Capítulo 4

De cómo se nos muere nuestro amigo y desbaratamos un plan del rey francés para asesinar al emperador

Alas pocas semanas estábamos de regreso a Europa. Primero en Sicilia y luego en Nápoles, el emperador fue acogido con todo entusiasmo, y el alborozo reinaba en nuestras filas. Los Alba se habían asentado fuertemente en Italia, ejerciendo importantes cargos políticos y eclesiásticos, así como estableciendo lazos matrimoniales con la nobleza local. Indudablemente, se estaban convirtiendo en una de las piezas más importantes de la política imperial y en un personal político de primera fila.

Estuvimos hasta marzo de 1536 en Nápoles, pasando luego a Roma. Fernando estaba entre los generales a los que el papa, al frente de veintidós cardenales, salió a recibir y felicitar por su victoria en Túnez, pero enseguida partimos hacia el norte, a preparar la invasión de Francia, pues Francisco había invadido el ducado de Saboya y amenazaba el Milanesado. Luego pudimos comprobar que fue una decisión nefasta e irreflexiva, fruto de la excesiva confianza y de la embriaguez del éxito de Túnez, pero en aquel momento el emperador no vaciló en adoptarla.

En mayo se inició la invasión y, una vez más, Fernando estaba entusiasmado, pues en esta ocasión las armas imperiales iban a dar una lección al gran enemigo del emperador, Francisco, en su mismo país. Al duque de Alba, como uno de los generales, le correspondió estar al frente de las fuerzas alemanas, pero nuestro entusiasmo inicial pronto se trocó en rabia y decepción. Los franceses, sabedores de la superioridad de nuestra infantería, rehusaron presentar batalla y se refugiaron en unas cuantas plazas fuertes mientras devastaban el campo para hacer flaquear por hambre a las fuerzas invasoras. Su plan fue un éxito y, a principios de otoño, el ejército imperial se tuvo que retirar hacia la costa y embarcar para España e Italia. Lo cierto es que habíamos sido derrotados, y no por haber perdido, ya que ni siquiera pudimos presentar una sola batalla, y esta lección, que aprendió mi amigo, le sirvió años después para ser mucho más astuto y precavido a la hora de calcular cómo, cuándo y de qué manera atacar. No obstante, lo más amargo para Fernando y para mí estaba aún por llegar.

En una de las escaramuzas que tuvieron lugar por el sur de Francia, nuestro amigo Garcilaso de la Vega fue herido de una pedrada mientras asaltaba la torre de Lo Muey. Fue evacuado a Niza, ciudad de Génova, pero nada se pudo hacer por él y murió a los pocos días. Cuando nos enteramos, Fernando y yo acudimos prestos a su lado, pero estaba en sus últimos momentos y murió, sin decir ya nada, en nuestros brazos, a mediados de octubre.

—¡Me lo han matado! —bramó Fernando—. ¡Te juro por Dios que me voy a vengar!

—Tranquilo. Hay que darle sepultura con su pluma y su espada, como él hubiese querido. Lo haremos aquí, en Niza, pues él siempre dijo que quería yacer allá donde estuviese luchando, si es que era lejos de España. Pienso que la iglesia de Santo Domingo sería la más conveniente —dije yo, entre sollozos, pensando únicamente en nuestra pérdida.

—Los muy cerdos… Me lo han matado de una pedrada, como a un animal; ni siquiera tenía la espada en la mano. A un caballero sólo le puede matar un igual, con el acero, no un vulgar villano de esta manera —decía Fernando, una y otra vez, obsesivamente.

—Es la guerra de estos tiempos. Con las ballestas, arcos o arcabuces, cualquier vasallo puede atravesar la armadura de un noble. Pero consuélate… ha muerto como ha querido, luchando por el emperador, joven pero sabio, y tras haber vivido intensamente la vida.

—No, Álvaro, no. Nunca la muerte es llegada en buena hora, y menos a nuestro joven amigo, tan noble y limpio. Él valía mucho más que yo. Le quedaba mucho por hacer ¡Pero te juro que me voy a vengar!

Yo estaba llorando, tanto por Garcilaso como por el dolor desgarrado que veía en mi amigo. Pero Fernando estaba fuera de sí. Me encargó que me ocupase de todos los trámites, que informase a su viuda, quien al año siguiente se llevó el cadáver a Toledo, mientras él, en uno de los arranques de ira más fuerte que nunca le viera, salió a toda prisa de la estancia mortuoria. Al poco de irse, se presentó apresurado nuestro otrora preceptor y ahora también amigo Juan Boscán. Se había enterado hacía pocas horas del terrible suceso y llegó también muy afligido. Se apoyó sobre el ataúd y lloró en silencio y luego, muy despacio, con suavidad, introdujo en la mano del cadáver un pergamino enrollado en una acción que sólo yo pude ver. Después me abrazó en silencio y partió sin decir nada más. Yo, intrigado, no pude evitar sacar el pergamino de la mano ya fría de mi amigo difunto. Era un poema, y al leerlo, fui incapaz de contener mis lágrimas. Seguramente Juan quería que le acompañase en su viaje al cielo, con Dios Nuestro Señor, y así lo respeté, pues lo devolví a aquella mano gélida, no sin antes memorizarlo para transcribirlo a continuación. Ahora lamento no acordarme de aquellas letras tan bellas, tan sentidas, pues meses después perdí el papel en donde lo copié y las lágrimas y el tiempo transcurrido fueron borrando también aquello que tampoco merecía perderse.

A los dos días, en medio del funeral, apareció de nuevo Fernando. Volvía sucio, polvoriento, con aspecto cansado pero con el semblante sereno.

