De cómo descubrimos en nuestro bautismo de fuego que cada uno somos como Dios nos ha hecho y no como queremos
Aún me acuerdo como si fuese hoy de nuestra primera odisea juvenil. Nos habíamos escapado tres días antes, con cuatro de las mejores monturas de la cuadra, las alforjas llenas de víveres, diversos enseres y algo de dinero. Cuando llegamos a finales de febrero de 1524 a Fuenterrabía, la ciudad, que estaba ocupada por los franceses y navarros rebeldes desde tres años antes, estaba siendo sometida a un contundente ataque artillero. Al coronar la última colina desde la que se divisaba aquel escenario con toda claridad, nos quedamos allí quietos y mudos por unos minutos, mirando entre asombrados y fascinados aquel espectáculo de explosiones, humo, gritos y relinchos que nos llegaban lejanos… la sangre, de momento y por suerte para mí, aún no se veía. Era la primera batalla que contemplábamos de verdad, y estábamos ansiosos de entrar en combate, de formar parte de la historia.
Fernando, como me permitía llamarle cuando estábamos los dos solos, estaba más excitado que yo y, reaccionando súbitamente, desmontó del caballo y se puso la reluciente armadura y el yelmo que llevaba consigo.
—¡Rápido, Álvaro, la hora es llegada! —me dijo atropelladamente.
—Tranquilo, que por lo que veo el asalto final aún no ha de darse —le respondí yo.
—Sí, eso parece, pero quiero empuñar mi espada de una vez. ¡Para eso hemos venido! —contestó muy excitado.
Yo, ilusionado como un niño, también me puse una cota de malla más modesta, un regalo que él me había hecho. Nada más volver a montar, y sin decirnos nada, nos lanzamos picando espuelas ladera abajo, hacia el olor de la pólvora, galopando hacia la tienda del condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, quien estaba al mando del ataque. Al llegar, mi amigo hizo anunciar a los guardias su presencia y el condestable salió personalmente, pues no podía creer que dos muchachos de dieciséis años, uno de ellos de tan alta cuna acompañado de un simple escudero, se presentasen por su cuenta en el campo de batalla.
—No me podía creer lo que me han dicho los guardias —le dijo a Fernando, tras observarnos un momento—. Sí, te recuerdo, eres Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el nieto de Fadrique, el duque de Alba. ¿Sabe él que estás aquí?
—No, no lo sabe —respondió un tanto azorado.
—Pues tendrás que volver grupas y regresar a tu palacio.
—Lo siento señor, pero no estoy dispuesto a hacerlo. Con todo respeto hacia vos y mi abuelo, he de deciros que quiero luchar de una vez. Os ruego que me dejéis a mí y a mi escudero tomar parte en la batalla al servicio del emperador. Además, he estudiado el arte de los sitios y quiero comprobar su utilidad.
El condestable, sorprendido, nos miró, esbozó una sonrisa y prometió a Fernando ponerle al tanto del curso de las operaciones, pero nos pidió que, de momento, nos quitásemos las pesadas vestimentas militares y descansásemos. Pocos después nos enteraríamos de que aquella misma tarde envió un emisario a su abuelo, para advertirle de nuestra llegada. No podía ser de otra manera, pues ambos se conocían desde cinco años atrás, cuando en Barcelona recibieron del rey Carlos I la recompensa más importante que podía imponer cualquier soberano de la cristiandad: el collar de la orden del Toisón de Oro.
No cabía duda de que Íñigo de Velasco había tomado a mi señor por un joven atolondrado y refinado que, a la vista de la dureza de los combates, enseguida preferiría contemplarlos desde retaguardia, añorando volver a las comodidades del palacio. Pero no le conocía como yo. Después de comer un poco nos volvimos a presentar ante él, pidiendo Fernando con cortesía, pero firmeza, ser informado de las obras de asedio. Resignado, le enseñó los planos de las trincheras con cierto desdén y le comentó los planes de ataque que incluían la excavación de dos minas bajo las murallas, pero pronto se dio cuenta de que mi amigo estaba mucho más versado que muchos de sus capitanes, e incluso que él mismo, sobre los métodos más eficaces para tomar una ciudad.
—Perdón, señor —comenzó a decir Fernando—. ¿Habéis comprobado la posibilidad de que los franceses estén practicando contraminas que saboteen las nuestras?
—Mis hombres han estado atentos y no han percibido nada —contestó el condestable.
—No obstante, sería conveniente colocar en el suelo de nuestras minas jofainas con agua y comprobar si en ellas se producen ondas. Eso nos alertaría de su posible presencia debajo de nuestras galerías.
Sorprendido, el condestable dijo que ya conocía esa práctica y que ya lo había dispuesto así, aunque luego nos enteramos que fue a raíz de la idea de mi señor cuando ordenó su colocación.
—Otra cosa, señor —añadió Fernando—. Quisiera que me permitierais estar en primera línea del asalto cuando llegue la hora.
—Eso si que no —respondió con dureza—. Vuestro abuelo no me perdonaría que os pasase algo.
—Pero…
—¡No hay más que hablar! La guerra no es cosa de mozalbetes inexpertos, aunque agradezco y valoro vuestra valentía, lo que haré saber a vuestro abuelo y al mismo emperador, pero los puestos de vanguardia son para soldados expertos, veteranos que saben protegerse; poneros ahí a vos sería una irresponsabilidad por mi parte y la vuestra.
Yo me quedé desilusionado y esperaba una reacción iracunda de Fernando, pero, para mi sorpresa, mi amigo no puso objeción. Sin embargo, percibí en él una mirada que entonces no atiné a saber qué significaba. Con los años la volvería a ver en otras ocasiones, llegando a aprender que nada bueno presagiaba.
