Capítulo 2

De cómo descubrimos varias conjuras luteranas, asi como algo más dulce y amargo: las pasiones amorosas

Tras la aventura de Fuenterrabía, mi amo y amigo alternaba sus estancias como gobernador en dicha plaza con temporadas que pasaba en sus aposentos de Castilla. Yo, como es menester, siempre le acompañaba y también, en ocasiones, aquel joven poeta Garcilaso, que se convirtió en ciertos periodos asiduo de nuestra compañía.

Durante aquellos años, la guerra con Francia estaba en su apogeo. Me acuerdo que en aquella ciudad del norte nos enteramos con emoción, justo un año después, de cómo las fuerzas imperiales habían logrado derrotar y apresar al mismo rey de Francia Francisco I, en la batalla de Pavía, siendo luego llevado a Madrid, en donde permaneció preso hasta enero de 1526. En medio de aquel ajetreo militar, Fernando estaba incómodo. La gobernación de la plaza, un cargo ahora bastante burocrático ante la inactividad francesa, le sabía a poco y sus ganas de acción eran imposibles de frenar, pero la responsabilidad que ahora tenía le impedía obrar alocadamente y emprender ninguna clase de acción. Pero una tarde lluviosa de octubre de 1525 llegó un mensajero; desde lejos le vi acercarse, acompañado de un guardia, a la puerta de sus estancias particulares desde cuyas ventanas Fernando, en ese momento, oteaba nervioso tratando de descubrir algo en el horizonte. Inmediatamente mi amigo abrió un pliego y lo leyó con avidez. Yo me intrigué aún más cuando dio un respingo y comenzó a moverse inquieto, mientras comentaba algunas cosas con el mensajero. Enseguida me llamó.

—Álvaro —me dijo—, esta noche, después de la cena, te quedas conmigo un rato que hemos de hablar. Es muy importante.

La mirada que tenía era aquella que había visto meses atrás cuando asaltó la ciudad, la de una febril actividad que estaba a punto de desatarse. Yo no pude evitar inquietarme y, temeroso, me dispuse a esperar la hora.

La colación resultó ligera y se veía bien cómo ansiaba acabarla cuanto antes. Tras ella, despidió a los capitanes y a otros nobles que compartían nuestra mesa y que, bajo su mando, se encargaban de la gobernación de la ciudad, y nos quedamos solos. Pero enseguida y súbitamente entró en la sala el mensajero que horas antes le había entregado aquella misteriosa carta. Se presentó como Luis de la Gándara. Me tendió de inmediato la misiva y la leí. Estaba firmada por el emperador en persona y pedía a Fernando que, con disimulo, partiese con el menor séquito posible a Madrid, y allí sería informado de una importante misión que tenía que llevar a cabo. En ese momento, el mensajero se identificó como un capitán de la guardia imperial y añadió que los servicios que se requerían a mi señor, y a mi persona en caso de acompañarle, estaban relacionados con la prisión del rey Francisco, por lo que se había de actuar con suma discreción. Al día siguiente, a las seis de la mañana, con cuatro caballos partíamos los tres de Fuenterrabía. Teníamos dieciocho años y volvíamos a viajar rumbo a otra aventura, dispuestos a comernos el mundo, sin percatarnos de que, en ese mismo momento, de una ventana apenas abierta salía volando una paloma mensajera, que, tras revolotear durante unos instantes, inició su vuelo hacia el sur.

Tres días después, cansados, empapados y ateridos de frío, llegamos a Segovia. Nuestra misión era secreta, por lo que en ningún momento dimos cuenta a las autoridades locales de nuestro paso. En una posada al pie del viejo acueducto romano encontramos habitaciones confortables. Esa noche degustamos un excelente cordero lechal y medio queso, que regamos abundantemente con vino de la región. Recuerdo que elogiamos la calidad de aquel caldo al mesonero que nos sirvió, quien nos prometió hacernos llegar un par de jarras más tarde, por si queríamos beber en nuestras habitaciones. Tras la magnífica cena nos quedamos hablando junto al fuego y al poco rato nos retiramos agotados a nuestras estancias. Al llegar, en el suelo, junto a la puerta de cada cámara había una jarra con aquel excelente vino. Tras comentarlo festivamente y sin pensarlo dos veces, lo recogimos y lo entramos. Yo, por mi parte, sólo tenía deseos de dormir, pero no quería que ningún perro o gato se bebiese aquel vino, por lo que lo puse sobre una mesa que había junto a la cama.

Estaba quitándome las botas cuando oí un alarido. De un saltó abrí la puerta y salí al pasillo. Allí estaba Fernando con cara de extrañeza como yo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—¡Alguien ha chillado! —añadió Fernando—. Creo que ha sido en la habitación de Luis.

Sin pensarlo dos veces, irrumpimos en su cuarto y allí estaba, agonizante, saliéndole el líquido de la boca y con la mirada perdida, mientras la jarra de vino estaba rota en el suelo. Apenas podía articular palabra, pero al acercar la vela a sus ojos los vimos terriblemente dilatados. Mi amigo y yo nos miramos y recordamos al instante un enfermo que habíamos visto con los mismos síntomas en Alemania. Había sido envenenado con belladona, un viejo veneno que ahora había sido puesto de moda por los sicarios de las poderosas familias italianas para tratar de deshacerse de sus enemigos. Enseguida lo comprendimos: alguien había querido envenenarnos echando aquella pócima en los recipientes que tan amablemente nos habían dejado a las puertas de nuestras habitaciones. Seguramente se habían equivocado en la dosis y el pobre Luis, en vez de morir en la cama, sin decir ni pío, había sufrido un repentino colapso.

Tras bajar las escaleras buscamos al tabernero, pero un niño que hacía de criado nos dijo que había salido, por lo que, conteniendo nuestra ira e impaciencia, decidimos esperarle en el gran comedor, ahora desierto. Al cabo de una hora entró sigilosamente. Debía de creer que ya estábamos muertos. Pero allí, apenas alumbrados por los rescoldos del hogar, estábamos nosotros. Al vernos, se quedó petrificado y no le salió palabra. Lentamente Fernando se incorporó, se acercó a él, le puso su daga en el cuello y comenzó a interrogarle:

—¡Hijo de la gran ramera! ¿Quién te ha pagado? ¿Quién te ha dado el tósigo? Dímelo o muere.

—¡Favor, señor! No sé de qué me habláis.

—Escucha, asesino —intervine yo—, nuestro amigo ha muerto y ha sido tu vino. Había belladona en él. Dinos lo que queremos saber y salvarás la vida.