—¿Dónde has estado? ¡Me tenías preocupado! —le dije, acercándome a él.

—He ido a vengarme. Fui con mis hombres a esa maldita torre y he acabado con todos ellos. ¡No he dejado a uno de esos franceses con vida!

Seguidamente se arrodilló ante el féretro y comenzó a rezar en silencio, sin ni siquiera quitarse la espada. Tiempo después me di cuenta de que la muerte de Garcilaso abrió la puerta a aquella parte más dura y violenta de la personalidad del duque de Alba. Hasta cierto punto, nuestro amigo poeta ejercía una cierta acción balsámica sobre él, pero ya nunca volvería a ser el mismo. En su personalidad guerrera y política ya no cabrían los matices, el pacto o la reflexión. A partir de ahora, para siempre, al enemigo se le habría de vencer y aniquilar, sin importar el medio empleado. Y yo cada vez tendría menos influencia en su persona para atemperar sus impulsos. Era una batalla perdida luchar contra aquella furia desatada, y del juramento que había hecho a su abuelo, lo cierto es que ya sólo podía intentar cumplir la parte de velar por su vida, porque nada o poco podía en tratar de mesurar sus ímpetus.

Tras la lamentable campaña, en noviembre de 1536 y en compañía del emperador, volvimos a Génova y de ahí, por mar, al puerto de Palamós a principios de diciembre. A finales de año todos regresamos a nuestros hogares, y a pesar de que la guerra con Francia seguía, una cierta tranquilidad se instaló en nuestras vidas olvidándonos, por el momento, de herejes, tatuados y morisma.

Entrado el año de 1537, gozoso para Fernando porque en él nacería Fadrique, su segundo hijo varón legítimo, mi amigo encontró la oportunidad de acrecentar su poder e influencia cerca del emperador. Sus campañas en Europa eran costosísimas y sin dinero para pagar a las tropas, éstas comenzaban a amotinarse; así ocurrió, por ejemplo, con los mil veteranos españoles que se habían dejado en La Goleta, de los que hubo que ahorcar a veinticinco para pacificar sus ánimos. Para poder paliar esta falta de dineros, se vio en la obligación de pedir más impuestos a las diferentes cortes de España. La mayor parte de la nobleza y el clero, así como la mayoría del pueblo llano, estaba en contra de las ausencias constantes del rey y de cómo gastaba el oro y plata que llegaba de allende los mares, por lo que le negaron, en parte, lo demandado. Pero no así Fernando y otros, que no vacilaron en dar al emperador una parte de sus tributos y de adelantarle otros. Este gesto de adhesión y fidelidad lo agradeció nuestro rey, por lo que mi amigo se vio cada día en situación más estrecha con el soberano.

Llegado 1538, tras un constante estado de guerra en donde ningún bando lograba avances decisivos, se pudo, por fin, concertar una paz entre el rey Francisco y nuestro señor con mediación del papa Paulo III. Ello ocurrió en Niza, en el mes de junio, en donde los diplomáticos de ambos bandos así lo acordaron, aunque en ningún momento se llegasen a ver ambos soberanos. Pero una vez rubricado el tratado y, mientras volvían las galeras del emperador a España, en las que también estábamos embarcados Fernando y yo, recibió nuestro soberano la invitación del rey Francisco de verse y de tener una entrevista en Aigues-Mortes, en el sur de Francia, en donde le acogería como un hermano. Tras veinte años de guerras sangrientas, de estar preso en Madrid y de un odio tan manifiesto, no cabía duda de que resultaba muy sospechosa esa invitación. Aún me acuerdo de la reacción de mi amigo que, en mi presencia, se dirigió así al emperador:

—Señor, ¡es un ardid! No os quiso ver en Niza y ahora os invita a veros en Aigues-Mortes. Mejor rechazad la invitación.

—Señor duque, un caballero no puede rechazarla y más después de haber firmado la paz. No olvidéis que también es miembro de la orden del Toisón de Oro a quien yo mismo nombré. Somos enemigos, pero le debo cortesía y sobre todo tras la firma de la paz.

—Pero Francisco ha demostrado mil veces, señor, que no tiene nada de caballero. ¿Acaso no ha pactado con los turcos y les ha prestado ayuda? ¿Acaso no ha sido cómplice de los luteranos en las acciones contra vos?

—Sí, es verdad; pero en su pecado está la penitencia. Su comportamiento ignominioso no me obliga a mí a hacer lo mismo, más bien al contrario para dejar bien claro las diferencias entre él y yo.

—Bien, sea, pero por favor os pido que tengáis sumo cuidado y que me permitáis a mí y a mi servidor Álvaro acompañaros para estar alerta de cualquier incidente. No olvidéis que las connivencias de Francisco con el turco y el hereje pueden seguir a pesar de haber firmado la paz.

—Sería imprudente no aceptar vuestra sugerencia, duque. Estaréis a mi lado, pero con discreción.

Fernando y yo estuvimos hablando más tarde y acordamos que posiblemente algo se preparaba, por lo que era menester estar alerta.

A mediados de julio, los hombres del rey galo, tras avistar nuestra galera acercándose a Aigues-Mortes, avisaron a su rey, y éste, ni corto ni perezoso, se montó en una barca y se presentó en nuestra nave pidiendo subir. La sorpresa fue mayúscula, y nuestro mismo emperador le tendió la mano para ayudarle a poner el pie en cubierta, tras lo que se abrazaron como si fuesen amigos de toda la vida. Fue algo sorprendente, porque, además, Francisco vino sin apenas escolta, lo que hubiese permitido acabar con su vida o capturarle con toda facilidad. Sin duda sabía que nuestro Carlos era un caballero y que aquello nunca lo haría, pero ¿era también un sutil engaño para hacer confiar a nuestro soberano o quizás el comportamiento de Francisco era sincero y de verdad quería hacer las paces?