Durante los dos días siguientes deambulamos por nuestras líneas, visitando los parapetos y disparamos varios arcabuces que amablemente nos prestaron los soldados, sin resultados visibles excepto ruido y humo. Por fin se anunció que ya estaban cavadas y cebadas las minas, por lo que, al día siguiente, tras su explosión, se daría el asalto. Había costado perforar los túneles sin que los defensores descubriesen hacia qué punto de la muralla se dirigían. El minado era una dura tarea, pero sumamente eficaz. Una vez había alcanzado un punto por debajo de los cimientos de las murallas, el túnel se apuntalaba con vigas y se llenaba de leña y pólvora. Después, se prendía fuego y al estallar e incendiarse la madera, se hundían las galerías y con ellas el lienzo de muralla que estaba encima, quedando la ciudad desprotegida e indefensa por ese punto.
Esa noche, tras la cena, toda la tropa y los capitanes oímos el santo rosario, tras lo cual a todos nos confesaron decenas de capellanes. Al amanecer se ofició misa y los soldados comulgaron. Durante esa víspera no se oyó una sola blasfemia o improperio, tan normales entre las huestes, por miedo a estar en pecado mortal si Nuestro Señor les llamaba aquel día con él. También se ordenó no dar vino a la tropa, mientras que parte de las fuerzas se dirigieron, aprovechando la oscuridad, al lugar por donde había de producirse el asalto definitivo tras el que se acomodaron disimuladamente para dormir un poco entre jergones.
A las nueve de la mañana comenzó el ataque. El plan era bombardear con la artillería un sector de las murallas, dando a entender que se asaltaría por allí provocando de esta manera que los defensores se concentrasen allí. Mientras tanto, en otro punto más distante se hacían explotar las minas. Una vez abierta la brecha en este último lugar, que al ser inesperado por el enemigo estaría teóricamente poco defendido, por ella se lanzarían por sorpresa las fuerzas atacantes que habrían estado escondidas de los defensores para no alertarles. Así se hizo, y tras un bombardeo de varias horas sobre el lienzo sur de la muralla, se prendieron las mechas de la pólvora almacenada en las dos minas que habían de estallar justamente en la parte noreste. Toda esta operación la estábamos viendo a más de quinientos pasos de distancia, junto al condestable y otros mandos del ejército, a salvo de cualquier arcabuzazo enemigo. Fernando estaba a mi lado luciendo su reluciente armadura y su yelmo floreado. Aparentaba serenidad, pero algo me decía que las cosas no iban a ser tan tranquilas.
En efecto, pocos minutos antes de la explosión de las minas, cuando todos estábamos expectantes esperando que las mechas se consumiesen según el tiempo previsto, mi amigo y señor desapareció de repente. Nadie se dio cuenta de ello, pero yo me temí lo peor y me acerqué al lugar donde habían de producirse las explosiones. A medida que me aproximaba, se produjeron dos estruendos consecutivos, seguidos de una cortina de polvo y humo. Casi a continuación también escuché el ruido de cascotes que caían, así como el griterío de los soldados que comenzaron a salir de las trincheras en donde estaban agazapados para penetrar por los boquetes que, presumiblemente, se habían abierto en las murallas. Tardó casi un minuto en despejarse el aire, pero enseguida lo vi. Estaba allí, en medio de los asaltantes, luciendo su yelmo y su armadura bruñida, lo cual era una temeridad pues le convertía en un blanco perfecto para los franceses. Como el resto de los atacantes, llevaba un lienzo rojo, el preferido del emperador como símbolo de la casa de Borgoña, atado a su brazo. Mientras corría blandía su espada y yo me lo sabía feliz, cumpliendo su sueño, entrar por fin en combate.
Pero si le pasaba algo, a mí me esperaba la desgracia. Primero, por perder un amigo alocado, y después, porque yo había jurado a su abuelo protegerle en todo lugar y momento, cosa que no estaba cumpliendo. Eché a correr hacia él con mi espada desenvainada llamándole, aunque era imposible que me oyese en medio de aquella algarabía. Yo también deseaba combatir, pero en aquel momento mi deber era alcanzarle y protegerle. Él y otros ya estaban comenzando a escalar las piedras abatidas de las fortificaciones, cuando un grupo de defensores comenzaron a lanzarles toda clase de objetos. Con terror vi cómo tropezaba y caía al suelo, lo que aprovechaba un francés a escasos pasos de él para levantar una gruesa piedra y tratar de estrellársela contra la cabeza. Pero milagrosamente, en ese momento, otro caballero lanzó una estocada al enemigo, que le atravesó por completo el costado. También llevaba la insignia roja, pero, a diferencia de Fernando, su armadura estaba tiznada sin que destacase apenas ante la vista; sin duda era un combatiente más experimentado.
A los pocos instantes alcancé a mi amigo y a su salvador. Ambos se habían resguardado tras un grueso sillar de los pedruscos, flechas y tiros que caían por todas partes y yo me uní a ellos.
—Por favor, señor, no cometáis locuras —dije con firmeza al llegar a su lado.
—Calla y prepárate a luchar. A eso hemos venido y no voy a retroceder.
—Bienvenido al combate, muchacho —me dijo el salvador de Fernando—. Los franceses se defienden bien, pero en cuanto seamos unos pocos más nos lanzaremos a por ellos.
