De cómo volvemos a luchar contra el turco y los franceses, salvamos Perpiñán y perdemos a otro amigo
1539 fue un año aciago. El 1 de mayo murió la reina Isabel de parto, para gran tristeza de nuestro emperador y de todo el reino. Tanto era su dolor que se retiró unos meses a llorar a un convento, y el mismo Francisco, el rey de Francia, tuvo el detalle de honrar a la difunta con unas suntuosas misas. Asimismo, el turco volvía a hacer de la suyas, y el valeroso capitán Francisco Sarmiento murió en el mes de agosto defendiendo, al frente de sus tres mil españoles, la plaza de Castelnouvo, un enclave veneciano en la costa oriental del Adriático, del ataque de Barbarroja, mas su cadáver nunca se encontró.
A pesar de todo, otra cosa aún más grave para el gobierno del imperio se produjo: la ciudad de Gante, la cuna de Carlos V, se había rebelado. Ello le obligó a partir presurosamente allí y a contravenir, una vez más, los deseos de las Cortes de Castilla que no querían que más esfuerzos ni dineros se marchasen fuera del reino, ni que tampoco estuviese ausente tanto su señor. A causa de la precipitación del viaje, pocos fueron los llamados a acompañarle, pero como no podía ser de otro modo, mi señor el duque de Alba, y yo con él, estábamos en el séquito. La causa de la rebelión había sido la negativa de la ciudad a pagar su contribución en la guerra contra Francia que dos años antes se le había exigido. Como sus recursos ante los tribunales no dieron resultado, los ciudadanos optaron por la revuelta, ocuparon los castillos e incluso —¡oh, traición!— se ofrecieron como súbditos al rey de Francia. Por suerte, su rey, sin duda impresionado por el encuentro aún reciente de Aigues-Mortes, se mostró caballeroso y no sólo rechazó el ofrecimiento de aquellos felones, sino que, además, le envió a Carlos los ofrecimientos escritos que los de Gante le habían hecho llegar como prueba irrefutable de su traición. Dada la buena armonía existente por el momento entre los dos soberanos, Francisco aceptó que Carlos atravesase suelo francés y así lo hicimos en noviembre de 1539, demorándonos en París unas semanas participando en fiestas y festejos que en nuestro honor nos deparó la corte francesa.
Sin embargo, Fernando, los nobles que le acompañaban y yo no acabábamos de tener absoluta confianza en los franceses y sus galanterías, pues, si bien no era el caso de Francisco, quién sabía si la arpía de su nuera Catalina y alguno de aquellos herejes o enemigos más enconados estaban preparando algún atentando contra el emperador.
—Álvaro —dijo Fernando—, hemos de estar muy alerta. Nuestro señor no deja de aceptar todos los ofrecimientos de hospitalidad y esto retrasa nuestro viaje y prolonga nuestra estancia en esta tierra, que, se diga lo que se diga, sigue siendo enemiga.
—Te doy la razón, Fernando —repuse—. No conviene estar más de lo necesario aquí, y mientras lo estemos hay que estar siempre atentos.
Como para darnos la razón, pernoctando una noche en el castillo de Amboise junto al rey Francisco y los respectivos séquitos, se prendió fuego en un tapiz de la habitación que ocupaba nuestro soberano, que se propagó con suma rapidez. A Dios gracias, el fuerte olor y el humo tan espeso enseguida llamó la atención y, aunque en medio de un ataque de tos, pudimos Fernando y yo sacar al emperador de su habitación. Al parecer, había sido un accidente y aún se veían en el suelo los restos de una vela que había provocado el fuego. Francisco, irritado por aquello y para no dar impresión de connivencia oscura, mandó ejecutar a los criados acusados de la imprudencia, aunque las peticiones de indulgencia de nuestro soberano hicieron que se les fuese conmutada la horca. Accidente o no, era claro que había que salir pronto de Francia.
A principios de 1540 llegamos a Flandes. Allí nos esperaba la hermana de Carlos y gobernadora de las provincias flamencas, María, junto con un cuerpo de caballería. A pocos días de marcha también había un ejército de doce mil alemanes, reclutados por su hermano Fernando, dispuesto a lanzarse sobre la díscola ciudad. Gante, viéndose perdida, envió una embajada de paz pidiendo clemencia y declarando que abría las puertas a su majestad, pero nuestro rey contestó que administraría justicia. Hasta el 24 de febrero, día de su cumpleaños, no entró en la ciudad, y cuando lo hizo, fue para castigar. Probablemente en su ánimo estaba el ejemplo de lo que ya había hecho en Castilla contra las Comunidades, por lo que decidió repetirlo. Fueron anulados todos los privilegios de Gante, se confiscaron sus rentas y veintiséis de los principales ciudadanos y urdidores de la rebelión fueron ejecutados, mientras otros eran desterrados y sus bienes confiscados; asimismo tuvieron que costear una ciudadela que en adelante les vigilaría.
Aquellas medida tan duras, para mi humilde opinión un tanto desmesuradas y crueles, a Fernando le admiraron, pues valoró en grado sumo la capacidad del emperador de reprender y castigar a sus paisanos y de cómo, con ello, habían vuelto tranquilamente las aguas a su cauce. Años después, en esas mismas tierras, practicaría esa dureza con asiduidad.
—Lo ves, Álvaro, mano dura, escarmiento, ésa es la mejor medicina para los rebeldes —me dijo con convicción.
—Es posible —le contesté—. Pero no siempre ha de ser así. Recuerda que más vale un súbdito contento y que sirva satisfecho a su señor, que uno que lo haga sólo por miedo. Hay que combinar ambas cosas.
