Capítulo 6

De cómo vencemos a los luteranos, mientras el poder y el orgullo comienzan a cambiar a Fernando

Las guerras con Francia y las eternas disputas con la herejía en Alemania, ahora aliados de los franceses y herejes entre sí, exigieron que el emperador volviese a ausentarse de España. Los desviados alemanes, con el duque de Cleves a la cabeza, habían hecho correr el bulo de que Carlos V había muerto ahogado en las costas de Argel y que su persona había sido reemplazada por una estatua, que, convenientemente adornada, se exhibía para engaño del pueblo. En mayo de 1543 embarcó en el puerto de Palamós y con varios miles de soldados y casi un millón de ducados esquilmados de Castilla y de sus posesiones italianas, llegó a Génova, en donde le esperaban todos los nobles italianos fieles a su causa.

Quedó en España como regente su hijo Felipe, con apenas dieciséis años, por lo que el emperador nombró un consejo que le asesorase. Estaba formado por el cardenal Tavera, Francisco de Cobos, y el duque de Alba, quien ya ostentaba el cargo de jefe militar supremo de Castilla y Aragón. Pero antes de partir dejó instrucciones a su hijo de que no se entregase por completo a ninguno de sus consejeros, pues el rey sabía mucho de la condición humana y de las ambiciones que se podían desatar sobre tan joven muchacho que era, por entonces, el príncipe Felipe. Conocía indudablemente el valor de mi amigo y lo mucho que le debía, tanto en lo político, en lo militar e incluso en el tema de los dineros, puesto que mi señor le había prestado grandes sumas. Pero también era consciente de su gran ambición, de sus ganas por situar a la casa de Alba lo más alto posible y de la excesiva altivez con la que, en ocasiones, se había comportado por esa causa. Estas ansias de mi amigo de ser el más noble entre los nobles, le provocaron no pocos sinsabores, disgustos y rabietas, pues no pocos eran los otros que también querían llegar alto, lo que obligó al emperador en persona a buscar remedio e interceder para que nadie se sintiese agraviado.

Debido al cargo que desempeñaba Fernando, en verano de 1543 nos trasladamos a vivir a la corte, a Valladolid. Era consciente de la importancia de su papel asesorando al príncipe y encargándose de importantes tareas de estado, pero no le gustaba. Hubiese dado cualquier cosa por estar en medio de la acción, en Alemania, junto al emperador. Por ello, seguía con avidez todas las noticias que llegaban de Europa sobre las guerras con Francia y el conflicto con los herejes. Fuenterrabía, Pamplona, Salses y Perpiñán estaban bien fortificadas y por ahí poco se había de temer, por lo que, para desgracia de Fernando, la guerra estaba más allá de los Pirineos, lejos de sus ansias guerreras.

Así, mi amigo recibió con entusiasmo la buena nueva de cómo las tropas españolas del emperador habían pasado a cuchillo a todos los defensores y habitantes de la ciudad de Duren, dominio del luterano duque de Cleves, que había osado negarse a acatar la autoridad imperial, y de cómo, ante el miedo de las ciudades vecinas de sufrir el mismo castigo, éstas se rindieron una tras otra. También se deleitó de la narración del cesar que explicaba cómo obligó al rebelde del duque a permanecer largo tiempo postrado de hinojos ante su persona, pidiendo perdón, hasta que se le antojó concedérselo, aunque obligándole a romper con la herejía y con Francia. También se indignó poco después al saber cómo el rey Francisco, cual mujerzuela cobarde, había rehuido el combate en campo abierto contra el ejército imperial, mientras que la armada del turco Barbarroja había llegado a Marsella para unirse a la de Francia, y juntas atacar Niza, y más tarde efectuar correrías por las costas españolas e italianas. Pero las noticias que llegaban en ese año de 1543 de todas esas intensidades bélicas no hacían más que impacientar el ánimo de mi amigo, harto de la actividad política de salones y despachos. Por eso, un suceso que aparentemente debía de ser un asunto banal captó su atención para bien del príncipe Felipe.

En julio de ese año, apareció muerto un joven rubio, flotando en el Pisuerga, una legua más abajo de la ciudad. Estaba desnudo y su cadáver presentaba el rastro de abundantes puñaladas. Podía ser un caso de asesinato común por robo, pero los guardias que rescataron el cadáver advirtieron que tenía marcas en los pies, lo que significaba que le habían echado al río con un peso para que no saliese a flote; al tomarse esa molestia no hacía falta ser muy despierto para ver que sus asesinos no habían tenido tiempo de enterrar al muerto y que, por otra parte, no deseaban que se encontrase. Pero lo que más les llamó la atención fue una extraña cicatriz, a modo de grave quemadura, que parecía reciente, situada bajo la tetilla izquierda. Como la gente de armas tenía orden del duque de Alba de informar de todo hecho extraño que pudiese suceder, así se lo comunicaron, y Fernando me ordenó que fuese a inspeccionar al muerto.

Habían traído el cuerpo a Valladolid y en una capilla adyacente al cementerio pude examinarlo. Por su semblante no parecía español, pues era rubicundo y su piel blanca como la nieve. Aparte de las marcas en los pies, tenía una muy grande en el cuello lo que quería decir que había muerto estrangulado. Por lo demás, era joven, bien formado y, sin duda, llamaba la atención la gran cicatriz que tenía en el pecho, justo en el lugar que nos habían indicado. Se trataba efectivamente de una quemadura del tamaño de la palma de una mano, y parecía que se la había producido un hierro candente. En aquel momento me asaltó la sospecha: ¿habría sido producida para borrar el famoso tatuaje? En ese caso, ¿habríamos de vernos en Valladolid también con aquellos desalmados herejes? Todo eran conjeturas pero sin pruebas, por lo que indiqué que sepultasen a aquel pobre muchacho, que, por otra parte, ya comenzaba a desprender un olor francamente hediondo, y volví junto a Fernando a informar de mis pesquisas.

—Vaya —dijo pensativo—. Probablemente no sea nada, pero no podemos dejar ningún cabo suelto. Habremos de investigarlo.

—Soy de la misma opinión —le contesté—. Es posible que los herejes, aprovechando que el emperador está en Alemania en dura guerra contra ellos, traten de atentar contra el príncipe. Sería un golpe terrible para nuestra causa y para la cristiandad. Sólo por ello, más vale estar atentos.

