Capítulo 8

De cómo en Flandes se va urdiendo, en batallas y despachos, la derrota del rey francés, aunque surgen nuevas amenazas

Tras la victoriosa campaña de Italia, en diciembre de 1557 llegamos a Génova. Lo hicimos por mar y acompañados de tres mil mercenarios tudescos. Nada más llegar, partimos hacia Milán y de ahí hacia Flandes. La guerra con Francia proseguía, y el duque de Guisa —el mejor general que le quedaba a Enrique II— había vuelto presurosamente a París tras el desastre de San Quintín, abandonando Italia. La guerra había de continuar en el norte de Francia, y el rey Felipe requirió a Fernando a su lado, como militar español de más valía y prestigio. Tras la paz con el papa y la retirada francesa ya no había guerra en Italia. Era absurdo entretener allí al duque de Alba y a más tropas de las estrictamente necesarias para asegurar la gobernación de los reinos italianos.

A finales de enero de 1558 ya estábamos en Bruselas y, de nuevo, mi amigo se encontró en medio de las rivalidades políticas que tanto odiaba, en vez de con una gloriosa batalla en la que combatir y vencer. Todos los nobles salieron a saludarle y a colmarle de honores como correspondía al mayordomo del rey y al mejor y más poderoso general español que había entonces, todos… menos uno. El ausente era, nada menos, que Ruy Gómez, el amigo y mano derecha de Felipe II, quien alegando una indisposición no se presentó a la recepción.

Con el ascenso del nuevo rey había subido al poder el poderoso equipo de Gómez, que pronto pasó a ser maliciosamente llamado Rey Gómez. Era evidente que la rivalidad había de estallar entre él y el poder encarnado en Fernando, con la diferencia de que Gómez tenía las de ganar porque era amigo íntimo del rey y permanecía siempre a su lado. En el fondo, era la competencia por ver qué sector de la nobleza podía gozar más y mejor de las prebendas de su majestad, cosa que siempre había sucedido y sucedería en todas las monarquías del mundo, y que, como pueden ver los lectores, a mí me importaba un comino, pues mi suerte no se vería alterada por tan peculiar disputa. Lo único era mi cariño y aprecio por mi señor, y eso, sólo eso, era lo que me hacía desear que saliese triunfante de todas las rivalidades.

Ruy Gómez de Silva, portugués de nacimiento, había llegado a España siendo niño, en la comitiva de la esposa de Carlos V, Isabel de Portugal. Pronto se hizo amigo del joven Felipe, al que acompañó en todos sus viajes. En 1553, ya con treinta y siete años, se casó con Ana de Mendoza y de la Cerda, la célebre tuerta (unos dicen que de nacimiento, otros por un accidentado combate de esgrima), que tenía entonces trece años, hija única del virrey de Perú y perteneciente a los Mendoza, una de las familias más importantes de España y rival de los Alba, con la que tendría once hijos. Gómez acompañó a Felipe a su matrimonio con María Tudor, pero por el rígido protocolo borgoñón que el emperador había impuesto, el amigo del príncipe no podía estar tanto tiempo a su lado sin ser noble. Para solventarlo, Felipe, que ante su boda con la reina inglesa había sido nombrado rey de Nápoles, tuvo a bien elevar a su amigo al título de príncipe de Éboli, título napolitano del que podía disponer en virtud de su nueva corona. Una vez fue ya rey de España, fue ascendido a sumiller de corps, consejero de Estado y de Guerra, intendente de Hacienda, primer mayordomo del príncipe Carlos (el desgraciado hijo del rey, del que luego hablaremos) y duque de Pastrana con grandeza de España. Una ascensión verdaderamente fulgurante.

—¿Has visto? —me dijo Fernando—. El cerdo ese de Gómez comienza a maquinar contra mí. No sólo me ignora desde que he llegado a Bruselas, sino que me han llegado noticias de que parte de las disposiciones y cargos que había dejado ordenados en Italia, este hijo de perra me los está revolviendo todos… Y el rey sin decir nada.

—Lo sé… toda la corte lo sabe. Ahora mismo sois las dos cabezas del reino. Tú por capacidad militar e historia, y Gómez por amistad con el rey, aunque tampoco le falta sabiduría —respondí yo, aunque arrepintiéndome del último comentario.

—¡Así no se puede funcionar! ¡Yo hago y él deshace! ¡No hace más que desautorizarme!

—Tienes razón, pero has de dominar tu ira por más justa que sea. No te enfrentes directamente, pues su majestad entonces tendrá, por más que le duela, que elegirle a él. A ti te admira, sabe de tu valía y energía, pero él es su amigo desde la infancia. Sé hábil… No puedes resolver todo a golpe de espada, bien lo sabes.

—Es verdad… Pero me cuesta controlarme. ¿Sabes qué? Muchas veces tengo ganas de enviarlo todo a paseo e irme a mis posesiones, con mi mujer, con mi familia… tranquilamente.

—Te comprendo, pero no te engañes. No eres hombre de estar velando por sus haciendas. Eres soldado, militar y político, aunque no te guste la política. Allá no serías feliz. Lo tuyo es la guerra, lo que conlleva también, para tu desgracia, la corte, las intrigas palaciegas. No las puedes separar. Bien sabes que es tu deber seguir tu camino de obediencia al rey, pese a que muchas veces se equivoque y te trate injustamente.

—Siempre tienes razón… ¡maldito seas! —me respondió, tras unos instantes en silencio, después de lo cual, abandonó la estancia con la cabeza gacha.

