Fa empujó a un lado a Lok. Se levantaron juntos y examinaron la saliente. El aire frío del amanecer se derramaba alrededor. Fa fue a los nichos y volvió con un hueso que casi no tenía carne y algunos restos que las hienas no habían alcanzado. La gente era otra vez roja, de un color rojo cobrizo y amarillento, pues el azul y gris de la noche los había abandonado. Sin decir nada compartieron los restos de la comida con un sentimiento de muda compasión. Luego se limpiaron las manos en los muslos y bajaron al río a beber. En seguida, y sin hablar ni compartir una imagen, se fueron hacia la izquierda a un recodo que llevaba al risco.
Fa se detuvo.
—No quiero ver.
Se volvieron juntos y contemplaron la saliente vacía.
—Cogeré fuego cuando caiga del cielo o despierte entre los brezos.
Lok consideraba la imagen del fuego. Tenía además un vacío en la cabeza y sólo sentía aquella marea, profunda y segura. Echó a andar hacia los troncos y el otro extremo de la terraza. Fa le tomó la muñeca:
—No iremos otra vez a la isla. Lok le hizo frente con las manos en alto.
—Hay que encontrar comida para Liku. Así será fuerte cuando vuelva.
Fa lo miró intensamente y había en la cara de ella cosas que Lok no podía comprender. Dio un paso a un lado, se encogió de hombros y gesticuló. Se detuvo y esperó ansiosamente.
—¡No!
Tomó otra vez la muñeca de Lok y tiró. Lok se resistía, hablando constantemente. No sabía lo que decía. Fa dejó de tirar.
—Te matarán.
Hubo una pausa. Lok miró a Fa y luego a la isla. Se rascó la mejilla izquierda. Fa se acercó más a Lok.
—Tendré hijos que no morirán en la cueva junto al mar. Allí habrá un fuego.
—Liku tendrá hijos cuando sea una mujer.
Fa le soltó la muñeca otra vez.
—Escucha. No hables. La gente nueva se llevó el tronco y Mal murió. Ha estaba en el risco y un hombre nuevo estaba en el risco. Ha murió. La gente nueva vino a la saliente. Nil y la anciana murieron.
La luz era mucho más intensa detrás de Fa. Había una mancha roja en el cielo, que crecía ante Lok. Era la mujer. Lok inclinó la cabeza ante ella, humildemente.
—Me alegraré cuando la gente nueva traiga a Liku de vuelta.
Fa hizo un sonido fuerte y airado, dio un paso hacia el agua y volvió. Tomó a Lok por los hombros.
—¿Cómo pueden dar leche al nuevo? ¿Da leche un ciervo? ¿Y si no traen de vuelta a Liku?
Lok contestó humildemente con la cabeza vacía:
—No veo esa imagen.
Fa lo dejó airada, se alejó y se quedó apoyando una mano en el recodo donde comenzaba el risco. Lok veía cómo se encrespaba y cómo se le sacudían los músculos de la espalda. Se inclinaba hacia adelante, con la mano derecha en la rodilla del mismo lado. Oyó que murmuraba dándole todavía la espalda:
—Tienes menos imágenes que el nuevo.
Lok se apretó los ojos con las palmas de las manos con tanta fuerza que vio unos chispazos de luz como en el río.
—No ha habido una noche.
Eso era cierto. Donde debía haber estado la noche todo era gris. No sólo los oídos y la nariz de Lok habían estado despiertos después de haberse acostado con Fa, sino también el Lok de adentro, observando cómo la sensación crecía, menguaba y volvía a crecer. Dentro de los huesos de la cabeza llevaba la pelusilla de las enredaderas otoñales, y las semillas le habían entrado en la nariz y lo hacían bostezar y estornudar. Separó las manos y miró con los ojos entreabiertos el sitio donde había estado Fa. En aquel momento Fa daba la espalda a la pared rocosa y miraba alrededor, al río. La mano de ella lo llamó.
El tronco había aparecido otra vez. Estaba cerca de la isla y en cada extremo iban sentados los dos caras de hueso. Cavaban en el agua y el tronco cruzaba el río. Cuando estuvo cerca de la orilla y los matorrales, se enderezó en la corriente y los hombres dejaron de cavar. Miraban atentamente el espacio despejado junto al agua donde estaba el árbol muerto. Lok vio que uno de ellos se volvía y hablaba con el otro.
