Capítulo 7

De cómo los enemigos dejan de ser los herejes y pasan a serlo los políticos de Valladolid y el mismo papa de Roma

A principios de 1548 Alemania estaba prácticamente sometida, aunque persistía en ella la disidencia herética, lo mismo que en varias zonas de los Países Bajos. El emperador, en un intento último de acabar con ella y el consiguiente cisma, así como para instaurar la paz definitiva en sus posesiones, dictó, en el mes de mayo, su famoso Interim, que trataba de recoger algunos aspectos del luteranismo, como el matrimonio de los clérigos y la comunión bajo las dos especies, pero dejando en todo lo demás la ortodoxia católica más absoluta. Pero la intransigencia y el fanatismo, tanto de los exaltados herejes como de los católicos romanos, impidieron su aplicación, pues ambos campos lo rechazaron y se volvió a un clima de enfrentamiento. Nuestro pobre emperador, y a fe que lo intentó, era incapaz de imponer la paz y la concordia y todos se volvían en su contra.

Viendo lo difícil de su posición y su quebrantada salud, el cesar decidió preparar a su hijo Felipe para la pesada herencia que le iba a dejar. Decidió, sin duda mal aconsejado y en mala hora, dejarle los estados de Flandes, esos que habían estado a punto de formar la dote de varias princesas, pero que, por la muerte de los príncipes franceses, al final no se habían podido entregar. Para ello había de prepararle y hacer que esos territorios le jurasen como heredero, lo que significaba que debía viajar al norte. Pero para reforzar su autoridad ante sus futuros dominios, así como frente al ducado de Borgoña, que también le pensaba legar, mandó que en la corte española se introdujese el complicado ritual protocolario borgoñón, el preferido del emperador. Ello había de servir para atraer a las noblezas de esos territorios a la fidelidad del nuevo rey, reforzando su autoridad sobre sus gentes.

A finales de enero de ese año, y dada la tranquila situación militar, el duque de Alba recibió la orden de volver a España y transmitir al príncipe los deseos de su padre. A Fernando no le gustó su misión; primero, porque eso significaba volver a la política, y segundo, porque no estaba de acuerdo, como muchos nobles, con la implantación de aquellas costumbres tan extrañas a la austeridad española, pues, entre otras cosas, suponía incorporar unos mil quinientos cargos y empleos nuevos en la corte, con el consiguiente dispendio. No obstante, mi amigo, en virtud de ese nuevo protocolo, fue nombrado mayordomo mayor, lo que le convertía en jefe de la casa del príncipe, colocándose por encima de toda la nobleza. Con toda probabilidad, este nuevo honor aún reforzó más su creencia de que era imprescindible en la corte, y su orgullo y altanería, ya elevados, se incrementaron todavía más a partir de entonces. Lo malo es que también acentuó los celos y envidias de otros nobles.

En octubre de 1548 la comitiva real partió hacia Flandes. La formábamos un numeroso séquito, pero, al poco de salir, Fernando supo una noticia lacerante: su hijo García, su primogénito y heredero, moría a causa de unas fiebres con tan sólo dieciocho años. De nuevo le vi llorar, y a pesar de que fuimos muchos, incluyendo el propio príncipe, los que le rogamos que volviese a su casa, él quiso seguir el viaje para dolor de su esposa. Su deber se lo imponía y pensaba que sus sentimientos no podían interponerse. Aún recuerdo el estupor y la admiración que todos los viajeros experimentaron, al ver cómo se tragaba su duelo y continuaba adelante. Pero yo sabía que años atrás no se hubiese comportado así… Habría ido a su casa, aunque no fuese más que por unos días. Ahora su papel de gran general, de principal noble y soldado de la corte, siempre acompañando al príncipe o al emperador, había devorado a la persona, al simple Fernando padre y esposo.

Al llegar al puerto de Rosas embarcamos. De ahí fuimos a Génova, luego a Milán, en donde se festejó el Año Nuevo de 1549, posteriormente, siempre por territorios imperiales, llegamos, en marzo, a Flandes. En esos estados estuvimos más de un año; fue jurado Felipe como heredero, y en ellos se pudo familiarizar con las costumbres de la región y con algo mucho más inquietante: la presencia constante de los herejes en muchas ciudades, lo que no resultó del agrado del joven príncipe. Tras un año de estancia, volvimos hacia el sur pero pasando por Alemania, en donde compartimos varios meses con el emperador.

Así, a mediados de 1550, Carlos V sufría las cuitas de ver cómo era casi imposible mantener unidas sus posesiones alemanas, y veía cómo el elector Mauricio de Sajonia comenzaba a jugar a todas las cartas en una actitud más que sospechosa, aunque formalmente encabezase los ejército imperiales. El duque de Alba no pudo menos que alegrarse al darse cuenta de que sus premoniciones sobre aquel traidor se estaban cumpliendo. Advirtió nuevamente de ello, pero el cesar, confiando ciegamente en la gratitud del sajón, negó que la traición pudiese anidar en su corazón. La guerra había vuelto a estallar en Alemania y el emperador optó por mostrarse más duro con los herejes, decidiendo permanecer sobre el terreno para tratar a toda costa de pacificar su imperio, sobre todo en el terreno religioso, que tantos disgustos le estaba causando.

Nosotros, por nuestra parte, regresamos en el verano de 1551 a España. En la casa de Alba el luto se había mudado en gozo, pues, a la llegada de Fernando se sumaba la boda de su ahora heredero Fadrique. Sin embargo, el duque se encontró que en la corte había progresado mucho el amigo y consejero del príncipe, Ruy Gómez de Silva, lo que indudablemente le parecía una competencia sobre la facción que había de influir más en el futuro rey. Lo cierto es que ambos comenzaron a disputarse el control de la administración, y Fernando vio amenazada su posición de privilegio, hasta entonces indiscutible. Una vez más se encontraba en el terreno resbaladizo e inseguro de la política, por lo que optó por retirarse a sus posesiones estudiando cómo maniobrar. Pero, por suerte, de nuevo la guerra volvió en su auxilio.

