De cómo mi amigo y señor se convierte en el tercer duque de Alba, y escribimos una gloriosa página de la historia
Durante los siguientes meses nuestra vida prosiguió entre Fuenterrabía y las posesiones de mi señor. El dolor por la ausencia de Raquel era lacerante y trataba de ocultarlo sumido en mil actividades, entre las que destacaban el estudio de la política y de las relaciones internacionales, la lectura de los clásicos, los paseos a caballo, el juego del ajedrez… Todas estas ocupaciones las compartía con mi amigo, aunque él, además, incapaz de permanecer quieto y pensativo por un largo rato, necesitaba agotarse físicamente mediante duros ejercicios, en particular, la práctica de la equitación, la caza y la esgrima, cosa esta última que no parecía cansarle en absoluto. Para ser feliz sólo le faltaban batallas en las que luchar y quería estar perfectamente preparado.
En enero de 1527 nació nuestro futuro rey Felipe, para gozo de toda la corte y las Españas. Lo hizo en Valladolid, y allí, la casa de Alba, yo incluido en el séquito, acudió a presentar nuestros respetos a los ilustres reyes y a su vástago. Poco después, en mayo, se produjo el terrible saqueo de Roma por parte de las tropas imperiales, durante el cual la ciudad del papa quedó prácticamente arrasada. Recuerdo que la corte se dividió, lo mismo que la familia Alba. Todos, empezando por el emperador, lamentaron profundamente aquel suceso y lo condenaron, aduciendo que había sido obra de los mercenarios alemanes, muchos de ellos seguidores del hereje Lutero, y que los capitanes de la tropa no habían sabido impedirlo. Pero, en el fondo, y así se reconocía en privado, Carlos V no había hecho nada por impedirlo, pretendiendo dar una lección al bellaco del papa que había urdido una nueva alianza con Francisco I. Por otra parte, en aquella vesania también habían participado soldados italianos y españoles, todos ellos católicos, siendo sus excesos tan horribles y contrarios a toda ley, que me niego siquiera a reproducirlos.
Junto al emperador, mi amigo Fernando también se mostraba contento por aquel castigo, pero su abuelo, más apegado a los valores tradicionales, otros sectores de la corte y, naturalmente, la Iglesia con todos sus prelados, se mostraron indignados con aquel terrible acontecimiento. Yo también pensaba lo mismo; había cosas que no se podían violar, entre ellas Roma, pues era comportarse como los bárbaros y, para más vergüenza, aspirar a hacer lo mismo que los herejes e infieles. No obstante, también había otros sectores humanistas, amigos de nuestro monarca, que consideraban que la pecadora Babilonia en que se había convertido la Iglesia había recibido su castigo y que ello no suponía, ni de lejos, apoyar a los herejes. Es más, de las cenizas de Roma podría, y debía, renacer una nueva Iglesia más pura y libre de la corrupción, acabando con la que hasta entonces había dado aquel ejemplo tan pecador para sonrojo de todo su rebaño; ¡oh, ingenuidad!
Lo cierto es que durante aquellos meses se abrió un debate en la corte, en sectores de la nobleza y en el mundo más ilustrado sobre la función del papado, la naturaleza de la Iglesia y de la misma religión. He de confesar que, por entonces, yo era bastante candido y me costaba aceptar todavía que los altos dignatarios de la Iglesia eran tan hombres como nosotros y, por tanto, muy poco proclives a la santidad. Creía —¡tonto de mí!— que los obispos, abades y cardenales lo eran, al menos en parte, por méritos espirituales y bondadosos y no por simples cuestiones de cuna y de interés político o de hacienda. También recuerdo que aún pensaba que los milagros se sucedían muy frecuentemente, y que sólo era cuestión de implorarlos con fe y devoción, y no algo que, como en verdad sucede, únicamente acontece de Pascuas a Ramos, cuando Nuestro Señor así lo dispone y cuando los méritos son, ciertamente, extraordinarios. Mi amigo Fernando era en eso, y otras muchas cosas más, mucho más práctico y realista, y sin renegar en absoluto de su condición de fiel hijo de la Iglesia, consideraba que el papa actuaba como un soberano más, por lo que sólo se le debía la obediencia estrictamente espiritual y siempre que ello no fuese contra los intereses de nuestro emperador. Sin duda, la lectura de Maquiavelo a él le había sido mucho más provechosa que a mí. Los acontecimientos posteriores les darían la razón. En febrero de 1530, ese mismo papa que fue preso nuestro, que tuvo que pagar un importante rescate, que fue humillado viendo cómo sus palacios papales y sus tesoros eran expoliados, coronaría en una fastuosa ceremonia en la catedral de Bolonia como emperador a su majestad Carlos V, como era deseo personal de nuestro rey.
Por aquella época, en abril de 1529, mi señor y amigo Fernando también se casó conforme lo dispuesto por su abuelo para ampliar el patrimonio familiar e incrementar el poder de la familia. Lo hizo en Alba de Tormes con su prima María Enríquez, hija del conde de Alba. Su patrimonio era importante, poseía una belleza discreta y era culta y refinada, como correspondía a su rango y educación. Sería siempre una esposa sumisa, pero también una excelente defensora de los intereses familiares mientras Fernando estuvo fuera de España. Recuerdo que me acogió con agrado y su trato hacia mí fue siempre afectuoso. En las fiestas previas al enlace estuve compartiendo todas las francachelas de Fernando codo con codo, como su mejor amigo, pero el día del enlace, y como no podía ser de otra manera, me vi relegado a las últimas filas de la Iglesia, lo que se repitió en el gran banquete oficial que se celebró.
En aquel mismo año, la paz de Cambrai rubricó el éxito político de nuestro emperador en Europa. Francia estaba sometida, Italia era nuestra y el papa controlado. En ese verano, Barcelona se llenó de lo más granado de la nobleza que había de acompañar a Carlos V a la coronación de Bolonia. La casa de Alba no podía faltar, pero la salud del bueno de Fadrique comenzó a ser preocupante y no pudo acompañarle en la travesía, por lo que se limitó a despedir a nuestro rey. Mi amigo Fernando y yo también nos quedamos y sólo fue un tío de Fernando, el marqués de Villafranca, quien acompañó al séquito real en representación del linaje. Fue duro para nosotros, sobre todo para mi amigo, perdernos aquella travesía. Nunca habíamos estado en Italia y las maravillas cantadas sobre aquella tierra por nuestros amigos Garcilaso, Boscán y otros preceptores nos habían hecho imaginar mil veces aquel país. Nos tuvimos que resignar, pero ello permitió que Fernando estuviese junto a su mujer cuando nació su primer hijo legítimo, García, en verano de 1530.