Tras dos horas de amigable conversación se despidieron, pero, en ese momento, el rey francés le pidió al emperador que aceptase su invitación de bajar a tierra durante dos días. Adujo que su esposa Leonor de Austria, hermana de nuestro monarca, con la que se había casado en 1530 tras enviudar para tratar de establecer la paz entre ambos estados, estaba ansiosa por verle, pues desde el año de ese matrimonio no habían vuelto a encontrarse. En ese instante, todos nos quedamos helados; era obvio que nuestro monarca no podía rechazar devolver la visita tras haber acogido al rey galo en su galera, pero todo aquello olía a trampa. ¿Tramaría algo aquel taimado francés? ¿Era un ardid maquinado por él? ¿O acaso era urdido por detrás, por alguien de los suyos y Francisco era únicamente una marioneta más en aquel teatro? ¿Estaban implicados los luteranos? Sin que pudiésemos poner en común todos estos pensamientos, Carlos se vio obligado a aceptar la invitación diciendo que al día siguiente desembarcaría en Aigues-Mortes.

Cuando el monarca galo se despidió con un nuevo abrazo, los presentes iniciamos un inmediato consejo, aunque yo, como de costumbre, me quedé al fondo de la estancia, de pie, sin decir nada dada mi condición de simple ayudante de cámara. Por un momento no se oyó más que el crujir de la galera que se mecía suavemente, anclada ante la costa francesa, mientras otras galeras imperiales se aprestaban a rodear a la nuestra para asegurar la conveniente protección por la noche que comenzaba a cernirse. Al poco Fernando rompió el silencio:

—¡Nos vamos a meter en la boca del lobo!

—Cierto —dijo el rey—, pero imaginad que no acudiese. Me tacharía de cobarde en todas las cortes europeas, tendríamos que responder y, entonces, le daríamos una excusa para romper la paz que acabamos de firmar. Y es posible que mi hermana Leonor haya insistido en verme.

—Me temo que eso no es posible —terció el marqués de Aguilar, que también estaba en el séquito—. Es conocido que Francisco, posiblemente por odio a vos, no cohabita con su esposa, vuestra hermana, y que le hace públicos desprecios acostándose con muchas otras damas de la corte. Llevan ya ocho años de casados y aún no ha habido descendencia. Toda Europa sabe que es un disoluto sin freno.

—Mi pobre hermana —dijo el rey—, es cierto… no ha dejado de sufrir vergüenzas y humillaciones desde que se casó con Francisco. Si éste quiere verme en tierra no es por haber escuchado la voluntad de Leonor.

—Hay que ir, pero con mucho cuidado y con los ojos bien abiertos —dijo Fernando—. Sabemos casi con toda seguridad que algo traman, tal vez un atentado contra vuestra ilustre persona, pero nos ayudaría saber de qué tipo y así estar mejor preparados para evitarlo. Es evidente que, ante tantos testigos y en medio de una pública invitación, no pueden asesinaros sin más. Sería un escándalo que toda la cristiandad abominaría y que provocaría incluso la excomunión de Francisco. Si planean algo, que seguro que es así, ha de ser muy sutil.

—Si me permitís la osadía de intervenir —dije yo con timidez y con los ojos mirando hacia el suelo.

—Hablad, Álvaro —me instó el emperador—. Vuestros consejos son siempre bienvenidos.

—Sí, habla —terció Fernando.

—Es probable que intenten envenenar a vuestra majestad —dije mientras los asistentes daban un respingo en sus sillas.

—¿En que fundamentáis esa afirmación? —inquirió el marqués de Aguilar.

—Que al reino de Francia le interesa la muerte de nuestro emperador es evidente. Pero no puede hacerlo mediante al hierro, el lazo o de un modo violento a la vista de todos. El papa, que tanto ha contribuido a la paz, se indignaría, como bien habéis dicho, y el rey de Inglaterra abandonaría su neutralidad para no dejar a Europa en las manos de Francisco y se aliaría contra él. Un escándalo no le interesa, por lo que si la muerte ha de aparecerse, será en forma de tósigo que actúe lentamente, cuando vuestra majestad ya se encuentre lejos de Aigues-Mortes.

—Me cuesta creer que todo su comportamiento haya sido comedia —dijo el emperador—. Me parece bien que quiera mi derrota en el campo de batalla, que ansíe mis dominios, pero de ahí a matarme como un perro… ¡no me lo puedo creer!

—Majestad —proseguí—, es muy posible que en su corazón anide un deseo de venganza. Vos le capturasteis en Pavía, le tuvisteis preso en Madrid durante un año y luego a sus hijos.

—Pero eso son lances de las batallas, de caballeros.

—No sólo eso, señor. Hace ahora dos años, en agosto de 1536, mientras estábamos en las campañas de Provenza, el delfín Francisco, su hijo y heredero, murió de un modo harto misterioso.

—Pero dicen que falleció como el padre de vuestra majestad, el rey Felipe, tras beber un vaso de agua helada después de un acalorado juego de pelota —señaló Fernando, dirigiéndose al rey.