—Bien, pero el miedo acaba funcionando siempre, ya lo ves y ahora mira cómo han vuelto todos al redil sin chistar.
—Pero puede que el resentimiento anide por mucho tiempo en su corazón y a la mínima oportunidad puedan volver a intentarlo.
—¡Pamplinas! Recuerda que el miedo guarda la viña y la amenaza del garrote les hará siempre dóciles, que es cosa que han de ser siempre los súbditos.
El resto del año lo pasamos viajando por todas las provincias flamencas en donde Carlos V asentó su autoridad y, en febrero de 1541, pasamos a Ratisbona, ya en Alemania. Allí se reunió la Dieta para tratar de solucionar el tema de los herejes luteranos, pero nada se arregló. Cuando se disolvió en julio, estaba claro que la acción de los seguidores de Lutero se iba a reactivar pronto y que de nuevo nos las íbamos de volver a ver con aquellos tatuados.
No obstante, era otra vez el turco el que reclamaba la atención de nuestro emperador. La amenaza de la Sublime Puerta se cernía de nuevo sobre Túnez, habiéndole arrebatado gran parte de los territorios que Carlos V le había otorgado hacía poco al rey que había repuesto en su trono. En esta ocasión su majestad pretendía hacer una expedición contra Argel y así poder alejar para siempre la amenaza que Barbarroja y los suyos seguían planteando sobre nuestras costas.
Pese a todo, hay que decir que sólo dos años después de la victoriosa campaña de Túnez, nuestro soberano había iniciado conversaciones secretas con Barbarroja, para lograr que desertase del servicio del sultán, con buena parte de su flota, a cambio de sustanciosas recompensas. Consideraba, no sin razón, que su ayuda podría ser muy importante en el futuro en una nueva guerra con Francia, tras el fin de la tregua que se había pactado en Niza que se adivinaba que, tarde o temprano, volvería a producirse. Hernando de Alarcón dirigía las conversaciones a través de varios agentes que clandestinamente se habían desplazado a Constantinopla convenientemente disfrazados, entre los que destacaba el capitán Juan de Vergara. Las gestiones eran harto complejas, pues el almirante turco no decía que no ni que sí, dejándose querer y pidiendo, por ejemplo, ser rey de Túnez, cosa que violentaba mucho a nuestro emperador. Sinceramente, era muy desagradable ver cómo nuestro católico rey estaba buscando pactar con aquel asesino de cristianos para volverlo contra su señor, pero ya se veía que la política no tenía principios, si es que alguna vez los había tenido. Pero todo ello se truncó cuando otro español, que trapicheaba en Constantinopla al servicio de Francisco, delató el asunto al sultán. Este personaje se llamaba Antonio Rincón, natural de Medina del Campo, y era, al parecer pariente de uno de los ajusticiados, veinte años atrás, con motivo de la sublevación de las Comunidades y que, por ello, guardaba un gran odio al emperador. Al fracasar toda esta operación fue cuando no quedó más remedio que volver al enfrentamiento abierto y nuestro rey se empeñó en volver a batir por las armas al turco en África.
El rey se quedó en Italia, reuniendo la flota y una parte del ejército, enviando a mi señor Fernando a España a reclutar el resto de las fuerzas, en total una tercera parte, que habían de sumarse a la expedición. Todo tenía que estar listo en septiembre de 1541, en donde todas los efectivos se congregarían en Cartagena para, desde ahí, partir hacia Argel.
Mientras estábamos en España organizando el ejército, nuestra actividad fue frenética. Fernando estaba feliz; la responsabilidad que se le había encomendado era muy alta y estaba recogiendo el premio a la fidelidad que hasta entonces había mostrado hacia Carlos V. Desde su palacio constantemente enviaba y recibía despachos, preparando todo para la fecha convenida. A pesar de padecer una enfermedad, el día 1 de septiembre ya estábamos en Cartagena. Sabedor de lo que se esperaba de él, y como jefe de todo el ejército español que estaba concentrando en la ciudad, organizó con una disciplina extrema a todas las fuerzas. Ello le supuso enfrentarse a varios nobles que habían acudido a la expedición como si de una fiesta triunfal se tratase, llevando a sus mujeres, hijos, pajes y un amplio servicio con sus correspondientes ajuares; incluso hizo azotar en público a unas decenas de rameras que se habían negado aceptar su orden de no dejarlas embarcar. Todos los nobles allí convocados creían que se iba a asistir a un paseo militar, como en Túnez. Pero Fernando había aprendido de las enormes dificultades de aquella campaña a pesar de la victoria, y, en esta ocasión, no sólo no llevó a ningún hijo suyo, sino que impidió que el resto de los nobles hiciesen las mismas tonterías que él y otros habían hecho entonces. Únicamente debían participar soldados, marinos, frailes y los médicos barberos.
Su decisión fue, al final, una bendición para todos ellos, pues la expedición fue un desastre en toda regla, debido a unas terribles tormentas que la desbarataron por completo. Lo cierto es que la partida de la flota y el ejército se retrasó hasta finales de octubre, fechas ya muy malas para la navegación, pero el emperador, terco él, se negó a aplazarla para no despilfarrar todo el dinero invertido, que había sido mucho. Al llegar a África, a duras penas pudieron desembarcar los hombres, pero no así la artillería, las vituallas, ni otras piezas de sitio que quedaron en los buques. Las intensas lluvias hicieron inútiles los arcabuces, lo que aprovecharon los argelinos para hacer constantes ataques de hostigamiento. En una de esas noches, el mismo emperador tuvo que empuñar la espada junto a Fernando para animar a los lansquenetes alemanes, pues los moros estuvieron cerca de irrumpir en nuestro campamento.