—Bien, bien —balbuceó atropelladamente mientras su rostro estaba cada vez más pálido—. Ha sido un perfumista italiano. Tiene su comercio en la calle de abajo. Tiene un letrero grande y azul. Me dio dinero y esos polvos para daros mezclados con la bebida, pero no me dijo nada de matar, me habló de que os atontaría y que mañana vendría a hacerse cargo de vosotros, que sólo os quería registrar.

—¡Cerdo traidor y mentiroso! —exclamó Fernando, al tiempo que le rajaba la garganta y la sangre le salía a borbotones manchando nuestras mangas.

He de reconocer que, en ese momento, aquel gusano que había actuado a traición no me dio pena. Se lo había buscado y no era como aquellos pobres soldados y gente sencilla que había visto morir en Fuenterrabía. Con una frialdad que se me hizo extraña no me despertó apenas reacción aquella ejecución: aquel mal bicho se lo merecía. Acto seguido salimos los dos en busca de aquel perfumista.

A los poco minutos dimos con la tienda. Esta cerrada, pero una rendija dejaba pasar la luz. Escuchando con atención oímos una conversación en francés. Los protagonistas de la misma eran dos hombres: uno joven, de unos treinta años, y otro mayor, que debía de ser el perfumista, pues hablaba con acento italiano. Aquellos dos espías parecían felices, al menos hasta el momento en que de una patada abrimos la puerta y entramos con nuestras espadas desenvainadas. El más joven saltó escaleras arriba mientras el italiano trataba de defenderse con una pequeña ballesta que llevaba escondida. Rápidamente disparó a Fernando, que tuvo que echarse al suelo para no ser alcanzado. Yo subí tras el francés. En aquel momento me sentía valiente y decidido a borrar mi cobardía del año anterior. De un mandoble logré herirle en el talón, y tras emitir un estridente chillido, se giró y me lanzó varias jaulas de palomas que había en un altillo. Por un instante me quedé aturdido, pero más que por el golpe por lo que vi: otra vez aquel tatuaje, aquella forma extraña que había visto en aquel cadáver de Fuenterrabía, pero ahora tatuado en la pantorrilla que asomaba entre la sangre de su rasgada media. Mi momentáneo pasmo fue aprovechado por el francés para saltar a la calle y emprender la huida a lomos de una montura que tenía preparada. Al cabo de un minuto me reuní con Fernando. Había matado al perfumista. Encontramos dinero y un mensaje que advertía de nuestra llegada, que, junto con las palomas mensajeras y los polvos de belladona, aclararon todo.

Dos días después llegamos a Madrid. Nos presentamos ante Hernando de Alarcón, el noble militar encargado de custodiar al rey Francisco. Lo hicimos disfrazados de frailes mendicantes, pues no queríamos alertar más a otros espías. Se asombró muy mucho ante nuestra aventura de Segovia, lamentando la muerte de Luis de Gándara.

—Eso significa que los espías franceses son más numerosos de lo que nosotros creíamos —nos dijo, mesándose lentamente la barba—. Escuchadme con atención, señores —añadió a continuación, mirándonos ahora con dureza—. Sabemos con seguridad que hay un plan de fuga muy elaborado. Huelga decir que a nuestro rey le conviene prolongar mucho más tiempo la prisión del rey francés, con el fin de tratar de conseguir las mayores concesiones posibles. Y para evitarlo ahí entran vuestras mercedes.

—No lo entiendo —respondió Fernando—. Sobra con reforzar las guardias. ¿Por qué se nos ha hecho llamar?

—¡Mis jóvenes amigos…! Aún hay mucho que debéis aprender de la diplomacia. El papa y otros monarcas de Europa están preocupados por la suerte de Francisco. Evidentemente, su prisión no puede ser eterna y, además, hay que guardar las apariencias. El rey francés ha de parecer ante sus posibles aliados, como Roma, buena parte de Italia e incluso Inglaterra, más como un invitado que como un prisionero, y aunque ese depravado e inmoral crápula merecería ser muerto tras un conveniente paso por el potro, los intereses de estado nos exigen mantenerlo sano y salvo y que, una vez liberado, toda Europa vea la magnanimidad de nuestro rey. Pero todo ello se iría al traste si Francisco se fugase o se conociese el intento de fuga, pues nuestros enemigos aprovecharían la noticia para inventar y airear unas terribles represalias sobre él, que tardaríamos meses en desmentir. Tampoco podemos proceder contra la servidumbre de la que goza ese degenerado en su encierro e impedir que la tenga; sería igualmente muy mal visto y muy poco, digamos, «elegante». Por todo ello, no sólo no ha de haber fuga, sino que nadie debe enterarse del plan de huida una vez sea frustrado, ni que ha habido servidumbre implicada; al menos mientras Francisco permanezca preso en España.

—Pero sigo sin entender, maese Alarcón —añadió Fernando—, qué pinto yo en todo esto.

—Ahí voy. Según nuestros espías en París, uno de los urdidores del plan es un navarro al servicio de Francia, que defendió Fuenterrabía hasta los últimos momentos. Al parecer, simpatiza con el puerco de Lutero y ahora está en Madrid, preparando la fuga de su rey. Creemos que vos, o vuestro escudero Álvaro, podríais reconocerle. No sabemos su nombre, pero con toda probabilidad frecuentará el círculo en donde se mueven varias decenas de pajes y servidores que han acompañado al rey francés hasta aquí, y que por cortesía no hemos podido controlar tanto como hubiésemos querido. Vuestra misión es introduciros disimuladamente, convenientemente disfrazados o escondidos, en ese ambiente e identificar al espía; el resto es cosa mía. Es importante no alertar de vuestra presencia, para que no pueda huir. Tened en cuenta que, sin duda, pensarán que vuestra partida súbita y discreta de Fuenterrabía tiene que ver con la prisión de su rey, pues de otra forma no se comprende que os hayan querido matar en Segovia. Os ruego, por tanto, mucho cuidado. Vuestro abuelo no me perdonaría que nada os pasase.

Fernando sonrió malévolamente, como disfrutando de la misión que iba a acometer. A mí también me satisfacía, pero pensé secretamente que poco podía aportar en aquella búsqueda, cuando me había pasado aquellas horas bien cagado y escondido de todo enemigo. Sin embargo, para lavar mi vergüenza pasada, decidí esmerarme en la tarea que se nos acababa de encomendar.