Mientras el emperador estaba en Innsbruck, el artero y ladino Mauricio de Sajonia por fin se quitó la careta, y tras entrar en alianza secreta con el nuevo rey de Francia, Enrique II —el esposo de la malévola Catalina—, y con la excusa de que había que liberar al landgrave de Hesse, en marzo de 1552, encabezó un ejército luterano que avanzó sobre la ciudad austríaca en donde residía Carlos V. Al mismo tiempo, los franceses ocupaban la Lorena, con su capital Metz, y se lanzaban también sobre Alsacia. Tal fue la rapidez con la que el vil traidor actuó que sólo por horas pudo el emperador escapar de Innsbruck. Lo hizo a finales de mayo, en litera, pues la gota le consumía, de noche, y en medio de una tempestad de nieve que asolaba las montañas del Tirol, hasta que pudo alcanzar la costa adriática. Tan apurada fue su situación que se vio obligado a firmar una paz con Mauricio en Passau, a fines del verano; ésta obligaba a los herejes a romper con Francia, pero a cambio se les reconocía libertad de culto, y el landgrave de Hesse y Juan Federico, el antiguo elector de Sajonia y jefe de los tatuados, quedaban en libertad tras cinco años de cautiverio. De nada habían servido las victorias anteriores, cosa que nos llenó de profunda amargura a todos. Pese a todo, y para consuelo, la providencia nos recordó que nadie escapa a la justicia divina: el artero hi de puta de Mauricio murió al año siguiente de un pistoletazo en una batalla contra un príncipe protestante que no aceptó la paz, y Juan Federico sucumbía en 1554 de unas fiebres malignas y muy dolorosas. Merecidos castigos ambos, a causa de su doblez y traición, que les habrá llevado de cabeza al averno.

Cuando llegó a España la noticia de la gran bellaquería cometida por Mauricio, el duque de Alba al frente, seguido por otros, sin pensarlo, marcharon a Barcelona a embarcarse hacia Italia. Como siempre, fui con él y le ayudé a reclutar a siete mil hombres en Milán que le llevamos al emperador, a los que se sumaron más tercios llegados desde Nápoles. Fernando tenía por norte la fidelidad hacia el emperador y con fuerza o sin ella sabía que su deber era correr a su lado. Pero a pesar de los refuerzos, nuestro rey, profundamente desanimado, consideró que no valía la pena volver a guerrear en Alemania, dando por perdido el tema de la contumaz herejía. Prefirió utilizar este ejército contra los franceses y sitió Metz, dispuesto a recuperar la ciudad.

El sitio comenzó en octubre de 1552, mala época para estas tareas, pero el numeroso ejército de más de sesenta mil hombres bajo el mando del duque de Alba hacía presagiar que pronto se vencería. El emperador, en litera, dirigió el sitio en persona. Más de ciento cincuenta cañones vomitaron fuego día y noche, pero el duque de Guisa, el defensor de la ciudad, había preparado la defensa a conciencia. A ello se añadió el intenso frío y las copiosas lluvias que cayeron en aquellas semanas, que convirtieron en pantanos insalubres las trincheras y parapetos, enfermando muchos soldados, obligándonos a levantar el sitio en diciembre. El emperador había fracasado, aunque no Fernando, quien había advertido de lo difícil de la empresa a causa de la estación, el clima y la magnitud de las defensas. A pesar de todo, no resultó un consuelo para él. En la política no se sabía mover y ahora en la guerra también había fracasado, y por primera vez ante los odiados franceses. El duque de Alba volvió a España, al lado del príncipe, mientras Carlos V se trasladaba a Flandes para atacar desde allí a los galos, esta vez victoriosamente. Huyendo de la política, y del ascenso al poder de Ruy Gómez, se refugió otra vez en sus haciendas.

No por el fracaso ante Metz se abandonó el intento de reconquistarla, y fruto de este ánimo, he de explicar aquí un suceso más bien curioso y que puede considerarse una mezcla de tragedia y comedia. En el verano de 1555 los imperiales se pusieron en contacto con fray Leonardo, guardián del convento de franciscanos de Metz, aspirante a la mitra arzobispal. A cambio de concedérsela, el fraile se comprometió a facilitar la conquista de la plaza por parte de los nuestros. Así, se acordó que unas decenas de soldados entrarían en la ciudad disfrazados de monjes, se esconderían en el convento y estarían dispuestos a incendiar Metz para atacar a los desprevenidos defensores y abrir las puertas de la plaza a los imperiales que estarían preparados. Pero hubo una filtración del plan y el gobernador francés se enteró de la trama, la misma jornada que el suceso iba a acontecer. Entonces se presentó en el convento con fuerzas suficientes y capturó a los soldados que estaban allí escondidos. Luego, tras emboscar a nuestras tropas, que confiadamente creían que iba a ser fácil la entrada en la ciudad, y desbaratar definitivamente la conjura, se inició lo verdaderamente tragicómico. Fray Leonardo y veinte frailes más fueron condenados por traidores a ser decapitados. La víspera de la ejecución fueron todos recluidos en la misma sala para que pudieran confesarse. Entonces se desató el drama. Pronto pasaron de la confesión al reproche y muchos, sobre todo los más jóvenes, acusaron a Leonardo de haberles llevado a la desgracia. La excitación fue en aumento y los más exaltados, con las manos desnudas, asesinaron al urdidor del plan e hirieron a otros que le querían proteger. La mañana de la ejecución, en el carro que les llevaba al patíbulo, iban los franciscanos con el cadáver del padre guardián del convento. Todos fueron decapitados, incluido el cuerpo de fray Leonardo, aunque, al parecer, los seis religiosos más jóvenes fueron indultados.