Fa le tocó la mano.
—Buscan algo.
El tronco se dejaba llevar suavemente por la corriente río abajo, y el sol salía. Los lugares más lejanos del río parecían arder en llamas, y durante un tiempo el bosque a los lados estuvo a oscuras. La indefinible atracción de la gente nueva expulsó la pelusilla de la cabeza de Lok. Se olvidó de pestañear.
El tronco se hacía más pequeño al alejarse de la cascada. Cuando se torcía, el hombre que iba detrás volvía a cavar en el agua y el tronco se daba vuelta y apuntaba directamente a los ojos de Lok. Durante todo ese tiempo los hombres miraban de soslayo a la orilla.
Fa murmuró:
—Allí hay otro tronco.
Los matorrales de la orilla de la isla se sacudían fuertemente, se dividieron un instante, y ahora que sabía adonde mirar, Lok vio el extremo de otro tronco oculto. Un hombre asomó la cabeza y los hombros entre las hojas verdes y movió un brazo airadamente. Los dos hombres que iban en el otro tronco se pusieron a cavar rápidamente y el tronco fue a parar a donde estaba el hombre que hacía señas frente al árbol muerto. Ya no miraban el árbol muerto sino al hombre y le hacían movimientos afirmativos con la cabeza. El tronco los llevó hasta él y entró en los matorrales.
La curiosidad se apoderó de Lok; echó a correr hacia el nuevo camino que llevaba a la isla con tanta excitación que Fa compartió la imagen. Lo alcanzó y lo sujetó mientras gritaba: —¡No! ¡No!
Lok farfulló y Fa volvió a gritarle:
—¡Digo que no!
Y señaló la saliente.
—¿Qué has dicho? Fa tiene muchas imágenes.
Por fin Lok guardó silencio y se quedó esperando. Fa dijo solemnemente:
—Bajaremos al bosque, a buscar comida. Los vigilaremos a través del río.
Descendieron rápidamente por la ladera alejándose del río y manteniendo las rocas entre ellos y la gente nueva. En las márgenes del bosque había comida: bulbos que apenas mostraban un punto verde, larvas y tallos, hongos y el interior tierno de algunas cortezas. La carne de la gama estaba todavía en ellos y no tenían lo que llamaban hambre. Podían comer donde había comida, pero podían prescindir de ella fácilmente durante un día y el día siguiente si era necesario. Por esta razón no buscaban mucho y al poco tiempo el encantamiento de la gente nueva los llevó otra vez a los matorrales al borde del agua.
Allí se quedaron, con los pies hundidos en el lodo, escuchando a la gente nueva a través del estruendo de la cascada. Una mosca madrugadora zumbó en la nariz de Lok. El aire estaba caliente y el sol brillaba, y Lok volvió a bostezar. Luego oyó que la gente nueva hacía ruidos de pájaro al conversar y algunos otros sonidos inexplicables, de topetazos y crujidos. Fa se deslizó hasta el límite del claro junto al árbol muerto y se tendió en tierra.
No se veía nada al otro lado del agua, pero los topetazos y crujidos continuaban.
—Fa, sube al árbol muerto para ver —dijo Lok.
Fa volvió la cara y lo miró dudosamente. Lok se dio cuenta en seguida de que Fa diría que no, insistiendo en que se alejaran de la gente nueva y pusieran una ancha brecha de tiempo entre ellos y Liku; y esto fue de pronto un conocimiento insoportable. Avanzó rápidamente a hurtadillas caminando a gatas y trepó por la parte oculta del árbol muerto. No tardó en abrirse paso hasta la copa desgreñada, entre las hojas de hiedra polvorientas, negruzcas y de olor acre. Apenas había introducido un último miembro en la copa hueca cuando la cabeza de Fa se abrió paso detrás de él.
La copa del árbol estaba vacía como la vaina de una bellota. Era una madera blanca y blanda que cedía y se moldeaba bajo el peso de los cuerpos y estaba llena de comida. La hiedra se extendía hacia arriba y hacia abajo formando una maraña oscura y era como si hubieran estado sentados en un matorral en tierra. Los otros árboles descollaban sobre ellos pero quedaba un espacio de cielo descubierto hacia el río y los matorrales verdes de la isla. Separando las hojas cautelosamente como si buscara huevos, Lok descubrió que podía hacer un agujero no mayor que los ojos, y aunque los bordes del agujero se movían un poco, podía ver el río y las otras orillas, muy claramente a causa de las hojas de color verde oscuro que rodeaban el agujero, como si mirara protegiéndose los ojos con las manos. A la izquierda Fa miraba también, apoyando los codos en el borde de la copa. Lok volvió a sentirse molesto, como cada vez que vigilaba a la gente nueva. Pero de pronto se olvidaron de todo y se quedaron muy quietos.