Al día siguiente nos acercamos a las cuadras y dependencias, que, en un edificio adyacente al alcázar, ocupaban las decenas de servidores de rey Francisco. En una torre de ese palacio estaba recluido el monarca, tras haber pasado previamente por la Torre de los Lujanes y por el palacio del Arco. Dado nuestro conocimiento del idioma galo, nos hicimos pasar por jóvenes mercaderes compatriotas suyos que, apenados por el confinamiento del rey, habíamos traído productos de Francia para aliviar en lo posible su cautiverio. Efectivamente, nos habíamos provisto de unos buenos toneles de vino que dijimos transportar desde Burdeos y que repartimos generosamente entre todos aquellos sirvientes, por lo que pronto comenzamos a congeniar. Por supuesto, habíamos modificado nuestro aspecto y, aparte de mudar nuestras elegantes vestimentas, nos habíamos teñido el pelo y la barba de rubio. Sabíamos que nuestros enemigos nos situaban en Madrid, pero no creíamos que pensasen que ahora estábamos alternando con aquellos bastardos franceses con el fin de identificar a uno de ellos. Entre aquellos sirvientes había dos más negros que el tizón, altos y fuertes, que, según nos dijeron, habían sido un regalo del turco al rey galo y que eran los que más se dedicaban a acarrear de aquí para allá, a la vista tanto de franceses como de españoles, el ajuar y los bultos que necesitaba Francisco.

Durante varias jornadas nos esforzamos en buscar entre aquellas caras alguna que nos resultase conocida; todo en vano. Sin embargo, una noche, un suceso nos abrió la luz. Uno de aquellos sirvientes negros se quemó a causa de un rescoldo del hogar que le saltó sobre sus ropas. El hecho en sí no hubiera tenido más relevancia, a no ser que el improperio que soltó fue en un exquisito francés y, lo más clarividente, que, al sacudirse la brasa de su ropa, dejó ver en el antebrazo otra vez aquel tatuaje que ya comenzaba a resultarme familiar… y lo más sorprendente: su brazo era blanco, lo que hacía evidente que se había tiznado el rostro y sus manos para parecer un sirviente negro. Sobresaltado, se tapó rápidamente y salió de la sala en donde todos estábamos. Yo, disimuladamente, indiqué a Fernando que nos fuésemos también fingiendo estar ebrios. Tras cerciorarnos de que nadie nos había seguido, le expliqué lo que había visto, y cómo era la tercera ocasión en que observaba esa extraña mancha en la piel, que a simple vista recordaba un círculo ondulado.

—Por lo que me explicas, ése es nuestro hombre. Habrá que capturarlo y hacerle hablar. Entre otras cosas, le preguntaremos qué significa ese tatuaje —dijo Fernando.

—Sin duda, pero hay que actuar con prudencia. Es evidente que esa marca la llevan ciertos franceses enemigos de nuestro rey como señal de reconocimiento. Pero no nos olvidemos que nuestra misión era identificarle. Mañana hemos de informar a maese Alarcón.

—¡No! ¡Vayamos ahora mismo!

Rápidamente fuimos al puesto de guardia y tras despertarle le comunicamos los importantes datos descubiertos. Visiblemente satisfecho, nos felicitó, pero nos pidió que no abandonásemos las estancias, pues quería que al día siguiente estuviésemos presentes en los interrogatorios.

Poco después del alba nos despertaron. Habían traído a los dos sirvientes negros. Ambos estaban callados aparentando cara de inocencia y sorpresa. Les hicimos remangarse, y enseguida se descubrió quién era el falso negro. Al verdadero se le llevó a otro cuarto y allí nos quedamos con el farsante. Estábamos Hernando de Alarcón, tres guardias, un verdugo, Fernando y yo.

Al verse desenmascarado, comenzó a insultarnos en francés, pero se negó a decir su nombre, ni a revelar el significado de su tatuaje, que, tras estudiarlo detenidamente, recordaba el perfil de una rosa vista desde arriba. No obstante comenzó a hablar:

—¡Imperiales de mierda! Pronto vuestro rey y el papa de Roma, la gran puta de Babilonia, irán todos al infierno. Ya os recuerdo —dijo, mirándonos a Fernando y a mí—. Estabais en el asalto de Fuenterrabía… me acuerdo especialmente de vos —me señaló—. No parabais de vomitar en una esquina y a punto estuve de atravesaros con mi espada…, pero preferí huir aprovechando la confusión. Me llegaron noticias de que habíais escapado de la trampa de Segovia, pero no os reconocí al llegar. ¡Juro por lo más alto que nos vengaremos por todo y que los Habsburgo y el papado serán aniquilados!

Por un momento los colores me subieron a la cara pensando que podía ser descubierta mi cobardía, por lo que le abofeteé para que callase. De pronto me acordé de él; era aquel que había aparecido tras de mí con la espada en alto, mientras estaba absorto en mi angustia y abatimiento y que, de repente, desapareció de mi vista. Pero por suerte intervino Hernando de Alarcón en un más que correcto francés, y la mención hacia mi persona pasó desapercibida.

—Muy bien, señor franchute. Nos vais a decir todo lo que queremos saber: el plan de huida del rey Francisco, quiénes son vuestros cómplices en España, el significado de esa cosa que lleváis tatuada en el brazo y todo lo que se nos antoje saber.

—De mi boca no saldrá una palabra salvo para maldeciros. Y no soy súbdito del rey de Francia; lo soy de los reyes de Navarra, a los que habéis arrebatado su reino.

—Eso da lo mismo. La mayoría de vuestros paisanos han aceptado de buen grado la sumisión a nuestro rey y aquellos que no lo han hecho han pasado a ser vasallos de Francia y enemigos del emperador. ¿Acaso la Navarra al norte de los Pirineos no ha pasado a ser territorio francés, o súbdita del rey de Francia, imbécil? Lo que pasa es que los herejes lo habéis convertido en la excusa perfecta para oponeros a nuestro soberano.

—Me dais asco los imperiales. No quiero hablar de política ni de nada.

—En ese caso, mi verdugo comenzará su trabajo.

Sin decir más palabras, aquel siniestro personaje que tenía el rostro marcado por una terrible cicatriz, se acercó a la silla en donde estaba atado aquel infeliz. Llevaba unos hierros al rojo y, sin inmutarse, se los comenzó a acercar a los ojos. El sudor comenzaba a perlar la frente del francés que miraba a aquellos objetos con creciente terror. De repente, el verdugo hundió uno de aquellos hierros bajo la axila derecha del prisionero, mientras éste soltaba un alarido y el olor a carne quemada comenzó a impregnar el ambiente. Y de nuevo, de improviso, las náuseas, el mareo, el asco… Todas aquellas sensaciones que había sentido el año anterior volvieron de golpe. Tuve que volver la cara, retroceder unos pasos y apoyarme en un mueble para no caerme. En contraste, el resto de presentes parecía disfrutar, o al menos mostraban total indiferencia ante los sufrimientos de aquel desgraciado. Fernando se dio cuenta de mi incomodidad, pero, volviendo a centrarse en el interrogatorio, comenzó a insultarle instándole a que confesase.