Distraído estaba el duque en sus asuntos domésticos, cuando la subida al trono de Inglaterra de la católica María dio un vuelco a la situación. Rápidamente, como alto miembro de la corte, tuvo que acompañar al príncipe a la boda que se pactó entre éste, pues ya era viudo, y la reina inglesa. No le hacía ilusión volver otra vez a las tareas diplomáticas en las que se sentía tan poco seguro, y además estaba carente de dineros para costearse tan largo viaje, mas su sentido del deber se impuso. De este modo, en verano de 1554 llegamos a Inglaterra, esta vez acompañados por toda la familia del duque, y Fernando ocupó los lugares de privilegio más altos en todas las ceremonias y fiestas que acompañaron a la boda. De nuevo asistimos al hecho de que las damas españolas, entre ellas la duquesa, quedaron muy desagradablemente impresionadas por la costumbre protocolaria de los ingleses de dar a las susodichas un beso en los labios a modo de saludo. Pero aparte de estas anécdotas, el tedio, fruto de la inactividad, los festejos y los actos protocolarios, nos invadieron durante muchos meses. El duque también se mostraba indignado con el pasivo papel que Felipe adoptaba allí y le apremiaba a mandar como lo que era: el rey consorte de Inglaterra. Consideraba que era indigno que ningún parlamento en ese país, ni cortes en España, limitasen el poder real. Esos requerimientos no molestaban a Felipe, pues estaba de acuerdo con ellos, pero la prudencia le dictaba que había de ir poco a poco, al menos hasta que la reina no esperase un heredero, algo que reforzaría su papel, pero por desgracia eso nunca sucedió. Afortunadamente, otra guerra volvió en ayuda del duque de Alba, harto ya de contenciones políticas y gestos diplomáticos.

En esta ocasión, el teatro de operaciones era Italia. Con el emperador en Bruselas haciendo frente a los franceses en Flandes y preparando su abdicación, y su hijo Felipe en Inglaterra tratando de cimentar un poder en la corte inglesa, se decidió que el hombre que había de frenar a los galos en el sur era el duque de Alba. Fue nombrado con poderes absolutos, y al ejercerlos sin estar junto al emperador, su capacidad de maniobra iba a ser casi ilimitada. Aún recuerdo el momento exultante de su nombramiento. Estábamos en Londres cuando un mensajero trajo unas cartas desde Bruselas. Su mujer y sus hijos estaban ausentes, por lo que sólo estaba yo acompañándole:

—Excelencia —dijo el mensajero—, estos despachos son urgentes. El emperador me ha ordenado que vuelva inmediatamente a Bruselas con vuestra confirmación y otros datos que tengáis a bien transmitirme.

A medida que Fernando iba leyendo los pliegos, el semblante se le iba cambiando hacia la euforia y excitación. Aquellos documentos le informaban de que los franceses guerreaban contra los nuestros en la Toscana y Lombardía y que era precisa su marcha hacia aquellas tierras. A tal fin se le nombraba general en jefe de las fuerzas imperiales en Italia, gobernador de Milán y virrey de Nápoles, en donde sucedía a su tío que había muerto dos años antes. Se convertía así en el hombre más poderoso de Italia.

—Decid al emperador que parto inmediatamente, junto a mi familia, a obedecer sus órdenes. No hace falta que os dé ningún pliego. Regresad rápidamente.

—Transmito vuestra respuesta. —Tras lo cual partió el correo.

—¡Álvaro, lee! —Me pasó los despachos—. Ahora verán todos de lo que soy capaz —dijo más para sí que para mí.

—Sí, es una suerte —le contesté—. Esperemos que puedas meter en vereda a esos franceses.

—¿Acaso lo dudas? —inquirió un tanto molesto.

—En absoluto, si sólo de ti dependiera… pero recuerda que a veces no nos llegan los dineros.

—Venga ¡no seas aguafiestas! —Me indicó con un gesto que me callase, aunque sabía que eso era lo que verdaderamente le preocupaba.

El 20 de abril de 1555 partimos todos de Dover hacia Bruselas, a donde llegamos cuatro días después. El duque iba acompañado de su mujer y de sus dos hijos varones adultos, Hernando y Fadrique, y de todos sus sirvientes. Al llegar a la capital flamenca, el emperador le puso al tanto de la compleja situación de Italia. Por su parte, él se aprestó a enviar urgentes correos a España reclamando armas, barcos y fondos para poder acometer la empresa. Tras varios días de preparativos, salimos de Bruselas por la ruta acostumbrada del sur de Alemania, hasta Innsbruck, y de ahí a Milán, evitando todo choque con los invasores franceses. Por fin, a principios de junio, llegamos a nuestro destino y enseguida vio cómo el principal problema era el dinero necesario para armar las fuerzas. Sin duda sus adversarios políticos de la corte, los que pugnaban en Valladolid con él por la hegemonía y haciendo tan evidente ese mal tan español de la envidia, hacían todo lo posible por retrasarle las remesas para que fracasase en su misión. El apuro era serio, y si quería que luchasen los soldados debiéndoles muchos meses de atrasos, a Fernando no le quedaba otro remedio que tratar de ganárselos, como ya había hecho en Perpiñán, apelando a su valentía y honor y prometiéndoles, bajo su palabra de caballero, que se les pagaría todo lo adeudado en el futuro.

Mas por desgracia, el dinero siguió sin llegar, por lo que poco pudo hacer, no sólo para echar a los franceses de las zonas que ocupaban en el Milanesado, sino para evitar que sus propias tropas se lanzasen en más de una ocasión al pillaje. No obstante, hizo lo que pudo con los exiguos medios de los que dispuso, aunque ello le supuso aplicar métodos que a muchos nos repugnaron. Una vez, ante una fortaleza enemiga, ofreció el perdón y la vida si la rendían los franceses. Éstos lo rechazaron y gallardamente optaron por resistir, pero a los pocos días fueron derrotados viéndose obligados a capitular. Cuando llegó la noticia de la victoria, un capitán le preguntó lo que había que hacer con los presos:

—¡Qué les ahorquen! —dijo el duque.

—Pero excelencia, es cruel responder con eso a su valentía —respondió el capitán.

—Peor es malgastar la vida de los pocos hombres que tengo útiles. Dando ejemplo de lo que les espera si no se rinden, podremos recobrar algunas plazas.

—El código de honor… —comenzó a decir un noble milanés.