En Bruselas Fernando se reencontró con el conde de Egmont, el príncipe de Orange y el duque de Saboya, quien había comandado el ejército en la jornada gloriosa de San Quintín. Eran viejos compañeros de armas y se mostraron cordialidad, pero mi amigo el duque no podía disimular, al menos ante mis ojos, cierta envidia. En la primera cena todos se contaron sus respectivos méritos militares, pero las historias de Fernando, aunque meritorias, no tenían parangón con las gloriosas jornadas de San Quintín, las únicas en las que, por cierto, el rey se puso una armadura y acudió al frente de batalla. No obstante, el duque de Alba aprovechó la ocasión para comentar, no sin cierta malicia, la desilusión que el viejo emperador, en Yuste, había tenido porque su hijo no hubiese aprovechado aquella magnífica victoria para marchar sobre París. Una noche, ayudado por los vapores de Baco, me confesó sus sentimientos al respecto:

—Yo allí, en Italia, luchando con una mano atada en la espalda, contra aquel hijo del demonio que era el papa, con la Iglesia de por medio, sin apenas tropas ni dinero, sin haber hecho ninguna gloriosa batalla campal, con órdenes de hacer la paz cuanto antes…

—Eran las órdenes, Fernando. No podías hacer otra cosa.

—Sí, pero éstos aquí, al lado del rey, gozando de la suerte de una gloriosa batalla que ha deshecho al ejército francés… Sí, es cierto, tengo envidia, pero sobre todo la tengo porque se han encontrado una victoria por suerte, gracias a las ineptitudes del enemigo que estaba en minoría, cansado, cercado en campo abierto… Cualquiera podía haber ganado una batalla así. Contra mí estaban el duque de Guisa y el papa, ésos no eran huesos tan fáciles de roer.

—¿Acaso no te alegras del triunfo de nuestras fuerzas?

—¡Claro que sí, estúpido! Pero era a mí a quien correspondía saborearlo y no a esos tontos y, te lo advierto, quizás en el futuro traidores.

—¡No digas barbaridades!

—Mira, el duque de Saboya, que reconozco que es buen general y avispado para las cosas de la guerra, lo único que quiere es recuperar su territorio, y si algún día le conviene aliarse con el francés, él o su familia, lo hará; es sólo un aliado provisional. De Orange no me fío… le veo ambicioso, muy de lo suyo, muy flamenco y poco dispuesto a ser sumiso con el rey; incluso me han llegado rumores de que podía simpatizar con los herejes. Creo que le encantaría ser el próximo gobernador de Flandes y que para ello no deja de maquinar.

—¡No puede ser! Ha sido un leal súbdito del emperador, casi como un hijo, y ha jurado a nuestro señor fidelidad… Aunque me dirás otra vez que soy un ingenuo.

—¡Exacto! Y luego queda Egmont. Es valiente, osado como pocos, lo que admiro, avezado en el combate a caballo, y reconozco su gallardía y su amor por el código caballeresco, pero es un zote, un botarate, un verdadero mentecato y un lerdo como pocos. Piensa que todo se arregla con cargas frontales de caballería con lanza y espada y, aparte de eso, su única preocupación es bailar bien, tener hijos como un conejo y repartir sonrisas por todas partes. Tuvo suerte en San Quintín, pero allí estaba ante un enemigo cansado, menguado y en retirada… Así es muy fácil ser caballero y dar cargas. ¡Ya me gustaría que se las hubiese con aquel condestable Montmorency llevando la iniciativa que yo traté de batir en la Provenza años ha, y no con este que se vio rodeado en campo abierto! —dijo, dando un golpe en la mesa y lanzando el vaso de vino al suelo, que dos mastines de caza se apresuraron a lamer.

Viendo el sesgo cada vez más violento que tomaba la conversación o, mejor dicho, su monólogo, me abstuve de contestarle y alegando cansancio, me retiré a mi cámara. Él se quedó mirando fijamente el fuego mientras murmuraba maldiciones sobre todos aquellos flamencos. Verdaderamente, de todo ellos, era Egmont quien más le sacaba de sus casillas. Era joven, guapo, amante esposo, magnífico bailarín y hacía gala de una exquisita simpatía y caballerosidad en todos los salones de la corte en donde se lo disputaban por contar con su conversación y compañía. Enormemente popular, humilde ante las adulaciones, amaba la caballería y las coloridas cargas de cuando aún no existían las armas de fuego. Era valiente hasta el límite de la inconsciencia y de eso era, precisamente, de lo que le acusaba Fernando, y de lo que, además, había sacado partido por su enorme suerte. Mi amigo no podía soportar que alguien que no conocía la suciedad de la guerra moderna, que no había estudiado las técnicas de la guerra actual y de la fortificación, que no sabía utilizar a los espías, tan importantes con sus traiciones, que pensaba que aún existía el código caballeresco en donde el honor era más importante que el dinero y se comportaba como un alocado adolescente descerebrado, triunfase en todas partes y tuviese el reconocimiento de toda la sociedad flamenca. Ante ello, mi amigo se sentía injustamente tratado por el destino y por aquella alambicada, refinada en exceso y ceremonial sociedad extranjera.

De todas formas, y aunque nunca lo admitió, yo siempre pensé que había algo más. Creo, en el fondo, que Fernando se reconocía a sí mismo, de joven, en Egmont, sólo que él había madurado, crecido y aprendido de la vida y de la guerra. La realidad le había hecho cambiar. Por eso estoy seguro de que le daba rabia que hubiese aún alguien que creyese en lo que él creyó un día y que siguiendo esas reglas que el duque ya consideraba, con razón, obsoletas, le sonriese tanto la suerte. No podía soportar que aquel caballero siguiese pensando que podía vivirse la vida como un caballero, que no se diese cuenta de cómo habían cambiado las cosas, porque en el fondo, creo, envidiaba su ingenuidad, vivir así de feliz e inconsciente, en un código de valores en donde era todo blanco o negro, sin dobleces ni traiciones. Para Fernando eso hubiese sido también más fácil y más bello que no convertirse en lo que era cada vez más: un hombre con valores, pero también cínico, desconfiado, con pocos escrúpulos y mucho orgullo. Por eso tenía hacia el conde esa mezcla de sentimientos; por una parte, simpatía y admiración, pero por otra, rabia, resentimiento, envidia y hasta odio. La vida le había enseñado que no podía ser como Egmont ni creer en lo que él creía, pero, en lo más profundo de su ser, deseaba que hubiese sido posible. Pero, de momento, el joven conde le estaba demostrando que aún podía ser así.