Tras un par de minutos, que me parecieron horas, de más aullidos y de olor a carne quemada, la tortura hizo su efecto y el francés prometió hablar. Indudablemente el verdugo era un experto en su trabajo, y lo hacía con tal eficacia y frialdad como el zapatero que cose la suela de una bota. A unas señas del francés se ordenó parar la tortura y se le dijo que si contestaba a todo lo requerido, sería llevado a una celda, curado y tal vez liberado. Tras volcarle un balde de agua fría en la cabeza, comenzó a responder a todas las cuestiones que el señor de Alarcón le planteó.

Contestó que, en efecto, se había elaborado un plan para liberar al rey Francisco. El verdadero sirviente negro llevaría en una noche próxima leña para la chimenea de la habitación del rey y se acostaría en su lecho, mientras que el monarca, con la cara convenientemente untada de betún saldría con las ropas del servidor. También que él se había disfrazado de negro para hacer más ostentosa la presencia de sirvientes de este color y que la huida de su rey pasase más desapercibida. De los cómplices poca cosa pudo decir, jurando y perjurando que él no conocía a nadie antes de que se presentasen ante él y que los reconocía por el tatuaje que llevaban en su piel. Sobre el significado de éste se hizo por fin la luz y nos llenó a todos de sorpresa e indignación. Era el contorno de una rosa blanca que el mismo fraile hereje, aquel hijo del diablo, Martín Lutero, había diseñado como parte de su símbolo o escudo. El grupo de sus más fieles y fanáticos acólitos decidieron grabárselo en la piel para así reconocerse entre ellos y ayudarse en sus contubernios. Desde hacía dos años se habían conjurado para actuar contra Roma y contra el emperador y lograr acabar con el imperio de la Iglesia católica, a la que consideraban corrupta y destinada a desaparecer a manos de la obra reformadora de aquel maldito fraile y de sus seguidores alemanes, que, evidentemente, estaba cosechando muchos postulantes en Francia.

Tras jurar que no sabía más, se ordenó que lo sacasen de allí y en un claro gesto al verdugo, se le indicó que habían de matarle nada más llevarle a la prisión. Por su parte, al otro sirviente negro que, al parecer, nada sabía del tema se le devolvió junto al resto de los franceses, pero con vigilancia estrecha para que ni aquél ni ningún otro tipo de ardid resultase posible para liberar al rey francés.

Visiblemente satisfecho, Alarcón nos felicitó por el éxito de nuestra misión y, horas después, nos entregó un billete como salvoconducto para poder acceder a las estancias reales al día siguiente. En ellas nos esperaría el emperador, para dicha nuestra, que quería felicitarnos por los servicios prestados. Efectivamente, las expectativas no nos defraudaron; nuestro rey no sólo nos agradeció el gran servicio prestado para evitar la huida de Francisco, así como las informaciones sobre las conjuraciones luteranas, sino que nos pidió consejo o, mejor dicho, opinión sobre cómo actuar contra esa hidra que se iba multiplicando cada vez más por Europa. Yo, recordando siempre mi real condición de siervo por más que mi señor se comportase conmigo como un igual, me abstuve de opinar y fue Fernando quien tomó la palabra:

—Contra esos herejes y sus amigos no hay más solución que la espada, mi señor —dijo con vehemencia—. Una vez han elegido el camino desviado, se han convertido en un nido de traidores que, cual la cizaña, no hacen más que emponzoñar a almas ingenuas o interesadas. ¡A sangre y fuego, majestad! Y es más, ofrezco para ello mi espada con entusiasmo.

—Y vos, joven —dijo el emperador, dirigiéndose a mí.

—Las palabras de mi señor encierran gran verdad —respondí.

—Pero, decidme, ¿las compartís por entero? Si no tengo entendido mal, estuvisteis con el joven Fernando en Alemania en aquel infausto día en que se presentó el fraile hereje y habéis gozado de la misma formación que vuestro señor, el heredero del ducado de Alba. Sois un siervo, pero no un lerdo. En estos momentos necesito, más que nunca, consejos y opiniones y no adulaciones.

—Mucho me halagáis, pero no me considero un experto clérigo para aconsejaros. Sólo ellos y vuestros ministros pueden aconsejaros.

—¡Dejaos de monsergas y decidme de una vez vuestra opinión!

Yo me quedé helado. El emperador me había ordenado hablar y opinar, siendo evidente el disgusto que ello producía en Fernando. Una cosa es que, en privado, él y yo pudiésemos dialogar de igual a igual, pero eso nunca lo habíamos hecho en público. Mas ahora no podía callar.

—Pienso, majestad —dije con la cabeza gacha—, que hay que ser contundente con los herejes, pero que también hay que escuchar sus opiniones, pues es indudable que algún comportamiento poco edificante habrán visto en Roma que les haya llevado por tan errático camino. Los mismos comportamientos que a su majestad le han irritado profundamente en algún momento. Es conocido que el proceder del actual Santo Padre, ese Médicis que se hace llamar Clemente VII, deja mucho que desear. Todos saben de sus depravadas costumbres sexuales, de su afición a la nigromancia, de cómo ha sobornado a decenas de cardenales, de cómo vende cargos, y de la amante negra que ha tenido hasta hace poco y con quien ha tenido un hijo. Corregir esos errores de la Iglesia sería importante para quitarles razones a los herejes, sobre todo ante los ojos de las humildes gentes de vuestros dominios europeos en los que parecen tienen cierto éxito. Dureza con Lutero y sus acólitos, pero comprensión con sus seguidores, majestad, para hacerles volver al redil de la verdadera fe.

Carlos V escuchó pensativamente y, sin decir nada, nos despidió. Sentía la ira en la mirada de Fernando. No sólo había hablado como un igual, sino que me había atrevido a contradecirle, al menos en parte. Por ello nada más subir al carruaje, alejados de miradas extrañas, me abofeteó y, rojo de ira, me advirtió que nunca más me atreviese a decir en público algo contrario a lo dicho por él y que recordase quién era. Fue la primera vez y única que me golpeó, pero esto no resultó lo más humillante, sino el que me recordase algo que yo ya siempre trataba de tener presente y que hasta el momento, con mi comportamiento humilde y comedido, había logrado evitar. En ese instante, el espejismo de que éramos iguales, en el que alguna vez había osado creer en cierta forma, se vino abajo. Sólo lo éramos mientras a Fernando le gustase o le conviniese, en su palacio, en el castillo, en la intimidad, en las tabernas y burdeles…, pero no en la corte ni ante otros nobles. También entonces me di cuenta de que hubiese sido mejor mentir al rey que no contradecir a mi señor Fernando. Aprendí la lección: en mi caso, la humildad no debía ser solamente una virtud, sino también una obligación de por vida.