—Hay que vigilar al príncipe sin alarmarle —comenzó a decir Fernando, caminando de un lado a otro—. Siempre está protegido y vigilado, pero cuando se ausenta de palacio… Es sabido que, dada su fogosa edad y que en pocos meses se va a casar con María de Portugal, frecuenta casas de mujeres públicas en donde disfruta de los placeres carnales. Me consta que se le buscan mozas sanas y limpias, para que no le contagien ningún mal, pero si alguien quisiera atentar contra él, esos momentos serían los más propicios, pues es en los que goza de mayor intimidad y libertad de movimientos.

—Pero supongo que siempre se registra a conciencia la habitación, las puertas y ventanas, y se vigila la estancia mientras el príncipe la ocupa. Es imposible que alguien entre o salga, por lo que es muy difícil atentar contra él —añadí por mi parte.

—Claro que…

—¡Exacto! —exclamé, viendo que los dos estábamos llegando a una misma conclusión.

—Lo más fácil es que, en caso de planear un asesinato, sea la propia meretriz la que atente contra él. Dado el fanatismo con la que esta gente actúa, no le importaría morir luego de haber cumplido su misión —dijo con una mueca preocupada Fernando.

—Bien —asentí, contagiado de la preocupación—. Hemos de indagar en los burdeles, buscar nuevas pupilas, con casi toda seguridad jóvenes venidas del norte de Europa e investigarlas. Pero hemos de actuar con cautela, aunque, ¿cómo hacerlo con rapidez y discreción?

—Ya sé a quién recurrir. —Y cogiéndome del brazo, Fernando me llevó fuera del palacio a tomar un carruaje.

Durante el trayecto apenas me dijo nada, sólo que me preparase para una sorpresa. Tras un par de leguas de viaje llegamos a un convento de monjas de clausura. Nada más llegar, Fernando pidió inmediatamente ver a la abadesa, y dado su rango, nadie osó replicarle. Se nos hizo pasar a una sala, y al poco apareció una vieja conocida nuestra: la Lagartija. A pesar de los años transcurridos y de la toca, aún se podía ver en su rostro la huella de una hermosura todavía no marchita por completo.

—¡Qué placer volver a veros, señor duque! —dijo la ahora abadesa, con evidente sorpresa, un tanto incómoda—. ¡Y a vos también, Álvaro!

Me impresionó que se acordase de mí y, sin pensarlo, me incliné a besar su mano. No así Fernando que permaneció silencioso dirigiéndole un frío «señora».

—¿A qué se debe el placer de vuestra visita? —preguntó la abadesa.

—Pedir otra vez vuestra ayuda —dijo Fernando.

—No sé cómo puedo hacerlo; os ayudé en el pasado en otras circunstancias muy distintas, pero ahora…

—¡Y bien que os fue!

—Sí, es verdad. Cumplisteis vuestra parte del trato; entré en la corte y mi hijo pudo estudiar y progresar… pero ahora, ya veis. Quiero expiar mis pecados de juventud, tengo una edad ya madura y la Iglesia ha tenido a bien aceptar el ingreso en este convento hace unos meses, del que, además e inmerecidamente, me han hecho abadesa.

—Decid más bien que ello ha sido posible por vuestro dinero e influencias y vuestro cargo bien que lo habéis de pagar, ¡no seáis falsa!

La dureza de Fernando me sorprendió, pero más lo hizo la palidez y el silencio gélido que se apoderó del semblante de la Lagartija. Sin duda, Fernando sabía algo turbio de las actividades de esa mujer.

—Los dos sabemos a qué os dedicáis. Ya no sois puta, pero ¡sois una alcahueta! —exclamó Fernando.

—¡No es cierto!

—¡No más mentiras! Pocas cosas se me escapan de lo que pasa en la corte. Mi trabajo como miembro del Consejo de Regencia es saberlo todo y ciertas personas me informan puntualmente de todo lo que pasa… en especial de aquello que pueda tener relevancia para la seguridad del príncipe. Ciertamente, después de dama de la difunta reina, os habéis convertido en una piadosa monja, pero seguís siendo lo de siempre —dijo Fernando con una sonrisa maliciosa—, o mejor dicho, practicando las habilidades para las que mejor estáis dotada.

—No es como os lo figuráis —confesó por fin—. Acepto que algo de eso es verdad. Pero lo hago obligada. Algunos saben de mi pasado, algunos altos cargos de la Iglesia concretamente, y me obligan, so pena de revelar mi secreto, a prestar ciertos servicios, ayudas… en algunos momentos, aunque os juro que trato de ser una buena cristiana y no hacer daño a nadie y menos a nuestro emperador.

—Sé que es verdad todo lo que decís. No sois una traidora ni mala persona, pero vos proporcionáis, digamos, compañía selecta y escogida a ciertos prelados y también al príncipe. Muchachas jóvenes, vírgenes en muchos casos y a veces… ¡incluso novicias de este convento!

—Por Dios, os lo ruego, no digáis nada… si el Santo Oficio se enterase…

—Guardaré silencio, pero me habéis de ayudar. Si lo hacéis, vuestro secreto y estas actividades, digamos que esporádicas, quedarán en el secreto.

—Decidme pues.

—Necesitamos saber si alguna muchacha de buen ver para ejercer este empleo, procedente posiblemente del norte de Europa, ha llegado recientemente a Valladolid, sea a vuestro convento o a alguna otra casa.

—Aquí no hay ninguna de ésas. ¡Lo juro! Pero es posible que a la ciudad haya llegado alguna. Dadme un tiempo y lo averiguaré.

—Sólo os puedo dar unos pocos días. El príncipe y el reino pueden estar en peligro. Dentro de tres días os enviaré a Álvaro y, por vuestro bien, espero que me tengáis nuevas.

Dicho esto nos fuimos y regresamos a la ciudad. Durante los días siguientes a este encuentro, buscamos en las aduanas viajeros procedentes de Europa que hubieran venido en los últimos meses. Eran varios cientos, lo cual era normal dada la condición de capital del reino, y eran muchos los correos, embajadores, comerciantes, religiosos y todo un sinfín de personajes que llegaban desde las posesiones imperiales de Europa. Había que reducir la búsqueda.

Al tercer día volví al convento. Esta vez iba yo solo, y nada más anunciarme, me recibió la abadesa. Estaba sonriente.

—Tengo noticias, Álvaro.

—Decidme.