En aquel invierno el frente de guerra permaneció inactivo. Todo el mundo estuvo de acuerdo en esperar la ofensiva francesa del año siguiente para rechazarla. Era preferible a volver a aventurarse a una campaña en suelo francés, siempre arriesgada. Solamente los espías se movían de aquí para allá buscando información, mientras los vigías permanecían alerta en los caminos para evitar cualquier incursión por sorpresa. Pero el tedio de ese invierno lo rompió una visita.

En marzo de ese año, en una tarde fría y lluviosa, un emisario llegó a nuestro palacio. Pidió ver al duque de Alba alegando que tenía algo muy importante que tratar sobre la guerra con Francia y, al preguntársele su identidad, sólo dijo que era un caballero español. Su porte, sus ropas y el rico enjaezamiento de su montura, hizo pensar a los guardias que podía decir la verdad y me llamaron para que hablase con él. Había sido convenientemente registrado y no llevaba ningún arma de fuego; sólo una espada de la que había sido despojado. De esta manera, en una estancia próxima a las caballerizas, ante un buen vaso de vino caliente que ambos bebimos, me dispuse a averiguar quién era ese personaje.

—Como comprenderéis, sin saber quién sois y vuestras pretensiones, no os puedo llevar ante alguien tan ocupado como el duque —comencé.

—Es justo. Pero tenéis que darme palabra de escucharme en confidencia, que no sufriré daño alguno y que podré marchar en caso de que no os guste lo que diga, mi persona o lo que voy a plantear.

—Bien, no creo que haya problema en eso —admití intrigado—. Tenéis mi palabra —añadí, ordenando a los guardias que esperasen al otro lado de la puerta.

—Me llamo Juan de la Cueva, natural de Zaragoza, y por razones que no vienen al caso, hace años escapé de España y me puse al servicio de la corte de Francia, o mejor dicho, de cierto ilustre noble francés —comenzó a decir en voz baja.

—No me incumben vuestros motivos de cambio de lealtades. Proseguid…

—Lo cierto es que ese noble es Anne de Montmorency, el condestable de Francia, que está preso en estas tierras, junto a su hijo, tras la derrota de San Quintín y que vuestro señor, el duque de Alba, conoció tanto en la paz como en la guerra.

—No puedo olvidarlo. Fue apresado en Pavía, pero luego dirigió las fuerzas francesas con suma habilidad en la Provenza obligándonos a retirarnos, y poco después estuvo presente en una siniestra cena que celebramos en Aigues-Mortes. Sin duda, ha sido uno de los generales más brillantes de Francia. Pero, obviamente, él no os puede haber enviado.

—Cierto, ha sido Diana de Poitiers, amiga de mi señor. Como bien sabéis, ella tiene, pero sobre todo ha tenido, gran influencia en la corte de Francia.

Tras decir esto último, se sacó un anillo de oro de su bolsillo. Tenía una gran piedra roja incrustada y en él estaba grabada una dedicatoria del rey Enrique a Diana. Era, sin duda, un regalo del rey de Francia a la dama.

—Espero que este objeto disipe las dudas de que hablo en nombre de dicha dama. Ella misma me lo dio para que se lo mostrase al duque de Alba.

—¡Hablemos claro! —dije yo—. Esa mujer a quien llamáis dama fue la concubina preferida del difunto rey Francisco y también del actual rey Enrique, al menos hasta que su esposa Catalina le ha comenzado a dar hijos, quien por cierto la odia a muerte.

—Cristalino y transparente. Pero desde que mi señor está preso en vuestras manos, mi también señora Diana se encuentra cada vez más desplazada de la corte. Catalina se ha hecho cada vez más con la voluntad del rey Enrique, apoyada en su quiromante Nostradamus, ese perillán que no para de hacer horóscopos a todas horas, y del duque de Guisa, partidario de seguir la guerra contra el rey Felipe. También está en ese bando el nuevo almirante de Francia, Gaspar de Coligny, el defensor de San Quintín y acérrimo enemigo de vuestro rey, jefe de la facción hugonote de Francia, que así les llamamos a los herejes allí.

—Ya veo… Si nuestro prisionero fuese liberado, trabajaría, ya en París, por la restitución de los honores a Diana de Poitiers y, de paso, ambos se comprometerían a tratar de…

—Conseguir la paz entre ambos reinos.

—Así que queréis que esa casquivana vuelva a tener influencia sobre el rey Enrique. ¿No es algo mayor para esos trotes?

—Si la conocierais, no hablarías así. Es ya mujer entrada en años y es casi veinte años mayor que el rey, pero su cuerpo conserva unas formas que harían enloquecer a muchos hombres jóvenes y mayores. Además, cuentan los rumores que sus habilidades amatorias han dejando pasmados a quienes han tenido el goce de yacer con ella. No despreciéis sus poderes, recordad que ha sido amante de dos reyes y de muchos otros altos nobles y prelados.

—No hace falta que entréis en detalles —dije incomodado—. Os llevaré ante el duque de Alba para que le transmitáis vuestra petición, o mejor dicho, la de Diana de Poitiers.