—No está tan claro —proseguí—. Un comerciante genovés me informó en Niza de que hay serias sospechas de que detrás de la muerte estaba su cuñada, Catalina de Médicis, la esposa de Enrique y ahora nuevo delfín. Gran parte de la corte francesa sospecha de ella y de los bebedizos y ponzoñas a los que es tan aficionada y que se trajo de su país cuando se desposó con Enrique. Dicen que es astuta y cruel, tanto como lo es su belleza, pero sobre todo que es muy ambiciosa, por lo que haría todo lo posible para despejar el camino al trono de su esposo. Lo cierto es que el sommelier del delfín, un italiano traído por Catalina, conde de Montecuculi, fue acusado de servirle la copa de agua helada y de darle el veneno en ella, en concreto la siniestramente famosa belladona. Cuentan que al poco de beber el agua, el joven Francisco comenzó a respirar agitadamente, a sentir un terrible dolor en el pecho y cayó con los ojos dilatados y entre violentas convulsiones que le hicieron babear. Posiblemente se excedió en la dosis y murió más rápidamente de lo que habría deseado, para desgracia del asesino que no pudo ocultar así su acción. El italiano fue hecho preso, y como nada confesó, fue dado a tormento tras lo cual dijo lo que sus verdugos querían, y como castigo, fue descuartizado. De todas formas, no implicó a nadie más en su confesión, porque no quiso o no sabía nada, por lo que nada concreto se pudo sacar que acusase verazmente a Catalina.

—Pero, entonces, ¿por qué quiere Francisco vengarse de mí? En todo caso, debería hacerlo de la arpía de su nuera —apuntó el emperador.

—Precisamente, majestad, porque es una arpía engañó a todos y parece que esa bella italiana tiene engatusado a su suegro, que, como bien sabemos todos, es un depravado mujeriego empedernido. Aprovechando la guerra entre nosotros y ellos, se encargó de sembrar rumores de que habían sido nuestros espías, en concreto los de algún general imperial, los que habían estado detrás del envenenamiento del joven Francisco, el heredero. La guerra entre nuestros países le permitía desviar perfectamente la atención a nuestros hombres y quedar ella libre de sospechas. Lo cierto es que el rey de Francia parece habérselo creído; para él es más fácil y cómoda esta versión, que no saber que tiene una ramera asesina como nuera.

—Entonces, si él cree que yo estoy detrás de la muerte de su hijo, es lógico que quiera matarme. Se lo he de aclarar y decirle que no tuve nada que ver.

—Eso suponiendo que quiera escucharos y que antes no intente algo contra vos —respondí—. Lo primero será evitar que os maten utilizando alguna ponzoña.

—¿Cómo pueden intentarlo? —pregunto el emperador.

—De mil maneras —contestó Fernando—. Unos lo hacen utilizando polvos venenosos que llevan encima y que echan en comidas o bebidas, otros dando a oler una flor que ha sido contaminada, o regalando una pieza de ropa, sombrero, botas o guantes, o incluso libros u otros objetos de uso normal, en donde se haya frotado en el interior o en las zonas donde se tengan que tocar alguna de estas substancias asesinas capaces de causa la muerte.

—Los alquimistas y perfumistas, sobre todo en Italia, hace tiempo que se dedican a estas siniestras tareas —añadí por mi parte—. Pero si utilizan alguno de estos venenos, seguramente no será uno que cause la muerte de inmediato, sino que actúe cuando vuestra majestad se halle bien lejos de Francia. De esta forma, al enterarse de vuestra muerte, ellos podrán mostrar fingida sorpresa y disimulo.

—Estaremos atentos, pues —dijo el emperador—. Iré a la reunión aun sabiendo el riesgo que corro, pero trataré de hablar con Francisco para hacerle comprender que nada tuve que ver con la muerte del delfín.

Al día siguiente desembarcamos en Aigues-Mortes. Allí estaba toda la familia real francesa y casi todos los nobles de Francia con sus damas. Los que componíamos el séquito imperial nos miramos inquietos. Era como si se hubiesen congregado todos para presenciar el envenenamiento del emperador. Quien sí se mostraba contenta de verdad era Leonor, reina de Francia y esposa de nuestro rey, ajena a toda posible conspiración. Como llegamos a eso del mediodía, hubo excusa para no probar bocado y, en las veces que nuestro soberano quiso beber agua, siempre lo hizo de la que llevábamos encima; además, los paseos que a caballo hicimos la comitiva en esa mañana calurosa no invitaban a sentarse tranquilamente a la mesa y tan sólo hubo una comida informal, en el campo, en donde se servían viandas en grandes bandejas y que todos cogían al azar, lo que hacía imposible averiguar qué trozo o parte de alimento iba a elegir nuestro monarca para emponzoñarlo. Si había intento de asesinato, sería por la noche, durante la cena oficial, delante de toda la familia real francesa para más regodeo y satisfacción de los conspiradores y de modo que se pudiese asegurar que nuestro rey ingería el tósigo.