—¡Dejaos de monsergas! ¡No veis que no podemos darnos ese lujo! ¡Qué no tenemos apenas tropas útiles! Hay que exprimir lo poco que tenemos al máximo y sí, señores, sí… para ello hay que ser cruel y tomar medidas que en otras circunstancias no se tendrían que adoptar. Si tuviésemos más dinero, podríamos permitirnos ser humanitarios y caballerescos… pero ése no el caso, por desgracia. —Tras una pausa, dijo a su asombrado auditorio—: ¡Qué se confiesen y comulguen y luego que se les cuelgue! Inmediatamente después que partan mensajeros para advertir que eso mismo sucederá a quien se niegue a rendir una plaza.

—No me parece una actitud muy cristiana —se atrevió a decir un fraile.

—¡Pues entonces rezad vos por ellos, por mí y por el emperador, y así compensaréis ante Dios mi comportamiento que tanto denostáis! ¿Acaso pensáis que yo disfruto ejecutando a soldados?

Verdaderamente no le tembló el pulso para ordenar aquellas ejecuciones y he de reconocer que su razonamiento era lógico, por mucho que a mí y a otros nos revolviese las tripas. Y no todo era culpa suya: la contumacia en no enviarle los fondos necesarios, el hacerle combatir con muy escasos medios, y encima con la exigencia de que venciese, eran también responsables de aquellas medidas desesperadas. En el fondo, lo que hacía era tan sólo aplicar la lógica de la guerra, algo que yo nunca podría o sabría hacer; por eso yo jamás habría sido un buen soldado.

A finales del verano los ejércitos comenzaron a retirarse para invernar y cesaron las hostilidades. Por entonces se enteró de los resultados de la paz de Augsburgo, que reconocía la libertad religiosa en Alemania. Su estallido de ira fue colosal:

—¿Para eso hicimos la guerra? ¡Debíamos haber matado a todos los herejes que cogimos, aventar las cenizas del cerdo de Lutero! ¡Mira, Álvaro, mira! —Indignado, me dio a leer el texto del acuerdo.

—Es un día triste para la cristiandad —le contesté abatido—. Tantas muertes y sufrimientos para nada, para esto… La libertad de religión ha vencido y los luteranos ya son libres para practicar su culto.

—¡Adónde iremos a parar! ¡Es el fin de la cristiandad! Al final, los tatuados se han salido con la suya, y sin la unidad de religión es imposible mantener la unidad del reino. Tenía razón su jefe… no se pudo parar a tantos seguidores. —Escupió con dolor mientras se dejaba caer abatido en una silla.

—Posiblemente, en estos temas la fuerza no es eficaz… Las gentes creen, con razón o sin ella… Se puede luchar contra hombres no contra ideas —decía yo, pensando en voz alta.

—Te equivocas, Álvaro. No fue eficaz la fuerza, porque no fue suficiente. Tenía que haberse aplicado con más energía y contra los muchos traidores que había en las mismas filas alemanas y flamencas del emperador. Cuando se desenvaina la espada sólo se puede envainar teñida de sangre… Lo malo es que el emperador no se atrevió a llegar hasta el fin y nos quedamos a medias tintas.

En aquel momento me di cuenta de que ya no podía seguir la conversación con Fernando. Su razonamiento era contundente, no exento de lógica y de parte de razón, aunque no contemplase otra dimensión más que la militar. En contra de las políticas de seda del emperador, él hubiese aplicado el hierro sin importarle matar a miles y miles de personas. Seguir discutiendo me podía llevar a sufrir un guantazo, así que me callé.

Poco después, desde sus cuarteles de invierno siguió con atención e inquietud toda la ceremonia de abdicación del emperador que se produjo en Bruselas en aquel octubre de 1555.

—Me temo que el nuevo rey no estará a la altura de su padre —me confesó en privado—. Porque, aunque blando con los herejes y soñador, era valiente como nadie.

—No se sabe aún —le contesté.

—Yo sí que sé cosas. Por ejemplo, que no le gusta la guerra y te aseguro que jamás pondrá el pie en un campo de batalla, no como el emperador.

—Es posible que tengas razón, pero aun así seguirá necesitando generales, y tú eres el militar más valioso e importante de toda España. No podrá arrinconarte —dije, adivinando sus temores.

—No es eso. Es también al ambiente en que se mueve, sus amigos tan apegados a los despachos y a los papeles. Hace falta un hombre de acción y enérgico para conservar nuestros dominios, y el rey Felipe no lo es.

Sus temores no fueron errados, pero tampoco mis vaticinios de que el duque de Alba seguiría siendo una pieza importantísima en la máquina militar de España y sus posesiones.

La guerra en el norte de Italia se había estabilizado y Milán no corría peligro. A pesar de eso, no había dirigido ninguna campaña triunfante y gloriosa; bastante hizo con no perder territorios dados los escasos recursos con los que contó.

—¡Malditos políticos de Valladolid! ¡Me temen, me tienen envidia, y desean mi fracaso aunque ello signifique también el de las armas del rey! —exclamó un día mientras hacía trizas un despacho en donde se le comunicaba la imposibilidad de enviar dineros.

—Es verdad —le dije—. Les pueden más sus ansias contra ti que la fidelidad a la corona, por eso has de ser hábil, que no te vean como su enemigo en la corte. No les ofendas, halágalos aunque sepas que son unos ruines.

—Álvaro, no puedo cambiar… Me repugnan, allí sentados en los despachos, lejos del frente de batalla, únicamente pasando cuentas y más cuentas… Son tan peligrosos como los turcos o los herejes.

—¡Cuidado con lo que dices!

—¿Qué me pueden hacer más? Ya me odian desde hace tiempo y saben que digo lo que pienso, que a la postre es la verdad. Me dan ganas de dejarlo todo y volverme a mi casa.

Efectivamente, los políticos y administradores de la capital concitaban cada vez más sus odios. Probablemente se estaban vengando de las humillaciones que el duque les había infligido a causa de su desmesurado orgullo, pero también era claro que rivalizaban con él por el predominio en la corte, por lo que ansiaban desprestigiarle. Era evidente que Fernando tenía su parte de razón, pero él tampoco veía más allá de los campos de batalla y también, aunque nunca me atreví a decírselo, pensaba que todo se solucionaba con más hombres y dinero. Yo pensaba entonces, y sigo pensando ahora, que fueron muchos los esfuerzos, sangre, dinero y honor que se emplearon en luchar contra infieles y herejes con resultados muy escasos. Mi conclusión es que la espada puede matar un cuerpo, no un alma y unas creencias, por erróneas que sean.