El tronco se deslizaba fuera de los matorrales junto a la isla. Los dos hombres cavaban en el agua cuidadosamente y el tronco se daba vuelta. No apuntaba hacia Lok y Fa sino aguas arriba, aunque comenzaba a moverse a través del río hacia ellos. Había muchas cosas nuevas en el hueco del tronco: formas parecidas a piedras y pieles combadas. Había palos de todas clases, desde largas estacas sin hojas y ramas hasta ramajes secos. El tronco se acercó.
Por fin veían a la gente nueva frente a frente y a la luz del sol. Eran incomprensiblemente extraños. El pelo era negro y crecía de las maneras más inesperadas. El cara de hueso que iba adelante en el tronco tenía un cabello que se alzaba como un pino, de modo que la cabeza, ya demasiado larga, se estiraba como si algo la tironeara hacia arriba despiadadamente. El otro cara de hueso tenía el pelo como un matorral y le sobresalía por todos lados como la hiedra en el árbol muerto.
El pelo les crecía espesamente en el cuerpo alrededor de la cintura, en el vientre y en la parte superior de las piernas, de modo que esa parte era más gruesa que el resto. Pero Lok no miró inmediatamente los cuerpos; le llamaba mucho más la atención lo que tenían alrededor de los ojos. Debajo se veía un hueso blanco muy recortado, y donde debían estar las anchas ventanas de la nariz había unas ranuras estrechas y entre estas ranuras el hueso se alargaba en una punta. Debajo había otra ranura sobre la boca y las voces salían por allí revoloteando. Bajo la ranura sobresalía un poco de pelo negro. Los ojos de la cara que atisbaban a través de todo aquel hueso eran negros y vivaces. Tenían cejas sobre los ojos, más delgadas que la boca y las ventanas de la nariz, negras, y que se curvaban hacia afuera y hacia arriba de modo que los hombres parecían amenazadores como avispas. Hileras de dientes y conchas marinas les colgaban alrededor de los cuellos sobre la piel gris y cubierta con pieles de animales. Sobre las cejas el hueso se combaba hacia arriba y hacia atrás para ocultarse bajo el cabello. Cuando el tronco se acercó más, Lok pudo ver que el color no era en realidad de hueso blanco y brillante sino más mate. Se parecía al color de las grandes setas y las espigas que comía la gente y era de una contextura parecida. Las piernas y brazos eran delgados como palos y las coyunturas se parecían a los nudos de una rama.
Ahora que Lok tenía el tronco casi al lado vio que era mucho más ancho que antes, o más bien que los dos troncos se movían juntos. Había más bultos y formas extrañas en este tronco y un hombre estaba tendido entre ellos, de costado. El cuerpo y el hueso eran como los de los otros, pero el pelo le crecía en la cabeza en una masa de puntas que brillaban y parecían tan duras como las puntas de una cascara de castaña. Estaba haciendo algo con una de las ramitas afiladas y tenía al lado el palo curvo.
Los troncos se arrimaron a la orilla. El hombre que iba detrás —Lok se lo imaginaba como Pino— habló en voz baja. El que llamaba Matorral dejó la hoja de madera y alcanzó la hierba de la orilla. Cabeza de Castaña recogió el palo curvo y la ramita y se deslizó a través de los troncos hasta que quedó agazapado en la tierra. Lok y Fa estaban casi directamente sobre él. Podían sentir el olor del hombre, un olor a mar y a carne, espantoso y excitante. Estaba tan cerca que en cualquier momento podía olerlos a ellos, y con un temor súbito Lok retuvo su propio olor, aunque no sabía lo que hacía. Trató de contener el aliento y hasta las hojas de hiedra parecieron más animadas.