—Hace un mes escaso llegó una familia del norte de Flandes, mejor dicho, eran dos jóvenes, una muchacha y un joven, ambos de unos veinte años, dispuestos a ganarse la vida del modo que ya suponemos. Al poco de llegar, se hicieron anunciar sus servicios en la casa más refinada y clandestina que para estas actividades hay en Valladolid, aunque disimula totalmente su actividad real, pues sólo se accede a ella tras atravesar los almacenes de una fábrica de harinas. Yo me he limitado a facilitar alguna muchacha, pero nunca he estado allí. Según me han dicho, las más altas alcurnias de la capital acuden a ese lugar y entre ellas, en alguna ocasión, un joven que está destinado a lo más alto… ya me entendéis.

—Ni el duque de Alba ni yo conocíamos dicho establecimiento.

—Muy pocos están al tanto. Os lo aseguro. Es de máximo secreto, pues en sus estancias también se practica la sodomía, pecado que como sabéis está penado con la hoguera, pero del que huelgan algunos altos personajes, incluso prelados de la Iglesia; por ello el secreto es absoluto.

—Continuad.

—Se ve que ella es muy hermosa, pero dos cosas de las que me han explicado me han llamado mucho la atención. Primero, que, según me ha dicho quien regenta el negocio, el joven ha desaparecido, pero lo más sospechoso es que la joven ramera se hospeda en otro lugar y dice que ha anunciado que solamente se entregará a alguien de la más alta alcurnia. Sin duda pronto llegará esta noticia a los amigos del príncipe y es cuestión de días que acuda a yacer con ella —dijo la monja, con la sonrisa satisfecha de conocer a ciencia cierta los deseos masculinos.

—¿Y dónde se hospeda? Dejaos de teatro y decidme donde está.

—Pues nada más y nada menos que en casa de Leonor de Vivero.

—Me suena su nombre.

—El duque seguro que sabe quién es; se trata nada menos que de la madre del confesor del emperador, Agustín de Cazalla, y que desde hace ya casi un año le acompaña en sus viajes por Europa como predicador.

—¡Dios mío!

—Confío que la información valga el silencio de vuestros labios.

—Por supuesto —respondí, aturdido por la información.

—Una cosa más, don Álvaro.

—Decidme.

—Sé que vos me creeréis, al menos mucho más que vuestro señor el duque. Os juro por Dios, por mi hijo, que si he tenido que seguir con estas actividades tan poco honestas ha sido por presiones de algún alto prelado. Desde que el duque de Alba me facilitó trabajo en la corte como camarera de la reina no volví a estar implicada en estas andanzas. Luego, os vuelvo a jurar, que de verdad quise entrar en este convento, hacer lo votos y llevar una vida de oración y penitencia. Pero las presiones, las amenazas sobre mí y las consecuencias que se pudiesen derivar para mi hijo me han hecho plegarme a ello, aunque en contra de mi voluntad. Ojalá las acciones que podáis hacer me libren de estas presiones a las que estoy sometida y deje de ejercer de alcahueta.

—Os creo —le respondí—. Todos tenemos derecho a cambiar, a purgar nuestros errores. Y es del todo inhumano y nada cristiano aprovecharse del pasado escabroso de cada uno para conseguir sucios fines. Prometo ayudaros en lo que pueda.

—Gracias, don Álvaro.

—No se merecen.

Cuando le expliqué a Fernando el asunto de aquellos jóvenes no salió de su asombro. Posiblemente y por casualidad habíamos dado con el núcleo de herejes luteranos más activo de Valladolid. No era un disparate, pues Cazalla había sido un notorio seguidor de Erasmo y varios de ellos se habían deslizado claramente hacia posturas heréticas en los últimos años; lo malo era que ahora alguien de su calaña pudiese estar tan cerca del emperador, aunque, según varias opiniones que consultamos con premura, la fidelidad y el cariño del sacerdote al augusto cesar era real, aunque nada podíamos aseverar de su madre. Era evidente que no teníamos pruebas materiales y seguro que, aunque registrásemos la casa, no las encontraríamos. Efectivamente, sólo años después la Inquisición pudo actuar contra Cazalla y su familia, llevándoles a la hoguera. Pero ahora, lo primero era abortar el plan para asesinar al príncipe, que, seguro, era el objetivo de todo aquello.

Rápidamente acudimos a las habitaciones del futuro Felipe II y pedimos audiencia. Las relaciones entre mi señor y el príncipe eran correctas, pero dada la altivez de ambos distaban mucho de ser cordiales. Felipe nos hizo entrar y Fernando habló:

—Excelencia. He de informaros de un asunto muy grave y a solas.

—No tengo por costumbre quedarme a solas sin mis amigos más allegados —señaló a Ruy Gómez, quien siempre le acompañaba en palacio—, por más que esté ante mí el propio duque de Alba.

—Bien, en ese caso hablaré con libertad a pesar de lo que vuestro amigo pueda oír —dijo Fernando con malicia.

—Os repito que no me importa. Por favor, decidme eso tan grave y urgente.

—Os ruego, por vuestra seguridad, que no acudáis a vuestra próxima cita en la fábrica de harina, pues creemos que pueden aprovecharlo unos herejes venidos de Alemania para atentar contra vuestra vida.

El príncipe se puso de color bermellón y se tensó como un palo. Por un momento balbuceó algo, pero se detuvo de inmediato al darse cuenta de que de nada serviría negar desconocimiento. Por su parte, su amigo Ruy Gómez bajó la vista visiblemente azorado. Tras disfrutar unos instantes de la humillación que estaba infligiendo a aquel mozalbete, Fernando le explicó el asunto, tan sólo obviando la fuente de la información. Y le garantizó que sus visitas a ese lugar, jamás serían divulgadas, pero que se abstuviese de volver, pues, según también sabíamos, allí también ejercían los sodomitas que practicaban el vicio nefando merecedor de la hoguera. Esto último le horrorizó particularmente, lo mismo que a su amigo Ruy, y durante un instante rompió su altivez demostrando que nada sabían de aquello.

—Señor duque, no se lo digáis a mi padre. Os juro que yo jamás he caído, ni jamás he tenido tentaciones de semejante atrocidad contra natura.

—Excelencia, jamás lo habíamos pensado —dijo Fernando—. Lo único que sabemos es que algunas veces acudís a desfogar vuestra natural y juvenil fogosidad, como todos hemos hecho alguna vez, a dicho lugar y ante un posible e inminente complot hay que actuar.