Recuerdo que una de aquellas noches, en un improvisado refugio y en medio de la tormenta, me dijo Fernando:
—He conocido a un flamenco joven y valiente, que no ha dudado en sacar la espada y combatir junto a nosotros para rechazar a la morería. Se llama Lamoral, hermano del conde de Egmont, y es ahijado del emperador. Me ha llamado la atención por las ganas de combatir que tiene a pesar de su juventud. ¡Es muy valiente!
—Vaya, Fernando, has conocido a alguien que te recuerda a ti mismo hace pocos años, ¿no?
—Es posible —dijo sonriendo—. Sin lugar a dudas, será un buen soldado, pero en el desastre que está siendo esta campaña está muy triste. Es su bautismo de fuego y no lo podrá saldar con una victoria, me temo.
Semanas después nos enteramos que su hermano mayor, Charles, había muerto en España, a raíz de las heridas sufridas, por lo que Lamoral heredaría el título de cuarto conde de Egmont.
Al final no quedó más remedio que ordenar la retirada general para evitar males mayores. Y eso a pesar de que uno de los capitanes que componían la fuerza, nada menos que el conquistador de Méjico, Hernán Cortés, se había ofrecido a quedarse manteniendo el sitio hasta que se le enviasen refuerzos. Pero el estudio sereno de la situación dictó que lo mejor era la retirada general. Ésta se hizo hacia el cabo Matifuz, en donde el almirante Andrea Doria trataba de reagrupar desesperadamente los barcos que quedaban. La travesía fue penosa pues los envalentonados moros nos atacaron varias veces; por suerte, ya sin lluvias, los arcabuceros pudieron mantener a raya a aquellos infieles.
El resultado final fue muy penoso. Fernando, que había comandado a la fuerza tudesca, estaba muy deprimido; tanto que el emperador mismo le tuvo que animar diciendo que la culpa era suya por no haber hecho caso de aquellos que le habían dicho que aplazase la expedición, pues el otoño no era buena época para aquélla. Se perdieron más de cinco mil hombres a causa de los combates y principalmente por los naufragios, así como más de ciento cincuenta barcos y muchas piezas de artillería y todo tipo de impedimenta. Y casi sin disparar un tiro, debido al mal tiempo, ese proyecto de conquista quedó destrozado.
Mientras permanecíamos unos días en Bugía, antes de volver los ejércitos a España e Italia, Carlos V nombró a Fernando jefe de la casa imperial. Era su manera de agradecerle la fidelidad, la eficacia y especialmente el apoyo sereno y silencioso que en todo momento prestó al emperador, mientras otros nobles murmuraban por lo bajo sobre lo desastrosa que había resultado la expedición. Fernando también lo podía pensar e igualmente que las tareas que se había impuesto nuestro soberano eran muy ambiciosas, más propias de un dios que no de un hombre, y que hacía mal en estar tanto tiempo fuera de España y de esquilmar sus recursos y los de las Américas en tantas guerras contra todos en Europa. Pero callaba y asentía: jamás salió de su boca una sola palabra de reproche, ni insinuación hacia el emperador. El duque de Alba, mi amigo y señor, se había convertido en el militar más fiel y competente de todos los generales españoles.
Entretanto, y valiéndose del esfuerzo que estábamos haciendo las armas imperiales en África, Francisco I nos volvió a declarar la guerra. Estaba harto del cinturón de posesiones imperiales que le ahogaba y ansiaba disponer de una vez del Milanesado. Vio el momento de debilidad de nuestro ejército, y aprovechando que los agentes imperiales habían ejecutado al traidor de Antonio Rincón, que viajaba a Venecia en calidad de embajador francés para sumar a la Señoría a una alianza contra el imperio, decretó que era hora de poner fin a la paz y de reanudar la guerra.
El rey francés preparó, en el otoño de 1541, cinco ejércitos que habían de atacar nuestros territorios. De eso nos enteramos cuando ya habíamos vuelto a España. Uno de ellos, comandado por Carlos, duque de Orleáns e hijo menor del rey, entraría por Luxemburgo; el segundo, al frente del cual vendría el delfín, Enrique, por Navarra y el Rosellón; y otros dos se encaminarían hacia nuestras posesiones de Flandes y el último iría contra Milán. Diferentes generales fueron alertados y enviados a rechazar los ataques galos. La ofensiva iba a comenzar en cuanto llegase el buen tiempo, hacia mayo de 1542, por lo que había que estar preparado. A mi señor Fernando se le encomendó vigilar la frontera de España, y así, en enero de ese año, partimos para Navarra en labores de inspección. Llegamos a Pamplona y Fernando consiguió de las autoridades navarras el refuerzo necesario para sus castillos fronterizos, así como que hombres del rey, y no las milicias navarras de las cuales desconfiaba, controlasen los puestos claves de las defensas. En la capital de ese reino estábamos cuando llegó el emperador junto con su hijo Felipe, para que las Cortes de Navarra jurasen al joven príncipe como heredero.