Pocos meses después, en octubre de 1531, murió el viejo duque. La edad y las enfermedades pudieron con aquel viejo león. Supimos de la gravedad de su estado en Fuenterrabía, pero cuando llegamos, ya había muerto. Fernando, con veinticuatro años, pasó oficialmente a ser el tercer duque de Alba. A partir de ahora, sus responsabilidades y sus deberes iban a ser mucho más grandes. La gobernación de la plaza vascongada se abandonó para siempre y Fernando comenzó a prepararse para la guerra. Sin lugar a dudas, las campañas que se estaban emprendiendo contra los otomanos en Europa y en el Mediterráneo iban a requerir pronto sus servicios. De momento, su tío Pedro de Toledo, segundo marqués de Villafranca, había cobrado gran importancia en el círculo del emperador y pronto sería nombrado gobernador de Nápoles. La casa de Alba iba a convertirse en uno de los pilares del imperio, y un suceso que ocurrió en 1528 me impresionó fuertemente al tiempo que me hizo ver la creciente influencia de la familia en la corte.
Recuerdo que el viejo duque Fadrique siempre había responsabilizado de la muerte de García, el padre de Fernando, a la cobardía del almirante y hábil ingeniero Pedro Navarro, que en Gelbes se había negado a auxiliar a las huestes de García, pues temeroso de la morisma se retiró a toda prisa. Lo cierto es que la historia variaba según quién la contase, y si bien unos acusaban a Navarro de cobarde o de excesivamente prudente, otros decían que García había sido un inconsciente y alocado al adentrarse en zona enemiga sin suficientes recursos, habiendo actuado correctamente el otro al retirarse. Fuese como fuese, el rencor que la casa de Alba albergaba hacia dicho general, del que, irónicamente, Fernando había estudiado con detalle todas sus técnicas acerca de las obras de minado contra las fortalezas, era profundo y siniestro. En 1512 Navarro había caído preso de los franceses, que pidieron veinte mil escudos por su rescate. Fuese por presiones del duque Fadrique, por enemistad propia o por falta de recursos, el entonces rey, Fernando el Católico, se negó a abonar la cantidad y, con sumo resentimiento, en 1515, el ingeniero renegó de la fidelidad al rey español, de su condición de general y del condado de Oliveto que el monarca le había otorgado, pasando a servir al ejército de Francisco I. Pero, por desgracia para él, fue hecho prisionero en Pavía, y aunque liberado por el tratado de Madrid, fue nuevamente capturado en 1528. Recuerdo que todos los varones de la familia se reunieron, encabezados por el duque. Yo estaba presente.
—¡Por fin! —dijo Fadrique—. Ya es nuestro ese cobarde y perro traidor, y ahora ningún tratado le salvará.
—¿Qué opina el emperador? —preguntó el tío de Fernando, Pedro.
—Nos lo ha regalado como premio a nuestra adhesión y muestra de amistad.
—Pues es hora de enviar un correo urgente. Ha de morir cuanto antes.
—¡Por fin mi padre será vengado! —dijo por su parte Fernando.
Tras la escena se brindó. Al día siguiente partió un emisario a Nápoles, a la fortaleza de Castell Nuovo, que él mismo había rendido años atrás. Las órdenes dirigidas al alcalde, un tal Icart, eran terminantes: debía ser ejecutado en silencio. Así se hizo; larga y poderosa era la mano vengativa de los Alba y había que ir con mucho cuidado de no provocar su ira. Seguramente esos deseos de venganza eran mucho más fuertes que el código caballeresco, lo que, con el tiempo, habría de demostrarse muchas veces más en todo aquel mundo de la política.
A finales de 1529 los turcos de Solimán el Magnífico habían puesto sitio a Viena, pero los refuerzos enviados lograron levantarlo. No obstante, los turcos seguían en los valles del Danubio, cerca de la ciudad, y en otoño de 1531, se barruntaba que estaban proyectando un nuevo cerco. El emperador tocó a rebato y llamó a sus hombres; había que vencer a los turcos. Una vez más, recuerdo el alborozo con que Fernando recibió la llamada del emperador, partiendo sin demora en enero de 1532. Había que reunirse en Bruselas a toda prisa. En busca de la gloria no le importaba dejar ahora a una mujer y a un hijo de año y medio. Partimos todo un séquito de soldados escogidos, con Fernando al frente y yo como administrador y hombre de confianza. Nos acompañada nuestro ya viejo amigo Garcilaso que al cruzar los Pirineos en aquel crudo invierno, empezó a escribir una glosa poética, a modo de crónica, de todo nuestro recorrido por aquella Europa, en la que ensalzaba el valor guerrero de Fernando y que había de concluir con la vuelta a sus posesiones de Ávila.
Llegando a París, mi amigo cayó enfermo debido al frío y humedad del viaje, por lo que tuvimos que esperar unas semanas en la capital francesa. Cuando arribamos a Bruselas, Carlos V ya había partido, lo que nos obligó a forzar la marcha para alcanzarle en Ratisbona. Allí estaba lo mejor de la nobleza hispana, flamenca, alemana e italiana, y todos ansiosos por entablar combate contra el turco. Sumábamos en total unos cien mil hombres que teníamos que defender Viena. Sin duda, se aproximaba una gran batalla. Por eso aún recuerdo cómo Fernando palideció de rabia cuando llegaron noticias de que los turcos estaban levantando el campamento ante nuestra llegada.
—¡Hijos del diablo! No me lo pueden hacer. ¿Para qué he venido desde España? Ahora, todo este viaje por nada —exclamaba iracundo.
—Fernando —le dije yo—, te comprendo, pero date por satisfecho con haber acudido presto a la llamada del emperador. Ya vendrán ocasiones en las que puedas desenvainar la espada.
—No digas sandeces, Álvaro. Quiero demostrar de una vez por todas lo que valgo para la guerra. Lo he hecho en misiones secretas y ahora deseo hacerlo en campo abierto, con la espada, al mando de mis hombres. No sabes cómo espero la hora de que esto suceda de una vez.