—Bien, decid.

—Por vuestra seguridad no acudiréis, pero lo hará otro en vuestro lugar y así podremos tratar de capturar a esa víbora y hacerla hablar.

—¿En quién habéis pensado?

—En mi siervo y ayudante de toda confianza, Álvaro, aquí presente.

Esta vez quien se puso de todos los colores y dio un respingo fui yo. Tuve ganas de gritar que de eso ni hablar y de coger a Fernando por el cuello y darle un par de sopapos, pero ya había aprendido a contenerme y a guardar silencio.

—Aunque mayor que vos, es de mi edad —prosiguió Fernando—, es bajo, de piel clara, con una barba escasa y rala y su aspecto es muy juvenil. Sin duda, de noche, embozado, en la intimidad de la cámara, puede pasar por vos.

—Es cierto —respondió Felipe, mirándome con detenimiento.

—Sólo hay que disfrazarle convenientemente y disponer una vigilancia adecuada.

—Me parece bien; además, si no explicamos los detalles del asunto, podemos hacer un gran servicio a la causa de mi padre desenmascarando a esos herejes que parece que también quieren comenzar a actuar por aquí.

—De acuerdo, pues —dijo Fernando—. ¿Cuándo teníais dispuesta la visita a esa casa?

—Esta noche. Ya estaba todo concertado… ha de ser una joven virgen, extranjera… es lo único que sé —dijo con la mirada gacha.

—Pues vayamos rápido con el plan.

A partir de aquel momento me cogieron de nuevo todas las consabidas flojeras de vientre imaginables. ¡En qué lío me habían metido, sin consultarme nada! Tras ir a las letrinas en dos ocasiones, me vistieron y perfumaron conforme a mi nueva identidad, y Fernando, ya a solas, me aleccionó sobre cómo actuar:

—Mira, Álvaro, no hables. Te estarán esperando. Te metes en la habitación, te quitas la ropa y esperas a que llegue ella. Si su misión es matarte, llevará su arma en el pelo, en sus ropas o en algún otro sitio muy disimulado, pues estas meretrices siempre son registradas antes de acceder a la cámara. Tú llevarás también tu daga y tendrás que ser más rápido que ella. Eres fuerte y no te será difícil desarmarla si estás atento. Una vez desarmada, ya no tendrá coartada y se verá obligada a confesar.

—Sí, pero hasta que no me ataque no tendremos pruebas para prenderla y hacerla confesar.

—¡No me digas que tienes miedo de una jovencita! —exclamó Fernando.

—No, pero no me hace ninguna gracia esperar una estocada en cualquier momento.

—Venga, venga… cagoncete —me dijo mi amigo en voz baja, mientras me daba un pescozón amistoso y yo me ponía rojo de vergüenza—. Yo estaré a la puerta, fuera, y en cuanto veas que saca su arma, gritas, y entraré como un rayo y la cogeré.

Tres horas después ya estaba en marcha. Iba en el carruaje del príncipe, que, aunque camuflado, los cortesanos más influyentes sabían a quién debía transportar. Conmigo iba Fernando y en el pescante dos guardias. Debía ir con la discreción propia de la naturaleza de la cita, pero sin renunciar a la pompa y seguridad de mi postiza personalidad. No obstante, cien pasos más atrás iban diez jinetes preparados para irrumpir en donde hiciese falta.

Al llegar a la puerta de la fábrica estaba todo oscuro. Fernando y yo nos apeamos y entramos; íbamos embozados. Nadie nos preguntó nada y cuando accedimos a una escalera, nos hicieron señas para que subiésemos. En el primer piso nos indicaron una habitación; entramos y Fernando revisó a conciencia toda la estancia, conforme siempre se hacía, para comprobar que no hubiese armas u objetos peligrosos, trampas, ventanas o pasadizos dispuestos a abrirse; después salió y se quedó fuera vigilando. Según lo acordado, me desvestí de toda mi ropa, excepto de mis calzones, y me metí en la cama, no sin antes encender una vela que habían dejado dispuesta allí al lado. Mientras me desnudaba tuve cuidado de meter bajo la almohada mi daga con disimulo. Allí estaba yo, esperando a una rubia y bella muchacha, sin duda una ninfa del norte, pero fría como el hielo, conforme a la siniestra misión que tenía encomendada. Me consumían los nervios y sólo ansiaba que acabase todo aquello.

Ya casi me estaba adormeciendo cuando, a los pocos minutos, se abrió la puerta y entró una figura. Había sido registrada por Fernando en persona y no halló nada, cosa que ya esperábamos. ¿Acaso nos habíamos equivocado? Poco a poco se acercó a la luz que daba el candil que estaba en la mesa, se bajó la capucha y dejó caer la capa que la envolvía. Una exclamación salió de mi boca. Allí estaba alguien muy diferente a lo que yo esperaba. Era una belleza sublime, pero de piel morena, casi mulata, con unos dientes blancos como perlas y con un pelo ensortijado negro como el azabache. No pude evitar quedarme ensimismado, pues me recordaba a mi amada Raquel… ¡qué sería de ella! Cuando se acercó a la cama, desnuda, sólo me acordaba de mi antiguo amor y había olvidado por completo lo peligrosa que podía ser aquella mujer. Su perfume me invadió cuando se metió en el lecho y empezó a acariciarme el pecho. En aquel momento pensé que seguramente todo había sido un error y que no había conspiración alguna, por lo que me relajé, medio adormecido, dispuesto a holgar del amor de aquella Venus pensando con los ojos ya entornados que era Raquel quien me tocaba.

De lo que pasó a continuación apenas me acuerdo. Un reflejo a la luz de la bujía, un desvío instintivo de la cabeza, un dolor lacerante en el cuello y un chillido seguido de una entrada violenta de Fernando, que cogió a la joven… Luego, la oscuridad.