Por fin llegó la hora tan temida. Se acordó una cena íntima y reducida. Por parte gala estaría el rey Francisco, su esposa, el hijo y ahora el delfín, Enrique, su bella y siniestra esposa Catalina de Medias y el mariscal Anne de Montmorency quien tan hábilmente había conducido la campaña de Provenza dos años antes, obligando a nuestra retirada. En nuestro lado de la mesa, junto al emperador, estaría Fernando como duque de Alba y el marqués de Aguilar, dado que no había familiar alguno que pudiese acompañar a nuestro rey. También estaban presentes dos cardenales italianos que habían actuado como testigos en la paz firmada en Niza. Se acordó, naturalmente, que siempre los respectivos catadores probasen los alimentos. Ello no ofendió a nadie, pues esta práctica era más que habitual en los encuentros diplomáticos entre potenciales enemigos y servía para establecer un clima de confianza cuando se comprobaba que nada le pasaba a quien había catado el líquido. De todas formas, sabíamos que el objetivo era que el efecto fuese causado horas o días después, por lo que no debía ser un veneno fulminante, sino de lenta acción. El duque y el marqués, sentados a la derecha e izquierda respectivamente del emperador, quedaron en no perder ojo de los alimentos, pero era evidente que, distraídos por la conversación que estaban obligados a dar, no podían estar pendientes de todos los detalles, sobre todo de los camareros que, lejos de los invitados, iban a cortar y servir los alimentos. Por ello un grupo de mayordomos, entre los que me encontraba a la cabeza, nos quedamos de pie, un par de pasos tras las sillas de nuestros señores con la excusa de ayudarles en lo necesario, con la misión de estar atentos y observar todo detalle de aquella cena para poder impedir aquel intento de asesinato que, con casi toda seguridad, se iba a perpetrar. Unos fueron a inspeccionar a los cocineros y yo me quedé observando a los que cortaban y servían las viandas. Como elemento curioso había junto al cuchillo una especie de tridente, pues tenía tres puntas, que debía servir para pinchar el trozo de comida cortada y llevárselo a la boca sin que las manos resultasen manchadas. Este objeto tan refinado y escrupuloso lo había traído Catalina de Italia adonde había llegado, parece ser, de algún punto del antiguo Bizancio. Su éxito fue tal que, a los pocos años, en todas las cortes europeas se popularizó y en España lo conocemos como tenedor.

Nada más sentarse y antes de que se sirviese la cena, mi amigo Fernando se dedicó a observar a su alrededor atentamente, sin dejar de conversar alegremente. Observó cuidadosamente las flores que adornaban la mesa, que olió; las velas que estaban encendidas sobre la mesa, atento al humo que desprendían; los cubiertos y toda la impedimenta por si en alguna de esas piezas pudiese estar la diabólica presencia de un tóxico. En un momento y disimuladamente hizo ver que la torpeza se adueñaba de su ser y que se le caía una copa y su plato, para cambiar los cubiertos, las copas y la servilleta con los del emperador. Yo, que estaba dos pasos tras ellos, me di cuenta de que esta maniobra no pasó desapercibida a los ojos de Francisco y de su nuera Catalina, que no pudieron evitar esbozar una sonrisa. Posiblemente sabían lo que temíamos y que estábamos en guardia.

El banquete comenzó y, como no podía ser de otra manera, fue espléndido. Para empezar, unas anguilas estofadas, capturadas aquel mismo día en el puerto de Aigues-Mortes. El jefe de los camareros dio a elegir a nuestro rey los trozos que deseaba, y tras hacerlo, procedió a servir a los demás. Se hizo a la vista de todos, y ya que las anguilas troceadas estaban todas en la misma cazuela, ninguna de las dos partes decidió proceder a una cata previa, pues era imposible introducir un tóxico sin que todos los comensales fuesen afectados. Lo mismo pasó con la cerveza y el vino; las jarras eran las mismas en las que se sirvieron a los presentes y todos bebieron los mismos caldos entre grandes muestras de alegría, por lo que también resultaba improbable que el veneno estuviese en ellas. Lo mismo sucedió con las palomas torcaces, el venado relleno y un sinfín más de platos, todos exquisitos: primero elegía nuestro soberano la pieza o parte que deseaba de una gran fuente general, y luego los demás, por lo que habría sido muy difícil la utilización de cualquier veneno.

La cena fue transcurriendo con una apacibilidad admirable y el humor rebosaba en todos lo comensales. Una pequeña orquesta, en una habitación contigua, contribuía a crear una atmósfera relajada de la que había desaparecido toda amenaza. Sin poder evitarlo, tanto el emperador como Fernando, el marqués de Aguilar y el resto de presentes se habían relajado, a lo que no eran ajenos los vapores alcohólicos de aquellos vinos y de la magnífica cerveza, la bebida predilecta de nuestro soberano.

Ante el modo de transcurrir de toda la escena yo estaba muy desconcertado. ¿Acaso había sido todo imaginaciones nuestras y nadie pensaba en envenenar al emperador? ¿Habíamos pecado de desconfiados y estábamos despreciando una sincera hospitalidad del rey francés? Éstas eran preguntas que comenzaban a asaltarme cuando llegaron los postres. Primero colocaron los dulces, de igual manera que los anteriores platos, y más tarde las frutas. Entonces Catalina tomó la palabra y, dirigiéndose al emperador, dijo:

—Me haríais muy feliz si probaseis una de mis manzanas. Tengo en estos valles una plantación que mimo y cuido, y me gustaría vuestra opinión. Creo que son excelentes, pero estaría encantada de saber vuestro parecer. A vuestra hermana, por ejemplo, le encantan.

—Sí, es cierto —añadió la reina Leonor con una inocente ingenuidad—. Son dulces como la miel y, sin embargo, sumamente jugosas y refrescantes. Hermano mío, ¡probadlas!

Fernando dio un respingo en la silla y al marqués de Aguilar, al que le habían afectado más los caldos franceses, se le mudó el semblante. A mí se me despertaron todas las alarmas, pero el emperador, ante la sonrisa seductora de Catalina, no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, aunque seguramente se temiese lo peor.

Sin más dilación, un camarero apareció con unas cuantas de esas frutas, las lavó a la vista de todos y comenzó a pelarlas y a partirlas en varios trozos, y los fue depositando en diferentes platos que colocó delante de los respectivos comensales. Todos estábamos atentos a aquella operación sospechando que algo se estaba tramando, pero no acertábamos a saber el qué. De improviso algo me llamó la atención en el modo en que aquel sirviente estaba cortando la fruta y comprendí lo que estaba sucediendo. Rápidamente me acerqué con sigilo a Fernando y le dije al oído:

—No probéis ninguno la manzana. ¡Hay veneno!