Cabeza de Castaña se levantó allá abajo a la luz del sol. Colocó la ramita en cruz sobre el palo curvo. Miró a un lado y a otro alrededor del árbol muerto, examinó el terreno, y volvió a mirar el bosque. Habló de lado a los otros que estaban en el tronco a través de la ranura que tenía sobre la boca, y las palabras salieron como gorjeos y la blancura tembló.
Lok sintió el sobresalto de un hombre que confía en una rama y no la encuentra. Comprendió con una especie de sensación al revés que no había allí una cara como de Mal, o de Fa, o de Lok, escondidas bajo el hueso. El hueso era piel.
Matorral y Pino habían hecho algo con las tiras de cuero que unían los troncos a los matorrales. Se apresuraron a salir del tronco y corrieron hasta perderse de vista. Poco después se oyó el ruido de unos golpes: una piedra contra una madera. Cabeza de Castaña avanzó también y se ocultó.
Ya no se veía nada interesante además de los troncos. Eran muy lisos y brillantes por dentro, y por fuera tenían largas manchas viscosas como las partes blancas de una roca cuando el mar se retira y el sol la seca. Los bordes estaban redondeados y rebajados en los lugares en que los cara de hueso habían apoyado las manos. Las cosas que había dentro de los troncos eran demasiado variadas y numerosas para clasificarlas. Había piedras redondas, palos, cueros, bultos más grandes que Lok, dibujos de un color rojo brillante, huesos que tenían formas de cosas vivas; los extremos mismos de las hojas pardas, en la parte en que las tomaban los hombres, tenían forma de peces; y había también olores y preguntas sin respuesta. Lok miraba sin ver y las imágenes se iban y volvían. Al otro lado del agua, en la isla, no había movimiento alguno.
Fa le tocó la mano y se dio vuelta en el árbol. Lok la imitó cuidadosamente y apartaron las hojas para ver el espacio libre.
Lo conocido se había modificado ya. La maraña de matorrales y agua estancada a la izquierda del claro estaba como antes y lo mismo el pantano impenetrable de la derecha. Pero donde el sendero a través del bosque tocaba el claro los espinos crecían ahora densamente. Había una brecha en esos matorrales y vieron que Pino avanzaba por la brecha con otro espino sobre el hombro. El tallo era blanco y puntiagudo. Detrás de él seguían los golpes en la madera.
A Lok le llegaba el temor de Fa. No nacía de una imagen compartida, sino de una sensación general, un olor acre, un silencio absoluto, una atención angustiada, una vigilancia inmóvil y tensa. En aquel momento, más claramente que nunca hasta entonces, había dos Lok, uno fuera y otro dentro. El Lok interior podía esperar siempre. Pero el exterior, que oía y olía y estaba constantemente despierto, insistía y apretaba como otra piel. El Lok exterior comunicaba el miedo, la sensación de peligro mucho antes que el cerebro comprendiera la imagen. Estaba más asustado que nunca, más que cuando se agazapaba en una roca con Fa y un gato se paseaba de un lado a otro junto a un animal muerto mirando hacia arriba y preguntándose si los atacaría o no.
La boca de Fa le dijo al oído:
—Estamos cercados.
Los espinos se desparramaron. En el sitio del sendero que entraba en el claro eran muy espesos; pero ahora había otros, dos filas junto al agua estancada y el pantano. El claro formaba un semicírculo, abierto únicamente en la parte que daba al agua del río. Los tres cara de hueso venían por la última brecha, con más espinos. Con ellos cerraban el camino detrás de Lok y Fa.
Fa le murmuró al oído:
—Saben que estamos aquí. No quieren que nos vayamos.
Sin embargo los caras de hueso no los buscaban. Matorral y Pino volvieron y los troncos se entrechocaron. Cabeza de Castaña comenzó a pasearse lentamente alrededor de la fila de espinos, con la cara vuelta hacia el bosque. Mantenía siempre el palo encorvado con la ramita en cruz. Los espinos le llegaban hasta el pecho y cuando un toro bramó a lo lejos en la llanura se quedó quieto, con la cara levantada y el palo un poco desencorvado. Las palomas volvían a hablar y el sol daba en la copa del árbol muerto y respiraba calurosamente sobre Fa y Lok.
Alguien cavó ruidosamente en el agua y los troncos chocaron de nuevo. Luego hubo golpeteos de madera, ruido de cosas arrastradas y lenguaje de pájaros. Después otros dos hombres salieron de debajo del árbol al espacio abierto. El primer hombre era como los otros. El pelo se le alzaba como un copete sobre la cabeza y luego se le desparramaba oscilando con cada movimiento. El del copete se acercó directamente a los espinos y se quedó mirando el bosque. Tenía también un palo curvo y una ramita.