Me desperté al día siguiente con el cuello vendado. Estaba débil, pues había perdido mucha sangre. No nos habíamos equivocado; aquella mujer tenía como misión matar al príncipe. Mi grito hizo que entrase Fernando justo cuando se disponía a rematarme y la detuvo, aunque para ello tuvo que pegarle un tiro. Mientras estaba inconsciente se produjeron en cadena varios descubrimientos en aquella estancia: el tatuaje de la rosa luterana en la ingle de la joven, casi desapercibido; la vela cuya cera estaba mezclada con adormidera que me había atontado convirtiéndome en un juguete de trapo en manos de aquella arpía y, lo más sorprendente, la navaja con la que casi me rebana el cuello la llevaba escondida en su vaina femenina. Como estaba gravemente herida apenas se la pudo interrogar antes de que perdiese el sentido y muriese. Sólo pudo confesar que lamentaba no haber herido al príncipe y, luego, ya delirando, habló en alemán de su señor, el que le había encargado directamente la misión. Fernando me explicó entonces que se le ocurrió la idea de hablarle en alemán, como si él fuese el jefe de la trama:

—Lo has hecho muy bien, ahora vuelve a casa y serás recompensada. Recuerdas adonde ir, ¿verdad? —inquirió Fernando.

—Sí… al castillo —dijo ella con voz trémula.

—¿De qué ciudad? Quiero comprobar que no lo has olvidado.

—Al de Wittenberg, excelencia…

—Muy bien…

Ya nada más pudo contestar, porque al poco perdió el sentido y murió. Pero lo más importante es que, con casi toda seguridad, ya sabíamos la identidad del gran conjurador; no podía ser otro que el elector de Sajonia, Juan Federico I, al que llamaban el Magnánimo, que desde hacía tiempo se había revelado como uno de los luteranos más fanáticos y que se mostraba cada vez más rebelde al emperador. No teníamos pruebas reales y contundentes, pero al menos sabíamos quién era y podíamos actuar con total prevención a partir de ahora.

Sobre sus cómplices de Valladolid poco o nada se pudo averiguar. Huelga decir que la dama Leonor de Vivero negó toda vinculación con la asesina fingiendo escándalo ante las preguntas. Habíamos frustrado una nueva conjura, sabíamos de la presencia hereje en Valladolid, pero poco más. Especulamos que el joven muerto debía de ser un cómplice, que, arrepentido de la misión o por otro motivo, se mostró peligroso, por lo que fue eliminado tratando de borrar su presencia e identidad. Un correo urgente fue enviado a Carlos V explicando el suceso e informándole de la presunta identidad del jefe de la conspiración luterana, aunque obviando los detalles más escabrosos por petición expresa del príncipe.

Mientras me recuperaba, tuve el honor de ser visitado por el príncipe Felipe, quien me dio una bolsa de cien ducados como agradecimiento a mis servicios. La herida sanó al cabo de una semana, pero tardó mucho más en cicatrizar la que, a raíz de aquella visión femenina, había abierto el recuerdo de Raquel. ¿Dónde estaría? ¿Con quién se habría casado? ¿Sería feliz?

Fernando, con casi veinte años más que Felipe, se había convertido en su principal asesor político y, por tanto, en el hombre más influyente de la corte. Ejemplo de ello fue el papel protagonista que jugó en la boda que, en noviembre de 1543, le unió con María de Portugal. Pero a pesar de todo, se le veía incómodo en su cargo. Anhelaba indudablemente la acción de los campos de batalla y demostraba que ni su carácter ni su inclinación estaban hechos para las sutilezas de la diplomada, de la persuasión y de la política. Y sobre todo, creía en la eficacia del filo de la espada y que lo demás no eran más que zarandajas que retrasaban la resolución de los conflictos. Por otra parte, estaba acostumbrado a mandar y a que todos le obedeciesen, lo que le hacía chocar con muchos iguales a él en categoría y mando que se encontraban en la corte; allí era uno más entre los importantes y muchos le podían replicar y hasta contradecir, pero en el campo de batalla era el único que mandaba.

No había más que ver con qué ávido interés devoraba las noticias de las campañas militares que el emperador enviaba desde Europa, de cómo festejó, en la primavera de 1544, la invasión conjunta que de Francia hicieron los alemanes de Carlos V por el este, y los ingleses de Enrique VIII por Normandía, que evidenciaba el aislamiento creciente del país galo. Sobre un mapa de Francia siguió paso a paso los avances imperiales sobre ese reino hasta que, incomprensiblemente para él, las fuerzas imperiales se detuvieron a las puertas de París para firmar la paz de Crépy, en septiembre de ese año. Aún me acuerdo cómo dio un puñetazo en la mesa, indignado por no haber llegado a humillar del todo al rey Francisco, mientras murmuraba entre dientes algo así como: «Si yo hubiese estado allí…».

Poco después de la boda del príncipe llegaron varios despachos dirigidos a todo el Consejo Real pidiendo su opinión sobre un asunto harto delicado. Según una de las cláusulas firmadas en la paz con Francia, Carlos V daría como esposa al duque de Orleáns, segundo hijo varón del rey Francisco, a su hija María o bien a su sobrina Ana, con una dote bien suculenta. En el caso de la primera, la dote serían los Países Bajos, y si fuese la segunda, el Milanesado. Pues bien, la pregunta era sencilla, pero de mucha enjundia: ¿de qué territorio era más conveniente desprenderse en aras de una alianza matrimonial? El debate fue acalorado y de los nueve miembros del Consejo, cinco optaron por ceder Flandes y cuatro Milán. Entre los primeros estaba Fernando y, aunque sólo fuese por esta ocasión, no le faltó perspicacia, pues creía que el dominio italiano era de suma importancia para mantener Nápoles y Sicilia y que a la vez servía de vía de paso para Alemania y, en su caso, hacia el mismo Flandes.

Por desgracia para España y para el mismo Fernando, nunca se pudo consumar la entrega de Flandes como dote. En febrero de 1545, con sólo veintidós años, moría Carlos, el duque de Orleáns, de unas fiebres misteriosas. Muchos volvieron a acusar a su cuñada, la siniestra Catalina de Médicis, de estar detrás de su muerte, pues, a pesar de que estaba detrás de Enrique en la sucesión al trono, era notorio el favor y predilección con que su padre Francisco le miraba, lo que según algunas lenguas había excitado la envidia de la pareja y más ante tan suculenta dote que se le iba a entregar. Fuese verdad o mentira, ya no hubo dote que dar y Carlos V retuvo ambos territorios.

Establecida la paz con Francia, el emperador quedó con las manos libres para tratar de acabar con la herejía en sus dominios. Sus negociaciones, pactos y buenas palabras hacia sus súbditos herejes no habían fructificado y habían dado la razón a quien predicaba mano dura. Por ello, previendo que iba a acontecer una guerra larga y difícil, llamó a su lado a su general más duro e implacable y también el más eficiente: el duque de Alba.