Pero, en esos años, ¡ay, Dios!, las dichas y las desgracias también se encontraban en los lances amorosos que mi amigo y yo experimentamos o, al menos mi persona, sufrimos. Fue hacia el fin de nuestro viaje por Europa, con catorce o quince años, cuando, por primera vez, supimos de la pasión amorosa, del gozo carnal y de los encantos de las hembras. Aún me acuerdo cómo temblábamos de emoción al entrar totalmente embozados en aquellas casas de mala nota, llevados por algunos veteranos capitanes, y cómo disfrutábamos de aquellas formas femeninas que nos llenaban de goce y placer durante horas y horas. Ciertamente sabíamos que era pecado, pero nuestra fogosidad juvenil era imparable y siempre volvíamos a pecar, por mucho que nos confesásemos y, con ánimo sinceramente contrito, prometiésemos no volver a sucumbir a la lujuria. Para nosotros era poco menos que imposible no caer entre los pechos de aquellas jóvenes y rubicundas damas norteñas.

De vuelta a España, ya más hombres, prosiguieron nuestros devaneos amorosos en frecuentes noches de juergas y francachelas. Un día, al anochecer en Madrid, a las pocas semanas de la aventura antes referida, en una pausa de una de aquellas pecaminosas fiestas tabernarias, deparé en una joven morena que asomaba tras la verja de una casa de un boticario que había enfrente. Seguramente conocía la naturaleza de mis andanzas, pues su mirada rebosaba reproche. Pero su belleza me impresionó y sobre todo su elegancia, que hacía que aquel sencillo vestido blanco que llevaba se asemejase a la túnica de una diosa. Entré en la botica intrigado por saber quién era. Estaba claro que aunque no era una mujer de postín, tampoco se trataba de una sirvienta. Aprovechando que el dueño de la tienda atendía la petición de unos ungüentos para mis almorranas, traté de atisbar tras la cortina que había tras el mostrador. Allí estaba ella, sentada, escribiendo o apuntando algo. Atenta a la pluma y al papel no se daba cuenta de que la observaba. Un mechón de su pelo le caía sobre la mejilla y rozaba la mesa, mientras que el resto de su melena estaba recogido en una gruesa trenza. La vela que la alumbraba resaltaba la beldad de sus ojos oscuros, y la delicadeza de las formas que se adivinaban bajo sus ropas me hizo fijarme en ella. Cuando el que me vendía aquellos emplastos, que luego supe que era su padre, se fue un momento a otra estancia, traté de apartar la cortina y acercarme a ella, pero reconociéndome y pensando que seguramente sólo pretendía usarla para satisfacer mis deseos como hacía con las demás, se levantó y cerró la puerta con decisión.

Al día siguiente, a una hora más conveniente, volví a la botica en su busca. En esta ocasión no estaba su padre, y pude abordarla sin impedimentos. Al verme se sobresaltó, pero enseguida le expliqué que mis curiosidades no eran lascivas y que únicamente quería conocerla; ese día me dijo que se llamaba Raquel. Desde entonces, cada día la visitaba sin oposición por parte de su padre, quien, aparentemente, estaba satisfecho con mis visitas y aprobaba el cortejo. Le hablé de mi persona, de que no era noble aunque gozaba de sus compañías y de muchos de sus privilegios, y a pesar de que hasta ese momento había compartido sus lascivas diversiones, mi interés por ella era sincero y elevado, y que si accedía a verme, sería la única mujer de mi vida por la que me interesase. Ella me explicó que su abuelo había sido un judío converso, que era huérfana de madre y que había aprendido números, letras, botánica y algo de alquimia para poder ayudar a su padre en el negocio familiar. Las conversaciones y las sonrisas llevaron a la inflamación de los sentimientos y, poco a poco, mi amor por ella fue aumentando y ella me correspondió. Una vez, sólo una, gozamos de nuestros cuerpos bajo la promesa de pronto matrimonio; efectivamente, al día siguiente me dirigí a su padre para pedir su mano. Por un momento el viejo no puso reparos; más bien al contrario, estaba sumamente satisfecho y más cuando le hice saber que no pensaba exigir ninguna dote. Pero su rostro se demudó cuando le comenté que no era noble y que, aunque muy bien relacionado con la aristocracia y con un empleo seguro y bien remunerado, no le reportaría a él ninguna riqueza significativa. Sin mediar más palabras, me expulsó de su casa a pesar del llanto de Raquel. Nada más verme en la calle también a mí se me saltaron las lágrimas y lloré con un dolor como nunca antes había sentido. Allí, quieto, sollozando sin parar y sin consuelo, permanecí horas hasta que, advertido de mi estado, Fernando vino afectuosamente a recogerme. Tras hacerme subir, ya en la carroza, me dijo:

—Álvaro… es una simple boticaria, es poco para ti. ¡No seas tonto! ¡Olvídala! Vamos a Piedrahita, a disfrutar de unos días de tranquilidad con mi abuelo y nuestras familias.

—Pero es que la quiero —repuse—. Es lo más hermoso, lo más limpio, lo más sincero que he visto jamás.

—Sí, es preciosa, pero encontrarás muchas más.

—Sólo sé que quiero a Raquel, que la amo profundamente, y me siento morir si el destino me la arrebata.

—Escucha. No te puedo ayudar. Son judíos conversos y no estaría bien que tú, mi amigo de siempre y mi consejero, te casases con una de su clase. Además, su padre es un negociante de cuidado. Me he enterado de que, aprovechando los encantos de su hija, la quiere casar con quien le dé más dinero. Si fuese otra, yo te la pagaba, y si el truhán ese no accediese, le pondría la punta de mi daga en su cuello, pero con ella no puedo hacer nada… Álvaro, tienes que comprenderlo. No son cristianos viejos.

Yo me quedé en silencio, pensativo. Por segunda vez en pocas semanas el hecho de frecuentar a la nobleza pero no ser uno de ellos me causaba un hondo dolor. Mis labios habían catado el placer del amor, pero no había podido saborearlo más allá de un instante. El padre de Raquel me había rechazado por baja cuna y escasa fortuna y mi amigo, por el miedo a ver manchado su prestigio, me negaba su ayuda. Esta bofetada dolía mucho más que la anterior. Y lo malo era la impotencia a la que me veía sometido. Atado por mis juramentos y mi familia, y también por mi devoción personal, no podía abandonar a Fernando y, por otra parte, aunque le dejase, ¿de dónde podría yo sacar dinero para desposar a Raquel? Lo único que me quedaba era llorar y rezar, amarla en mi recuerdo y acariciar su imagen por las noches. Recuerdo que al bajar del carruaje, horas después, tras abrazar a mi familia, había decidido mi futuro: cumpliría mis juramentos, seguiría siendo fiel a Fernando y, aunque hubiese otras mujeres en mi vida que me ayudasen a olvidar a Raquel, ella sería mi verdadero y único amor, por lo que nunca volvería a tener relaciones carnales con ninguna otra mujer y, por supuesto, no me casaría.