—Pero si todos los trozos que nos sirven en los platos son de las mismas frutas.

—¡Hazme caso! ¡Por Dios! ¡Impídelo, haz algo!

Nuestro rey no había escuchado la conversación, pero ante mi actitud algo grave sospechó, por lo que también se puso alerta. Mientras tanto una sombra de inquietud asomó en los ojos de Catalina y del rey Francisco, que se trocó en asombro cuando Fernando, de pronto, se levantó y dijo:

—Me temo que no podremos tomar estas manzanas. Acabo de recordar que me dan acidez y podría pasar una noche de perros. Y creo que al emperador le sucede lo mismo, ¿no es así, señor?

—Sí, en efecto. Yo también lo había olvidado —dijo Carlos—. De hecho, todos nosotros somos sensibles a los efectos de esta fruta —añadió, ya con abierta ironía incorporándose también—. Creo que es mejor que salga a tomar el aire, pues tras esta magnífica cena, excesiva a todas luces, me conviene un poco de frescura antes de meterme en la cama.

Ante esta reacción, el rey Francisco y los suyos también se levantaron cortésmente, pero la rabia era inconfundible en su rostro, y más era la palidez que resplandecía en la cara de Catalina. Sin duda yo había dado en el clavo.

Mientras el emperador y sus dos acompañantes salían del comedor, yo permanecí observando lo que pasaba a continuación. Con un gesto casi imperceptible, Catalina ordenó al camarero que había cortado la manzana que se llevase todos los trozos y desapareciese. Una agitación repentina se había apoderado de la sala y sólo los dos cardenales permanecían ajenos a todo aquello, sumamente alegres por el banquete que se habían dado. Aprovechándome de ello, me deslicé fuera y logré seguir al sirviente que se llevaba los trozos de manzana. En vez de meterse en la cocina, que habría sido lo normal, se introdujo en un cuarto oscuro. Sin darle tiempo a reaccionar, entré tras él y atranqué la puerta.

—¡Quién sois! ¡Qué pretendéis! —me dijo sorprendido.

—Eres tú, cerdo asesino, el que me vas a explicar por qué querías envenenar al emperador.

—¿Yo? ¡Estáis loco! Y si no os vais ahora mismo, llamo a la guardia.

—¡Mejor, así todos sabrán de vuestros planes y de quién os lo ordenó!

Por un momento palideció, pero recobrando rápidamente la compostura me respondió:

—¡A ver! Según vos, ¿cómo iba yo a matar a vuestro rey?

—Con la manzana, por supuesto.

—Pero si todos los trozos eran de las mismas piezas y las partía para todos los comensales.

—No soy imbécil. ¡El veneno está en el cuchillo y no en la fruta!

—¡Cómo! —exclamó, palideciendo—. No es verdad.

—¿Ah, no? —dije, cogiendo el cuchillo de su bandeja y acercándoselo a la cara—. Ahora mismo vas a abrir la boca, sacar la lengua y dejar que te lo restriegue por ella. No temas, no lo haré con el filo, sino con las caras de la hoja.

—¡Jamás!

—O lo haces o te lo clavo en la barriga.

Los gritos alertaron a la guardia y, de pronto, la puerta se abrió. Por el quicio asomaron soldados, pero más allá estaba el rey Francisco y nuestro emperador junto con Fernando.

—¡Qué es lo que pasa! —bramó el rey francés.

—Perdón, señor. Pero he descubierto que este camarero vuestro pretendía envenenar a nuestro soberano en vuestra presencia, sin duda para haceros quedar como un vil traidor —dije yo maliciosamente.

—¿Acaso lo podéis probar?

—Le he dicho que chupe la hoja del cuchillo con que cortaba las manzanas, a lo que se niega.

Con el revuelo también habían llegado los cardenales, que no entendían lo que estaba pasando, así como la reina Leonor y otras damas, pero no Catalina que seguía ausente. Ante tantos y tan diversos espectadores, a Francisco no le quedaba más remedio que disimular y hacerse el sorprendido. Es más, debía sacrificar a aquel camarero:

—¡Lamed la hoja y acabemos de una vez!

—¡Pero, majestad! —imploró el desgraciado.

—¡Lamedla y callad!

Lo hizo y me la devolvió, pero yo repuse:

—¡También por el otro lado!

Entonces se puso a gritar y a decir que él sólo cumplía órdenes, que se lo habían ordenado, pero, antes de que pudiese decir más, un capitán francés le abrió la boca y le restregó la hoja del cuchillo en la lengua, lo que produjo abundante sangre. A los pocos segundos cayó al suelo y, entre estertores, murió aquel sirviente felón con evidentes síntomas de envenenamiento.

Todo el mundo se quedó mudo, y entonces Fernando, ante todos los presentes, me preguntó cómo lo había adivinado.

—Me extrañó cómo cortaba la fruta, cómo cambiaba el cuchillo de posición una y otra vez sin motivo aparente. La respuesta está aquí —dije, cogiendo el cuchillo con la mano—. Una de las caras de la hoja estaba emponzoñada, de modo que envenenaba la parte de manzana que cortaba, pero la otra no, dejando sano el otro trozo. Para poder servir trozos de una misma fruta, unos envenenados y otros no, debía de cambiar constantemente el cuchillo de posición para asegurarse de que sólo unos habían entrado en contacto con la cara de la hoja conveniente. Así podía colocar los trozos de la misma fruta, unos en un plato, los destinados al emperador, y otros, los sanos, a quien no quisiese matar.