El segundo hombre era diferente de los otros, más ancho y bajo. Tenía mucho pelo en el cuerpo, y el de la cabeza parecía bruñido, como si lo hubieran frotado con grasa. No tenía pelo alguno en la parte delantera de la cabeza, de modo tal que la piel de hueso, de una fungosa y terrible palidez, le caía directamente sobre las orejas. Lok vio por primera vez las orejas de los hombres nuevos. Eran pequeñas y muy pegadas a los lados de la cabeza.
Copete y Cabeza de Castaña se agazaparon y se pusieron a retirar hojas y brizna de hierba de las huellas que Fa y Lok habían dejado en el suelo. Copete miró hacia arriba y dijo:
—¡Tuami!
Cabeza de Castaña siguió las huellas con la mano extendida. Copete le habló al hombre ancho:
—¡Tuami!
El hombre ancho se volvió hacia ellos desde el montón de piedras y palos que lo había tenido ocupado. Lanzó un rápido ruido de ave, inapropiadamente delicado, y los otros respondieron. Fa dijo al oído de Lok:
—Es su nombre…
Tuami y los otros se inclinaban y movían la cabeza sobre las huellas. Donde la tierra se endurecía cerca del árbol las huellas eran invisibles, y cuando Lok esperaba que los nuevos aplicaran las narices a la tierra, todos se irguieron y levantaron. Tuami se echó a reír. Señalaba la cascada, riendo y gorjeando. Luego dejó de reír, golpeó fuertemente las palmas de las manos una contra otra, dijo una palabra y volvió al montón.
Como si esa palabra única hubiera cambiado el claro los hombres nuevos abandonaron aquella actitud de vigilancia. Aunque Cabeza de Castaña y Copete seguían observando el bosque, se quedaron, uno a cada lado del espacio abierto, contemplando los espinos y los palos desencorvados. Pino no movió ninguno de los bultos durante un rato; se llevó una mano al hombro, tiró de un pedazo de cuero y lo separó de la piel. Eso le dolió a Lok como si fuese una espina bajo la uña de un hombre, pero descubrió que a Pino no le importaba y que en realidad se mostraba alegre, tranquilo y cómodo con su propia piel blanca. Ahora estaba desnudo como Lok, sólo que una piel de venado le cubría la delgada cintura y los lomos.
Lok podía ver ahora otras dos cosas. La gente nueva no se movía como todos los que había conocido. Se balanceaban sobre las piernas, y las cinturas eran tan delgadas que los cuerpos oscilaban hacia atrás y hacia adelante. No miraban a la tierra, sino directamente en frente. Y no sólo estaban hambrientos. Lok conocía el hambre. Los nuevos se morían. La carne se les hundía en los huesos como se había hundido la carne de Mal. Aunque los cuerpos tenían la gracia flexible de una rama joven, se movían lentamente como las figuras de un sueño. Caminaban erguidos y debían estar muertos. Era como si algo que Lok no podía ver los sostuviese, manteniéndoles erguidas las cabezas y empujándolos lenta e irresistiblemente hacia adelante. Lok sabía que si hubiese sido tan delgado como ellos habría muerto ya.
Copete había arrojado la piel al suelo, bajo el árbol muerto, y trataba de levantar un gran fardo. Cabeza de Castaña corrió a ayudarlo, y lo alzaron juntos. Lok vio que se les arrugaban las caras y se reían, y durante un instante sintió más afecto que angustia. Vio cómo compartían el peso y sintió en sus propios miembros el esfuerzo desesperado. Tuami volvió, se quitó la piel, se estiró y se arrodilló en el suelo. Apartó unas hojas, dejando al descubierto la tierra parda. Tenía un palito en la mano derecha y hablaba con los otros hombres. Todos movían mucho la cabeza. Los troncos golpearon y se oyó un ruido de voces en la orilla del agua. Los hombres del claro dejaron de conversar. Copete y Cabeza de Castaña volvieron a moverse alrededor de los espinos.