Al poco rato, el emisario repitió lo mismo ante Fernando. También le enseñó el anillo. Después de oír su relato, mi amigo se quedó callado y pensativo. Le despedimos tras darle provisiones y un caballo fresco para el regreso, haciéndole saber que los acontecimientos hablarían por sí mismos.

—Creo que liberar al condestable es una buena jugada —dijo Fernando—. ¿Qué opinas, Álvaro?

—Estoy de acuerdo. La guerra contra Francia puede ser eterna, costosa y el rey nunca tiene dineros. Es imposible vencerla definitivamente, como ella tampoco puede vencernos a nosotros. Hacer la paz es lo que más conviene a nuestro rey.

—Y liberando al francés y ayudando a Diana a recobrar su poder, daríamos una patada a Catalina, a su bufón de colores y sembraríamos la división en la corte francesa. ¡Nada me agradaría más! Montmorency, a pesar de su derrota, tiene mucho prestigio, amigos e influencia, y no le podrán ignorar en París. Por otro lado, es un ferviente y leal hijo de la Iglesia y nos puede ser muy útil para frenar a esos luteranos que en Francia se hacen llamar hugonotes y que cada vez tienen más poder alentando su fanática causa contra nuestro rey. Es verdad que su jefe es ese Gaspar de Coligny, el que fue gobernador de la plaza de San Quintín, que defendió con un fanatismo extremo, y al que liberamos tras pagar un cuantioso rescate que sus cómplices de herejía, sin duda, recaudaron.

—De todas formas, me sorprende el poder que mujeres de esa estofa tienen en la corte francesa —repuse por mi parte.

—¡Ay, Álvaro! La corte francesa hace lo que se hace en muchas otras, aunque por suerte no en la española. En España tenemos claro que las amantes hay que tenerlas en los burdeles y no en los palacios. En Francia el mayor burdel es su palacio real, y allí los devaneos amorosos incluso entre el mismo sexo, son normales. Gran parte de sus cortesanos, de su misma iglesia, son sodomitas, concupiscentes… Es ese desorden en la moral, ese impudor, lo que ha hecho posible, precisamente, que se extienda con rapidez la herejía entre sus gentes. ¡Si el santo del rey Luis levantase la cabeza y viese en qué se ha convertido su reino!

Esa misma noche nos presentamos en la casa que hacía de prisión del ilustre general francés. Al ver a Fernando, no pudo menos que esbozar una sonrisa, y tras darle la mano, dijo:

—Me huelo a que sé a lo que habéis venido, cosa de la que, por otra parte, me alegro.

—¿Acaso un emisario ha burlado nuestra seguridad?

—Bueno… lo cierto es que mis vigilantes están muy preocupados para que no me escape, pero a veces me llegan cartas que me informan puntualmente de todo lo que ocurre en París.

—¡Estos guardias flamencos! —exclamó Fernando con desdén.

—Señor duque de Alba —dijo sin más preámbulos—. En Francia los herejes son cada vez más fuertes. El rey y la reina, la poderosa Catalina, no han sabido pararles los pies, y me temo que pronto mi país se pueda romper como ha pasado en los dominios de los Habsburgo. Somos rivales, enemigos cuando nuestros señores así lo quieren, pero ambos somos fieles a la doctrina de la Iglesia. ¡Os juro en nombre de Dios que si vuelvo a Francia lucharé contra esos herejes!

—Es lo que quería oír de vuestros labios. No escondo que vuestra libertad, aparte de a la Iglesia, podría beneficiar a nuestro rey Felipe, pues la paz es urgente y muchos son los dominios en Europa y en el Nuevo Mundo que nuestro soberano ha de guardar; demasiados para estar siempre en guerra contra vuestro señor.

—Lo sé. Pero en este momento os juro que me preocupa más el peligro que se cierne sobre las almas de las gentes de mis tierras, que no el ganar una guerra más o menos, o unos territorios determinados.

—Parece que en este juego estáis en comandita con Diana de Poitiers.

—Es verdad, pero por motivos bien diferentes. Con el difunto rey Francisco y al principio del gobierno del rey Enrique, su condición de principal concubina le otorgó mucho poder, riquezas y posesiones. Era más poderosa e influyente que la propia reina y el resto de las monarquías de Europa y hasta el mismo papa así lo reconocía… Pero Catalina es mucha Catalina y cuando empezó a tener hijos, según dicen gracias a las artes nigrománticas de Nostradamus, su marido comenzó a fijarse en ella y Diana inició su declive. Cuentan que también sabe elaborar filtros de amor que hacen que su marido sólo tenga ojos para ella. Lo cierto es que Diana, si bien resignada por las artes de su rival y por la edad a estar en un segundo plano, no aspira más que a recuperar su poder… y de ello todos nos podemos beneficiar.

—Bien. Confiaré en vos. Trataré con el rey de vuestra libertad, pero es posible que la cosa no sea muy rápida.

—Tampoco lo serán mis gestiones cuando llegue a la corte en Francia. Me llevará cierto tiempo recobrar mi influencia.

En esta ocasión un abrazo selló la despedida. El francés era mayor que Fernando, pero estaba más avejentado de la edad que tenía. En esa despedida hubo algo de respeto entre padre e hijo, más que de dos compañeros de profesión militar. Mi amigo estaba confiando en el francés, lo cual era bastante curioso.

Al día siguiente fuimos a ver al rey. Sin más dilaciones, Fernando le expuso todas las novedades y le dio su opinión favorable a la liberación. Felipe II, como era de esperar, se mostró entusiasmado y, a los pocos días, Montmorency y su hijo regresaban a Francia con sólo la promesa de pagar ciento cincuenta mil escudos como rescate en cuanto pudiesen. La trampa sobre la corte francesa comenzaba a tenderse.