Pero en ese momento sentí un terror como nunca antes había tenido: a mis pies cayó rodando un pobre soldado, que, de muerte herido y con un tajo abriéndole el pecho, no hacía más que implorar a gritos a su madre. La sangre le salía a borbotones. Su turbia mirada se cruzó con la mía, me tendió la mano, se la cogí y sólo se me ocurrió decirle al oído que estuviese tranquilo, que pronto entraría en el paraíso. A los pocos instantes moría; tenía la cara llena de lágrimas, y yo también. Nunca había visto morir a nadie de aquella manera, pero lo peor para mi vergüenza es que mis intestinos me habían jugado una mala pasada y me había cagado encima. En ese momento comprendí que Dios no me había hecho para las cosas de la guerra, como hasta entonces me había empecinado en creer. Fue terrible darme cuenta allí, en esas circunstancias, de que era un cobarde, una pobre mujer incapaz de enfrentarme a la muerte, que mis sueños de combatir contra los enemigos del rey, como había soñado mil veces al leer con Fernando los libros de caballería, ahora me repugnaban. Sentí náuseas, pánico y ganas de echar a correr, pero temeroso de que me alcanzase algún proyectil, seguí acurrucado en mi escondrijo, mientras sólo atinaba a balbucear: «¡Dios mío, Dios mío…!», y agarraba con fuerza una medalla de la virgen que mi madre me había dado.
Estaba atenazado por estos pensamientos cuando mi señor y el desconocido que le había salvado la vida, pendientes únicamente del momento del asalto y que por suerte no se habían percatado de lo que acontecía en mis partes bajas, exclamaron: «¡A por ellos! ¡Santiago!», y salieron del refugio a todo correr, no sin antes atarme también a mí un trapo rojo en el brazo y arrastrarme con ellos. Corrimos entre las piedras junto a otros soldados que hacían lo mismo; se oían blasfemias y gritos en varias lenguas, y los españoles se daban ánimos unos a otros para proseguir el ataque a pesar de los que iban cayendo en el camino. Yo iba detrás de ellos, protegido, y al poco coronamos lo que quedaba de la muralla y empezamos a dispersarnos por ella. Los defensores, impotentes ante el asalto, estaban en retirada hacia el castillo, lo que era aprovechado por los atacantes para rebanar el pescuezo a todo el que quedaba rezagado. Yo estaba paralizado por el pánico, incapaz de reaccionar, pero también asqueado de mí mismo, de ser actor en aquella horrenda obra de teatro, mientras mis calzones manchados se pegaban a mi piel. Sujetaba sin fuerza alguna mi espada; si alguien me hubiese atacado en aquel momento, estoy seguro de que me hubiese dejado matar como un pollo. Estando de esta guisa, horrorizado, vi cómo mi amigo mataba por primera vez a un pobre desgraciado que tras descargar su arcabuz sobre nosotros quería escapar; sin compasión le agarró por detrás y le clavó la espada, haciendo frente a otro al mismo tiempo, que, de súbito, se giró y trató de atacarle, aunque rápidamente se dio a la fuga.
A los pocos instantes irrumpimos en una plaza y vimos cómo unos franceses hacían un parapeto con unos carros en una calle, disponiéndose a defenderlo con sus picas y arcabuces. Enseguida un capitán y varios soldados se aprestaron a saltarlo. A ellos nos unimos nosotros tres y Fernando se dirigió al oficial:
—Sería conveniente atacarles antes, desde los balcones. Eso les distraerá.
—Bien pensado, muchacho —contestó el capitán—. Vosotros cuatro —dijo, dirigiéndose a sus hombres— id a las balconadas y terrazas que dan sobre su barricada y lanzarles todo lo que podáis. El resto abrid fuego cuando veáis que presentan blanco y disponeos al asalto a mi señal.
A los pocos minutos, los galos estaban más preocupados en defenderse de lo que les llovía encima, lo que aprovechó Fernando para lanzarse al asalto sin esperar las órdenes del capitán. En eso vi cómo un francés de la barricada apuntaba directamente al pecho de mi amigo y, sin pensarlo, me lancé a sus pies para hacerle caer. Fue suficiente para que la bala no le impactase de frente, siendo desviada por la armadura. Sin decirme nada me miró y sonrió; sabía que, seguramente, le había salvado la vida. Repuesto de la caída, se levantó, y ya junto a su otro salvador y el resto de las huestes, saltó sobre la barricada seguido del resto de soldados, dando mandobles y estocadas a diestro y siniestro.
No obstante, yo me quedé al margen, detrás de ellos. No tenía fuerzas para seguirles y aquello era demasiado para mí. En medio de aquel caos, estaba petrificado, sobrecogido, incapaz de reaccionar. Nunca había estado en semejante ola de violencia y muerte. Recuerdo con repugnancia aquella mezcla de olores: pólvora, madera quemada, vómitos… y todo envuelto en el vaho dulzón de la sangre. Todo estaba impregnado de aquellas pestilencias y hacía que ni yo oliese mis propios excrementos que manchaban mis vestiduras. El griterío también era ensordecedor y espeluznante; se oían aullidos de dolor y rabia unidos al incesante repicar de campanas y tambores. Aquello era para volverse loco; todos gritaban, los vivos y los heridos, y los que no lo hacían o estaban muertos o eran moribundos musitando una oración. Yo seguí allí inmóvil, quieto en un rincón, a pocos pasos de la muralla por la que entramos, mientras él se perdió en el tumulto de la ciudad. Por suerte para mí, nadie parecía fijarse en mi presencia.