Luego apareció un nuevo hombre. Era alto y no tan delgado como los otros. El pelo bajo la boca y sobre la cabeza era gris y blanco como el de Mal. Se le rizaba en una melena, y de cada oreja le colgaba un diente de gato. Lok y Fa no podían verle la cara porque les daba la espalda. Mentalmente lo llamaron el anciano. El anciano se quedó mirando a Tuami y hablando con una voz ronca que se zambullía y forcejeaba.
Tuami hizo más marcas. Las marcas se unieron y de pronto Lok y Fa compartieron una imagen de la anciana trazando una línea alrededor del cuerpo de Mal. Fa miró de soslayo a Lok y señaló hacia abajo con un dedo. Los hombres que no vigilaban se reunieron alrededor de Tuami y hablaron entre ellos y con el anciano. No gesticulaban mucho ni bailaban para expresar lo que querían decir como podían haber hecho Lok y Fa, pero los labios delgados se movían constantemente. El anciano alzó un brazo, se inclinó hacia Tuami y le dijo algo.
Tuami sacudió la cabeza. Los hombres se apartaron un poco y se sentaron en fila; solamente Copete quedó de guardia. Fa y Lok observaron lo que hacía Tuami sobre la fila de cabezas peludas. Tuami pasó al otro lado del terreno y pudieron verle la cara. Tenía líneas verticales entre las cejas y movía la punta de la lengua mientras dibujaba líneas en el suelo. La fila de cabezas comenzó a gorjear otra vez. Un hombre recogió unos palitos y los rompió. Los encerró en la mano y cada uno de los otros tomó un palito.
Tuami se levantó, fue a un fardo y sacó de él una bolsa de cuero. En ella había piedras, madera y figuras y las colocó junto a la marca dibujada en el suelo. Luego se sentó en cuclillas frente a los otros hombres, entre ellos y el terreno marcado. Inmediatamente los hombres comenzaron a hacer un ruido con las bocas. Al mismo tiempo batían palmas y el golpeteo de las manos acompañaba el ruido de las bocas. El ruido crecía y disminuía y se retorcía, pero tenía siempre la misma forma, como los mogotes al pie de la cascada, sobre los que corría el agua constantemente, que eran siempre los mismos y estaban en el mismo lugar. La cascada empezó a ocupar la cabeza de Lok. Como si la hubiese mirado durante demasiado rato, hasta sentir sueño. La tensión de la piel se le había aflojado un poco pues había visto que la gente nueva se quería mutuamente. La pelusilla volvía a metérsele en la cabeza mientras las voces y los golpeteos seguían.
El bramido de un ciervo en celo resonó debajo del árbol.
La pelusilla salió de la cabeza de Lok. Los hombres se inclinaron de modo que el pelo de las cabezas barrió el suelo. El ciervo de todos los ciervos bailaba en el claro. Llegó rodeando la línea de cabezas, fue bailando al otro lado de las marcas, volvió y se quedó inmóvil. Bramó otra vez. Hubo un silencio en el claro mientras las palomas conversaban entre ellas.
Tuami comenzó a trabajar activamente. Se puso a arrojar cosas a las marcas. Se inclinaba hacia adelante y hacía movimientos solemnes. Pronto hubo color en el terreno descubierto: color de hojas otoñales, bayas rojas, el blanco de la escarcha y el negro mate que deja el fuego en las rocas. El cabello de los hombres todavía estaba en el suelo y nadie decía nada.
Tuami volvió a sentarse.
Lok sintió en la piel tensa un frío invernal. Había otro ciervo en el claro, donde habían estado las marcas, tendido en tierra; corría y no obstante no cambiaba de lugar. Tenía los colores de la época de cría, pero estaba muy gordo y los ojitos negros espiaban a Lok a través de la hiedra. Lok se sentía atrapado y acobardado en la madera blanda, por donde la comida corría haciéndole cosquillas. No quería mirar.