No obstante, el partido belicista de la corte de París seguía apostando por la victoria militar, por lo que el recién liberado apenas encontró eco en sus propuestas favorables a orquestar una paz con España. Así, si bien durante el resto de la primavera de 1558 los ejércitos enemigos se limitaron a observarse, a comienzos del verano los franceses atacaron con tres ejércitos deseando desquitarse de San Quintín. Uno de ellos lo hizo desde la costa, partiendo desde Calais con dieciséis mil hombres, bajo el mando del señor de Termes. Siguió la línea de la costa y tras rebasar la fortificada plaza de Gravelinas, se encaminó hacia Dunkerque a la que saqueó sin piedad. Tras ello volvió a dirigirse rumbo a Nieuport. Su avance era particularmente grave por la rapidez con que lo hacía, y mientras los otros dos ejércitos galos eran más o menos contenidos por las fuerzas del rey sin excesivos problemas, éste no encontraba ningún freno en su ofensiva. Además, amenazaba los puntos más neurálgicos de Flandes, por lo que era urgente detenerle.

Conocida esta situación en Bruselas, el rey dispuso que, con toda la premura posible, se interceptase la invasión. La caballería de Egmont era el cuerpo que más rápidamente podía acudir a frenar el avance francés, y el duque de Saboya, general en jefe de las fuerzas en Flandes, ordenó su inmediata partida con todos los jinetes que pudiese reunir. Y como gobernador de la provincia invadida, a él le correspondía el protagonismo de detener al enemigo. Las órdenes que recibió fueron claras: interceptar al ejército francés, detener su avance, a poder ser bloquearle y esperar refuerzos para batirle en condiciones seguras de victoria.

De esta decisión fue informado Fernando como miembro del consejo de guerra y, por supuesto, no puso ninguna objeción. Él no tenía autoridad sobre las fuerzas de Flandes y correspondía a los flamencos el protagonismo de expulsar a los franceses. Fernando, mientras no se le ordenase otra cosa, solamente podía asesorar al rey y al duque de Saboya; además, la victoriosa campaña de San Quintín y la competencia demostrada por los jefes de las tropas les hacía merecedores de seguir al frente de los ejércitos que habían de repeler a los galos. Por otra parte, el plan era correcto, y en todo momento mostró su aprobación.

A primeros de julio partió Egmont emocionado por la misión; era la primera vez que se le confería el mando absoluto de un ejército y estaba decidido a vivir su momento de gloria. Partió al galope mientras le llovían pétalos de flores y aclamaciones desde los balcones. Con él iban unos cuatro mil jinetes que marcharían a toda prisa, mientras que unos nueve mil soldados de infantería le seguirían a marchas forzadas. El 11 de julio entraron en contacto con los franceses. Temiendo ver la retirada cortada, se volvieron por el mismo camino en dirección a Dunkerque, que saquearon y arrasaron de nuevo. No obstante, su retirada era lenta, a causa de los numerosos carros que, cargados con el abundante botín, llevaban consigo. Ello permitió que, dos días después, la infantería alcanzase a la caballería de Egmont reuniéndose todo el ejército. Con todas las fuerzas ya bajo su mando, el general flamenco decidió adelantarse a los galos y cortarles el camino de retirada, interponiéndose entre ellos y el paso hacia Calais, cerca de Gravelinas. El lugar elegido fue decisivo y resultó ser el más apropiado, pues justo a la espalda del ejército francés estaba el río Aa, que acaba de cruzar. De esta forma, las fuerzas del señor de Termes se encontraron con el río a su espalda, el mar a la derecha y las fuerzas de Egmont enfrente y a la izquierda: estaban perfectamente bloqueados. De todas formas, tampoco era una mala posición defensiva. El río que tenían detrás también les protegía de ataques por ese lado, por lo que pusieron todos los carros a su izquierda, a modo de parapeto, en donde situó el francés a buena parte de sus arcabuceros y concentró a su artillería en la vanguardia, al frente, el punto en donde podía ser más fácilmente atacado. Lo cierto es que el general galo convirtió su campamento en un fuerte erizo capaz de resistir, aunque un inoportuno ataque de gota le obligó a ceder el mando de su posición a dos de sus capitanes.

Egmont había cumplido las órdenes de sus superiores; sólo quedaba esperar más refuerzos y forzar la rendición de los franceses. Pero su código caballeresco no le permitía esperar, ansiaba la gloriosa carga de caballería y no creía posible que unos cuantos miles de arcabuceros o ballesteros, plebeyos mercenarios todos ellos, pudiesen frenar el ataque desatado de la flor y nata de la aristocracia flamenca que capitaneaba su caballería. Eso pensaba y estaba dispuesto a demostrárselo a él mismo y a todo el mundo. De modo que se dispuso a ganar del único modo que sabía y que creía honorable: cargando de frente, por el único lugar en que los caballos podían avanzar, aunque allí fuese donde los franceses concentrasen su mayor poder destructivo. Un plan de valientes y terriblemente sencillo, pero también propio de locos. Así, el caballeresco Lamoral renunció a un plan más imaginativo y menos arriesgado, como la infiltración de la infantería por el flanco, o a obedecer las órdenes de esperar de sus superiores. Quería que la caballería, su caballería, fuese tan decisiva como lo había sido en San Quintín, aunque las circunstancias eran bien diferentes.