Una suerte bien distinta le correspondió a Fernando. Su frenética y juvenil actividad en el campo militar, la había trasladado al terreno sexual. De esta manera, no se limitaba a frecuentar las casas de anónimas cortesanas, sino que siempre que podía gustaba de seducir a cualquier moza, aunque fuese conocida. Fruto de ese contumaz deseo y de las relaciones que mantuvo con una molinera de Aldehuela, en sus dominios de Ávila, fue el nacimiento en 1527 de un hijo natural al que llamaría Hernando. Era su primer hijo y lo había tenido a los veinte años. Como buen padre lo acogió en su casa y con el tiempo lo reconocería, cosa que su abuelo el duque, aprobó, mas puso una condición: se habría de casar cuanto antes y encauzar sus apetitos carnales dentro del matrimonio; la casa de Alba, cada vez más potente, no podía ser puesta en peligro por una serie de hijos ilegítimos que podían comenzar a surgir como setas. Por ello, hasta que se contrajese el matrimonio, las ansias desordenadas de mi amigo Fernando tuvieron que limitarse a aquellas que ofrecían las damas de desviada conducta de las grandes ciudades que, aunque escogidas jóvenes y limpias para que no contagiasen ningún mal, eran también frecuentadas por otros hombres, por lo que, en caso de quedarse encinta, no podría demostrarse paternidad alguna.

En febrero de 1526 Hernando de Alarcón volvió a reclamar nuestros servicios y nos mandó recado urgente a Fuenterrabía, en donde volvíamos a estar, para que acudiésemos a la capital, Valladolid. El rey Francisco había sido puesto en libertad el mes anterior, y, por el momento, proseguía la paz que se iba a asegurar con el intercambio de su persona por la de sus dos hijos en calidad de rehenes. En esta ocasión, nuestro viaje a la capital estuvo exento de sobresaltos y nuestro único enemigo fue el intenso frío con el que tuvimos que luchar para alcanzar la ciudad. Nada más llegar, nos presentamos ante Alarcón, y sin preámbulos, nos habló:

—Señores míos, como bien sabéis, el mes que viene se van a celebrar los esponsales de nuestro rey Carlos con Isabel de Portugal, en Sevilla. Mucho nos tememos que los festejos y la gran afluencia de gentes de todo tipo pueden servir para que se cometa un atentado contra nuestro señor.

—Pero los franceses ahora no se atreverán —repuso Fernando—. Su rey Francisco aún no ha llegado a Francia y, en principio, ha aceptado todas las exigencias del emperador.

—No seamos ingenuos. Seguro que nada más llegar a su país, Francisco se desdice de todo lo prometido, por más que sus dos hijos estén como rehenes en España. Por otra parte, es evidente que directamente los franceses no pueden aparecer como los urdidores de un atentado, pero en la sombra pueden alentarlo; es más, hemos interceptado un correo de Francia, sin firma, pero dirigido a ciertos moriscos andaluces que, como conocéis, están últimamente muy agitados. En la misiva se les promete dinero y se les dice que se les enviarán unos hombres de toda confianza para algo que llaman «la gran empresa».

—Otra vez algún tatuado —dije yo.

—Es posible —contestó Alarcón—. Pero también lo es que sean otros los que aspiren a ser la mano ejecutora: los turcos que, como es sabido, guardan buenas relaciones con los galos.

—¿Qué hemos de hacer, entonces?

—Aprovechando que vuestra casa de Alba va a estar representada con el máximo boato y en primera fila en el enlace, vais a estar lo más cerca posible del emperador. El objetivo es observar y protegerlo. De momento, id rápidamente a Sevilla. Espero nuevas noticias y os las haré llegar por canales seguros con más instrucciones de cómo actuar. Me he permitido informar a vuestro abuelo de que os encontraréis allí con él, puesto que ahora estáis cumpliendo otra misión secreta.

Al día siguiente partimos hacia el sur. En cuatro días llegamos a Sevilla y nos alojamos en los alcázares, el mismo palacio en donde se iba a celebrar la boda. Cientos eran los servidores, criados, camareros, cocineros, músicos, comerciantes y una larga comitiva de otras profesiones más o menos ilustres que pululaban por aquellos días dentro y fuera del palacio. Muchos llevaban las provisiones, los ajuares y los efectos que tal ceremonia requería, y otros las mercancías que, aprovechando el evento, iban a vender. En aquel variopinto conglomerado de gentes era imposible sospechar quién podía estar planeando algo contra el rey.

A principios de marzo llegaron los futuros esposos a Sevilla. El enlace se iba a celebrar el día 11 y los festejos eran continuos. Obviamente, Fernando y yo nos convertimos en la sombra del emperador y vigilamos atentamente a cualquiera que pudiese ser sospechoso. Una mañana, sólo cinco días antes de la fecha, se nos envió recado de que fuésemos a pasear por los alrededores de la catedral. En eso estábamos, tratando de estar alerta ante cualquier imprevisto, cuando un aguador tropezó y se cayó ante nosotros. Sin dudarlo nos agachamos para ayudarle y aquel hombre aprovechó para meterme en un bolsillo un billete. Yo me percaté de ello, pero no dije nada. A los pocos segundos ya estaba en pie, y tras darnos las gracias, se alejó. Rápidamente cogí a Fernando del brazo y, como si fuésemos dos invitados a la boda ansiosos de diversión, nos metimos en la primera taberna que encontramos. Tras elegir la mesa más apartada, abrimos la carta. Decía así:

Dos turcos disfrazados remontarán el Guadalquivir. Se alojan en casa de un seguidor de Lutero. Tienen ayuda de moriscos rebeldes. Actuarán la noche del día 10. La guardia y la vigilancia han sido reforzadas. No sabemos planes concretos. ¡Por Dios, estad alerta!

A.

Como alma que lleva el diablo fuimos en busca del jefe de la guardia imperial. Era un flamenco de Gante, que llevaba años sirviendo al emperador. Le enseñamos la misiva y, sin dudar, puso a sus hombres a nuestro servicio. Estaba claro que había que vigilar el río, pero cabía la posibilidad de que los muslimes ya hubiesen llegado o que no pudiésemos interceptarlos. También se debían vigilar las casas de aquellos sospechosos de haber sido contaminados por la herejía. La primera misión requería de muchos hombres y a ella se dedicó la guardia. Fernando y yo nos empleamos en la segunda tarea, más fácil de abarcar.

—Hemos de buscar a aquellos que hayan viajado recientemente a Francia o Alemania —dije yo.