A diferencia de mí, Fernando parecía feliz y exultante, sin importarle despreciar ni su vida ni la de los demás; verdaderamente daba la sensación de haber nacido para aquello. Según me explicó luego, persiguió a los franceses hasta el mismo rastrillo de la fortaleza y allí se interpuso en el camino de un capitán galo que pretendía refugiarse, obligándole a batirse con él. El duelo, según otros testigos me refirieron, fue espectacular, demostrando Fernando lo buen espadachín que era. Al final, el francés fue herido, pidió favor y le entregó su espada en señal de rendición.
Al cabo de una hora, un tétrico silencio se adueñó de las calles, sólo roto por el aullido de los perros y por los objetos que eran lanzados a las calles desde algunas casas por los soldados en busca de botín. La mayoría de los franceses habían logrado refugiarse en la fortaleza, dejando a los españoles dueños del resto de la ciudad. El condestable había autorizado el saqueo todas las propiedades de los enemigos y de los navarros que se habían significado por su traición, pero no del resto de la población. Pero en aquel caos la soldadesca consideró que casi todo olía a enemigo y se llevaron de todas las casas, no sólo el dinero y joyas, sino también la ropa y todo tipo de objetos que pensaban que podían vender. Solamente fueron respetadas las iglesias. También escuché algún grito de mujer que no había tenido tiempo de esconderse y que, sin duda, estaba siendo forzada por aquellos animales salvajes en los que se habían convertido aquellos soldados cristianos. Avergonzado y asqueado, traté de alejarme hasta donde no se oyesen los chillidos, buscando en algún refugio algo de paz que me hiciese olvidar aquel infierno. Lo cierto es que deambulaba sin rumbo fijo, tratando de huir de aquel infierno que me recordaba a las páginas que Dante había escrito sobre los horrores del reino del averno. Sumido en estas sensaciones apenas advertí que tras de mí apareció una sombra. Me giré y era un soldado enemigo con la espada preparada para matar, pero, tras mirarme un instante, optó por marcharse a toda prisa sin darme tiempo a reaccionar. No sé el motivo; quizás pensaba que podía resultar herido, o llamar la atención y entonces perder la oportunidad de huir…, pero lo agradecí, pues en aquel momento no tenía el cuerpo ni el espíritu preparado para luchar.
Como solía hacerse, un grupo de comerciantes se habían instalado al lado del campamento del ejército sitiador, para comprar barato todos esos objetos saqueados. Sabían que los soldados, mal pagados y en constante peligro de muerte, se consolaban de su mísera vida gastándose los dineros en las tabernas y burdeles ambulantes, que también acompañaban a los ejércitos. Así, toda la ciudad fue víctima del expolio y la violencia; sólo las iglesias y conventos permanecieron inviolados, al igual que las mujeres y niños que en ellas se refugiaron cuando había comenzado el ataque.
Al atardecer todo se había calmado. Los capitanes ordenaron a los soldados que devolviesen lo saqueado a los lugareños que se comprobó que no habían colaborado con los franceses, al tiempo que otros militares recogían a los muertos, no sin antes registrarles los bolsillos y robarles las botas u otras prendas, si estaban en aceptable estado. Algunos aún conservaban un crucifijo de madera que, en un último momento antes de la muerte, habían logrado aferrar en un gesto crispado. Los de metal habían sido todos robados. A todos esos desgraciados, fuesen españoles o franceses, se les amontonaba en una pila maloliente que rezumaba sangre. Los únicos que les hacían caso eran los perros, que acudían a olisquear y a lamer aquellos cadáveres, hasta que horas más tarde pasaban a ser enterrados en fosas comunes. A los heridos leves se les llevaba a los cirujanos, mientras que los moribundos permanecían allí, solos o en compañía de los sacerdotes que les daban la extremaunción. Entre tantos muertos me llamó la atención uno en particular, con un insólito tatuaje que nunca había visto; lo tenía en el antebrazo y era una forma extraña que no acerté a descifrar, aunque asqueado por todo aquel horror no le presté más atención.
Mientras caminaba sin rumbo, con verdadero estupor e indignación comprobé que también varios de aquellos sacerdotes, aquellos que se llamaban hombres de Dios, saqueaban a los muertos, o lo que era mucho peor, se mostraban renuentes a dar la absolución si antes el moribundo no testaba en su favor o les indicaba dónde podía recoger algún dinero que tenía escondido. Y yo allí, como un pasmarote bobalicón, incapaz de moverme apenas, con las lágrimas inundándome el rostro ante aquel horror, los calzones manchados, dándome cuenta de que si alguna vez había tenido ansias de gloria guerrera, se me habían pasado de golpe para siempre.
Estaba yo así cavilando, o más bien atontado, cuando un abrazo me despertó de mis tribulaciones. Era Fernando que exultante me explicaba lo maravilloso que había sido y lo orgullosos que estarían su padre y abuelo si le hubiesen visto. Afortunadamente para mi orgullo, en su euforia guerrera que le llevó por las calles de la ciudad matando franceses, no se dio cuenta ni de mi cobardía ni de mis calzones sucios.
—¿Has visto, Álvaro? ¡Hemos vencido! ¿Cómo te ha ido a ti? ¿A cuántos has matado? —me preguntó.
—Me han dado un fuerte golpe y hace poco que he recuperado el sentido, pero antes creo que herí a uno, aunque se escapó —mentí.
—Siento que no hayas podido despanzurrar a ninguno de nuestros enemigos, pero yo ya lo hecho por ti. Pero estás pálido… deberías descansar.
—No, ya se me ha pasado, estoy bien, no ha sido más que el golpe —volví a faltar a la verdad.
Al poco se nos unió su salvador, que desde entonces sería gran amigo de mi señor, y también mío, y se nos presentó.