—¡Álvaro, nos vamos a Bruselas! ¡El emperador me llama a su lado! —me gritó una mañana, sin disimular su entusiasmo.

—¿Qué pasa, hay guerra? —repuse inmediatamente.

—No, pero sin duda pronto la habrá. Por eso me quiere el emperador a su lado. Me parece que por fin se ha dado cuenta de que hay que actuar sin tantos miramientos —dijo con aquel fulgor tan inquietante que de vez en cuando alumbraba en sus ojos.

—Hay una cosa importante —dije yo—. Es muy posible que en Alemania podamos capturar, por fin, al jefe de los tatuados esos: el elector de Sajonia. Vamos a combatir a la tierra de Lutero, contra sus seguidores más fanáticos, no lo olvidemos.

—Pues que así sea ¡Acabemos de una vez con la cabeza de la hidra!

En verano emprendimos viaje y en septiembre ya habíamos llegado a la capital flamenca, en donde Carlos V había establecido su corte. Esta vez, Fernando llevó con él, para instruirle en las artes de la guerra, a su hijo natural Hernando, el mayor de todos sus vástagos, que tenía diecinueve años y que poco antes había reconocido oficialmente. Mi relación con él había sido escasa, pero siempre correcta. De todas formas, no me gustaba aquel muchacho: tenida la mirada aviesa y una especie de rencor natural, así como una excesiva ambición de destacar, que le hacía ser muy poco simpático. Posiblemente, el hecho de estar fuera de la línea de sucesión por ser hijo bastardo había engendrado en él un ansia de demostrar que no era inferior en nada a los hijos legítimos.

Al poco de llegar, en enero de 1546, Fernando recibió el gran regalo del emperador de nombrarle miembro de la más selecta y exquisita orden de caballeros: la del Toisón de Oro. Fueron más de veinte los incorporados, entre ellos cuatro duques españoles, que representaban los más fieles y leales del monarca en todos sus dominios y que les había de cohesionar aún más en torno a su persona. Desde entonces, Fernando la tendría como su insignia más preciada, llevándola con orgullo en los momentos más importantes.

No sé si fue el maldito Toisón o el sentirse liberado de las sutilezas de la corte, pero al llegar a Alemania, su altivez y orgullo se hicieron más pronunciados. Ahora sólo debía obediencia el emperador, y por debajo, con el campo de batalla como único tablero de ajedrez, era él quien mandaba. Es más, comenzó a deleitarse en su papel de implacable enemigo de los herejes y traidores, convirtiéndose en más defensor de la causa imperial que el mismo Carlos V.

Los herejes estaban agrupados bajo la llamada Liga de Esmalcalda y sus jefes más fanáticos eran dos: Juan Federico I, elector de Sajonia y jefe de las conjuras luteranas contra nuestro rey, y Felipe, el landgrave de Hesse. Curiosamente, en el bando del emperador, aunque secretamente, estaba el primo segundo de Juan Federico, Mauricio de Sajonia. Este era un joven que, aunque seguidor de las tesis de Lutero, mantenía su obediencia a nuestro señor, pues había pactado con él que le serían entregadas las posesiones sajonas de su pariente, así como el cargo de elector cuando venciese. Huelga decir que a Fernando, que ostentaba el cargo de general en jefe del ejército imperial, no le hacía ninguna gracia esta situación, ya que percibía, no sin falta de razón, la fragilidad de esta alianza ante los grandes intereses materiales que tenía Mauricio, que los anteponía a su pariente y a sus creencias; era, sin la menor sombra de duda, un traidor y un felón para los suyos, un oportunista, aunque al emperador le interesaba su amistad.

En el verano de 1546 la guerra estalló abiertamente. Estábamos en el campamento imperial cuando del bando de los herejes vinieron un paje y un trompeta a comunicar, conforme a las normas, el estado de guerra. Todavía me acuerdo cómo mi amigo, por toda respuesta, les entregó el edicto imperial que comunicaba el exilio y la confiscación de los bienes de los jefes rebeldes, pero me comentó que si por él fuese, hubiese devuelto a los heraldos enemigos con sus cabezas separadas del tronco, por atreverse a venir de aquella manera tan desafiante a nuestro campamento.

En el otoño ya había salido a la luz la alianza sellada entre Mauricio de Sajonia y Carlos V, por lo que estalló una guerra civil entre ambos señores sajones. Esta división protestante la aprovechamos para ir ganando ciudades, que fueron volviendo al redil de la obediencia imperial. A cambio del perdón y de la promesa de eterna fidelidad, Ulm, Frankfurt, Augsburgo, Halle y otras ciudades pagaron ciertas multas que le fueron muy bien a nuestro soberano, aunque el tema religioso siguió sin concretarse para disgusto del papa. No obstante, un regocijo recorrió la Santa Madre Iglesia: el diablo de Lutero había muerto.

En 1547 la guerra prosiguió, aunque he de comentar que en enero de ese año hubo una grave sublevación en Nápoles, en donde gran culpa tuvo el tío de Fernando y virrey de ese estado, don Pedro de Toledo, por la suma intransigencia e incluso crueldad en comportarse con la población a la hora de establecer la Inquisición en aquellas tierras. Sin yo saberlo, estaba ya anunciando lo que su sobrino y mi amigo iba a hacer también años después, para su desgracia y la de todo el reino.

En abril de ese año, las fuerzas imperiales, junto con las del traidor Mauricio, alcanzaron el río Elba. El hereje Juan Federico, quien comandaba el ejército enemigo, echó abajo el puente que conducía a la ciudad de Wittenberg. El problema era harto complejo, pues el río tenía una anchura de casi trescientos pasos. Estábamos intentando resolver aquella cuestión cuando un guardia anunció a Fernando que un campesino pedía audiencia. A cambio de una recompensa estaba dispuesto a revelar un vado por el que se podía cruzar el río, aunque con cierto esfuerzo. Aprovechando la niebla del amanecer, al día siguiente lo cruzamos. Era preciso hacerlo cuanto antes, y el paso era, en verdad, dificultoso. A los hombres de a pie el agua les llegaba al pecho, lo que obligó a los arcabuceros a llevar en alto sus armas de fuego. Los que sabían lo pasaron a nado. Los que llevaron mejor parte fueron los jinetes que, para aprovechar su rapidez, hicieron la travesía con un soldado a la grupa. Entre los que cruzamos a caballo estaba el emperador, junto con Fernando y los otros generales, que llevaba una larga lanza en su diestra. Mi amigo, que presentía que estaba ante una jornada de gran importancia, no perdió la ocasión de hacerse notar, por lo que decidió montar un caballo blanco y vestir una armadura muy vistosa con plumaje también blanco. Por mi parte, yo me cobije entre su guardia lo más discretamente que pude para seguridad de mis intestinos y de todo mi ser.