No obstante, y a pesar de sus deseos de marcharse de Italia, un nuevo suceso ocurrido en el país hizo imprescindible la permanencia de Fernando en la región, pues una nueva guerra se avecinaba. El hecho en cuestión fue, en junio de 1555, la elevación al solio pontificio del papa Paulo IV, un fanático enemigo de España.

Este personaje era el cardenal de Nápoles, de la familia de los Caraffa, arrebatado enemigo de la presencia española en Nápoles y fiel aliado de Francia. Era sabido que, en una ocasión, había calificado a los españoles como herejes, cismáticos y malditos de Dios y semilla de judíos y moros. Tenía setenta y nueve años, pero a pesar de su ancianidad, demostraba una energía asombrosa en donde brotaban frecuentes arrebatos de cólera que le ponían rojo como una amapola. Al ser elegido en el cónclave en donde el oro francés corrió más que el español, los cardenales opuestos a él estallaron en gritos de cólera, a lo que respondió obligándoles a arrodillarse a sus pies, sin permitirles abandonar la sala hasta que lo hubiesen hecho. Hay que reconocer que intentó acabar con la vida licenciosa que había marcado la trayectoria de sus antecesores, lo que, según me apuntó maliciosamente Fernando, no le costó en absoluto dada su edad. No obstante, siguió practicando el pecado del orgullo, el lujo y el nepotismo. Su coronación fue de una suntuosidad memorable, amplió su guardia personal, se hizo erigir una estatua del mármol más fino, y a los pocos días de su elevación al trono de Pedro ya había nombrado tres nuevos cardenales: sus sobrinos, Cario, un militar sanguinario y depravado que se encargó de los pactos con Francia y que acabó siendo decapitado en 1561; Diomede y Alfonso. Nombró jefe de sus ejércitos a otro sobrino, Juan, y jefe de la guardia a otro, Antonio.

También era un fanático perseguidor de los herejes y judíos. A estos últimos les obligó a vender sus bienes en Roma, los encerró en un barrio, les hizo llevar un sombrero amarillo para distinguirse, les impidió practicar la medicina si tenían pacientes cristianos, contratar a trabajadores que no fuesen también judíos, etcétera. Casi todas las sinagogas fueron saqueadas y quemados sus libros en las plazas romanas. Obsesionado por el sexo y la ortodoxia, obligó al pintor Volterra a cubrir las partes pudendas de las imágenes que Miguel Ángel había dejado desnudas en la Capilla Sixtina, creó un índice de libros prohibidos entre los que figuraba el Decamerón y Gargantúa y Pantagruel, y encarceló a cardenales como Carranza, Pole y Morone, que, según él, había sido complacientes con las herejías. El mismo Carlos V fue acusado de cómplice de los protestantes por haber firmado la paz de Augsburgo.

Nada más iniciar su mandato, pactó con Francia un plan para expulsar a España de Italia: Francia, Venecia y el papado se repartirían nuestras posesiones. Se ve que para este hijo de perra (Dios me perdone) no contaba que los franceses habían tramado con los turcos sarracenos, desde hacía años, que éstos atacasen todas las costas de España e Italia dándoles vía libre para que arrasasen y capturasen a miles y miles de esclavos. Nuestros espías en Roma nos habían asegurado las tenebrosas urdimbres que se estaban tejiendo, lo que fue refrendado por los correos que nuestros agentes pudieron interceptar. Pese a todo, el recién abdicado Carlos V y su hijo Felipe, deseosos de la paz con la Iglesia, enviaron desde Flandes emisarios a Roma para tratar de convencer al papa de que cambiase de política. Fue nombrado un nuevo embajador; se llamaba también Garcilaso de la Vega, y era pariente de nuestro amigo muerto años atrás. Pero su gestión resultó un fracaso: en la audiencia se desató tal violencia verbal que el español acabó con sus huesos en el castillo de Sant’Angelo durante más de un año, mientras que los Colonna, aliados de España, fueron excomulgados, sus bienes expropiados y tuvieron que refugiarse en Nápoles. Otros amigos de nuestro rey fueron ejecutados y torturados. Entre ellos estaba el caballero Antonio de Tassis, que actuaba como espía y correo de Fernando: fue sorprendido mientras dejaba un mensaje cifrado bajo una piedra del monte Aventino y dado a tormento hasta morir por no revelar la clave.

Ante la inminencia de la guerra, Fernando pasó a Nápoles en enero de 1556. También ostentaba el cargo de gobernador y de capitán general de sus ejércitos. Milán y el norte estaban seguros y era preciso reforzar el frente por donde sabíamos que atacarían los enemigos. Pero el pérfido papa también tenía sus agentes en España; a fines de 1555 nombró arzobispo de Toledo a Juan Martínez Silíceo (en realidad, su segundo apellido era Guijarro, pero, debiéndole parecer muy poco noble, lo cambió por piedra más ilustre), un fanático como él que fue el primero en promulgar el estatuto de limpieza de sangre, modelo para actuar contra conversos. El objetivo del nombramiento era lograr el apoyo de los prelados españoles para evitar que ciertos impuestos eclesiales quedasen en manos del rey, como estaba estipulado desde el tiempo de los Reyes Católicos, y recabar apoyo económico en la guerra que se avecinaba, al tiempo que abogasen por la entrega de Nápoles a la Iglesia. Viendo la complicidad de Silíceo e interceptada su correspondencia con Roma, el duque de Alba, con autorización del rey Felipe, lo puso bajo estrecha vigilancia y bloqueó su correo. Un año después, Silíceo murió en extrañas circunstancia. Al saberlo, Fernando sonrió sin decir nada; yo, que me temí lo peor, preferí no preguntar, pero supuse que algún espía del rey debía de haberle administrado un veneno de aquellos tan usuales en la vida cortesana, y muerto el perro se acabó la rabia.