Poco después, y mientras la familia real seguía en Aragón, tuvimos que acudir presto a Perpiñán, pues el delfín de Francia se disponía a cercarla con un ejército de cuarenta mil hombres. Por el camino se nos unió nuestro amigo Juan Boscán, y con unas cuantas compañías de soldados llegamos a la ciudad antes de que los franceses la cercasen. Fernando comenzó a visitar con un ritmo frenético todas las defensas, ordenando aquí y allá medidas de refuerzo y mejora. Vio que los soldados eran escasos y de ánimo no muy combativo para frenar el ataque francés, por lo que pidió refuerzos al emperador. Éstos le fueron llegando por el puerto de Colliure, y junto con los soldados catalanes de los que disponía, logró componer una guarnición suficiente para resistir. No obstante, la premura y exigencias con las que actuó para preparar a la ciudad le hicieron chocar y violentarse con el virrey de Cataluña, Francisco de Borja, marqués de Llombay y futuro duque de Gandía, así como general de la orden de los jesuítas, a quien tampoco le gustaba que le pasasen por encima. Fernando era un general, un militar, y no quería andarse con tactos, ruegos y demás zarandajas a la hora de exigir a los catalanes su colaboración en la defensa de la plaza, cosa que Borja sí estaba obligado a hacer. No en vano el futuro jesuíta provenía de una familia de nobles, políticos y altos eclesiásticos (su abuelo había sido el papa Alejandro VI, de los Borja que habían italianizado el nombre convirtiéndolo en Borgia), acostumbrados a mandar y a discurrir sobre las cosas de política. Era el choque entre un soldado y un político, y aunque Fernando también sabía mucho de lo último y había tenido una gran formación en el tema, estaba claro desde hacía años que era en el terreno militar, mucho más simple y llano, en donde estaba mucho más a gusto y no entre diplomacias y equilibrios.
Mientras estaba en Colliure, en el mes de agosto, se enteró de un problema que comenzaba a darse con gravedad en Perpiñán: faltaban dineros y muchos soldados empezaron a murmurar y otros a desertar, por lo que era urgente poner remedio. Se fue galopando a la ciudad, y aunque le hubiese gustado cortar por lo sano y dar un buen escarmiento, dándose cuenta de que cualquier medida dura podía desencadenar un descontento aún mayor que aprovecharían los franceses que estaban allí cerca, les dijo a los que más protestaban:
—Señores soldados, lleváis razones para iros, pues es mucho el dinero que se os debe. Yo no os lo impediré. Pero el rey, nuestro señor, me ha ordenado no abandonar esta ciudad a merced de los franceses y yo aquí he de quedarme y, si es voluntad de Dios, morir en su defensa. Si alguno de vosotros quiere acompañarme y quedarse conmigo, le prometo que si sobrevivimos le adelantaré todo lo debido de mi bolsillo.
—Señor —dijeron algunos de aquellos soldados—, si vos prometéis permanecer a nuestro lado y compartir nuestra suerte, nos quedamos y luchamos. No así si nos las hemos de ver solos con estos enemigos, mientras que nuestros señores y capitanes se hallan en Colliure, Gerona o Barcelona.
—¡Os he dado mi palabra! Aquí estoy y no me moveré hasta vencer o hasta que esos hijos de mala madre renuncien a atacarnos.
Estallaron exclamaciones de júbilo, mientras Boscán y yo nos mirábamos con malicia sabiendo que aquellas palabras las había pronunciado por mera obligación y que, en otras circunstancias, varios de los congregados seguirían allí, pero colgados de horcas bien altas. Eso no impide reconocer que, cuando quería, Fernando tenía un don natural para dirigirse a los soldados, para llegar a lo más hondo, para hacerles ver que también tenían honor, palabra, principios y dignidad a pesar de ser simples plebeyos. Sin duda, lo que más les gustó fue aquello de llamarles «señores soldados» e iban a demostrar que se podía confiar en ellos. Este recurso y ese mismo apelativo lo tendría que emplear en varias ocasiones a lo largo de su futura carrera militar. Ese mismo día le llegó a Fernando la noticia de que había vuelto a ser padre; su hijo menor se llamaría Diego y sería el último de sus vástagos.
Al día siguiente estábamos en la sala principal del castillo de los reyes de Mallorca, estudiando las defensas. Fernando estaba satisfecho; todas las fortificaciones parecían sólidas, los soldados eran suficientes y las reservas de agua, alimentos y municiones eran ya bastantes para mantener tanto a la guarnición como a la población civil refugiada dentro de las murallas de la ciudad. Estábamos repasando todo ello cuando llegó un capitán. Nos dijo que la noche anterior escucharon ruidos extraños en los sótanos del castillo, en los antiguos calabozos ya en desuso y que, extrañado, prefería informar. Rápidamente nos miramos pensativos y decidimos investigar.
Al cabo de unos minutos estábamos bajando hacia los sótanos Fernando, Juan Boscán, yo y unos diez soldados. Íbamos armados y con antorchas, dispuestos a averiguar qué era lo que pasaba. Era posible que los franceses tratasen de infiltrarse por las viejas cuevas que estaban bajo los cimientos del castillo y que nunca habían sido bien exploradas, así que decidimos investigar a fondo. Llegamos hasta el final de las escaleras, en donde había una galería con una docena de celdas vacías, pero aparentemente no había ninguna salida ni pasillo más allá. Tampoco había señales de vida; ni siquiera ratas. Nos detuvimos mirando las paredes una a una de las celdas y, de pronto, un soldado vio cómo la llama de una antorcha se agitaba con fuerza al pasar al lado de una de ellos: sin duda había una corriente de aire que se filtraba por algún lado. Al poco rato vimos que, efectivamente, en una de las paredes había unas pequeñas grietas de donde provenía un aire fresco. Escuchamos y nadie hacía ruido; si hubiese alguien al otro lado, en ese momento ya no estaban o eran muy sigilosos. A los pocos minutos ya habíamos abierto un buen hueco y descubrimos una cueva natural que había sido tapiada por el muro. Uno a uno pasamos al otro lado, y a la luz de las teas sólo los murciélagos comenzaron a agitarse y a volar indicando que había una salida al exterior. Seguimos caminando entre la roca viva, cuidando de no resbalar en un suelo mojado de humedad, y tras recorrer unos doscientos pasos, desembocamos en una amplia galería en donde unas espectaculares estalagmitas y estalactitas hacían las veces de columnas. Todos lanzamos una exclamación de asombro al comprobar los vivos colores que iluminaron la sala al entrar con las antorchas. Había rojos, azules y ocres, así como cristales de sal que brillaban al ser alumbrados de cerca. En el centro había un estanque de agua oscura que se alimentaba de unas gotas que, una a una pero sin parar, goteaban de las estalactitas y que, a su vez, rebosaba en un pequeño curso de agua que avanzaba por la galería, hacia una pared por la que desaparecía y adonde no llegaba la luz.