Sin mediar más palabras, salió corriendo a pedir audiencia con el emperador. Rápidamente se la concedieron y entró en la sala. Yo me quedé fuera, temiendo lo peor. A los cinco minutos salió llorando de rabia: le había pedido permiso para perseguir a los turcos y Carlos V se lo había negado. Fue la primera vez que le vi llorar. Pasamos unas semanas en Viena en donde mi amigo se codeó con lo mejor y más selecto de la nobleza europea. Le sirvió con toda seguridad para acercarse más al rey y darse a conocer de un modo mucho más cerebral del que lo había hecho poco antes. A los pocos meses volvimos a España; lo hicimos por Italia y por fin vimos las maravillas de aquel país. En abril llegamos a Barcelona y de ahí regresamos a las posesiones de la familia, de las que habíamos partido hacía dieciséis meses. Mucho tiempo y ninguna gloria militar para mi amigo, pero su entusiasmo de servir a la causa había dejado buena impresión en el emperador y su séquito. Él era el jefe de la casa y su tío, Pedro, un eficiente virrey de Nápoles, con el que, por cierto, se quedó a servir un tiempo Garcilaso.
Señal de que el emperador valoraba su fidelidad fue que, al año siguiente, en 1534, se dignó a pasar dos noches en el palacio de Alba de Tormes. Fue un gran acontecimiento, sobre todo porque le comunicó que contaba con él para la expedición que pretendía emprender más adelante contra Túnez, desde donde el pirata Barbarroja asolaba las costas de nuestras posesiones en Italia e incluso las de España. Nada más acabar la audiencia donde le explicó el plan, Fernando salió exultante y me abrazó emocionado.
—¡Por fin, Álvaro! ¡Por fin! Vamos a luchar contra los infieles, a conquistar Túnez y ponerles en su sitio.
—Es una magnífica noticia —le respondí yo, contento por él.
—Es cuestión de comenzar a prepararlo todo. Por supuesto, vendrás conmigo y también mi hijo García, para educarle en lo más insigne que hay para un noble: la guerra.
—Pero Fernando, sólo tendrá cinco años, es muy niño.
—¿No te acuerdas de que a esa edad fuimos tú y yo a Navarra con mi abuelo?
—Cierto, pero ahora es ir a África, lejos de casa.
—No importa; mi hijo será educado como mi abuelo hizo conmigo, y María lo entenderá.
Lo cierto es que María no lo entendió, lloró y suplicó, pero la inflexibilidad de Fernando era una barrera infranqueable y, al final, tuvo que acabar aceptando la situación. Se había casado con un guerrero y como esposa y madre de ellos se había de comportar. Precisamente, en ese año de 1534, daba a luz a su segundo hijo. En esta ocasión fue una niña: Beatriz.
La expedición contra Túnez iba a ser de enorme envergadura. Era preciso acabar con el poder de Haradín Barbarroja, aquel griego renegado de Lesbos que, convertido en almirante de Solimán, asolaba constantemente las costas cristianas y sus barcos. Dos años antes se había apoderado de Túnez tras expulsar a un tal Muley Hacen quien, a su vez, había subido al trono tras asesinar a su padre y hermanos. El objetivo de Barbarroja, ya como virrey del Gran Turco en Túnez, era atacar desde su base Sicilia y Nápoles. Sólo el emperador podía evitarlo, y en otoño de 1534 envió a un espía genovés llamado Luis de Presendes, conocedor de Túnez y que hablaba la lengua de la morería, a estudiar el terreno, mas en noviembre fue delatado por un morisco español y el pobre fue degollado y descuartizado. No había otro remedio que atacar directamente, y en diciembre comenzó a escribir a todos los príncipes de la cristiandad pidiendo ayuda. La movilización estaba en marcha.
En Barcelona se fue reuniendo la flota del Cantábrico, la de Flandes, de Andalucía, la de Génova y la de Portugal, ésta encabezada por su cuñado el infante Luis. Junto a ellas también se fueron concentrando miles de soldados, convirtiendo a la capital catalana en una abigarrada aglomeración de hombres que tenían que acampar fuera de las murallas. Los únicos que no acudieron fueron los franceses; ningún caballero franco se sumó a la empresa y, es más, creció la sospecha de que el taimado de Francisco I envió mensajeros a Barbarroja apercibiéndole de lo que se le venía encima. Luego supimos que así fue y, advertido, el renegado hizo que los doce mil cautivos cristianos de Túnez trabajasen sin descanso reforzando las defensas de la ciudad y de la impresionante fortaleza de La Goleta, enclavada en un extremo de la bahía.
Días antes de la partida el emperador fue a solicitar el amparo de la Virgen de Montserrat y encabezó una procesión en la que, bajo palio, se paseó al Santísimo Sacramento hasta la iglesia de Santa María del Mar. Los cuatro palos que sostenían el palio, los llevaban el cesar, el duque de Calabria, el infante don Luis de Portugal y mi señor Fernando, todo emocionado, pues nunca había gozado de semejante honor. Por fin, el 30 de mayo, partimos cientos de embarcaciones de Barcelona. Junto a los marinos y soldados iban miles de frailes, comerciantes y más de dos mil mujeres de la vida, ávidas del oro que generosamente habían de recaudar de los soldados. Nosotros, junto al emperador, ocupamos la galera Bastarda, equipada por el almirante genovés Andrea Doria. Fernando, henchido de gozo, no cabía en sí de emoción, y en lo alto del castillo de popa no hacía más que otear el horizonte ansiando cuanto antes llegar a África. También nos acompañaba de nuevo nuestro amigo Garcilaso, que a la mínima oportunidad aprovechaba para escribir sus poemas gracias a la pluma, tinta y pliegos que siempre llevaba consigo dispuestos a emplear en cuanto le tocase con su gracia la musa de la inspiración.
El 3 de mayo hicimos escala en Mahón y el 11 de junio llegamos a Cagliari, en Cerdeña. En su puerto se nos unieron todos los efectivos del centro y sur de Italia. Otra vez allí estaba todo lo granado de la nobleza española, italiana, flamenca y alemana. Éramos una hueste de más de treinta mil hombres de armas, aparte del personal no militar, embarcados en cuatrocientas veinte velas. Una empresa enorme financiada por el oro que estaba comenzando a llegar de las Américas. Durante la travesía se ordenó, bajo pena de muerte, no blasfemar, así como que todo el mundo confesase y comulgase, para así estar bien dispuestos con Dios antes de alcanzar las tierras africanas. Poco antes de llegar capturamos dos galeras francesas que venían precisamente de Túnez. Todos sabíamos que habían advertido al turco de nuestra presencia, mas ellos lo negaban.