Entre el vado y unas barcas que se pudieron conseguir, lo cierto es que en pocas horas todo el ejército había cruzado el Elba. Rápidamente nos lanzamos sobre los herejes desprevenidos, que, sin tiempo para organizarse, sólo pudieron darse a la fuga. Fernando estaba exultante, al frente de sus tropas y en vanguardia, ordenando a la caballería perseguir al jefe luterano que huía en carruaje de Mühlberg, a quien había ordenado capturar como fuese. Al frente de los perseguidores estaba su hijo Hernando. ¡Gran carnicería se hizo en aquella jornada entre los que trataban de escapar! Por la tarde todo había acabado y el elector y duque de Sajonia, Juan Federico, estaba preso. Había tratado de huir montado en un caballo, pero nuestros jinetes lo habían rodeado. Se le conminó a rendirse, pero aquel hereje, que era loco o fanático, se lanzó contra los nuestros, sin duda buscando una muerte honrosa. Un sablazo le abrió la mejilla y, ya caído, sólo se entregó a un caballero alemán. Al cabo de unas horas, estaba ante la presencia de Fernando, quien a su vez, sin decir nada, lo llevó ante el emperador. La fogosidad del hereje se había esfumado y ahora trataba de sacar partido de la situación:

—Generoso y clementísimo emperador —dijo el elector.

—¡Mucho tiempo hacía que no os dirigíais a mí con esa sumisión y respeto! —le espetó Carlos V, sin dejarle terminar.

—Soy vuestro prisionero y sólo espero ser tratado como un príncipe.

—¡Se os tratará como os merecéis, traidor! Señor duque —dijo el emperador, dirigiéndose a Fernando—, ¡llevaos a esta sabandija de mi presencia e interrogadle!

—Os mantendré informado —repuso Fernando, visiblemente satisfecho por el poder que se le había conferido.

Al poco, estábamos en nuestra tienda varios hombres de confianza, Fernando, su hijo y yo. Cuando entró el elector me crucé con su mirada y ambos adivinamos que nos conocíamos. Cojeaba mucho de ambas piernas, por lo que enseguida le hicimos sentar. Mi amigo me dirigió una expresiva y triunfal mirada y me indicó que yo comenzase el interrogatorio:

—¿Nos conocemos? —inquirí.

—No —dijo secamente.

—¿Por qué tan severa cojera… es la gota?

—Sí, ya lo sabéis.

—¡Pero también es por la herida que yo os causé en el talón, en aquella casa de Segovia! ¿No es verdad?

—Contestad y ahorraos el esfuerzo de descalzaros para ver vuestra cicatriz y el tatuaje de la pantorrilla.

—Yo estaba en la plaza aquella mañana de otoño de 1517 en que Martín Lutero clavó sus tesis en Wittenberg —dijo a modo de respuesta—. Tenía sólo catorce años, pero su personalidad y su mensaje enseguida hicieron presa en mí. Desde entonces, lo reconozco, me convertí en un fiel seguidor de su reforma y enemigo de la gran prostituta de Babilonia en que se ha convertido Roma y vuestro emperador.

—¡Pero también sois un asesino y un traidor! —repuso Fernando.

—A vuestros ojos, sí. A los míos, no.

En ese momento, Hernando, que había desenvainado su espada, se dirigió al preso dispuesto a cortarle la garganta, pero un gesto de su padre le detuvo.

—La diferencia es que yo os tengo preso y espero daros al verdugo cuanto antes —dijo el duque, masticando las palabras.

—Lo aceptaré, si ése es mi destino, pero no penséis que con mi fin se acaba mi fe. Somos muchos los seguidores y los que llevamos con orgullo esta marca que vos despreciáis.

—¿Aceptáis, pues, que habéis urdido tramas con el turco, con los infieles, con el rey Francisco y con todos los enemigos del emperador, con el fin de causarle la derrota y la muerte a él y su hijo Felipe? —preguntó, indignado, el duque de Alba.

—Sí, pero con otros… y no penséis en torturarme, porque de mi boca no saldrá ya nada más.

Al poco rato, Fernando en persona llevó al emperador una reproducción del interrogatorio que un escribano había recogido fielmente. La leyó con mucha aflicción y se la devolvió, abatido.

—Hay que ejecutarle, majestad. Ha de servir de inmediato escarmiento —apeló el duque.

—Antes hay que juzgarle. Vos seréis el presidente del tribunal que formaréis a vuestro gusto, pero no os apresuréis en ejecutar la sentencia —dijo Carlos V.

—Si por mí fuera, destriparía ahora mismo a este traidor.

—Se lo merece, sin duda. Pero hay que esperar, pensar y ser cauteloso.

—¡Señor! ¡Os ha querido matar, a vos y a vuestro hijo!

—Lo sé… pero la rabia no ha de guiar mi gobierno. No es buena consejera ni tampoco norte para un buen cristiano.

—Hay momentos en que un rey ha de actuar con energía. ¡Dejaos de zarandajas!

—¡Señor duque, moderad vuestras palabras! ¡Os toca callar y obedecer! Dejadme ahora, quiero estar solo con mi confesor —dijo secamente el emperador.

—Como ordenéis —admitió Fernando, visiblemente dolido por la respuesta imperial.