Estábamos aturdidos contemplando aquel mágico templo subterráneo, cuando el capitán que encabezaba la marcha nos hizo señas de que nos callásemos. Del fondo de la amplia galería, cerca de donde se perdía el agua y no llegaba la luz, parecía que llegaba un rumor de voces y ruidos de obra. A una señal de Fernando apagamos las antorchas y avanzamos sigilosamente, a tientas, hacia aquellos ruidos. Poco a poco, una suave luz que fue emergiendo de la nada nos fue guiando; había alguien allí. Seguimos caminando, ya viendo algo mejor por donde avanzábamos, hasta alcanzar unas rocas que nos sirvieron de parapeto y escondite y que, a todas luces, se veía que habían sido demolidas hacía muy poco tiempo. Al fondo había cuatro hombres fornidos y sudorosos, que hablaban en francés:
—Bueno —dijo uno—. Ya hemos abierto por fin el último boquete en la cueva para poder pasar fácilmente. Ahí al fondo, unos cien o doscientos pasos más allá, ha de haber uno de los estanques que alimentan los pozos de donde sacan el agua en el castillo. Así nos lo explicó aquel pastor hace una semana.
—Bien —apostilló otro—. El nigromante traerá esta noche el veneno que verteremos en el agua; con suerte, en dos días toda la guarnición estará intoxicada y la ciudad caerá sin oponer resistencia.
—Nuestro señor, el delfín, estará contento —añadió el primero—. Parece que al frente de los españoles está el duque de Alba, el mismo que estuvo en Aigues-Mortes y que le humilló a él, a su esposa y al rey Francisco. Dicen que Catalina le ha hecho prometer que traería su cabeza.
—¡Buena les espera a esos españoles! Caerán muertos sin saber el motivo y la ciudad será nuestra —añadió un tercero—. Vayámonos ahora a descansar un rato. Volveremos al anochecer.
Cuando se fueron, Fernando, en silencio, nos mandó que hiciésemos lo mismo. Ya fuera de las grutas, en los sótanos del castillo, tuvimos un rápido consejo de guerra y el duque ordenó a la compañía de hombres que nos acompañaron que se quedasen allí hasta la noche, y que se les llevasen provisiones. No debían moverse de allí por si era preciso dar la alerta presurosamente. Mientras tanto, él, el capitán que nos había informado y yo subimos a la sala principal. Allí convocó a los oficiales, y una vez reunidos, les desveló nuestros descubrimientos:
—Señores, esta noche actuaremos. Concentraremos en el sótano del castillo a un par de centenares de hombres, capturaremos al nigromante y tomaremos presos, o mataremos, a todos los franceses que podamos. Lo más importante es que no contaminen el agua y desbaratar sus planes.
—Pero señor —dijo uno de los asistentes—, para eso no hacen falta tantos hombres.
—Cierto, pero una vez hayamos impedido el envenenamiento seguiremos el camino que han tomado los franceses. Según adonde nos lleve, podremos atacarles por sorpresa. Por eso hace falta una cierta fuerza de hombres.
—Así pues, ¿les atacaremos desde las catacumbas? —inquirió el capitán.
—Es posible —respondió Fernando—. Todo depende de los que nos encontremos al final del camino. Por de pronto hay que tomar dos medidas para evitar que algún espía se pueda enterar de nuestro planes.
—Decidnos, señor.
—Primero, de esto nadie ha de saber nada. Cuando estén abajo los soldados, en los sótanos, se les informará. De momento, a la compañía que venía con nosotros no les he dejado subir. En segundo lugar, y para distraer al enemigo, esta noche que nuestra caballería haga una salida, más que para atacar para hacer mucho ruido, que disparen arcabuces y alguna culebrina… que se haga bien a la vista de los franceses, para que sus guardianes se den cuenta y su campamento esté pendiente de nuestros hombres. Eso les distraerá del ruido que podamos hacer ahí abajo.
—Así se hará.
Después de comer nos dispusimos a prepararnos para la aventura de esa noche. Fernando estaba impaciente por entrar en acción, pero con la experiencia que ya tenía no se mostraba alterado ni nervioso. Nuestro amigo Boscán sí que estaba emocionado y ansioso de luchar, y yo, por mi parte, una vez más, temeroso por lo que me pudiese pasar. Esa tarde tuve que ir tres veces a la letrina para dejar bien despejados mis intestinos y así evitar los incómodos retortijones de última hora. Me acuerdo que me propuse que si había de morir esa noche, debía hacerlo con los calzones limpios y con decoro. Lo cierto es que tenía un mal presentimiento, una sensación incómoda, y unas horas antes de nuestra incursión al averno, tras cambiarme de ropa, me fui a confesar. Quería estar bien limpio de cuerpo y alma, por lo que pudiese pasar.