Por fin, el 16 de junio desembarcamos en las ruinas de Cartago, en donde se montó el campamento, mientras otras naves seguían reconociendo la costa. A las pocas horas Fernando y yo teníamos ante nuestros ojos a las tripulaciones de los dos barcos franceses capturados. El emperador, dada nuestra experiencia en estas conspiraciones, nos había encomendado que averiguásemos lo que pudiésemos de aquellos hombres. Empezamos por hacerles desnudar y comprobar si alguno llevaba aquel siniestro y herético tatuaje; ninguno lo tenía, pero, amenazados por la tortura, confesaron que habían partido de Marsella, que habían dejado en La Goleta, días atrás, a tres personajes, dos franceses y uno alemán, que al parecer ejercían rango y autoridad, y que llevaban con ellos un gran cargamento oculto bajo unas gruesas telas, que creían podían ser cañones. Uno de los marinos dijo que había visto la marca en uno de ellos y, para más señas, que otro cojeaba. No pudimos evitar una exclamación; allí estaba aquel al que seguramente yo había herido en Segovia y luego se nos escabulló en Sevilla. Eso demostraba que la conjura luterana, ahora en connivencia con los turcos, seguía abierta. Nuestro enemigo no descansaba, y nosotros rápidamente advertimos al emperador. Estábamos los tres solos en su tienda y pudimos hablar con tranquilidad. Como siempre, nos escuchó pensativo, pero, de pronto, soltó una exclamación en alemán en la que llamaba «hi de puta» a Francisco I.
—Bien —añadió seguidamente—. Ello demuestra que es más precisa que nunca nuestra victoria en Túnez. Aquí golpearemos a infieles y a herejes, todos a la vez.
—Majestad —intervino Fernando—. Hay que hacer lo posible por capturar a esos tres luteranos para poder interrogarles.
—Sí; habría que conocer el alcance de la conspiración, quién la forma y qué planean, aunque está claro que, por de pronto, lo único que quieren es nuestra derrota.
—Tenemos la ventaja de que ellos no sospechan que sabemos de su presencia. Nos será más fácil indagar —comenté por mi parte.
—De acuerdo, señores. ¡A por ellos! Pero ahora, hay que vencer. Esto es lo más importante. Pero de todo esto guardad secreto. Sólo a mí, a Hernando de Alarcón y a quien yo indique habéis de informar de este tema. Es posible que incluso entre algún noble de nuestras filas anide la serpiente de la traición.
Salimos de la tienda imperial muy excitados y ansiosos. Nada más entrar en la nuestra me dijo Fernando:
—Álvaro, nos las vemos con hijos de Mahoma y Lutero a la vez. ¡Vive Dios que voy a vengar con gusto a mi padre! Cayó aquí, en Túnez, a manos de estos moros, y te juro que voy a hacer correr su sangre con la de sus cómplices herejes.
—Bien, pero con cuidado. Primero que tu hijo esté siempre a salvo, en retaguardia y cerca de los barcos por si hay que partir presurosamente. Y luego, por Dios, no le dejes huérfano como tu padre te dejó a ti. Yo iré contigo para tratar de guardarte las espaldas, pero ve con cautela.
—Tú siempre tan sesudo y sagaz —me dijo mientras me miraba y asentía, poniéndome una mano en el hombro.
—Fernando, tú eres mejor guerrero que yo, más audaz, pero también, y sabes que tengo razón, más impulsivo. Sólo te pido que vigiles.
—Bien, pero tú que eres más atento a los detalles, busca con la mirada cualquier cosa que pudiese ser sospechosa sobre nuestros herejes tatuados. Ellos son más peligrosos que los moros, pues pueden estar en nuestras filas y pasan más disimulados por el idioma, el aspecto y la cultura.
—No te preocupes que ésa es también mi intención al no estar en primera fila con la espada —dije aliviado, pues así me permitía escabullirme del combate a su lado y mantener en secreto mi cobardía guerrera.
Como no podía ser de otra manera, mantuvimos esta conversación en privado, mientras le ayudaba a ponerse su lujosa armadura en la tienda que ocupábamos, a cien pasos de la del emperador. Fernando era consciente de que, tras haberse sumado media nobleza europea a la empresa, él ya no era de lo más selecto de toda ella y había pasado a un segundo plano, aunque fuese en secreto —y hay que decirlo, con mi ayuda—, el mejor espía imperial. Ahora, en Cartago, había decenas de nobles más ilustres que él, veteranos y de mayor experiencia y valentía contrastada en el combate. Debía demostrar ante el emperador que, pese a su juventud, merecía estar en primera fila de los nobles de Europa. A mí no me hacía ninguna gracia la guerra; otra vez batallas, muertos inocentes… Sabía que eso era lo que me esperaba. No me quedaba más remedio que estar junto a Fernando, pero trataría, no sólo de no matar a nadie, por más moro o hereje que fuese, sino de no contemplar más allá de la espalda de mi amigo y así ahorrarme la visión de todos aquellos horrores que se iban a cometer en aquellos días. De paso, estaría alerta a cualquier movimiento sospechoso cerca del emperador y de Fernando, o a alguna maniobra extraña que pudiesen hacer aquellos malditos tatuados.
Al día siguiente, el grueso del ejército, por tierra y por mar, nos dirigimos a La Goleta, la llave de Túnez. A lo largo de legua y media que nos separaba de nuestro destino, se fueron presentando algunos renegados cristianos que pretendían volver ahora a la verdadera fe, alegando que habían sido hechos presos y obligados a convertirse al islam. A todos se les perdonó menos a uno, un antiguo fraile sevillano que fue quemado vivo por orden imperial: había cosas que no se podían perdonar a alguien que había hecho los votos.