Durante la primavera de 1556 la tensión fue en aumento. El papa amenazó con excomulgar a nuestro rey, a Fernando y no sé a cuántos más con mil pretextos, mientras que el rey de Francia, Enrique II, conspiraba disimuladamente en todos los frentes. En julio, el papa desposeyó a Felipe II de la corona de Nápoles y, a pesar de seguir oficialmente en paz, el 15 de agosto llegaron a Roma varios miles de soldados franceses, mientras que Paulo IV reclutaba a muchos más. El duque de Alba estaba al tanto de todo por sus eficientes espías que le enviaban numerosas palomas mensajeras, y el 21 de agosto, decidió romper la baraja y dar rienda suelta a sus impulsos. Así, le envió una carta muy dura en donde ponía al descubierto sus planes, le acusaba de sanguinario y de un comportamiento más propio de lobo que de pastor y de que no iba a aguantar más fechorías, amenazándole con demoler los muros de Roma cuando se le acabase la paciencia y dándole ocho días de plazo para disolver su ejército. Fernando tenía excusas de sobra para iniciar la guerra. El pobre mensajero que llevó la carta al papa sufrió su ira y también acabó en los calabozos de Sant’Angelo.

En septiembre iniciamos el ataque por sorpresa. Éramos miles de españoles y napolitanos, casi quince mil, y en pocos días conquistamos todo el sur de los territorios papales. La única que resistió un poco fue Ostia. Para evitar ser acusado de actuar contra la Iglesia, Fernando efectuó todas las conquistas en nombre del colegio cardenalicio con el compromiso de devolverlas a un nuevo papa. Mientras tanto, en Roma se desató el pavor, pues todo el mundo temía un nuevo saqueo. Paulo IV ordenó que todos los frailes cavasen trincheras y reforzasen murallas, pero viéndose solo, pues los franceses fueron sorprendidos por la rápida acción del duque, no tuvo más remedio que aceptar una tregua para ganar tiempo. De muñirla se encargó un cardenal, tío carnal de Fernando.

Pero poco después, en diciembre, Francia declaraba la guerra a España y atacaba en todos los frentes. En enero de 1557, el duque de Guisa llegó con un ejército a Roma y Paulo IV le recibió como a un cesar. Rápidamente rompió la tregua y contraatacó. Gracias a la traición de un capitán español, Francisco Hurtado de Mendoza, Ostia cayó, lo que pagó con su cabeza cuando Fernando lo apresó después. Pero mi amigo había aprendido de las guerras pasadas. Sabía que, falto de dinero, era una locura combatir en terreno ajeno, lejos de las bases de suministro, y que había que utilizar la astucia como en su momento habían hecho sus enemigos, cosa que era más importante que la valentía o la preparación militar. Por ello, decidió retirarse hacia el interior de Nápoles, algo que hasta entonces jamás habría hecho, y atrincherarse en posiciones fuertes.

—Vamos a hacernos fuertes aquí —dijo, señalando una villa enclavada en lo alto de una colina llamada Civitella, y estudiándola detenidamente.

—¿No vamos a hacerles frente? —preguntó un capitán.

—Por supuesto, pero como queramos nosotros y no ellos. De momento haced acopio de balas de paja, piedras de molino, municiones y suficientes víveres y agua. Luego trazaremos dos barreras de parapetos que discurrirán paralelas en torno al pueblo. Tras ellas nuestros arcabuceros y nuestra artillería se dispondrán protegidos. Sólo somos mil hombres, pero haremos morder el polvo al duque de Guisa.

Cuando a los tres días llegó el francés, se encontró una posición que creyó fácil de tomar. Cuál fue su sorpresa cuando, atacando cuesta arriba, cerradas descargas comenzaron a abrir huecos en sus filas. Pero lo peor estaba por llegar; por la noche, una vez habían cerrado el círculo de parapetos con carros y toda la impedimenta, decenas de balas de paja ardiendo acompañadas con varias ruedas de molino, descendieron cuesta abajo impactando contra el desconcertado campamento francés. Al día siguiente se encontró, además, con que no le llegaban suministros desde Roma, por lo que tuvo que mantener el sitio con las fuerzas que contaba al principio, que fueron debilitándose paulatinamente. Al final, tras veintidós días de sitio, tuvo que levantar el cerco y regresar al norte sumamente debilitado.

Un duque de Alba joven se hubiese lanzado en su persecución, pero, con suma habilidad y ahorrando recursos, se dedicó a reforzar sus posiciones, a hostigar al enemigo, a cortar sus vías de suministros y a mimar a sus fuerzas napolitanas, que eran la gran mayoría, pues únicamente contaba con unas compañías de arcabuceros españoles. De esta manera, las tornas se invirtieron e hizo sufrir al enemigo lo que éste había hecho con él en la Provenza y ante Metz: los franceses, en otoño, tuvieron que regresar, agotados y hambrientos, a los Estados Pontificios. El duque había vencido sin apenas entablar ninguna batalla importante; como general, sin duda, había alcanzado su madurez.

En primavera de 1557 llegó la hora de contraatacar. Trazó varias líneas de avance y, tanto por la costa como por los Abruzzos, fue tomando una a una las diversas posiciones que estaban en manos papales y galas, aunque mayoritariamente estos ejércitos se habían concentrando en las cercanías de Roma. En el avance victorioso de Fernando, el obstáculo más importante llegó al querer tomar el enclave montañoso de Rocca Massima.

—Señor —dijo un capitán napolitano que había sido enviado a inspeccionar la plaza—, es un lugar casi inaccesible, con sólo un camino de acceso muy estrecho e imposible de ser forzado. Tienen abundantes reservas y por hambre tardaríamos meses en rendirlo. Únicamente la artillería sería eficiente, pero ni siquiera las mulas pueden trasladar el armamento por los caminos tan escarpados y situarlo en las laderas próximas. Sugiero rodear el pueblo y proseguir nuestro camino.

—No me gusta dejar esta posición a nuestras espaldas. No es despreciable y daría moral a nuestro enemigo. Es preciso tomarla.

—Perderíamos demasiados hombres y tiempo…

—¿Decís que sólo la artillería sería efectiva? —repuso, cortando a su interlocutor.