—Joven —intervino el rey Francisco—. Lo más seguro es que nos quisiese envenenar a todos los comensales.

—Es posible, señor —dije—. Pero entonces, ¿a que venían los movimientos extraños del cuchillo que me hicieron levantar las sospechas? Eso solamente se hace cuando hay una cara con veneno y otra sin él.

El rey Francisco, demudado, tuvo que continuar disimulando, pues era evidente que él conocía el plan, y los cardenales habían salido de su sopor y estaban cada vez más interesados. Así que aproveché su silencio para continuar:

—Este método de envenenamiento es muy retorcido y malvado, pues permite ver cómo alguien va poco a poco ingiriendo el tósigo sin ninguna sospecha, mientras el otro va comiendo del mismo alimento, deleitándose tanto con la fruta como con la venganza.

—¡Es muy grave lo que insinuáis! —exclamó el rey galo.

—No insinúo nada, señor. Aquí está la prueba. La muerte debía venir lentamente, pues el contacto de la hoja con el alimento poco veneno podía depositar en cada corte. Ha sido ahora, al hundirle en la lengua todo el cuchillo y hacer entrar en su sangre de golpe el tóxico, cuando este vil asesino ha muerto.

En ese momento, nuestro emperador tomó la palabra y dijo ante todos los presentes:

—Yo os acuso, Francisco, ante estos prelados y ante los nobles aquí presentes de haber querido envenenarme. —El rey francés, sorprendido por aquella afirmación tan atrevida, en su palacio, ante los suyos, pero también ante los hombres de Iglesia, se puso pálido, y balbuceando, lo negó todo, pero nuestro rey añadió, sin darle tiempo a responder—: Pero yo os perdono. Sé que habéis obrado en la creencia de que yo, o mis generales, tuvimos algo que ver en la muerte desgraciada de vuestro hijo el delfín, hace dos años. Lo niego rotundamente y si me conocieseis un poco, sabríais que soy incapaz de recurrir a estos métodos tan viles, propios de bellacos y truhanes e impropios de caballeros. Si queréis podemos batirnos en duelo, luchar ante todos de un modo limpio, pero sin dobleces ni traiciones. No, nada tuve que ver en la muerte de vuestro hijo, ¡y lo juro por Dios y por la Santa Iglesia ante sus prelados, aquí presentes!

—¡Juradlo ante este crucifijo! —dijo Francisco, descolgando uno que había en la pared.

—¡Lo juro una y mil veces! —gritó el emperador, levantando la mano sobre él—. Y si alguien es responsable de la muerte de vuestro hijo, deberíais de pensar a quién podía beneficiar su muerte y quién tiene la suficiente malicia y proximidad en vuestro entorno para hacer tal maldad.

Dicho esto, todos los miembros del séquito imperial salimos a paso rápido con intención de embarcar en nuestra galera. Estábamos ya cerca del muelle cuando llegó corriendo un francés pidiendo que nos detuviésemos un momento, que su rey quería hablar con el nuestro. Leyendo nuestro pensamiento de que fuese una nueva trampa, nos aseguró que sólo quería hablar y que después podríamos embarcar tranquilamente.

Efectivamente, a los pocos minutos apareció el rey Francisco. Venía acompañado de una pequeña guardia que se quedó atrás, a unos pasos de distancia. Al verlo, nuestro emperador se dirigió a él mientras nos indicó que también nos mantuviésemos un poco alejados. La conversación pretendía ser privada, pero el aire corría en dirección a nosotros, y así, a pesar de hablar ellos muy quedo, en el silencio de la noche nos enteramos de todo.

—Carlos —dijo el francés—. Es cierto, os he querido matar. La venganza me cegaba y creía que vos estabais detrás de la muerte de mi amado hijo. Sin embargo, vuestro comportamiento esta noche, el mero hecho de que, confiado, hayáis venido hasta aquí, me ha disipado las dudas. Pero, y no lo digo como excusa, no hace falta ser muy listo para comprender que todo ha sido obra de la víbora de mi nuera Catalina. Ella fue la que me convenció de vuestra autoría y del modo de vengarme, proporcionándome el sirviente y pidiéndome que la dejara hacer.

—¡Os vuelvo a jurar, Francisco, que no tuve nada que ver! Somos enemigos, pero soy cristiano y ni a un hereje ni infiel le haría tal cosa. Podéis preguntar. Si quisiera haberos matado, a vos o a vuestros hijos, lo podría haber hecho en Madrid hace años, cuando estabais cautivos… y no lo hice.

—Ahora lo sé, pero estaba cegado, y aún no sé bien qué pensar. Es posible, al fin y al cabo, que mi hijo muriese por lo mismo que vuestro padre o que Catalina le envenenase. No sé… todo es posible. Pero lo cierto es que cuando yo falte, mi hijo Enrique será un buen rey, y en gran parte debido a la energía y la falta de escrúpulos de esa mujer con la que está casado. Quizás debiera hacerla prender y quemarla por bruja, pero posiblemente pondría en peligro el futuro del reino de Francia. Mi hijo está muy enamorado de ella y sé, por suerte o por desgracia, que será una buena esposa y una eficiente reina de Francia, a pesar de ser una envenenadora.

—Eso es cosa vuestra y yo no voy a interferir, pero es muy curioso que al descubrirse el intento de asesinato los únicos que han desaparecido de la escena han sido Catalina y vuestro hijo Enrique.

