5

Después del silencio la gente comió. Comenzaron a descubrir que el cansancio los envolvía como la niebla. Había un vacío de Ha y Mal en la saliente. El fuego seguía ardiendo y la comida era buena, pero sentían una lasitud enfermiza. Uno tras otro se encogieron en el espacio entre el fuego y la roca y se durmieron. La anciana fue al nicho y llevó leña al fuego, que rugió como el agua. Recogió los restos de comida y los guardó en los nichos. Luego se sentó junto al montón de tierra donde había estado Mal y se quedó mirando al agua.

La gente no soñaba con mucha frecuencia, pero mientras la luz de la aurora se cernía sobre ellos fueron acosados por una multitud de fantasmas que venían de otro sitio. La anciana veía de soslayo la tensión, la exaltación y el tormento de la gente. Nil hablaba. La mano izquierda rascaba en la tierra. En las bocas de todos había susurros y gritos inarticulados de placer y temor. La anciana miraba fijamente una imagen propia. Las aves comenzaban a gritar y los gorriones descendían y picoteaban a lo largo de la terraza. Lok tendió de pronto una mano que golpeó a la anciana en el muslo.

Cuando el agua centelleaba ya, la anciana se levantó y fue a los nichos en busca de leña. El fuego acogió a la madera con una crepitación ruidosa. La anciana se quedó junto al fuego mirando hacia abajo.

—Ahora es como cuando el fuego voló y devoró todos los árboles.

La mano de Lok estaba demasiado cerca del fuego. La anciana se inclinó, y la retiró, y la puso en el rostro de Lok. Lok se dio vuelta y gritó.

Soñaba que corría. El olor del otro lo perseguía y él no podía escaparse. Era de noche y el olor tenía garras y dientes de gato. Lok estaba en la isla, donde no había estado nunca. La cascada rugía a ambos lados. Lok corría a lo largo de la orilla y sabía que pronto caería agotado y el otro lo alcanzaría. Caía y libraba una lucha eterna. Pero las cuerdas que lo ataban a la gente estaban ahí. Atraída por la desesperada urgencia de Lok la gente venía caminando fácilmente sobre el agua. El otro se había ido y la gente lo rodeaba. Lok no podía verlos claramente a causa de la oscuridad, pero sabía quiénes eran. Se acercaban cada vez más, pero no como si estuvieran en la saliente y reconociesen el hogar y dispusieran libremente de todo el espacio. Llegaban y se unían a Lok, cuerpo con cuerpo. Compartían un mismo cuerpo como compartían una misma imagen. Lok estaba a salvo.

Liku despertó. La pequeña Oa se le había caído del hombro y la levantó. Bostezó, vio a la anciana y dijo que tenía hambre. La anciana fue a un nicho y le llevó el último trozo de hígado. El nuevo jugaba con la melena de Nil. Tironeó, se le colgó del pelo, y Nil se despertó y volvió a sollozar. Fa se incorporó, Lok se movió otra vez y casi fue a parar al fuego. Se apartó de un salto murmurando. Vio a los otros y les dijo tontamente:

—Dormía.

La gente bajó al río, bebió e hizo sus necesidades. Cuando regresaron tenían la impresión de que había mucho que decir en la saliente; dejaron dos lugares vacíos como si los que habían estado allí pudieran volver un día. Nil dio de mamar al nuevo y se peinó los rizos con los dedos.

La anciana se apartó del fuego y les dijo:

—Ahora está Lok.

Lok la miró estúpidamente. Fa inclinó la cabeza. La anciana se acercó a Lok, le tomó la mano con firmeza y lo llevó a un lado, al lugar de Mal. Hizo que Lok se sentara allí, con la espalda contra la roca y las nalgas hundidas en la tierra alisada que Mal había socavado. Lo extraño de la situación abrumaba a Lok. Miró el agua de soslayo y luego a la gente, y rió. Había ojos en todas partes y lo observaban. Estaba a la cabeza de la procesión y no a la cola, y todas las imágenes le salían directamente de la cabeza. La sangre le calentaba la cara y se apretó los ojos con las manos. Miró a través de los dedos a las mujeres, a Liku y luego al túmulo en que estaba enterrado el cuerpo de Mal. Necesitaba hablar con Mal, y que Mal dijera lo que debía hacer. Pero del túmulo no salía ninguna voz ni ninguna imagen. Se apoderó de la primera imagen que le entró en la cabeza.