—Sí, pero es imposible izar los pesados tubos de hierro. Prácticamente no hay caminos anchos, hay que hacerlo campo a través, con una cuesta muy empinada, y las mulas que tenemos no pueden cargar con el peso y subir las cuestas.

—Bien, en ese caso vamos a fabricar cañones de madera.

—¿Cómo? —dijeron extrañados los presentes.

—Si no podemos subir cañones, haremos como si los subiéramos.

Fernando, dando muestras de una gran astucia, mandó cortar varios árboles, podar sus troncos, ahuecarlos para que no pesasen y pintarlos de negro. A los pocos días, decenas de soldados simulando un gran esfuerzo, fueron izando aquellos livianos maderos como si de tubos de cañones se tratasen, para armarlos a continuación en las inmediaciones de las defensas. Los franceses no podían creérselo y, atemorizados por la lluvia de proyectiles que les podían caer encima, decidieron rendirse sin disparar un tiro para gran satisfacción de nuestras tropas.

Pocas semanas después, en julio, el duque de Alba ya estaba a las puertas de Roma. El duque de Guisa se había encerrado dentro con sus soldados. Sólo las murallas les separaban y ambos se dedicaron a observarse detenidamente. Los dos generales se conocían y ninguno se quería aventurar a un alocado ataque. La guerra se estaba desarrollando con toda intensidad en Flandes y en el norte de Francia, donde las fuerzas hispano-flamencas al mando del duque de Saboya y del propio rey habían irrumpido poniendo sitio a San Quintín. Dependiendo de lo que aconteciese en aquel escenario, el principal, Fernando debería actuar de un modo u otro.

La noche del 5 de agosto ocurrió un suceso muy curioso. Pidió permiso para entrar en nuestro campamento un legado francés. Decía que traía un mensaje directo para el duque de Alba, pero no del duque de Guisa, sino de la misma corte francesa. Venía en una carroza toda tapizada de rojo, con unos caballos negros también enjaezados de encarnado. En su interior viajaba un hombre de mediana edad, con larga barba blanca y también vestido con una túnica de rojo bermellón. Con él traía una caja negra que, decía, era un regalo para el duque.

Decenas de soldados se agolparon alrededor de aquel ser tan pintoresco, y tras registrarle y comprobar que no portaba arma alguna, se le dejó entrar en la tienda de Fernando. Con él estábamos varios de sus hombres, todos intrigados por aquella caja. Al preguntarle por ella, dijo:

—Es un presente que la reina de Francia, Catalina, os quiere hacer.

—Vuestra reina es una arpía envenenadora y sé ciertamente que me odia. ¿Por qué este regalo? Nuestro último encuentro no fue muy amigable y aún conservo un collar recuerdo del mismo.

—Mi reina goza de una inagotable fuente de sabiduría y quiere compartirla con los hombres más poderosos de los reinos —dijo con una voz cavernosa que asemejaba a un hado del más allá.

—¿Y qué hay aquí? —inquirió Fernando, riéndose de aquel farsante.

—Un horóscopo vuestro elaborado por el maestro Nostradamus que, con gusto, mi señora os regala. En él hallaréis predicciones de vuestro futuro y advertencias que, sin duda, encontraréis muy exactas, acertadas y de gran valor.

—¡Hombre, aquel bufón que conocimos hace años en Perpiñán! ¿Te acuerdas, Álvaro? Así que sois otro nigromante farsante de baja estofa. Abrid vos mismo la caja, pues. Pero antes quitaros los guantes y hacedlo con las manos desnudas, pues sé bien de las artimañas y dobleces de vuestra siniestra ama.

—Como gustéis, pero os advierto que hay misterios de los que no conviene reírse —dijo, con voz trémula y poniendo los ojos en blanco, tras lo cual extrajo un sobre también rojo de la caja y se lo entregó a Fernando.

—¿Y ahora qué he de hacer?

—Abridlo, por favor.

—Pues no pienso hacerlo —dijo Fernando, acercándolo a una vela y prendiéndole fuego—. Y decid a la zorra inmunda de vuestra señora, mujer de baja estofa como pocas, y al zarrapastroso mentiroso y comediante sabandija del Nostradamus ese, que con estos trucos jamás me va a amedrentar.

Tiempo después nos enteramos que lo mismo había sucedido con el rey, a quien se le envió a Bruselas un emisario similar con el mismo regalo. Felipe II también había quemado el horóscopo sin leerlo, por miedo a quedar influido de su contenido; la diferencia es que el monarca le había dado una bolsa de ducados como pago y Fernando unas buenas patadas en sus posaderas que dieron con su cuerpo en el barro, quedando muy deslucida su túnica roja.

El 10 de agosto se produjo el desastre militar francés en San Quintín. Al día siguiente, un emisario de Enrique II partió a toda prisa hacia Roma ordenando la vuelta urgente del duque de Guisa y su ejército, pues París estaba en peligro. Aún me acuerdo cuando un capitán galo pidió audiencia, el 24 de agosto, para informarnos de la decisión del duque de Guisa de retirarse de Roma y pedir que les diésemos paso franco, algo que, sin duda, convenía a ambos bandos, sobre todo al nuestro.

—Es extraña vuestra decisión. No os faltan víveres y la guerra está indecisa. Si vuestro señor quiere que le dé paso franco, me habéis de informar del motivo —dijo Fernando.

—Es evidente que no lo sabéis, pero en uno o dos días también os llegará a vos un emisario como a nosotros. Tomad y leed.

El francés le tendió una carta en donde se le informaba de que, por la suerte adversa de las armas del rey Enrique, tenía el duque de Guisa que acudir en socorro de su señor abandonando Roma. Sin poder evitar la carcajada Fernando le dijo:

—Comunicad a vuestro señor que puede irse en paz, pero decid también a ese fantoche del papa que vaya remangándose sus hábitos.

—Así lo haré.