—Sí… Todo apunta a ella. Pero ahora sólo quiero pediros perdón. Mi orgullo y mi posición me impide hacerlo en público, pero lo hago en privado, ante vos. Os ruego el perdón y si no hubiese testigos, que aunque no nos oyen nos ven, me hincaría de hinojos ante vos para suplicároslo. Sois mi enemigo, competimos por territorios, pero he visto que sois hombre de honor.

—Tenéis mi perdón.

—Otra cosa os pido. Secreto de lo que ha pasado esta noche. Los que lo saben de los míos callarán porque yo se lo ordenaré. Os ruego que a los vuestros, a los que han presenciado estas escenas, les ordenéis lo mismo.

—De acuerdo. Podemos difundir la noticia de que todo ha discurrido dentro del mayor afecto y normalidad, y que incluso hemos compartido cámara en la noche tras haber celebrado el banquete. Así se lo haré saber a mis cronistas para que lo escriban de esta forma.

—Lo mismo haré yo.

—Adiós, Francisco, y que la suerte en las batallas o en la diplomacia dirima nuestras diferencias, pero nunca con el puñal por la espalda.

—Adiós, Carlos, a vuestras palabras me sumo.

Al cabo de unos minutos ya estábamos en la galera en donde pasamos la noche. El emperador, Fernando y el marqués de Aguilar me felicitaron por mis dotes de observador que, a la postre, les habían salvado la vida. Nuestro rey, agradecido, me regaló entonces un anillo de oro que llevaba, en donde estaba engarzada una esmeralda llegada de América. Fue un momento emocionante, y ante mis humildes protestas por tal gesto, nuestro señor dijo que era lo menos que podía ofrecerme como muestra de agradecimiento. Y me dijo una cosa que nunca olvidaría:

—Mi buen Álvaro, no sois noble, ni rico y dada vuestra condición de sirviente del duque de Alba y vuestra falta de ambición jamás podréis llegar a ningún puesto de importancia en la corte que os pueda aportar poder, fama o dinero. Os debéis a vuestro señor y vuestro cobijo y futuro está en la casa de Alba. Por eso vuestros consejos son desinteresados, honestos y eso, en el mundo que nos rodea, es muy importante. Vuestro señor Fernando os aprecia y estima en lo que valéis, y hoy lo habéis demostrado con creces. Sois culto, ilustrado y observador… cualidades que, en esta noche, me han salvado y quizás a alguno más.

—Insisto en que mi única recompensa es serviros fielmente a vos y a mi señor el duque —dije humildemente.

—Bien —respondió el rey—, seguid así, y que ese anillo os recuerde que espero que la fidelidad sea siempre vuestra guía, como hasta ahora lo ha sido.

—Lo llevaré siempre conmigo, majestad, pero colgado en el pecho, junto a la medalla de la Virgen que me dio mi madre y que me acompaña desde entonces.

—Me parece muy bien, pues yo no aspiro a otra cosa que a servir a Nuestro Señor en el mundo, y tener un súbdito tan amante de su familia, de la Iglesia y de mi persona no puede complacerme más.

Fernando presenció esta escena con una sonrisa de satisfacción; estaba orgulloso de mí, aunque no se dio por aludido por el comentario del interés que muchos otros tenían para servirlo. Sí lo hizo el marqués de Aguilar, quien no pudo disimular un gesto hosco cuando el emperador dijo esas palabras.

Pronto cambiamos de conversación y yo me volví a situar un par de pasos por detrás de ellos, saliendo de su círculo, y adopté mi postura silenciosa y discreta que era la que se esperaba de mí y que, por otra parte, me correspondía. En ese momento, nuestro soberano nos transmitió el ruego de secreto de parte de Francisco de ocultar lo que había pasado aquella aciaga noche. Fernando, el marqués y yo, tras reconocer que habíamos escuchado la conversación, nos avinimos a ello si ése era su deseo.

Esa noche nos costó conciliar el sueño. Las emociones habían sido muy fuertes y estábamos todos muy excitados. Subí a cubierta y me encontré a Fernando con el mismo problema. Allí, los dos solos, mirando la costa que se desplazaba lentamente ante nuestros ojos mientras nos alejábamos de Aigues-Mortes escoltados por otras naves, volvimos a ser los dos amigos de la juventud en donde no había diferencia de estado, clase, rango o fortuna. Esa noche hablamos, bebimos, reímos y lloramos por nuestro amigo Garcilaso como si fuésemos dos hermanos que habíamos perdido a un tercero. También le leí el poema de Juan Boscán que había transcrito para no olvidarlo y que de momento aún conservaba, y volvimos a llorar, y a brindar por nuestro amigo ya en el cielo. ¡Ah, qué envidia morir tan joven, tan lleno de vida, tan tembloroso de emoción y valentía, cumpliendo una sagrada y noble misión!

En aquella noche, por unas horas, él se olvidó de quién era, de su gesto adusto y cruel, del ánimo vengativo y sanguinario que empezaba a crecer en su persona, de sus obligaciones por aumentar el poder e influencia de la casa de Alba, de su ambición por ser general del imperio. Y yo me olvidé de la muerte y de la sangre, de mi cobardía y de mis flojeras de vientre, de mi dolor por no tener a Raquel, de ser sólo un siervo obediente al que mi condición, el bienestar de mis padres y hermanos y un juramento efectuado hacía años me obligaba de por vida a servir y a proteger a Fernando. En aquellas horas estábamos solos, en medio del mar y las estrellas, con el barco por palacio y la noche como cobijo. Fueron una horas felices, llenas de sentimientos.

Pero pronto amanecería.