El 19 de junio comenzó un terrible bombardeo desde tierra y mar contra la fortaleza. Los defensores no se quedaban cortos y no sólo respondían, sino que realizaban esporádicas salidas que ponían en apuros a los nuestros. Por suerte, un goteo de miles de hombres procedentes de toda Europa se iba sumando día a día a las fuerzas imperiales, por lo que nuestro ejército era cada día más fuerte. Entre ellos llegó nuestro amigo y sabedor de nuestras acciones secretas, Hernando de Alarcón, acompañado del tío de Fernando, Pedro de Toledo, y abundantes refuerzos y vituallas. No obstante, una salida que los turcos hicieron por sorpresa el 23 de junio acabó con la vida de decenas de italianos incluyendo a su jefe, el conde de Sarno, cuya cabeza decapitada llevaron ante Barbarroja. Únicamente la reacción de nuestras fuerzas bajo el mando del propio cesar pudo detener su ofensiva.
Alentados por el resultado, el día 26 los infieles planearon un ataque general sobre nuestro campo que habría de proceder tanto desde La Goleta como desde Túnez. Pero en esta ocasión estábamos atentos y apercibidos y cuando atacaron, les respondimos. Las fuerzas que comandaba mi amigo tenían una de las misiones más importantes: cegar la artillería que los moros habían desplegado en unos olivares y que machacaban nuestras fuerzas. Hacia esas posiciones se lanzó Fernando; junto a él iban otros nobles, nuestro amigo Garcilaso y, un poco más atrás, el emperador. Yo estaba pocos pasos tras mi amigo, vigilando que nadie le asaltase por la espalda aprovechando la confusión y de paso, he de confesarlo, protegiéndome en lo que podía de aquella lluvia de dardos y disparos. Llevaba conmigo una ballesta de mano armada, pequeña pero potente, capaz de dejar seco a cualquiera a más de cien pasos. También una alforja con flechas de repuesto y otra ballesta preparada que esperaba no usar. A medida que avanzaba tras Fernando, trataba de echar continuos vistazos atrás, hacia nuestro soberano y su séquito, intentando descubrir cualquier cosa extraña.
Al frente de una escuadra de arcabuceros y despreciando la vida, Fernando fue saltando muros, viñas y vallas para aproximarse a los cañones enemigos. Para dominar mi miedo no miraba a los que caían a mis pies, sino que fijaba la vista en la espalda de mi amigo. Él y sus hombres combatían bizarramente y habían despanzurrado a casi todos los que protegían los cañones, cuando, de pronto, una compañía de los temibles jenízaros turcos irrumpió dando gritos. Dada la rapidez con la que habíamos avanzado nos quedamos un poco aislados de las fuerzas que venían detrás, por lo que enseguida nos rodearon aquellos otomanos. Con una frialdad admirable, Fernando mandó entonces formar en cuadro, situando a los mejores arcabuceros en las esquinas y arrodillados en las filas, mientras que el resto de hombres cogía las picas, dispuestos a convertirnos en un erizo capaz de repeler todo ataque. Dio instrucciones para que nadie se moviese ni disparase hasta que él lo ordenase y se ajustó el yelmo. Ante la rapidez de la maniobra, los jenízaros quedaron por un momento quietos y desconcertados, pero al ver nuestra inmovilidad se lanzaron contra nosotros gritando. Mientras se aproximaban, oía que algunos rezaban, lo que me hizo volver a sentir aquella incómoda y vergonzosa flojera de vientre. Afortunadamente, esta vez no tuve tiempo de cagarme.
Cuando sólo estaban a veinte pasos de distancia, Fernando ordenó fuego y los arcabuces vomitaron sus balas. Dispararon a bulto, sin apuntar, pero era tal la avalancha enemiga que por fuerza debía de causar grandes estragos en sus filas. Efectivamente, ante aquella andanada muchos turcos cayeron entre aullidos, pero otros siguieron adelante blandiendo sus alfanjes. Por fortuna, las picas detuvieron a casi todos, mientras los arcabuceros recargaban sus armas todo lo rápido que podían y volvían a disparar. Tres otomanos lograron romper el cuadro, pero Fernando en persona y Garcilaso, que siempre estaba a su lado, lograron abatir a dos de ellos con la espada. El tercero se abalanzó sobre mi amigo que estaba rematando al caído e, instintivamente, disparé mi ballesta. Mi flecha se le clavó en el hombro, haciendo soltar su arma, lo que aprovechó un soldado para cortarle la cabeza. En eso llegaron el resto de nuestras unidades y los turcos emprendieron la retirada. Capturamos la mayor parte de sus cañones, y aunque murieron bastantes de los nuestros, todos ellos muy valientes, mucho más alta fue la mortandad entre sus filas.
—Gracias, Álvaro. Otra vez me has salvado —me dijo Fernando efusivamente.
—Ni lo pensé… señor —respondí, dándome cuenta de que estaba en público y no podía tutearle.
—Una lucha gloriosa. ¡Les hemos batido en toda regla!
Enseguida me retiré, mientras todos festejaban la acción entre gritos. El miedo se me había esfumado y estaba satisfecho de haber salvado a mi amigo; quizás no era tan cobarde como pensaba. Rápidamente me puse a andar entre los cadáveres de los enemigos como otros soldados hacían, pero la diferencia es que éstos saqueaban lo que podían. Yo lo hacía para ver si advertía alguno de aquellos tatuajes que me tenían tan obsesionado. Como ya suponía, no había ninguno; aquellos luteranos marcados eran pocos, escogidos, y si sólo había tres, debían de estar en la ciudad o en la fortaleza, junto a Barbarroja y los suyos. De lo que sí me di cuenta es que muchos de los jenízaros eran rubios y recordé que los turcos los reclutaban fundamentalmente mediante el secuestro o la compra cuando eran niños, en los territorios eslavos que dominaban, para luego, lejos de sus familias y raíces, convertirles al islam y formarles como eficaces y fanáticos guerreros. Garcilaso también iba y venía pensativo entre aquella montaña de cadáveres. No estaba exultante como en otras ocasiones; más bien estaba taciturno y melancólico, como si le comenzase a pesar la sangre vertida en tantas contiendas.
Aquella tarde, mientras se festejaba la victoria, ocurrió un suceso interesante. Un moro se presentó en el campamento pidiendo audiencia en secreto con el emperador. Avisados por Alarcón, fuimos varios caballeros a presenciar la entrevista. Tras ser convenientemente registrado y desnudado, pasó al interior de la tienda y propuso a nuestro soberano envenenar a Barbarroja, pues, aducía, él era el panadero del turco por lo que fácilmente podía suministrarle un tósigo. Nuestro cesar no aceptó el ofrecimiento, argumentando que tal acción era indigna de él, pues el emperador, como caballero de honor que era, no aprobaba el uso de medios tan taimados, y le despidió. Yo admiré su respuesta, pero advertí que Fernando y otros no habrían desechado tan alegremente el ofrecimiento, aunque, lo más probable es que el intento se hubiese saldado con fracaso.