A las pocas horas, los franceses abandonaban Roma por el pasillo que el duque de Alba había dispuesto. Seguidamente adelantó nuestras líneas estrechando el cerco de Roma. Mi amigo tenía una oportunidad única: asaltar la Ciudad Eterna y humillar al papa vengándose de todas las afrentas sufridas en el pasado. Sabía que debía aprovechar el hecho de que aún no había recibido orden alguna de detener su ofensiva, algo que, sospechaba, podía ocurrir en cualquier momento. Al mismo tiempo, en Roma, el pánico se había apoderado de sus defensores, y todos los frailes y religiosos habían sido llamados a coger las armas y a patrullar y reforzar las murallas.

A las dos de la madrugada del 28 de agosto, bajo una fina lluvia, nuestras fuerzas estaban dispuestas al asalto. Las escalas estaban preparadas y el duque había ordenado que sobre las armaduras todos nos pusiésemos una camisa blanca para distinguirnos en la oscuridad. Era la primera vez que ponía en práctica esta idea, la encamisada, y que, años después, convertiría en algo más usual.

Los soldados estaban excitados. Había orden de que el saqueo fuese moderado, de que se respetasen vidas e iglesias y de que nada pudiese evocar la terrible acción de 1527, aunque todos sabían que podía haber un cuantioso botín. El duque estaba al frente de sus tropas. Iba a dar una lección ejemplar al papa y pensaba dirigir la acción en persona, pero horas antes me armé de valor y le hablé:

—Fernando, escucha, puedes cometer un disparate, piénsalo dos veces —le dije.

—¡Ya me extrañaba que no me dijeses nada! ¡Sal de mi vista!

—¡No, escucha, por favor…! Luego me iré.

—Sé lo que vas a decir, que no ataque… Pero ese perro se lo merece, ¿no lo ves?

—Es cierto, pero piensa en el rey. Puede ser un desastre. Aunque ordenes que no haya saqueo sabes que es imposible controlar a estos hombres. Puedes poner en un compromiso a nuestro soberano, a nuestro tradicional apoyo de la Iglesia… El papa pasará, pero no Roma, ni la Iglesia… Por otro lado, tus enemigos de la corte te pueden destrozar, puede acabar tu vida política y militar si cometes ese error… ¿Qué harías entonces? Piensa en los problemas que tuvo el emperador Carlos por lo mismo.

—He dado orden de que no haya apenas saqueo ¡Vete!

—¿Y si mueres como el Borbón en aquel saqueo? ¡Tus tropas se desbocarán! Piénsalo, se puede repetir el desastre de hace treinta años y eso lo usarían nuestros enemigos más que entonces. No hay excusas para un ataque a la Ciudad Santa.

—¡Te he dicho que te vayas!

Me fui, pero sabía que le había hecho reflexionar y que ahora dudaba. Se debatía entre sus dos naturalezas, la del hábil y orgulloso guerrero, que le llamaba a aprovechar la magnífica oportunidad de conseguir algo histórico, y la del político que sabía el tremendo error que podía cometer con graves consecuencias para el rey.

Por unos minutos quedó pensativo mientras muchos esperaban su orden de asalto, pero, de repente, unas luces se agitaron en las murallas con creciente insistencia. ¿Había sido descubierto el asalto? No lo sabía, pero era posible, lo que podía convertir el ataque en algo más cruento y poco compatible con un trato benigno a la ciudad. Fuese lo que fuese, ordenó paralizar la operación hasta el día siguiente, para disgusto de los hombres. ¿Había triunfado el político? No, seguramente el general prudente, pero lo cierto es que Roma se había salvado de un ataque devastador.

Por suerte para él, y por si le quedaba alguna duda, al día siguiente recibió el despacho en donde se le comunicaba la victoria de San Quintín y la orden del rey de buscar la paz con el papa a toda costa para que éste rompiese su alianza con Francia. Cuando leyó la carta me llamó y me la tendió:

—¡Maldito seas! ¡Cómo siempre, tienes razón…! Pero no me siento contento. Hace años tú me hubieses hecho recapacitar. Ayer fueron las luces aquellas las que me impidieron atacar, no tú.

—Es igual… quizás fue un mensaje de la providencia.

—Álvaro, bien sabes que te aprecio, pero cada vez me cuesta más hacerte caso y a veces te rompería la crisma —me dijo con seriedad, pero también con cierta ternura.

—Fernando, sólo quiero ayudarte. Bien lo sabes.

—Lo sé… A veces te envidio. No tienes el peso de mi ducado, de ser general, de tener que vencer, de pelearme con la corte y los políticos… Te es más fácil ser bueno que a mí. Eso es un lujo que yo no puedo permitirme.

—No sé qué decirte. Tienes razón, pero, si me permites el atrevimiento de mis palabras, deberías luchar siempre por ser virtuoso. No te dejes arrastrar por la mezquindad del poder.

—Pero, Álvaro… ¡Es que soy el poder!

Paulo IV, abandonado de los franceses, no tenía más remedio que alcanzar la paz. Sabía que estaba sin apoyos y que no era rival para el duque de Alba. Pero no por ello iba a renunciar a su orgullo. Odiaba a Fernando y había decidido que mi amigo debía humillarse ante él, como humilde servidor del papado.

Las conversaciones dieron como resultado anular la excomunión de Felipe II y de sus aliados, el fin de toda hostilidad contra nuestro rey, la devolución de todo lo conquistado y la liberación de todos los presos. Se estipulaba que el duque debía postrase públicamente a los pies del papa, besárselos y pedirle perdón, lo que le sentó como mil patadas. Para Felipe II era una paz muy conveniente y un logro indudable, pues Italia permaneció muchos decenios en manos hispanas sin riesgo alguno, pero el precio para el duque de Alba en su orgullo fue enorme.

El 19 de septiembre entramos en Roma. Fernando llevaba como regalo un caballo blanco, y tras postrarse y pedir perdón, recibió la absolución. Mi amigo estaba que trinaba, y después del banquete, abandonamos la ciudad. Pero a todo cerdo le llega su San Martín, y, en agosto de 1559, moría Paulo IV. Los romanos, hartos de sus abusos, intransigencias y de la corrupción de sus sobrinos, asaltaron sus posesiones, asesinaron a buena parte de sus parientes y destrozaron su famosa estatua que fue arrojada al Tíber.