—Permitidme que me presente. Me llamo Garcilaso de la Vega. Soy de Toledo y hace ya algún tiempo que lucho en las filas del emperador.
—Os doy las gracias por salvarme —dijo Fernando.
—No se merecen. En el campo de batalla todos nos hemos de ayudar y otro día me salvaréis vos.
—Mi nombre es Fernando Álvarez de Toledo, nieto del duque de Alba —dijo mi señor quitándose el yelmo.
Al comprobar lo joven que era, así como la identidad de a quién había salvado, Garcilaso se quedó asombrado.
—No pensaba encontrar a tan distinguido y joven combatiente al pie de las murallas —dijo el caballero toledano—. He de deciros que sois muy hábil con la espada y muy valiente, aunque si me lo permitís también un poco alocado.
—A quien me ha salvado la vida puedo permitir que me lo diga.
—Y vos, ¿cómo os llamáis? —dijo, dirigiéndose a mí.
—Álvaro de Villegas, y soy el escudero de mi señor Fernando.
—Pues por el porte y las maneras no parecéis un simple escudero.
—No lo es —terció Fernando—. Es además un fiel amigo y compañero de estudios, de viajes y de esta batalla, y él también me ha salvado hoy.
—No es verdad —dije yo con sonrojo.
—Sí lo es, y no se hable más.
Ese joven toledano de familia noble, caballero de Santiago, era algo mayor que nosotros, y con el tiempo, en Italia, acabaría conociendo y siendo amigo de uno de los tutores que hacía cierto tiempo teníamos Fernando y yo: el caballero Juan Boscán. Por un momento me avergoncé de que se percatasen de mi flojera de vientre, pero el olor nauseabundo a muerte y destrucción era tan intenso, que el que yo emanaba pasó desapercibido.
Aquella noche en el campamento y ante unas jarras de vino, nos contó que era miembro de la guardia del emperador, de sus luchas contra los rebeldes comuneros y, sobre todo, contra los turcos, en Rodas, en donde cayó herido de gravedad. Yo, ya con ropa limpia, apenas me podía quitar de la cabeza el siniestro espectáculo de las horas anteriores, pero mi amigo estaba embelesado escuchándole lleno de admiración. Lo cierto es que sólo pude olvidarme de mis amarguras cuando aquel tal Garcilaso, animado por el vino, se puso a recitarnos las poesías más bellas que hasta entonces había oído de boca de nadie. Era evidente que junto el arte de la guerra también le encantaba la esgrima de la pluma, inspirado por los clásicos latinos con los que, según nos explicaba, se deleitaba horas y horas. Años más tarde, aquellos versos se publicarían y se harían famosos, y recuerdo unos que decían:
¡Oh dulces prendas por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería,
juntas estáis en la memoria mía
y con ella en mi muerte conjuradas!
Y yo allí, en medio de aquellos nobles dioses de la guerra, gallardos espadachines de la pluma, avergonzado de mi cobardía y admirando sus heroicidades, pero prometiéndome en secreto, por lo más sagrado, que nunca jamás volvería a presenciar, ni a participar, en un espectáculo de tanta violencia, vergüenza y oprobio para la humanidad como eran aquellos asaltos y saqueos.
Al día siguiente comenzaron las negociaciones con los franceses para lograr su rendición. El condestable conocía al mariscal de Navarra, marqués de Cortes, que estaba al mando de los defensores franceses y navarros rebeldes, por lo que fue fácil convencerle de que se rindiese y, a cambio, él y sus caballeros navarros recibirían el perdón real y les serían devueltas sus haciendas en Navarra. Así lo hicieron, y nada pudo hacer el capitán Le Frange, capitán de las fuerzas galas, por impedirlo. Él, al frente de sus hombres supervivientes, tuvo que regresar a Francia. No fue de la misma opinión el rey Francisco de Francia, que mandó prender a su capitán acusándole de traición, le reprendió en público en la plaza de Lyon, le destrozó su escudo de armas y le exilió para siempre de la corte prohibiéndole volver a llevar espada nunca más.
De esta manera, a principios de marzo, Fuenterrabía volvió a manos españolas. No obstante, el condestable tenía un problema, pues había sido incapaz de salvaguardar la seguridad del joven Fernando, al no poder evitar que entrase en combate con grave riesgo de su vida. La ira de su abuelo, el duque de Alba, podía ser terrible, pues no en vano era el patriarca de una de las cinco o seis familias nobles más importantes y ricas de Castilla. Además, el viejo Fadrique había sido primo hermano del viejo Rey Católico y el joven Fernando era primo tercero del emperador, lo que no era poca cosa; debía proceder con sumo cuidado. La solución que se le ocurrió fue ingeniosa: nombrar a mi joven amo gobernador de la ciudad reconquistada, colmándole así de honores y dejando claro a los ojos de todos, empezando por su abuelo, el valor del muchacho y los grandes méritos contraídos en la acción. Fue el primer cargo de su larga carrera militar, y meses después, recibiría la felicitación personal del emperador. Con ello, no sólo pensaba librarse del enfado del duque, sino ganarse incluso su favor. Efectivamente, cuando a los pocos días se presentó ante él, éste se dirigió con gesto adusto hacia su nieto. Todos estábamos expectantes y yo, por lo que me tocaba, bastante atemorizado.
—Fernando —dijo el anciano noble—, mereces que te mate a palos por escaparte; y a ti también por ayudarle —añadió, dirigiéndose a mí—. Tu madre no ha hecho más que llorar temiendo por tu vida, y yo no perdonaría perderte después de perder también a tu padre.