A eso de las ocho de la tarde bajamos a los sótanos. Allí nos encontramos con la compañía que Fernando había dejado por la mañana. En total éramos unos doscientos hombres. Rápidamente hicimos el trayecto de la mañana, y al llegar a aquella galería tan impresionante, en cuyo centro estaba aquel estanque, apagamos las antorchas y nos agachamos, en silencio y oscuridad, esperando la venida de los franceses.
Al cabo de media hora comenzó a llegarnos un rumor. Eran pasos y ruido de metales. Se trataba de soldados que, con sus espadas y armaduras, se movían hacía nosotros. Al poco también percibimos voces que se fueron haciendo más diáfanas, y que llegaron acompañadas de cierta claridad:
—Los españoles están haciendo una salida. No saben lo que les espera —dijo uno.
—Sí, se van a llevar una buena sorpresa mañana, cuando empiece a hacer efecto el veneno —dijo otro entre carcajadas—. La muerte les vendrá de dentro de sus muros y no de fuera.
Al cabo de unos minutos, varios hombres con antorchas entraron en la gran sala. Afortunadamente, la luz que proyectaban no llegaba hasta donde estábamos nosotros, escondidos en silencio. Eran unos siete u ocho soldados y entre ellos destacaba uno vestido con una larga túnica negra y tocado con un estrafalario gorro, cuya larga punta le caía por encima de la toga. En su mano llevaba una botella y mientras avanzaba parecía que iba musitando algo, quizás conjuros. Se situaron alrededor del estanque. El mago seguía murmurando. Sólo entendía alguna palabra en latín, pero los soldados que le acompañaban le trataban con muchos miramientos, sobrecogidos por su presencia y sus maneras.
Yo permanecía junto a Fernando y le indiqué que había que actuar antes de que aquel brujo vertiese su veneno en el agua. Él asintió y, a una orden suya, nos abalanzamos sobre los franceses. Éstos quisieron reaccionar, pero tres de ellos se vieron inmediatamente abatidos sin poder sacar las espadas. Los otros sí que lo hicieron y trataron, no obstante, de retroceder. Pero Fernando, previendo esto, había ordenado a Juan Boscán que con un piquete de soldados estuviese atento para cortarles el paso. Así lo hizo y comenzó un combate entre ellos y los franceses. Uno de éstos pareció que se escapaba, por lo que, sin pensarlo, me lancé a sus pies para hacerle caer. Lo conseguí, pero acto seguido se levantó y, ciego de ira, alzó su espada para descargarla contra mí. Yo ya había cerrado los ojos, dispuesto a recibir el golpe fatal, cuando oí el entrechocar de los aceros. Juan había parado su estocada con su hierro, aunque no pudo impedir que el francés le empujase con fuerza y le hiciese caer contra una estalagmita golpeándose la nuca. En eso llegó gritando Fernando que atravesó al galo de parte a parte como quien ensarta un pollo.
De los nuestros sólo había dos heridos, pero uno de ellos era nuestro amigo Juan, que yacía en el suelo con una brecha en la cabeza de donde le manaba sangre. Estaba vivo pero inconsciente; con toda premura le lavé la herida, se la vendé y lo apoyamos en un rincón contra la pared. Me había salvado la vida, pero a cambio tenía una herida muy fea.
El nigromante estaba pálido de miedo. Se había quedado petrificado sin tiempo siquiera a abrir aquella botella que cogía con sus manos crispadas. Dos soldados le tenían bien sujeto y un tercero entregó a Fernando la botella.
—Bien, señor mago, brujo, alquimista o lo que seáis —dijo Fernando—. Os ruego me indiquéis por dónde habéis venido.
—No puedo, me matarán… —balbuceó aterrorizado.
—Si no, lo haré yo —repuso Fernando, acercándole la espada al cuello.
—Bien, bien… pero luego me dejaréis ir.
—Eso ya lo veremos ¡Andando!
Tras dejar a unos hombres con el pobre Juan, el resto nos adentramos en las cavernas siguiendo al hombre de negro. Al mago le atamos y amordazamos y le obligamos a ir delante. Tras caminar casi mil pasos llegamos a una angosta abertura. Estaba rodeada de matorrales, pero, para nuestra sorpresa, habíamos salido casi en medio del campamento francés. A unos cincuenta pasos estaba una tienda lujosa y amplia. Sus gallardetes no podían mentir: allí se encontraba el delfín, Enrique.
—Álvaro —me dijo Fernando—. Hemos de aprovechar la ocasión.
—¡No seas imprudente! ¡Es una locura! —dije yo claramente acobardado.
—¡No ves que es la oportunidad de vencer sin apenas víctimas! ¡Hay que sorprender al delfín! Vamos allá.
Ordenó que la mayor parte de los hombres se quedasen en la boca de la cueva, guardando la retirada, y sólo una docena, entre los que estaba yo —para desgracia de mis intestinos, que comenzaban a agitarse otra vez—, nos deslizamos hacia la tienda. Aquellos hijos de mala madre no esperaban algo semejante, y salvo los dos guardias de la entrada, nadie más se veía cerca de la tienda. Era necesario actuar con sigilo. Dos de los nuestros se acercaron por detrás de aquéllos y al unísono les clavaron un puñal por la espalda mientras les tapaban la boca para que no soltasen un grito. Seguidamente se pusieron sus ropas, cogieron las alabardas y simularon hacer guardia como si fuesen los franceses; así, desde lejos, nadie podía sospechar que algo raro estaba pasando.