Olvidando que eran las armas de fuego y los disciplinados piqueros los que ahora decidían las batallas, así como que el comandante en jefe debía permanecer resguardado para ordenar el movimiento de sus tropas, se situó a la cabeza de sus jinetes, picó espuelas y se lanzó a la carga entre gritos de fervor guerrero; a la infantería, los plebeyos, entre los que se encontraban eficientes unidades de arcabuceros españoles, los dejó en reserva. Al poco tiempo de galopar, sufrieron una cerrada descarga que causó numerosas bajas en sus filas; la propia montura de Egmont cayó herida y sin inmutarse, se levantó, se sacudió la arena, subió a otro corcel y se retiró para reorganizar a sus maltrechos jinetes. Los franceses, viendo que habían detenido en seco la carga, se lanzaron alocadamente al ataque creyendo fácil la victoria. Fue un grave error, pues rompieron su cerrada formación, y una nueva carga de caballería secundada ahora por la infantería que comenzaba a alcanzar la línea de fuego por el flanco, al mando del capitán español Julián Romero, les detuvo. A los pocos minutos, todas las líneas defensivas de los galos estaban rotas y la batalla degeneró en un sangriento cuerpo a cuerpo en donde el valor y la pericia personal contaban más que las tácticas. Todos luchaban con ardor y la suerte del combate aún estaba indecisa, pero por fortuna para nuestras armas, una docena de barcos ingleses que patrullaban las aguas se percataron de la batalla, remontaron el río aprovechando la pleamar y bombardearon impunemente a la retaguardia francesa. Viéndose atacados desde todos los puntos, los franceses huyeron en desbandada, lo que aprovechó la caballería de Egmont para perseguir y aniquilar a todo el que pudo. Muchos que escaparon hacia el norte, hacia Dunkerque, fueron asesinados por los lugareños sedientos de venganza por el terrible doble saqueo al que se habían visto sometidos. El balance fue desolador para los derrotados: sólo tres mil lograron huir y alcanzar Calais, siendo el resto muerto o capturado. Por su parte, Egmont sufrió la muerte de setecientos hombres, casi todos jinetes, fruto de su alocada carga. Fue valiente, pero insensato, y su victoria, obtenida en buena parte gracias a la fortuna, pudo haberse trocado en derrota de no haber aparecido los barcos ingleses.

Estábamos en palacio cuando llegó Egmont exultante. El duque de Saboya, nada más verle, le abrazó, pero luego le dijo:

—Habéis actuado como un niño, desobedeciendo las órdenes. Esa alocada carga… Nos podía haber costado muy cara si no llegan a aparecer los barcos y ellos no rompen su formación.

—Lo sé, señor, pero mi honor pedía a gritos atacar y no dejar escapar a ningún enemigo. Era mi deber… mi honor.

—Las órdenes eran tajantes: esperar refuerzos y no emprender ninguna iniciativa. ¿Pensáis en el desastre que se hubiese producido en caso de derrota?

—La derrota era imposible, pues la razón, el honor y la valentía estaban de nuestro lado.

—¡Ingenuo! El honor y la razón nada tienen que ver con las victorias, y las tumbas, en cambio, están llenas de valientes —intervino súbitamente Fernando.

El duque de Alba y yo estábamos un tanto alejados, en segunda fila, por lo que todos se giraron ante sus palabras, sorprendidos no tanto por el contenido, que la mayoría de los presentes aprobaba, sino por el tono acerado y cortante con el que fueron pronunciadas. Un silencio se apoderó de la sala y Fernando prosiguió con un tono más reposado, dirigiéndose a Egmont:

—Joven amigo, el duque de Saboya tiene razón. Nunca se han de desobedecer órdenes y más cuando hay riesgo evidente.

—Pero yo, como gobernador de Flandes tenía la obligación…

—¡De obedecer sólo al rey y al duque! —respondió otra vez cortante Fernando—. Me temo que el futuro os enseñará que la valentía muchas veces no sirve de nada, y que las cargas de caballería no resuelven las batallas. Conde de Egmont, ¡la pólvora hace años que se ha inventado!

—Para desgracia de los caballeros, pues es gran desdicha que un plebeyo o mendigo sin valor, con un arcabuz a traición pueda acabar con uno de nosotros —respondió Egmont.

—¡Para lo que sea! Y eso no lo podemos cambiar, y lo que me temo es que para siempre deberemos de convivir con ella. La astucia, el dinero y sí, las armas de fuego puestas en manos de todos… eso es lo que cuenta, por desgracia, y perdonad mi intromisión en la conversación.

—No tenéis por qué disculparos, señor duque —respondió el de Saboya—. Sois miembro del consejo de defensa. Además, desgraciadamente vuestras palabras son acertadas y esperemos que nuestro joven amigo Lamoral haya aprendido de ellas… y ahora, ¡a celebrar la victoria!

Obviamente, tras aquellas palabras no nos quedamos a la fiesta. Egmont, el ingenuo, bello e inconsciente conde, acrecentó su fama entre los flamencos para ira de Fernando.

A pesar de todo, la sonora derrota francesa en Gravelinas tuvo otro efecto. Las opiniones que Montmorency venía vertiendo desde su liberación en París por fin fueron escuchadas. Enrique II había comprobado cómo las tesis belicistas del duque de Guisa no daban resultado, y harto de pagar a mercenarios suizos y alemanes, se decidió a buscar la paz definitiva con España. Del cese táctico de hostilidades que se produjo el resto del verano se pasó a unas conversaciones de tanteo en octubre, que pronto se convirtieron en casi un tratado de paz. Se iniciaron en la abadía de Cercams, bajo el auspicio de Cristina de Dinamarca, que era neutral aunque prima de Felipe II. La composición de las dos delegaciones no podía ser más conveniente para la causa española: por parte gala estaban los recién liberados Montmorency y su hijo, dos nobles más y el cardenal de Lorena, hermano del duque de Guisa, pero que por sus posturas belicistas fue finalmente excluido de la mesa; en el bando español estaba Fernando, Ruy Gómez, el príncipe de Orange y el borgoñón obispo de Arras y hombre de confianza, primero de Carlos V y ahora del rey, Antonio Granvela.