—Tenéis razón. Pido vuestro perdón, pero quería demostrar que ya puedo luchar y dejar bien alto el nombre de mi casa, de vos y de mi padre —contestó Fernando—. Quiero luchar. Puedo hacerlo bien y espero que me lo aprobéis.
Tras unos momentos de silencio y tensión, el viejo noble abrazó emocionado a su nieto, y luego, para asombro de todos, también a mí, mientras musitaba un inaudible «gracias» a mi oído. Pero lo cierto es que yo me sentía muy mal: en poco había ayudado a mi amigo y señor, y víctima de mi inconfesable cobardía, no había podido acompañarle y protegerle en su bautismo de fuego todo lo que debiera.
Aquel día fue el más feliz de la vida de mi amigo y señor Fernando. Había descubierto que la guerra, el mando de los hombres, las banderas y el olor a la pólvora eran verdaderamente su vocación, lo que le marcarían para siempre el rumbo de su vida. Para mí, en cambio, fue la jornada más horrible que recuerdo y comprendí que jamás podría empuñar un arma como hasta entonces había hecho en juegos y entrenamientos. Acababa de descubrir que en ese terreno mi amigo y yo éramos opuestos, pero que, para mi desgracia, tendría que vivir y compartir su mundo; él sería feliz, pero yo un desgraciado sirviente y amigo, obligado a acompañarle en sus empresas militares. Le había fallado en el campo de batalla, pero me prometí que, desde entonces, nunca más le fallaría en todo lo demás y que estaría siempre a su lado para protegerle y ayudarle en lo que pudiese.
Han de saber vuestras mercedes que mi relación con Fernando Álvarez de Toledo, futuro tercer duque de Alba, había comenzado nada más nacer. Había venido al mundo el mismo día y en el mismo lugar que yo, en un ya muy lejano octubre de 1507, pero él era hijo de García, el primogénito de Fadrique, destinado a heredar el título y, por tanto, a ser el continuador de tan egregia familia. Yo, por mi parte, Álvaro Villegas, no era más que el hijo de uno de los sirvientes del duque, aunque ciertamente de categoría, pues era el administrador de las tierras que correspondían a Alba de Tormes, en Salamanca, que comprendían cerca de sesenta villas en donde habitaban miles de almas. Desde los primeros días estuvimos unidos por la leche de mi madre, pues la de Fernando apenas podía alimentarle, y así, unidos primero por el alimento y luego por los juegos, fuimos creciendo juntos en los mismos castillos y palacios donde los dos vivíamos, aunque teniendo ambos muy claro el distinto rango que Dios y los hombres nos habían dado en el mundo. A los pocos años de edad ya sabíamos que, a pesar de que en privado nos tuviésemos una confianza de iguales y nos tuteásemos, en público siempre me había de dirigir a él como superior que era de mi persona.
De todas formas, la fidelidad de mi padre y las ganas del pequeño Fernando de tener un compañero de juegos y fatigas a su lado me permitieron compartir los mismos maestros y clérigos que nos enseñaron las primeras letras, la geografía, los números, la ley de Dios y el latín. Sin duda fue una suerte, pues mis padres nunca hubiesen podido costearse tan buenos tutores. He de decir que aproveché la oportunidad y que ambos fuimos buenos estudiantes, aprovechando la sabiduría de nuestros maestros. Sin embargo, en un terreno había una clara diferencia; la educación también incluía clases de esgrima, ejercicios físicos y equitación, pero he de confesar que en esas lides guerreras y en los ejercicios de destreza siempre fui un lerdo y un patoso, mientras que mi compañero de fatigas demostró, en cambio, unas habilidades más que notables. Posiblemente el destino ya me estaba advirtiendo de lo que aquel fatídico día, en Fuenterrabía, descubriría con terrible amargura.
Su padre había muerto en la isla de Djerba, o Gelbes según decimos los españoles, junto a Túnez, en una funesta expedición militar contra las costas africanas en agosto de 1510, sin poder asumir el título de duque, por lo que fue su abuelo Fadrique, el segundo duque de Alba, quien se encargó de la educación y de prepararle para asumir la responsabilidad que le confería su alcurnia, dejando claro que sólo se debía a Dios y al rey, pero que también, y en grado poco menos que parejo, a sus blasones y su honor. Me acuerdo muy vagamente que, con apenas seis años, y a pesar de los ruegos de su madre, los dos acompañamos a su abuelo en la conquista de Navarra en julio de 1512, pues él era el comandante en jefe de la expedición que habría de incorporar para siempre aquel reino a las Españas, y quería que su sucesor fuese educado como guerrero ya desde muy niño. Yo apenas recuerdo esa expedición, pero él la ha tenido toda la vida grabada rememorando innumerables detalles. Seguramente este primer contacto con el mundo militar le caló en lo más hondo y, años después, esta afición le hizo devorar todo tratado sobre el tema que caía en sus manos, preferentemente lo que habían escrito los autores romanos, aunque tenía dos preferidos: La guerra de las Galias de César y El tratado sobre el arte militar del bizantino Flavio Vegecio. También su carácter dejó ver enseguida que había nacido noble y para mandar. Su porte alto, musculoso y elegante, su hablar seguro e imperioso, su ímpetu muchas veces irreflexivo pero sin duda valeroso, su mirada fría y desafiante advertían a sus interlocutores que estaban ante alguien llamado a hacer importantes cosas y a detentar gran poder. Yo, por mi parte, aunque no me faltaba la agilidad de la juventud, no podía competir en prestancia ni en belleza, siendo mi modo de ser mucho más dado a la reflexión, la contemplación y la escritura. Él había nacido para mandar, actuar y luchar; yo para obedecer y servir.