A finales de mes se presentó el rey moro que había sido depuesto de Túnez por Barbarroja, Muley Hacen. El emperador ordenó a Fernando y a otros nobles salir a recibirle, y fue conducido a su presencia. Se mostró muy agradecido, pues sabía que sólo podía recuperar su reino si triunfaban las armas cristianas, por lo que prometió eterna obediencia y vasallaje, tras lo que le regaló una yegua. Mientras tanto, el asedio a La Goleta continuaba. Los rigores del verano y la sed hacían muy dura la acción; tanto o más que las saetas y los disparos de los turcos. Para rendir la plaza era necesario el derrumbe de un sector de la muralla. A esta acción se habían dedicado diversos ingenieros y cientos de hombres, cavando minas sin cesar en diferentes turnos, día y noche. Fernando participó en la planificación de la obras, aunque no llevó la dirección principal. El objetivo era alcanzar la base de una torre, para que al derrumbarse arrastrase consigo los lienzos de murallas más extensos posibles. El suelo rocoso dificultaba la excavación, que debía pasar disimulada a los ojos de los defensores, al menos en lo referente a su trayectoria. Por fin, el 13 de julio se alcanzaron los cimientos de la torre sin que al parecer los defensores se percatasen. Con el máximo sigilo se apuntaló el techo del túnel y se cebó con pólvora, preparándose una mecha para el día siguiente.
Al alba del 14 de julio, desde tierra y mar, el ejército imperial comenzó un furioso bombardeo desde todos los lados de la fortaleza. No sólo se debían debilitar las defensas, sino, como era usual, despistar a los turcos sobre el lugar concreto que se atacaría. Seis horas después estalló la mina en medio de una gran humareda, echando abajo la torre y aplastando a casi todos sus defensores y artilleros. La orden del asalto general salió de los labios del mismo emperador, y un río de destrucción entró por aquel amplio boquete. Al frente, en esta ocasión, iba un sacerdote portando una cruz de madera animando a los cristianos al ataque. Una vez más, Fernando no vaciló en dirigir a sus hombres con una intrepidez que no dejó indiferente a quien lo presenció. No obstante, parecía que estaba aprendiendo a no correr riesgos innecesarios y, antes de avanzar, observaba atentamente las posiciones por las que había de hacerlo. Los defensores, incapaces de detener aquella oleada, se retiraron en desbandada hacia Túnez —con el comandante de la fortaleza, el judío renegado Sinán, al frente—, no sin perder muchos hombres mientras trataban de romper en su retirada las líneas imperiales. Los que no pudieron huir fueron todos masacrados y se obtuvo un botín militar muy importante, entre el que figuraba más de cien barcos que había en un dique seco de un canal interior y decenas de cañones que llevaban grabadas la flor de lis, lo que evidenciaba la ayuda que el rey francés había dado a aquellos infieles.
Conforme a mis instrucciones, y también a mi deseo, trataba de abstraerme de aquella matanza contemplando atentamente cualquier elemento sospechoso que pudiese darse lejos del combate. Entre aquella marabunta de hombres, polvo, sangre y gritos, todos iban de aquí para allí matando, saqueando y maldiciendo. Me llamó la atención un caballero que, en medio de todo aquel jaleo y sin parecer herido, trataba de alejarse de la fortaleza, lo que le convertía en uno de los pocos que marchaba en sentido contrario a los demás. Cuando pasó cerca de mí, iba mirando al suelo y en silencio, como ajeno a todo aquel zafarrancho, y entonces me percaté de algo curioso: sus ropas estaban limpias, sin arrugas ni manchas, como recién puestas, al contrario de las del resto de tropa, impregnadas de sudor, sangre, polvo y no pocos agujeros. Le dejé alejarse, siguiéndole discretamente a distancia y, al cabo de unos trescientos pasos, le llamé en francés; sin poderlo evitar, se giró, pero inmediatamente comprendió que había caído en una trampa, por lo que emprendió una loca carrera hacia el mar. Rápidamente le perseguí alertando al mismo tiempo a gritos a unos soldados próximos, pero en su loca carrera no miró dónde pisaba y cayó por el acantilado rompiéndose el cuello. Bajé como pude a la playa, y allí me encontré a aquel infeliz moribundo; tenía el espinazo roto, sangraba por la boca y por los jirones de su jubón, hasta hacía poco inmaculado, veía aquel tatuaje infausto grabado en su pecho. Aún estaba consciente cuando me acerqué a él y, al verme, comenzó a balbucear en castellano:
—¡Confesión, favor, confesión!
—No os la puedo dar, pues no soy sacerdote, y como hereje que presumo sois, no podéis pedir un sacramento del que renegáis —respondí.
—¡Por favor, no me dejéis morir como un perro! Me arrepiento de mi herejía… Estaba equivocado. ¡Reniego de Lutero, de sus diabólicos planes, creo en la transubstanciación! ¡Quiero morir como católico! ¡Favor!
Conmovido por aquella escena que me recordaba la vivida hada años en Fuenterrabía, me arrodillé junto a él y me puse a rezar un avemaria que él siguió conmigo. Luego le dije que si de corazón se arrepentía de sus errores tan horrendos, Dios lo acogería en su seno, pero que confesase quién, aparte de Lutero, estaba detrás de la conjura y poder salvar así tanto al emperador como a la Santa Madre Iglesia.
—¿El rey Francisco está con la herejía? —le pregunté.
—No; es un buen católico, pero la quiere aprovechar para minar el poder de los Habsburgo —me contestó con voz cada vez más entrecortada—. Él se limitó a enviarnos a tres con los cañones.
—¿Quién urde la trama? ¿Es el mismo Lutero?
—No, él se ocupa únicamente de los temas espirituales. Hay otros muy poderosos detrás: franceses, alemanes, flamencos y hasta algún italiano, pero no les conozco. Las pocas veces que nos hemos visto no nos hemos identificado.
—¿A quién conoces que esté detrás? ¡Dímelo, por Dios!
—Sólo a uno —dijo, jadeando y tosiendo.