—Cierto. Pueden ser ricos comerciantes, hombres ilustrados en busca de saber, nobles e incluso clérigos —repuso Fernando.

—Me es difícil creer que algún hombre de Dios o algún noble español haya caído en la herejía —apunté un tanto asombrado.

—Álvaro… tú y tu ingenuidad. Ya sabes que el dinero todo lo puede y ¿acaso Lutero no era un fraile? Por otra parte, ya sabemos que hay nobles en Europa que, por diversos intereses, han comenzado a proteger a la herejía. No sería extraño que alguien en España también esté implicado. Pero ¿por dónde empezar a buscar?

—Tienes razón —dije pensativamente—. Hay motivos para no fiarse de casi nadie. Sugiero acudir a las aduanas de la ciudad. Allí, sea entre los papeles o entre las confidencias —muchas veces más efectivas—, podremos averiguar quién ha vuelto en los últimos meses de algún viaje por Europa. Quien lo haya hecho sólo puede ser alguien de buena posición o de cargo importante que, además, habrá traído consigo un voluminoso equipaje.

—¡Buena idea!

Aquella misma tarde, con los avales pertinentes, nos presentamos ante las autoridades que controlaban las entradas de personas y mercancías en Sevilla. Al cabo de unas horas, salíamos con una lista de unos cincuenta nombres entre comerciantes, nobles, hombres de ciencia y prelados. Demasiado larga para actuar rápido, por lo que decidimos reducirla.

—A ver —dije yo—. ¿Quién de éstos ha estado en las zonas de Europa con más presencia herética? ¿Quién tiene algún antecedente sospechoso de alguna desviación doctrinal? Resolver estas preguntas nos puede ayudar a reducir mucho la lista. Pero es difícil saber quién nos las puede contestar y más en tan corto espacio de tiempo.

—¡Puede que no! —exclamó Fernando—. ¡Ya sé adónde ir! Iremos a ver a María la Lagartija. Es la ramera más selecta de toda Sevilla y por su catre ha pasado lo más selecto de la ciudad, incluidos clérigos. No digo que nuestro hombre esté entre sus clientes, pero a alguno se le puede haber ido la lengua sobre algo que nos interese. Si alguien sabe todo lo que se cuece en las altas esferas de la ciudad es ella, y por eso la temen y respetan.

—Tienes razón… Pero ¿querrá hablar con nosotros?

—¡Déjame a mí!

Esa noche fuimos a la casa que regentaba la Lagartija. Dejamos fuera la guardia que nos acompañaba y entramos. Nada más hacerlo, un encargado, alto y fuerte como una torre, nos ofreció bebida así como escoger a algunas de las jóvenes pupilas que por allí estaban. Le contestamos que sólo queríamos hablar con su ama y, ante sus objeciones, Fernando le puso un par de ducados sobre el mostrador. Sin decir nada, desapareció y a los cinco minutos nos indicó por señas que subiésemos, aunque nos hizo dejar toda espada o daga que pudiésemos llevar con nosotros. Nos acompañó a una estancia en el primer piso, nos hizo un gesto para que entrásemos y se quedó en el quicio de la puerta, detrás de nosotros, vigilándonos. Ciertamente el plan de mi amigo podía resultar; yo era mucho más ingenuo en estos temas libidinosos y nunca se me habría ocurrido que aquella persona pudiese ser una fuente de información muy valiosa.

La Lagartija era una hembra verdaderamente sublime. No era joven, tendría unos treinta y cinco años, pero conservaba una belleza estremecedora. Por un instante me recordó a mi amada Raquel, pero enseguida aparté asqueado aquel recuerdo. María era blanca de piel y sus formas eran generosas, exuberantes, pero sin caer aún en la flacidez. Sus ojos eran verdes y su picara mirada dejaba desarmados a los hombres. Estaba comenzando su decadencia como cortesana, pero todavía le quedaban unos años espléndidos por delante para placer de quien se perdiese entre sus encantos. Y no se la veía lerda en absoluto; más bien al contrario, pues era notorio que sabía leer y escribir, llevar cuentas, y que era capaz de hablar sobre muchos temas para solaz de sus distinguidos clientes. Fernando no se anduvo con preámbulos:

—Mi amigo y yo somos enviados del emperador y algo de suma importancia nos ha traído hasta aquí.

Si quería impresionarla, no lo consiguió en absoluto, por lo que optó por colocar sobre la mesa una bolsa de cuero en donde resonaron los ducados al caer. Eso sí que la hizo salir de su indiferencia.

—Os escucho, guapos mozos, y no os preocupéis por Roque —dijo, refiriéndose al gigante que estaba a nuestra espalda—. Es sordo y mudo, pero también mi hermano y sólo a él le confiaría mi vida.

Fernando le explicó la información que precisábamos, mientras yo me mantenía en silencio. Le dijo quién era, así como los pormenores de su misión. Cuando acabó, la mujer adoptó una postura reflexiva y de pronto se le iluminó la cara.

—Es posible que tenga la información. Pero si es así, no quiero estas monedas como premio, sino algo más importante.

—¡Parece que no os hacéis cargo de la situación, mala ramera! —dijo Fernando con indignación, acercándose a ella con la mano levantada—. Exijo ahora mismo que digáis, por las buenas o por las malas, esta información.

Roque se había acercado con una daga desenvainada, por lo que tuve que actuar con rapidez.

—Calma, Fernando —dije de pronto, sujetándole—. Sacar la información por las malas nos llevaría algunas horas como mínimo y no tenemos ese tiempo. Mejor escuchemos sus peticiones.

—Tu amigo es más listo que tú —le espetó la Lagartija a Fernando, haciendo caso omiso del enrojecimiento de su cara—. Esto es lo que te propongo: si la información que te doy te lleva a tu objetivo quiero un puesto en la corte, como camarera de la reina.

—Pero… ¿cómo te atreves?

—Mi información puede valer la vida del emperador y no creo que ni a él mismo le parezca demasiado caro este precio. Ya sabemos que en las cortes más altas, incluidas las de la misma Iglesia en Roma, las mujeres públicas gozamos de altos empleos y posibilidades. Mi interés no es político, sino únicamente material. Mi vida profesional está llegando a su fin y tengo un hijo, Rodrigo, a quien quiero asegurarle un futuro. Ésta es una buena oportunidad. Sólo quiero dejar mi trabajo y dar un barniz de dignidad a mi vida mientras veo crecer a mi vástago.

—¡Dirás bastardo!

—Hijo mío, al fin y al cabo. Quiero ese empleo y si sois quien decís ser, a vuestro abuelo apenas le costará unas pocas conversaciones colocarme en la corte como camarera. Muchas más indignas hay que yo en ella.