Al día siguiente el ejército avanzó hasta Wittenberg y exigió la rendición. Al frente de la ciudad estaba la mujer del elector, Sibila de Cleves, que se negó a ello. Mientras tanto, Fernando había formado el tribunal de nobles generales. No se fiaba de los alemanes, algunos de los cuales eran herejes más o menos confesos, así que sólo nombró a italianos y españoles. En poco tiempo se dictó sentencia: decapitación por traición. Cuando se le comunicó al reo su suerte, siguió jugando al ajedrez totalmente imperturbable y comentando que a él ese destino no le intimidaba. Pero eso no sucedía con su esposa, que, para salvar a su marido, no dudó en rendir la ciudad. No obstante, quedó condenado a prisión perpetua, y él y su familia perdieron casi todos sus títulos y rentas, que pasaron a manos de Mauricio. El emperador quiso también arrancarle la abjuración de su herejía, pero persistió en el error contumaz, lo que no dejo de impresionarnos a muchos, mezclando en nuestro ánimo admiración y aprensión. Era un fanático, pero estaba dispuesto a dar su vida, y a matar, por sus creencias. A pesar de todo, lo único que provocó esta actitud en Fernando fue un aumento del desprecio que sentía por él, así como las ganas de ejecutarle por traidor y hereje.

Para mi amigo el duque de Alba, forjado en la obediencia, no había sitio para la disidencia, ni para el matiz. O con el emperador o contra él; o blanco o negro. Por mi parte, conociéndole y sabiendo su manera de pensar, me abstuve muy mucho de comentarle nada al respecto, pues podía ganarme fácilmente su ira. Era como si el duque hubiese abandonado toda actitud de reflexión, todo aquello que nuestros maestros y preceptores, como Juan Boscán, se habían empeñado en hacernos entender. Ahora, para él, todo distanciamiento de la causa imperial, toda crítica a la Iglesia, tenía visos de traición. Sin duda, la presencia de su hijo en esos meses también contribuyó a esa radicalización, que tanto en el fondo como en la forma comenzó a producirse. Quizás porque pensaba que con ese ejemplo le mostraba mejor la dureza de la guerra, o tal vez porque la ambición y el odio que su hijo sentía hacia tantas cosas le estaba influyendo demasiado.

Este cambio lo noté en mi relación con él. Seguía siendo imprescindible como su ayudante y seguía siendo su amigo, pero sus confidencias y el tono afectuoso con que me trataba hasta entonces, siempre en privado, se fueron convirtiendo en gestos cada vez más escasos. También me percaté de que ya no podíamos hablar en la intimidad de ciertos temas sin temor a lo que decíamos. Lo cierto es que mi amigo comenzó a volverse un fanático defensor del poder real y del suyo propio, y el distanciamiento personal comenzó a instalarse entre nosotros.

De esa actitud radical hizo gala de nuevo cuando visitamos con el emperador, en la capilla del castillo Wittenberg, la tumba de Lutero:

—Majestad, sería conveniente desenterrar a esta carroña y aventar sus despojos. Así nadie vendría a venerar tumba alguna y daríamos un mensaje a sus seguidores de que no vamos a consentir más herejes.

—Señor duque —dijo el emperador—, yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos… dejadle reposar; seguramente Dios ya le ha reservado su castigo.

—Es cierto, pero…

—No se hable más. Dejemos al muerto en paz. ¿No estáis de acuerdo, Álvaro? —me preguntó el rey, tratando de que opinase yo también.

Por unos instantes se me heló la sangre. No podía negar la razón al césar ante tal pregunta directa, pero en ese caso sufriría la ira de Fernando y su hijo, que me miraron con ojos gélidos. Me podía volver a ganar otro golpe u otra cosa peor, como ya me había sucedido aquella vez en que el emperador me había preguntado mi opinión. Para salir de aquel atolladero no se me ocurrió otra cosa que hacer ver que tropezaba y me caía con gran estrépito. Mi plan dio resultado y con el revuelo causado nadie se acordó de la pregunta y menos de mi posible respuesta. De todas formas, para mi seguridad, me di cuenta de que tenía que alejarme de toda posible controversia entre el duque y el soberano, aunque en mi fuero interno yo sabía quién tenía razón.

A finales de junio estábamos otra vez en marcha. El objetivo del ejército era ahora el landgrave de Hesse, el único jefe hereje de categoría que quedaba libre. Viéndose en inminente derrota y por mediación de Mauricio de Sajonia, que era su yerno, aceptó rendirse, y en junio se presentó ante el emperador. Tenía que someterse y pagar elevadas multas, pero a cambio conservaría la vida y la libertad. No obstante, antes de la ceremonia oficial, Fernando mantuvo una conversación en privado con Carlos V.

El ceremonial fue impresionante. El emperador estaba sentado en su trono y detrás, de pie, todos los nobles italianos, flamencos, alemanes y españoles que le eran fieles. Ante él, de hinojos, el landgrave pidiendo perdón, que aceptó Carlos V, a cambio de las consabidas graves sanciones, aunque de un modo muy frío. Acabada esta ceremonia, el emperador se fue y Fernando se dirigió al perdonado, que aún estaba de rodillas, y le invitó a comer en su tienda, a lo que el hereje aceptó con sorpresa. En el banquete estábamos presentes bastantes de sus ayudantes. También estaba ese traidor de Mauricio, quien había actuado de mediador, al igual que otros caballeros alemanes. En la comida reinó la cordialidad y el buen humor en todo momento. Pero observé en Fernando una sonrisa maliciosa que luego comprendí. Cuando se iba a despedir el hereje para volver a sus dominios, Fernando le dijo que se estuviese quieto pues quedaba preso. En aquel instante entendí aquella sonrisa: había jugado como el gato con el ratón, deleitándose con lo que iba a hacer al final de la comida. Ante las protestas de los alemanes, primero ante el duque y luego ante el emperador, se recordó que el documento de rendición no acordaba la libertad, sino que se decía que no sería objeto de prisión perpetua, lo que suponía el derecho a tenerle prisionero una temporada. También comprendí el resultado de la conversación que había tenido justo antes de la ceremonia de perdón: el general en jefe, el duque de Alba, había convencido a Carlos V de que había de ser mucho más duro con el landgrave.

Durante las siguientes semanas los dos ilustres herejes fueron paseados, cual fieras enjauladas, por las ciudades que recorrió el emperador. El mensaje era claro: a quien porfiase en sus errores y rebeliones sólo podía esperar el castigo.

Al mismo tiempo, yo empecé a dejar de reconocer a aquel Fernando con el que había crecido. El poder, la gloria y el orgullo me lo estaban cambiando para desgracia de él mismo, mía y de otros muchos. Se estaba convirtiendo en un duro general, eficiente pero intransigente, valiente pero incapaz para los matices. Todo ello le reportaría muchas glorias y beneficios, pero mayores problemas que le harían la vida mucho más difícil en lo sucesivo.