Pero dos luctuosos acontecimientos vinieron a interrumpirlas. Primero fue la noticia de la muerte del viejo emperador en Yuste. El reuma y la gota que padecía Carlos V desde hacía tiempo, junto con un ataque de fiebres estivales, precipitaron su muerte. Tampoco fue ajeno a ello su voraz y desordenado apetito que le hacía devorar ingentes cantidades de alimentos, entre los que destacaban litros y litros de cerveza helada y centenares de docenas de anchoas. Las estrictas normas del luto y los ceremoniales mortuorios y funerales hicieron aplazar las conversaciones. El segundo hecho fue aún más importante, aunque menos doloroso para el reino: la reina María de Inglaterra, la esposa de nuestro amado rey, moría sin haber tenido descendencia, en el mes de noviembre. La pobre desgraciada murió, según cuentan, implorando el nombre de Felipe II al que quería con verdadera pasión, aunque, para ser sinceros, nuestro monarca nunca la correspondió y mientras ella le enviaba encendidas cartas de amor, nuestro señor se divertía con todas las damas ligeras de cascos que podía en Bruselas. ¡Cruel destino para tan desgraciada y católica reina! Nuestro soberano era ahora viudo, y una nueva perspectiva se abría en las conversaciones que podía ser decisiva para reforzar la paz entre ambos reinos.

Por fin, a principios de abril de 1559 se firmó el trato de paz. Se hizo en Cateau-Cambrésis. España y Francia se devolvían las plazas mutuamente conquistadas; a Génova, aliada de España, se le entregó nada menos que Córcega; y a Saboya todos sus territorios arrebatados por los franceses creando un estado tapón entre nuestro eterno rival y nuestras posesiones italianas. En total fueron ciento noventa y ocho los enclaves y territorios que Enrique II entregó a España y sus aliados: un verdadero éxito para nuestras armas y diplomacia. El partido del duque de Guisa, y por supuesto los hugonotes, no ocultaron su repugnancia por lo pactado, alegando que se había pagado un precio demasiado alto por la paz.

Aparte de las compensaciones territoriales, también quedaba estipulado que Felipe II se casaría con la joven hija —sólo contaba con catorce años— de Enrique II y Catalina, Isabel de Valois, y que el duque de Saboya haría lo propio con la hermana del rey de Francia, Margarita. Pero quizás el punto más importante, sin duda lo era para Montmorency y al parecer para el mismo rey de Francia convencido de la gravedad de la situación, era una cláusula secreta que se había redactado. Según ésta, ambos monarcas se comprometían a defender la fe católica ante la herejía auxiliándose en caso necesario. Ya que no había herejes en España ni de momento abiertamente en Flandes, lo que en verdad suponía tal apartado era el auxilio militar español al rey de Francia, en caso de que éste así lo precisase para reprimir a los herejes franceses. El viejo general francés había jugado bien a favor de España y en bien de la verdadera fe, pues no había hecho otra cosa que poner en evidencia la grave fractura interna a la que se estaba enfrentando su reino ante el creciente poder que estaban acumulando los hugonotes. Su cabeza era aquel taimado de Coligny, que no dudó en mostrar su indignación con la paz firmada, tratando por todos los medios de que no fuese ratificada.

De todas formas, al viejo condestable no se le escapaba que los reinos de nuestro señor Felipe —¡ah, la taimada política!—, aunque enemigos mortales de los herejes, no acudirían en auxilio inmediato de los Valois, a no ser que la amenaza hereje fuese muy seria y, sobre todo, se cerniese también sobre nuestros dominios. Nadie ponía en duda que era más grato para nuestro monarca, y para Fernando, ver cómo los franceses se desangraban entre sí y se debilitaban ante nuestros ojos por esas disputas religiosas, que acudir presto en su ayuda. Pero a mí eso me repugnaba… En ese momento di gracias al cielo porque la cuna me había privado de ejercer altos ministerios que seguramente me habrían obligado a jugar con la doblez y la mentira dejando de lado los principios más sagrados: Dios, la verdad y el honor.

No obstante, aún me acuerdo de un suceso que conmocionó a las dos delegaciones justo a las pocas horas de firmarse la paz, y que vino a reafirmar lo justo y apremiante de aquel tratado y en concreto de aquella cláusula para la delegación francesa. Fernando y Montmorency estaban paseando y departiendo amigablemente por los jardines del claustro de la abadía. Yo caminaba unos pasos tras ellos y sólo los pájaros y una fuente se sumaban, con sus cantos respectivos, a la conversación, por lo que yo podía oírla con toda facilidad. El viejo condestable de Francia estaba sinceramente preocupado por el clima de división que se daba en su país que, según él, estaba llevándole a un estado de casi guerra civil. El duque de Alba le contestaba afirmativamente, dándole la razón, aunque me había confesado que, a su juicio, el condestable exageraba un tanto y no creía que los franceses llegasen tan lejos y al final volverían a olvidar sus rencillas internas para enfrentarse a España. El francés, muy agitado él, no paraba de gesticular exponiendo sus argumentos. De repente, oí un chasquido seguido del ruido de algo que zumbaba en el aire. Ellos, absortos por sus palabras, no oyeron nada, pero yo pude escucharlo. Alcé la vista y vi a un ballestero apoyado en la balaustrada del segundo piso del claustro, que acababa de lanzar un dardo hacia los dos dignatarios. Helado, no tuve tiempo de exclamar nada, y de pronto, lo único que oí fue el chillido de Montmorency mientras caía al suelo. Corrí hacia ellos, pero Fernando, que también vio cómo el atacante emprendía la huida, me gritó:

—¡Ve tras él! Yo me ocupo del condestable. ¡Avisa a la guardia!