Pero su fin estaba cada vez más cercano y tenía la mirada nublada y perdida; ya no regía al hablar y lo único que pude entender fue una palabra que repitió varias veces: el duque. Luego expiró sin decir nada más. Y yo allí, de rodillas a su lado, que más parecía un cura que un espía, o ayudante de cámara, o sirviente. Le cerré los ojos y supliqué por el perdón de su alma. En aquel momento, sin saber por qué, me acordé de Raquel y me entraron ganas de llorar. Al poco me serené y entre sus ropas encontré un grueso manual artillero en francés. Sin duda era verdad lo que había dicho y se trataba de uno de los tres misteriosos francos que habían sido enviados semanas antes a Túnez, seguramente como jefe de las baterías artilleras de Francisco I para reforzar a los turcos. Quedaban dos.
A los pocos minutos, Fernando y Hernando de Alarcón estaban informados de este importante suceso, que, a su vez, transmitieron al emperador. De todas formas, no me atreví a explicar que antes había procurado por la salvación de su alma que por sacar la información; con toda probabilidad, Fernando la habría emprendido conmigo a patadas y me habría conminado a entrar en un convento. Esa misma noche, en la tienda imperial hubo un consejo de guerra; yo, al fondo, en un rincón, pasaba desapercibido.
—Hay que marchar ya mismo sobre Túnez, aprovechando la gracia divina de la victoria —afirmó nuestro jefe supremo.
—Señor —dijeron otros—, sería más prudente asentarnos fuertemente en La Goleta y partir a casa. La acción de pirateo de Barbarroja quedará igualmente impedida y es mejor que no nos arriesguemos a perder hombres en esta tierra tan hostil.
—Perdonad la osadía de mi juventud y poca experiencia, pero apoyo a nuestro cesar. Hay que tomar Túnez, por Dios, por España y toda la cristiandad —interrumpió con energía Fernando—. Y de paso —siguió argumentando—, dar una lección al rey Francisco que, aunque católico, sabemos que está apoyando a estos infieles.
Un murmullo se extendió entre los asistentes y alguna exclamación de desaprobación salió de los labios del jefe de las fuerzas papales ante aquellas palabras. Alarcón rápidamente se adelantó y cogió por el brazo a Fernando como para indicarle que sujetase la lengua. Seguramente, aquella información de que había nobles en la conjura luterana y un duque dirigiendo la conspiración, así como de la gran complicidad de Francia con el turco, quemaba en la boca de mi amigo, pero nadie dijo nada más.
—Ése es también mi parecer —apostilló el infante don Luis de Portugal—. ¿Acaso es ahora momento de flaquear? Hay que atacar y acabar para siempre con ese maldito de Barbarroja. No habrá otra oportunidad mejor.
—Su ánimo estará abatido tras la derrota de hoy, por lo que será más fácil tomar Túnez que no La Goleta —añadió el duque de Alba—. Majestad, ¡tenemos la victoria al alcance de la mano!
Convencidos o avergonzados, los nobles que se oponían a la empresa callaron y asintieron, y seis días después, el 20 de julio, tras haber asegurado la fortaleza y preparado a los hombres, se emprendió la marcha hacia Túnez. Éramos un total de veinte mil hombres, dos mil de ellos a caballo. El ejército lo encabezaba el mismo Carlos V y, salvo el almirante Andrea Doria que quedó en La Goleta, en él estábamos toda la nobleza de España e Italia. Fernando iba en el centro, en donde figuraban soldados españoles y tudescos. El calor pronto se hizo insoportable y el agua comenzó a escasear, sobre todo entre los hombres que arrastraban las piezas artilleras por falta de animales de tiro, lo que provocó numerosos incidentes. Era tal el cansancio que se decidió abandonar la artillería y proseguir el avance sabiendo que la batalla se haría fuera de la ciudad y que, de momento, las piezas de sitio eran innecesarias. Tras unos ocho mil pasos de marcha llegamos a las inmediaciones de Túnez. Allí nos esperaba, fresco y descansado, el ejército de Barbarroja, por lo que muchos se asustaron, a lo que el marqués de Aguilar respondió: «Mejor, a más moros más ganancia», dando a entender que el botín sería más cuantioso al lograrse la victoria. La ocurrencia fue ampliamente reída y pareció infundir ánimos a los nuestros.
Confiados los perros musulmanes de su superioridad numérica y de sus fuerzas descansadas, acometieron con confianza a nuestras filas. A su frente iba un alfaquí o santón musulmán que, mientras recitaba versos del Corán, iba lanzando maldiciones y conjuros a los nuestros, pensando que ello nos detendría. En eso se vio una vez más el poder de nuestra disciplina, pues, a sus cargas alocadas, los nuestros respondieron con sus cuadros de picas y arcabuceros que, ora aguantando, ora avanzando, fueron dispersando las desordenadas filas atacantes. Por supuesto, el primer objetivo fue aquel grotesco alfaquí que fue despanzurrado a las primeras de cambio. Al mismo tiempo, nuestra caballería se limitaba a repeler a la suya y a perseguir a sus fuerzas cuando éstas comenzaban a retirarse. Sólo los temibles jenízaros, admirables arqueros, pusieron en aprietos a los nuestros, pero su reducido número, para nuestra suerte, hizo baldío su esfuerzo. Una vez más, Fernando, al frente de varios destacamentos, mostró su valentía y su habilidad para dirigir el combate, al tiempo que no dejaba de gritar «¡Santiago!» y vivas al emperador. Al final del día, los mahometanos derrotados, con su jefe a la cabeza, se replegaron a la ciudad con el ánimo de defenderla, mientras que en las murallas dos hombres caminaban aguadamente con semblante furioso presenciando la retirada. Uno de ellos cojeaba y maldecía con particular ira ante la victoria imperial.