—En eso no os equivocáis —repuso mi amigo, ya más calmado—. Bien, os lo prometo, pero siempre que la información nos conduzca a ese hereje conspirador.

—De acuerdo, confío en vos y más en vuestro amigo —dijo, dirigiéndose a mí—. Si una cosa he aprendido en estos veinte años de profesión es a saber calar a los hombres. —Aquel comentario me provocó un sonrojo evidente.

—¡Venga ya! ¡Hablad de una vez! —la apremió Fernando, más molesto por los elogios hacia mi persona que por su tardanza.

—Hay un canónigo de la catedral que puede ser vuestro hombre. No es que sea cliente mío, pues al parecer tiene pánico a las mujeres, o algo parecido; quizás sea sodomita, pues se sabe que le gusta mucho rodearse de jóvenes monaguillos a todas horas. De él me ha hablado un asiduo mío, un alto prelado del que no os voy a decir el nombre, pero del que se mofa por su tan estrecha y escrupulosa moral. Demasiado estricta, me ha comentado, a lo que hay que añadir que, además, ha criticado en ocasiones ciertos temas referentes a las reliquias de los santos. Sé que ha ido varias veces a Alemania, y lo más curioso es que, me ha comentado mi amigo, últimamente, y según ha dicho, lo ha hecho para traer a Sevilla la reliquia del Santo Prepucio, lo que no cuadra nada con sus anteriores comentarios hostiles a las reliquias.

—Sin duda sería un buen disimulo. ¡Quién señalaría como simpatizante de Lutero a quién va en busca de tan preciada reliquia! —apostillé por mi parte—. Hay que seguir la pista.

—Su nombre —ordenó Fernando.

—Diego Cifuentes. Y no os olvidéis del trato. Puedo hacer mucho daño con mis historias si no cumplís lo pactado.

—No os preocupéis, mi palabra está dada —respondió Fernando.

Salimos a toda prisa y ordenamos al jefe de la guardia que nos llevase a la casa del canónigo. Tras unos veinte minutos caminando por la noche sevillana, llegamos al portal de una notable vivienda. En una ventana alumbraba la luz de un candil, pero no queríamos llamar a la puerta por no alertar a los herejes. Aprovechando lo irregular de la fachada iniciamos una escalada mi amigo y yo, al tiempo que los nuestros rodeaban la casa.

Al cabo de unos minutos ya estábamos dentro del patio interior y comenzamos a ir por los pasillos sigilosamente, atisbando las cámaras en busca de los conjurados. En una habitación se veía a nuestro hombre, con un hábito negro, leyendo a la luz de las velas mientras se escanciaba de una botella un licor parecido al aguardiente, del que bebía algún sorbo; nada sospechoso de momento. Pero en una estancia contigua estaban tumbados, dormidos, dos hombres corpulentos. ¿Eran los turcos? No tuvimos tiempo a reaccionar; saltando del suelo, como impulsados por un resorte, se abalanzaron sobre nosotros esgrimiendo sendas dagas. Uno de ellos me hirió en la mejilla, aunque cogiendo una silla pude detener su golpe. Rápidamente me invadió una oleada de energía y, sin pensarlo, desenvainé mi espada y tras esquivar a aquel enorme corpachón que se me venía encima otra vez, me agaché súbitamente, apoyé mi mano izquierda en el suelo y le hundí con todas mis fuerzas el estoque que esgrimía en el brazo derecho en su barriga, atravesándola por completo. Mis clases de esgrima, por fin, habían dado resultado. A Fernando no le iba tan bien la cosa; su oponente era muy hábil y le atacaba con dos puñales, uno en cada mano. Sin dudar, le lancé la silla a sus pies y se cayó, lo que aprovechó mi amigo para desarmarlo. Sin embargo, en un último esfuerzo, logró zafarse y se arrojó por la ventana muriendo estrellado contra el suelo. Seguramente tenía la orden de no dejarse coger vivo.

Entretanto, ante el alboroto, Cifuentes había salido de su cuarto y presenciaba atónito aquel espectáculo. Enseguida comprendió que había sido descubierto y entre insultos contra el Anticristo de Roma y el emperador, cogió la botella de aquel brebaje, se la vertió por encima de su hábito y se prendió con el fuego de las velas asiendo al mismo tiempo con sus manos crispadas unos cuantos libros. El espectáculo fue dantesco: mientras ardía como una tea no dejaba de reír como un demente y de proferir todo tipo de imprecaciones.

A los pocos minutos todo había acabado. El canónigo se convirtió en tizón irreconocible, y en los cuerpos de los turcos encontramos varios cordones de seda con los que, presumiblemente, pretendían estrangular con su famosa habilidad al emperador y, de paso, a algún invitado ilustre de la boda. Registrando la casa encontramos en el sótano a diez moriscos que habían bajado de las montañas y que, sin duda, estaban implicados en la conspiración. A pesar de todo, algo se nos escapó: aprovechando la confusión, un personaje, también envuelto en un hábito, se escabulló entre la gente que se había congregado en el lugar. Más tarde, algún testigo dijo que iba maldiciendo y que cojeaba, y que en un momento se le levantó el hábito dejándose ver en su pantorrilla el tatuaje de una rosa. Enseguida pensé en aquel que se me había escapado en Segovia.

La excitación del momento me impidió darme cuenta de lo que había hecho: había matado a un hombre. Lo había hecho en defensa propia, no cabía duda, y era un turco, un infiel, un enemigo del emperador…, pero un hombre al fin y al cabo. En secreto me hice la segunda promesa en esos meses. A mi celibato se uniría el firme propósito de no volver a matar a nadie, fuese quien fuese quien tuviese delante. A partir de ahora, por las noches, tendría que compartir la bella imagen de Raquel con la del rictus de dolor y ferocidad de aquel anónimo otomano.

El complot había sido desarticulado y la boda se pudo celebrar días después, el 11 de marzo, como estaba previsto, sin ningún incidente. Nuestro emperador contaba con veintiséis años e Isabel de Portugal con veintitrés. Sabedor de nuestros méritos, quiso tenernos en los lugares más destacados de todas las celebraciones. El abuelo de Fernando no cabía en sí de gozo y yo, aunque agradecido, siempre traté de mantener una cierta discreción y distancia para no osar aparecer como un igual ante mi señor Fernando. Con el tiempo estaba aprendiendo a mantener el equilibrio entre la amistad y la servidumbre, lo que no era cosa fácil en un joven de diecinueve años. Entre las damas de honor una destacaba por su belleza realzada por un magnífico traje blanco. En su cuello lucían una perlas que eran envidia de muchas; era María la Lagartija. Ella, entre otras, acompañaría a la pareja de recién casados a la Alhambra, en donde gozarían de la luna de miel.