoguera, están en lugares más recónditos y que cuentan con mucho mayor apoyo. Son, por tanto, más peligrosos, por lo que hemos de actuar con más contundencia si cabe que contra los herejes. Pero repito, hay que llegar hasta el final y no repetir errores pasados de quedarnos a medio camino ¡Una vez desenvainada la espada se ha de cortar todo lo que se haya de cercenar!
Hábilmente, Fernando había sabido lanzar unos argumentos que entusiasmaban a la Inquisición y al mismo rey, dado que el monarca no dejaba de mostrar su encendida, y a mi juicio excesiva, obsesión por la uniformidad religiosa. Mi amigo, aunque fiel hijo de la Iglesia y devoto cristiano, era más cínico, y en eso, ciertamente, se asemejaba algo a la maquiavélica Catalina de Médicis, al poner al estado y al reino por encima de casi todo lo demás. Pero era evidente que sus argumentos sobre el potencial peligro de los moriscos de Granada eran válidos, por lo que su análisis era correcto.
El príncipe de Éboli había quedado en ridículo por su oposición y mi amigo había demostrado que en temas de guerra pocos sabían más que él. Estaba dispuesto a lanzar una guerra total, de exterminio, contra los rebeldes. Era evidente que si se llegaba hasta las últimas consecuencias, el éxito estaba asegurado. Así sucedió, y en los años siguientes, la rebeldía morisca fue ahogada en sangre y fuego con pleno éxito para la causa del rey, aunque en su dirección no participó Fernando. Otras tareas más ambiciosas le aguardaban, pero, para su desgracia, el éxito no le acompañaría como explicaré después.