Sin pensarlo dos veces, Fernando y los demás, y yo arrastrado con ellos, nos vimos en el interior de la tienda. Allí estaba el delfín, y para nuestra sorpresa, le acompañaba su esposa, la siniestra Catalina, y uno que iba vestido también con una larga túnica, como la del desgraciado que llevábamos con nosotros, pero de color rojo sangre. Pero si bien nuestra sorpresa fue grande, mucho mayor fue la de ellos. Enrique, pálido, lanzó una exclamación:
—¡El duque de Alba!
—A vuestro servicio, señor —respondió Fernando—. Y espero que no llaméis a la guardia, porque están muertos y la vida de vuestra esposa podría correr peligro. —Luego miró a Catalina, se inclino ante ella y dijo—: Es un placer volver a veros, y aquí está mi cabeza, pero lamento que se presente unida al tronco y no en una bandeja como me he enterado que preferíais.
Tanta fue la sorpresa del delfín que dejó caer una copa de vino y se desplomó, mudo, en una silla. Catalina, nerviosa, miraba hacia todos lados buscando en vano una escapatoria y, viendo que nada podía hacer, dijo al fantoche de rojo:
—Rápido, ¡lanzad un maleficio, un sortilegio, lo que sea…!
—No puedo así como así, señora… no tengo las pócimas ni los libros —repuso el otro apesadumbrado.
—Vaya, así que aquí tenemos a otro nigromante hijo de Satanás. ¡Con qué gusto os vería arder en la hoguera que yo mismo prendería! ¿Cómo os llamáis?
—Soy Nostradamus, médico, astrólogo y consejero de la princesa Catalina.
—¡Pamplinas, mentecato charlatán! —respondió Fernando—. Así que este desgraciado que llevo conmigo, que estaba dispuesto a envenenar nuestras aguas con lo que hay en esta botella, seguía órdenes vuestras —dijo, mirando a Catalina—. No me extraña, pues aún recuerdo vuestros instintos asesinos que demostrasteis en Aigues-Mortes. Señora, sois tan bella como malvada.
Catalina estaba ahora roja de ira. Se veía humillada y era evidente que estaba en nuestras manos. Yo, más sereno, me atreví a intervenir.
—A ver, señor de rojo, ¿qué hay dentro de esta botella?
—Nada —repuso—. Sólo agua con algunas hierbas… son los sortilegios, las palabras, las que dan poder a este líquido.
—¿Sí? —terció Fernando—. Vamos a verlo. —Agarró por el pescuezo al tal Nostradamus acercándole la botella a la boca.
—¡No! —dijo Catalina—. ¡Dejadle en paz! Os lo ruego.
—Pues que sea vuestro hombre de negro quien lo beba.
Dicho esto, Fernando cogió al mago que llevábamos atado y amordazado con nosotros, le quitó la mordaza y le hizo tragar buena parte del contenido. El espectáculo que tuvo lugar a continuación nos heló a todos la sangre. Casi inmediatamente cayó en el suelo, agitado por un mal de San Vito, que no paraba de moverle brazos y piernas, y echando espumarajos por la boca, para volverse negro todo él a continuación, mientras un hedor insoportable salía por su boca. A los pocos momentos ya estaba muerto con una mueca horrible, diabólica, en el rostro.
—¡Cerdos mentirosos! ¡Conque sólo agua y algunas hierbas! —escupió Fernando.
—No sería de caballero matarnos así, aquí y ahora —dijo Enrique, recobrando la compostura.
—Me temo que no sois nadie para hablar de caballeros y de cosas de honor. ¡Cobarde!
—¡Estáis hablando con el delfín! ¡Un respeto!
—Con vos y la prostituta de vuestra esposa no puede haber respeto que valga. Pero vamos a hacer un trato —dijo, arrancando del cuello de Catalina y de Enrique sendos collares—. A cambio de vuestras vidas y la de este fantoche de feria que tenéis aquí, vais a levantar el cerco de Perpiñán y os retiraréis. Como garantía de que así lo vais a hacer me llevo vuestros collares, diciendo que me los habéis entregado en prenda de vuestra promesa. Si así no cumplís, enseñaré estas piezas a toda Europa, empezando por vuestro padre, diciendo que ni el delfín de Francia, ni su mujer tienen palabra, por lo que quedaréis en ridículo para siempre. Me temo que podéis ser el hazmerreír de todas las cortes.
—Pero mi padre…
—Me importa muy poco lo que digáis a vuestro padre, quien me temo que es mucho más noble que vos, pues no recurre a magos de colores, engaño de lerdos, para ganar batallas… No sé que diría el Santo Padre si se enterase de estos métodos de emplear a brujos en las guerras… ¡Mañana por la mañana quiero ver el campamento levantado!
—Bien, de acuerdo —dijo resignado Enrique, bajando la mirada.
—¡Me acordaré de esto, señor duque! —amenazó Catalina.
—Yo también, señora… tengo vuestro collar como recuerdo y mi cabeza bien puesta en su sitio —dijo Fernando.
—¡La maldición que mi amigo Nostradamus os lanzará será fatal para vos, os lo advierto!
—¡El duque de Alba y sus hombres no tiemblan ante magos! Nos vamos, pero recordad lo que puede pasar si mañana no desaparece el cerco. Y vos, cómico de pacotilla —dijo, dirigiéndose al mago—, mejor será que nunca vuelva a veros, porque os juro que os quemo vivo.