Subí lo más rápido posible dando la alerta tanto en español como en francés pero, ¡ay!, mis piernas ya no eran jóvenes como antaño, y cuando llegué a lo alto, sólo pude ver cómo aquel sicario escapaba por los tejados. Pronto varios soldados acudieron a mis gritos y trataron de perseguirle. Súbitamente resbaló y gritando cayó fuera de la abadía, ante una de sus fachadas. Los guardias se congregaron en torno al muerto y yo me acerqué al poco que recobré el resuello y pude llegar hasta él. No sé por qué, pero le remangué la camisa. Lo que vi en su pecho me heló la sangre: aquel cadáver llevaba aquel famoso tatuaje que ya creíamos muerto para siempre, aunque con una variante que no entendí bien. Una especie de letra C estaba inscrita dentro de la rosa luterana.

Corriendo, volví al claustro y con alivio pude ver al condestable sentado, con cara de dolor, pero sano y salvo. Tenía la mano ensangrentada y un dardo atravesaba limpiamente su palma; seguramente su afectada gesticulación le había salvado, pues aquella flecha iba dirigida a su cabeza. Allí mismo el cirujano procedió a cortar el dardo y a sacárselo. A continuación le lavó la herida, le puso unos emplastes que los monjes le dieron y le vendó la mano. Todo había quedado en un susto y en una herida que no debía causar muchos problemas en sanar.

Un rato después, acomodado en un sillón y reconfortado con una cerveza que hacían los mismos cenobitas, le expliqué lo que había visto. Fernando y otros delegados, tanto españoles, flamencos, como franceses, estaban presentes. Cuando relaté la marca que había visto, mi amigo palideció. Montmorency gritó de furia y todos reaccionaron con inusitadas muestras de horror y reprobación. Todos menos uno, que permaneció frío y distante como si nada hubiese pasado: el príncipe de Orange. Años más tarde comprendimos el motivo.

—¡Es obra de Coligny! —dijo el condestable.

—¿Estáis seguro? —preguntó Fernando.

—Sí, pero no puedo demostrarlo. Ese bastardo lleva el mismo tatuaje en el antebrazo. No lo esconde como otros. Pero con el sicario muerto no se le puede hacer confesar.

—Pero era un dibujo diferente al que años ha nosotros vimos y combatimos —añadí por mi parte.

—No sé cómo era el vuestro —repuso el francés—. Pero éste lleva una especie de C haciendo referencia a Calvino, ese anticristo francés que ha llegado a ser más radical que el diablo de Lutero y que tanta predicación, por desgracia, tiene en mi país. Se llama en realidad Jean Cauvin, nacido en la Picardía, y es un loco fanático que no duda en enviar a la hoguera a quienes disienten lo más mínimo de sus postulados. Desde su refugio en Ginebra no hace más que emponzoñar las almas, y Coligny, desde hace más de dos años, es abierto y público defensor de sus ideas. Tengo la certeza de que alienta por escrito a él y a otros notables de Francia para que propaguen su pensamiento y traten de contagiar incluso a la familia real.

—Está claro el plan; pero por suerte ha fracasado —dijo Fernando—. La flecha iba dirigida contra vos, condestable. Asesinaros y culparnos a nosotros de ello, por lo que la paz se iría al traste y la guerra volvería entre nuestros reinos.

—Es evidente. ¿Veis ahora lo grave de la situación de Francia? ¿Veis que es mucho peor la amenaza interior, el desgarro que se cierne sobre nosotros y que alcanza la misma corte, y no vuestro rey o Inglaterra?

—Sí, es indudable que tenéis razón —dijo Fernando abatido—. La herejía no descansa.

—La parte buena de este suceso es que mi rey, después de este atentado, por fin comprenderá la necesidad de llevar a buen puerto la paz. Hay que consolidarla, mantenerla como sea para poder hacer frente a estos desalmados. Ellos quieren la guerra, debilitar la corona y así encaramarse aún más en el poder.

—Contad con mi ayuda personal y la de mi señor Felipe.

—Gracias, lo sé… Ahora he de volver cuanto antes a París e informar a su majestad de lo ocurrido. Os mantendré al tanto. Pero antes os rogaría que compartieseis conmigo la santa misa. Los dos somos hijos de la Iglesia, y necesitamos su protección en la lucha contra la herejía. Eso es más importante que nuestros propios reyes.

—Como gustéis —dijo Fernando, un tanto sorprendido por la petición.

El abad del convento presidió la ceremonia en donde todos rezamos con devoción por el fin de las herejías y de los vicios que atenazaban a las monarquías de la cristiandad. El condestable, antes de comulgar, pidió confesión; sin duda estaba impresionado por lo cerca que le había rondado la muerte aquel día. Acabada la ceremonia, se dirigió hacia su carroza. Hasta la puerta le acompañó Fernando. No pudo evitar inspeccionar el pescante y la escolta de Montmorency.

—Partid pues, pero id con cuidado.

—No temáis. Entre mi guardia y mi delegación no hay ningún hereje. Hasta pronto —dijo, entrando en el carruaje.

Seguidamente restalló el látigo, y con gran estrépito de cascos y relinchos, partió la comitiva hacia el sur. Al día siguiente nosotros hicimos lo propio, pero hacia el norte, rumbo a Bruselas, para informar a nuestro rey de lo acontecido y de la satisfactoria firma del acuerdo de paz. Sólo faltaba la ratificación formal de ambos soberanos. En esa nueva tarea, precisamente, pronto nuestros pasos nos llevarían de nuevo a Francia, a París, a la boca del lobo.