Cuando alcanzamos más o menos los doce años, un día me llamó el duque.
—Álvaro —me dijo—, has sido y eres el mejor amigo de mi nieto, a pesar de que me he percatado de que eres bastante distinto a él. No te lo puedo ordenar, aunque te ruego que cuides siempre de él y que nunca le falte tu apoyo. Es impulsivo, a veces poco sensato, y su orgullo —culpa mía, pues se lo he inculcado en exceso— le puede llevar a la perdición. Necesita a alguien que le haga recapacitar y pensar las cosas antes de hacerlas.
—Señor —le contesté—, vuestros deseos son órdenes placenteras para mí y os juro que así lo haré. Pero no sé si podré cumplir con lo que me ordenáis. No soy más que un simple siervo y no tiene por qué seguir mis consejos.
—Sé que será difícil, pero me basta con que hagas todo lo posible. Es verdad que en ocasiones te despreciará, pero, en el fondo, sabrá que tienes razón y eso, al menos a veces, le hará recapacitar. Has de ser, en la medida de tus posibilidades, esa conciencia que quizás a él le falte.
—Ardua es la tarea que me pedís y creo que tenéis demasiadas esperanzas depositadas en mi persona, pero vuestra petición no la puedo rechazar. Prometo que intentaré ser su mejor consejero y que nunca le abandonaré.
—Lo cierto es que no esperaba menos de ti. A tus padres y hermanos nunca les faltará nada y esta casa sería siempre su casa.
Ciertamente no podía negarme; ante todo porque en verdad le aprecié toda la vida a pesar de sus miserias y pecados, pero también porque era mi deber aceptar. El duque era el señor de mi familia y el mío, y a él debíamos nuestra cómoda posición, por lo que mi padre quedó muy contento con el destino que me aguardaba como compañero inseparable del joven señor. De todas formas, luego comprendí que aquel anciano me conocía mejor que yo a mí mismo. Ya adivinaba que mi persona no estaba hecha para la acción, aunque en aquel momento, imbuido de ensoñaciones juveniles, yo estaba convencido de lo contrario. Así, desde entonces me convertí en su sombra; fui su amigo, confidente, contable, secretario, siervo, ayudante, consejero y, con el tiempo, también alguien en quien descargó su ira. He de decir que no fui el único, ni el más preparado ni destacado, pero sí con el que mantuvo siempre más confianza.
Por ese año de 1519 fue cuando el ilustre hombre de letras, el catalán Juan Boscán, comenzó a ser tutor nuestro. Nos daba clases de latín, italiano y nos ejercitaba en el arte de componer poemas, cosa última en la que, por cierto, era en lo único que yo superaba claramente a Fernando, aunque nunca llegué tampoco a ser muy ducho. Como sólo era trece años mayor que nosotros pronto congeniamos, y con el tiempo, la relación de maestro y alumnos se trocó en amistad.
En 1520, con poco más de doce años, iniciamos el viaje más fascinante de nuestras vidas. El duque de Alba estaba empeñado en que su nieto fuese su digno sucesor, y conforme a los planes que le auguraba, y que en ello no erró, consideró importante familiarizar a Fernando con la diplomacia internacional y con los problemas de la convulsa Europa de aquellos años. Así, en mayo de 1520, toda la familia ducal, incluida buena parte de la servidumbre, entre la que por supuesto me encontraba yo, zarpamos de La Coruña para acompañar al rey, nuestro señor, a su coronación como emperador. Cinco días después, y no sin sufrir algunos incómodos mareos dado que era nuestra primera travesía por los mares, arribamos al puerto inglés de Dover; allí, todo el séquito recibimos una cordial invitación para ir a ver al rey Enrique VIII, entonces casado con Catalina, tía de nuestro soberano. Durante dos días estuvimos agasajados en Canterbury y recuerdo cómo el monarca inglés saludó a Fernando con sumo afecto. Causó en nosotros una curiosa, y un tanto maliciosa, impresión el hecho de que los nobles ingleses tuviesen como costumbre elegante dar un beso en los labios como saludo a las damas desconocidas, lo que provocó no pocos sonrojos entre el séquito femenino que acompañaba a nuestro señor. Los nuestros, por su parte y muy dignos ellos, correspondían con el tradicional beso de la mano a la damas inglesas.
Tras reembarcar llegamos a Flandes y pasamos allí unas semanas. El rey Enrique también cruzó el canal y nuestro soberano le obsequió con un magnífico banquete en Gravelinas, correspondiendo el inglés con otro de igual pompa en Calais. Mientras estábamos en Brujas, el duque entró en contacto con el gran humanista Luis Vives, que vivía en la ciudad desde hacía diez años y que ansiaba volver a España. Quería que fuese también tutor de su nieto, pero las envidias de otros que también aspiraban a cargo tan suculento impidieron que así fuese. Semanas después llegamos a Aquisgrán, en donde, a fines de octubre, nuestro rey fue coronado emperador. Yo no pude entrar en la iglesia, pues estaba atestada, pero Fernando me explicó toda la solemnidad de la ceremonia que pretendía rememorar la coronación de Carlomagno, lo que le causó una viva impresión. En el momento culminante, me explicó, dos obispos a la vez, el de Colonia y el de Tréveris, le ungieron las manos y le colocaron la corona, instante en que un estremecimiento le recorrió el espinazo y le hizo llorar de emoción. Nunca había presenciado tanto boato y durante horas me estuvo explicando con todo detalle el ceremonial, las vestimentas, la música y toda la alambicada liturgia empleada, que elevaba el espíritu al tiempo que lo acongojaba. Sin duda, todos los que presenciaron aquella fastuosa ceremonia quedaron para siempre fascinados, seducidos y vinculados fielmente al nuevo emperador.