Dicho esto y sin hacer caso a la oleada de insultos que salían de la boca de aquella bella italiana, salimos de la tienda y corrimos hacia la caverna. Vigilando que no nos siguiesen, llegamos al cabo de un buen rato a la gran sala. Allí estaba Juan, todavía inconsciente. Su pulso estaba débil, le cogí en brazos y, con ayuda de otros, le subimos al castillo y le tendimos en su cama.
Al día siguiente, desde las torres del castillo, vimos cómo los franceses levantaban el campo. La ciudad de Perpiñán estaba a salvo y los habitantes saltaban de gozo, pues, sin disparar un tiro, se había vencido. Fernando envió emisarios al emperador, que estaba en Monzón, explicándole las nuevas. Como contagiado de la fiesta, Juan volvió en sí, pero a pesar de los cuidados que los mejores médicos le dispensaron en los días siguientes, no se sentía mejor. La herida había sanado, pero se quejaba de dolores y malestar, por lo que pidió permiso a Fernando para volver a Barcelona, a su casa, junto a su mujer. Yo me ofrecí a acompañarle, y Juan aceptó agradecido, y así, en una carroza, partimos al día siguiente hacia Barcelona.
Pero a las pocas horas comenzó a encontrarse peor, tanto que tuvimos que parar en Colliure. Allí, en un recodo del camino desde el que se veía el mar, nos detuvimos y le tendimos en el suelo. Sangraba por un oído y su semblante no hacía presagiar nada bueno.
—Álvaro, me estoy muriendo —me dijo.
—No digas sandeces… estás mal, pero de ahí a morirte…
—Sé lo que me digo y quiero que me escuches.
Ya había visto morir a mi lado a varios hombres y sabía lo que también iba ahora a pasar, por más que lo rechazase. Éste era el presentimiento que había tenido… no era por mí, sino por Juan. Sin darme cuenta, comenzaron a humedecérseme los ojos.
—No llores por mí… muero feliz de haber luchado fiel al emperador, codo a codo contigo y con Fernando… muero como nuestro amigo Garcilaso.
—¡Dios mío!, tú también… ¡Malditas guerras!, ¡cómo las odio! —dije yo.
—Que no te oiga Fernando, que para él eso es lo mejor de la vida. Él ha nacido para ser soldado, quizás por eso tenga suerte en las batallas. Me temo, en cambio, que ni Garcilaso ni yo hemos tenido madera de militar, por más que hayamos muerto con las armas en la mano, combatiendo… somos más de plumas, de letras, de versos.
—No digas eso, ¡eres un buen espadachín!
—No digas tonterías… soy soldado, he sido soldado, porque era mi obligación. En el fondo, no me gustaba en absoluto… como tú, que también odias los aceros.
—¡Te has dado cuenta! —respondí asombrado.
—Claro, hombre… Haces lo que haces por Fernando, porque le quieres y le sirves, porque eres quien eres… Pero yo sé que te asquea la guerra, la muerte y que no por eso eres un cobarde, aunque a veces te lo creas. Es más valiente estar ahora conmigo, aquí, viéndome morir, que no despanzurrar franceses o turcos. Y otra cosa te digo… Fernando también lo sabe, y a pesar de que a veces es un bruto, cruel incluso, te acepta como eres, porque él también te quiere. Eres el mejor amigo que se puede tener, porque sabe que nunca le has pedido nada a cambio y nunca se lo pedirás. De hecho, sólo de ti se puede fiar.
Su voz se apagaba cada vez más y yo ya lloraba a moco tendido. Me pidió un crucifijo y que llevase su cuerpo a su mujer.
—Sácame un pliego del bolsillo interior —me dijo también—. Es un poema que hice cuando murió Garcilaso, diferente del que le puse en la mano, y que desde entonces llevo conmigo. Quiero que sea lo último que escuche antes de morir. Por favor, léemelo.
Con cuidado se lo saqué, lo desdoblé y se lo leí. Decía así:
Garcilaso, que al bien siempre aspiraste
y siempre con tal fuerza le seguiste
que a pocos pasos que tras él corriste
en todo enteramente le alcanzaste,
dime: ¿por qué tras ti no me llevaste
cuando de esta mortal tierra partiste?
¿Por qué, al subir a lo alto que subiste,
acá en esta bajeza me dejaste?
Bien pienso yo que, si poder tuvieras
de mudar algo lo que está ordenado
en tal caso de mí no te olvidaras:
que o quisieras honrarme con tu lado
o que a lo menos de mí te despidieras;
o, si esto no, después por mí tornaras.
Al acabar de leerlo, perdió el sentido y poco después expiró. Había cumplido el deseo que expresaba en sus versos. Levanté su cadáver y lo senté en la carroza. Tras muchas horas de viaje, al día siguiente de madrugada llegamos a Barcelona. Su esposa, Ana Girón de Rebolledo, ya sabía de la gravedad de la situación y recibió con entereza la noticia. Me hizo el honor de compartir conmigo la presidencia del funeral. Un año después mandó imprimir sus poemas y también muchos de los de Garcilaso, que Juan Boscán guardaba celosamente. Por primera vez salían a la luz aquellas maravillas de las letras castellanas.
Al día siguiente volví a Perpiñán y le conté a Fernando lo sucedido. «¡Otro amigo muerto! Se nos van los mejores, los más sabios, los más buenos…», me comentó mi amigo apesadumbrado, aunque más sereno que dos años antes.
—¡Álvaro! —me dijo—. Ya sólo me quedas tú. No me abandones.
Tras decirme estas palabras, me abrazó; por supuesto, estábamos solos, pues tales confianzas y demostraciones de afectividad nunca las mostraba en público.