Cuantioso fue el botín que en armas, alimentos y agua dejaron sobre el campo los vencidos, lo que resultó de gran ayuda a nuestras exhaustas tropas. Mas el éxito no acabó al anochecer, y fuese por azar, valor o milagro obrado por la Virgen de la Merced, aquella misma noche, Túnez iba a caer en nuestras manos. Resulta que en la alcazaba de la ciudad estaban confinados como esclavos más de doce mil cristianos. Ellos habían trabajado en las defensas de La Goleta y, al poco del desembarco de nuestras fuerzas, el malvado caudillo otomano había pensado en degollarles a todos. Mas el judío renegado Sinán le convenció de que no lo hiciese; unos dicen que por humanidad, otros que por no excitar aún más el ánimo vengativo de los nuestros, o por no perder una carta a intercambiar en caso de llegar a un armisticio. El hecho es que, aprovechando los combates que se daban en el campo exterior a Túnez y la expectación que ello causaba, los cautivos supieron convencer a dos guardianes de la alcazaba, que eran unos renegados españoles llamados Francisco Catanio y Francisco de Medellín, apodados respectivamente Yarafaguas y Memín, de que les librasen del cautiverio. De esta manera consiguieron las llaves y organizaron un motín que acabó con la expulsión de la fortaleza de la guarnición turca; no sólo eso, sino que apoderándose de la artillería comenzaron a disparar contra las murallas de la ciudad. Barbarroja vio que todo estaba perdido y, antes de que las noticias de la rebelión de los cautivos llegasen al campamento imperial, emprendió la huida con los suyos hacia Bona, puerto en donde tenía preparadas catorce galeras y grandes riquezas como previsión de huida. Junto a él cabalgaban aquellos que maldecían desde las almenas, montados en veloces corceles. Ahí cogerían sus barcos y partirían para Argel.
Al día siguiente, 21 de julio, el ejército cristiano emprendió el avance hacia la ciudad, pero al poco vimos una bandera blanca ondeando en la alcazaba y que unos ciudadanos salían comisionados de la ciudad a parlamentar. Enterados de lo sucedido, la euforia se desató entre nuestras huestes. Muley Hacen trató de impedir el saqueo y se lo pidió al emperador ofreciéndole dinero, pero nada podía contener a la soldadesca, que entró a sangre y fuego en las calles de Túnez con deseos de venganza y riqueza, a la que se unieron los cautivos cristianos ansiosos de ajustar cuentas con sus captores. La matanza fue horrible, y entre los desmanes y bellaquerías cometidos por aquellos hombres que decían actuar en nombre de Dios, no fue la menor la destrucción de un salón de perfumes, otro de pinturas y especialmente de una magnífica biblioteca con encuadernaciones e ilustraciones en oro que fue salvajemente expoliada. Recuerdo que, al saberlo, Garcilaso trató de impedirlo, pero casi consigue que le maten, pues aquellos locos soldados no ansiaban más que arrancar el oro y las piedras de las incrustaciones, enviando a la hoguera todos los libros para que el papel, al consumirse, dejase lo aprovechable a la vista. Alma sensible, amante de la cultura fuese cristiana o musulmana, poeta al fin y al cabo, más hecho para la pluma que para la espada, aunque esto último se lo impuso como un deber y ¡vive Dios! que cumplió con creces como valiente soldado, no pudo soportar aquel espectáculo.
Al final, nuestro pobre amigo se marchó llorando, herido de cierta consideración aunque más le dolía el alma, y en vano Fernando y yo tratamos de consolarle. Seguramente esos sucesos le hicieron ver que todo aquello por lo que estaba luchando no era tan hermoso como se había figurado y le inspiraron aquellos versos tan llenos de desdicha y desengaño, y a la vez tan desgraciadamente premonitorios de tantas desgracias venideras:
¿A quién ya de nosotros el exceso
de guerras, de peligros y destierro
no toca y no ha cansado el gran proceso?
¿Quién no vio desparcir su sangre al hierro
del enemigo? ¿Quién no vio su vida
perder mil veces, y escapar por yerro?
¿De cuántos queda y quedará perdida
la casa, la mujer y la memoria,
y de otros la hacienda despendida?
¿Qué se saca de aquesto? ¿Alguna gloria?
¿Algunos premios o agradecimientos?
Sóbralo quien leyere nuestra historia;
Veráse allí que como el humo al viento
así se deshará nuestra fatiga
ante quien se endereza nuestro intento.
Horas después, el emperador ordenó que no se causase mal a mujeres y niños y que sólo se matase a aquellos lugareños que presentasen resistencia armada, pero la masacre ya estaba hecha. Por otra parte, semejante bellaquería que fue aquel saqueo incontrolado tuvo como consecuencia retrasar la persecución del malvado Barbarroja, facilitando su huida. Tuvo ocasión en el futuro de lamentar el emperador aquel error, porque fueron muchos los daños que aquel pirata siguió haciendo a los cristianos y a las armas imperiales durante los once años que le quedaron de vida, que habría de empezar con el saqueo y captura de esclavos que hiciera a final del año siguiente del puerto de Mahón, para amargo lamento de su población.
Por la noche, con las hogueras aún prendiendo en las calles, el emperador nos mandó llamar a su tienda.
—Joven duque de Alba, tengo una cosa que es vuestra y de vuestro hijo al que habéis traído a esta expedición —dijo el emperador.
—¿Qué es, mi señor?
—La hemos encontrado en los depósitos de armas. Por el escudo de armas lo hemos reconocido. Es la armadura de vuestro padre, García, muerto hace años aquí, en Gelbes. Tomadla —dijo, levantando un lienzo que la cubría—. Nos hemos permitido sacarle lustre y brillo y creemos que es hora de que la lleve el nuevo duque de Alba.
—Majestad —contestó Fernando, cayendo de hinojos y visiblemente emocionado—. ¡Gracias! Mi padre ha sido vengado, y a partir de ahora, éste será el arnés que siempre llevaré junto a vos en las batallas. La fidelidad que me une ahora hacia vuestra majestad es doble.
—Gracias os las debo yo. Con hombres como vos, la causa del imperio y la cristiandad estarán siempre a salvo. Habéis combatido con valor y mucha sabiduría.
Miles de tunecinos murieron, más de otros diez mil fueron hechos esclavos y vendidos, mientras que se liberaban en medio de loas a la Virgen a todos los cautivos cristianos cuya rebelión había propiciado tan rápida victoria. El emperador repuso a Muley Hacen en el trono en calidad de vasallo, le devolvió los territorios arrebatados por Barbarroja, pero le impuso la tolerancia del culto cristiano; la prohibición de acoger a ningún moro venido de España; la cesión indefinida de La Goleta, que quedó con una guarnición de mil veteranos españoles; el pago anual de doce mil ducados de oro, así como de seis caballos y de doce halcones cada año, por la festividad de Santiago. Entre las armas encontradas en los arsenales figuraba abundante material que había pertenecido al santo rey Luis de Francia, que había muerto ante los muros de la ciudad en la última cruzada hacía muchos años.