Sin embargo, otra experiencia mucho más negativa, que esta vez yo sí pude contemplar, ocurrió en la primavera de 1521. El gran hereje Lutero se presentó en Worms, ante la Dieta, para dar cuenta de sus ideas y reafirmarse o retractarse de las mismas ante el emperador en persona. Su doctrina había comenzado a extenderse peligrosamente, incluso entre muchos nobles, por lo que era preciso tratar de cercenarla. Se le había dado un salvoconducto para que no temiese ser quemado, lo que probablemente merecía, y al presentarse ante los ojos de todos nosotros, insistió en sus tesis del modo más osado e irreverente. Aún recuerdo aproximadamente parte del diálogo que allí se entabló y la posterior conversación que tuvimos mi señor y yo.
—Fraile Martín Lutero —le instó nuestro emperador en alemán—. Os ruego que os retractéis de vuestras opiniones que tanto daño hacen a nuestra amada Iglesia.
—No puedo, majestad. Mi conciencia, que sólo debo a Dios, me lo impide.
—Entonces os lo ordeno. ¡No quiero herejes entre mis súbditos!
—Me temo que no puedo obedeceros —contestó aquel desviado ser.
—Sois consciente, entonces, de que permanecéis contumaz en el error, en el pecado y en la desobediencia, y que por ello os podría hacer prender y quemar.
—Lo soy, pero vos me distéis un salvoconducto —dijo Lutero, tras lo cual se dio la vuelta y salió de la asamblea.
Ante aquella actitud tan desafiante y vil, muchos de los presentes no pudimos evitar exclamar improperios, que nuestro rey silenció con un gesto. Pero Fernando se dirigió a mí y me dijo casi a gritos sin importarle, a pesar de su juventud, llamar la atención de todos los presentes:
—Mataría a ese cerdo con mis manos. El emperador no puede ser desafiado así.
—Es cierto —le contesté en voz baja—, pero se le ha dado un salvoconducto y el honor exige que se le respete.
—Álvaro no seas ingenuo —dijo ya más calmadamente—. A veces hay que violar ciertos principios para construir y salvar otros más elevados, como es la autoridad real. Yo esperaría a que saliese de la ciudad y luego, discretamente, le haría matar. Oficialmente serían unos bandoleros los causantes de la muerte y nosotros negaríamos toda implicación, pero creo que su muerte nos ahorraría muchos problemas. ¡Hay que ser prácticos!
Brillaba tanta ira en su mirada que no me atreví a contradecirle. Además, otros nobles también eran partidarios de lo mismo, pero nuestro soberano se negó a romper su palabra y violar su persona. Pero lo cierto es que el digno gesto de nuestro emperador no hizo más que azuzar en nosotros el deseo de acabar con aquel enemigo de la Iglesia y sus seguidores, por lo que nos prometimos luchar siempre a favor de la verdadera fe y contra la herejía, cosa que haríamos, y mucho, en el futuro. Días después, Lutero era declarado prófugo y hereje, por lo que quedaba prohibida la publicación, distribución y lectura de sus obras.
Por fin, en el mes de mayo de 1522, con todo el séquito imperial volvimos a Flandes y de ahí a Inglaterra. Otra vez el rey Enrique nos agasajó a todos, se celebraron torneos y banquetes (por cierto, probamos una infame cerveza negra que bebían caliente, muy diferente a la de las tierras alemanas) y hasta nos llevaron a Winchester en donde se decía que estaba la tabla redonda, aquélla del rey Arturo. Fernando quiso participar en las justas, pero su abuelo no le dejó, para gran enfado de mi amigo que se marchó a llorar de rabia a un rincón. Al final, tras más de dos años de ausencia, en julio de 1522 llegamos al puerto de Santander con una gran flota de ochenta naves.
Durante el año y pico que estuvimos en Alemania, Fernando y yo nos entrenamos en su habla, aparte de seguir practicando con el latín, el francés, la equitación y las demás disciplinas propias de nuestra formación. También mi amigo recibió clases y consejos de cómo se habían de comportar los príncipes en el gobierno de los estados. Para ello le fue muy útil el libro de Maquiavelo, El príncipe, que ambos leímos con sumo interés, pero en el que él parecía encontrar más sustancia que yo, pues continuamente trataba de enlazar sus reflexiones con la política europea que estábamos viviendo en aquellos meses, sobre todo en lo concerniente al tema de la herejía luterana.
Pero si bien a mí todos esos conocimientos y estudios me daban placer y bienestar, en mi amigo parecían despertar inquietud y desazón. Estaba cada vez más nervioso, irritable, decía frecuentemente que estaba harto de libros y ansioso por coger la espada. Era evidente que en ese cuerpo y alma tan cultivada para lo militar, y más teniendo en cuenta la fogosidad juvenil, la acción era lo más deseado. De ahí vino su deseo irrefrenable de acudir a la acción, por lo que decidió marchar a la guerra. Por eso y sin pedir permiso, se fugó al enterarse del sitio de Fuenterrabía, al cabo de un año y medio de regresar a España. En vano traté de convencerle, pero su decisión era firme. Sabía que su abuelo, el duque de Alba, se indignaría, pero que su cólera sería aún mucho mayor si descubría que había partido sin mi compañía. Así que no tuve más remedio que seguirle en esa primera aventura que ya he relatado; para felicidad suya y amargura mía.