Fa le tocó la muñeca y lo sacudió otra vez. Lok acercó temerosamente la cara a las hojas y miró de nuevo el ciervo tendido, pero los hombres que estaban delante se lo ocultaban. Pino tenía en la mano izquierda un trozo de madera pulida, y una rama, o el pedazo de una rama, sobresalía en el otro extremo. Uno de los dedos de Pino se estiraba a lo largo de esa rama. Tuami estaba frente a él. Sostenía el otro extremo de la madera. Pino hablaba al ciervo en pie y al ciervo tendido. Lok y Fa oían que suplicaba. Tuami levantó la mano derecha y el ciervo bramó. Tuami golpeó fuertemente y una piedra brillante mordió la madera. Pino se quedó inmóvil unos instantes y luego separó cuidadosamente la mano de la madera pulida apoyando un dedo en la rama. Se volvió y fue a sentarse con los otros. El color de la cara era más de hueso que antes y se movía con mucha lentitud y se tambaleaba. Los otros hombres levantaron las manos y lo ayudaron a sentarse entre ellos. Pino callaba. Cabeza de Castaña tomó un trozo de cuero y le vendó la mano, y los dos ciervos esperaron.
Tuami dio vuelta la madera y el dedo no se despegó en seguida, pero luego cayó haciendo un ruido sordo y fue a parar al hocico rojizo del ciervo. Tuami volvió a sentarse. Dos de los hombres rodeaban con sus brazos a Pino, que se inclinaba de lado. Luego hubo un largo silencio y parecía que la cascada sonaba más cerca.
Cabeza de Castaña y Matorral se levantaron y se acercaron al ciervo tendido. Tenían los palos curvos en una mano y las ramitas con plumas rojas en la otra. El ciervo de pie movió la mano de hombre como si los rociara con algo y luego la tendió y tocó a todos en la mejilla con una hoja de helecho. Los otros se inclinaron sobre el ciervo tendido en el suelo estirando los brazos hacia abajo y con los codos derechos levantados. Se oyeron unos golpecitos y dos ramitas fueron a clavarse en el ciervo junto al corazón. Los dos hombres se agacharon y arrancaron las ramitas al ciervo sin que éste se moviera. Luego los hombres sentados batieron palmas y emitieron los sonidos extraños una y otra vez hasta que Lok bostezó y se lamió los labios. Cabeza de Castaña y Matorral seguían en pie con los palos curvos. El ciervo bramó y los hombres se inclinaron hasta que los cabellos tocaron el suelo. El ciervo volvió a bailar. La danza prolongaba el sonido de las voces. Se acercó, pasó bajo el árbol, se perdió de vista y las voces cesaron. Detrás de ellos, entre el árbol muerto y el río, el ciervo bramó una vez más.
Tuami y Copete corrieron adonde estaban los espinos a través del sendero y apartaron uno. Se pusieron a ambos lados de la abertura empujando hacia atrás los espinos y Lok vio que tenían los ojos cerrados. Cabeza de Castaña y Matorral avanzaron a hurtadillas alzando los palos curvos. Pasaron por la abertura, desaparecieron silenciosamente en el bosque, y Tuami y Copete dejaron que los espinos volvieran a su lugar.
El sol se había movido, y el ciervo que Tuami había dibujado en el suelo husmeaba a la sombra del árbol. Pino estaba sentado en el suelo bajo el árbol y temblaba un poco. Los hombres comenzaron a moverse lentamente con la pereza soñolienta del hambre. El anciano salió de debajo del árbol muerto y se puso a hablar con Tuami. El cabello que llevaba pegado a la cabeza reflejaba la luz del sol. Avanzó y se quedó mirando al ciervo. Luego tendió un pie y lo frotó alrededor del cuerpo del animal. El ciervo dejó que lo ocultaran. Unos instantes después no quedaban en la tierra más que manchas de color y una cabeza con un ojito. Tuami se apartó, hablando consigo mismo, fue a un fardo y lo revolvió. Sacó de él un hueso largo, grueso y arrugado en la base como la superficie de un diente y que terminaba en una punta embotada. Se arrodilló y se puso a frotar esa punta con una piedrecita y Lok oía las raspadura. El anciano se acercó, señaló el hueso, rió con una voz rugiente y simuló que se clavaba algo en el pecho. Tuami inclinó la cabeza y siguió raspando. El anciano señaló el río y luego el suelo y habló largamente. Tuami metió el hueso y la piedra en el cuero que tenía en la cintura, se levantó, pasó bajo el árbol y se perdió de vista.
El anciano dejó de hablar y se sentó cuidadosamente en un fardo cerca del centro del claro. La cabeza del ciervo con el ojito estaba a sus pies.
Fa habló al oído de Lok:
—Él se fue antes. Teme al otro ciervo.
Lok tuvo una imagen inmediata y vivida del ciervo que había bailado y bramado. Movió la cabeza indicando que estaba de acuerdo.