—Soñé. El otro me perseguía. Luego estábamos juntos.

Nil levantó al nuevo en su pecho.

—Soñé. Ha se acuesta conmigo y con Fa. Lok se acuesta con Fa y conmigo —dijo, y se echó a llorar.

La anciana hizo un gesto que los asustó y enmudeció.

—Un hombre para las imágenes. Una mujer para Oa. Ha y Mal se han ido. Ahora está Lok.

Lok habló con una voz pequeña, como la de Liku:

—Hoy cazaremos para conseguir comida.

La anciana esperaba despiadadamente. Había todavía comida en los nichos, aunque poca. ¿Por qué salir entonces en busca de comida? Además no tenían hambre.

Fa se inclinó hacia adelante. Mientras hablaba, parte de la confusión desapareció en la cabeza de Lok.

—Tengo una imagen. El otro busca comida y la gente busca…

Miró a la anciana en los ojos atrevidamente.

—Luego la gente tiene hambre.

Nil se frotó la espalda contra la roca.

—Ésa es una mala imagen.

La anciana les gritó:

—¡Ahora está Lok!

Lok recordó. Se quitó las manos de la cara.

—He visto al otro. Está en la isla. Salta de roca en roca. Sube a los árboles. Es negro. Cambia de forma como un oso en la cueva.

Los otros miraron hacia la isla. Había sol, y una niebla de hojas verdes. Lok habló de nuevo.

—Y yo seguí el olor del otro. Estaba allí —señaló el techo de la saliente y los demás levantaron la vista—. Estaba allí y nos miraba. Es como un gato y no es como un gato. Es también como, como…

Las imágenes se le fueron de la cabeza durante un rato. Se rascó la barbilla. Había muchas cosas que decir. Deseaba haberle preguntado a Mal cómo una imagen se une a otras de modo que la última sale de la primera.

—Quizás Ha no está en el río. Quizás está en la isla con el otro. Ha era buen saltador.

La gente miró a lo largo de la terraza el lugar donde las piedras separadas de la isla llegaban a la orilla. Nil se arrancó al nuevo del pecho y dejó que se arrastrara por la tierra. El agua le caía de los ojos.

—Ésa es una buena imagen.

—Yo hablaré con el otro. ¿Cómo puede estar siempre en la isla? Buscaré un nuevo olor.

Fa se dio una palmada en la boca.

—Quizá salió de la isla, como de una mujer. O salió de la cascada.

—Yo no veo esa imagen.

Lok estaba descubriendo lo fácil que era hablarles a los otros, cuando querían escuchar. Ni siquiera necesitaba dar una imagen con las palabras.

—Fa buscará un olor y Nil y Liku y el nuevo…

La anciana no quería interrumpirlo. En cambio tomó una rama y la arrojó al fuego. Lok se levantó de un salto dando un grito y calló. La anciana habló por él:

—Lok no quiere que vaya Liku. No hay hombre. Que vayan Fa y Lok. Eso es lo que dice Lok.

Lok la miró perplejo y los ojos de la anciana no le dijeron nada. Meneó la cabeza.

—Sí —dijo—, sí.

Fa y Lok corrieron juntos hacia el extremo de la terraza.

—No le digas a la anciana que has visto a las mujeres de hielo.

—Cuando bajé por la montaña siguiendo al otro, ella no me vio —recordó el rostro de la anciana—. ¿Quién puede decir lo que ve o lo que no ve?

—No se lo digas.

Lok trató de explicar:

—Yo he visto al otro. Él y yo nos arrastramos por la ladera de la montaña y acechamos a la gente.

Fa se detuvo y los dos miraron la brecha entre la roca de la isla y la terraza. Fa señaló.

—¿Podía Ha saltar eso?

Lok examinó la brecha. Las aguas aprisionadas se arremolinaban enviando una cola de rayas brillantes río abajo. Los remolinos irrumpían en la superficie verde, como jorobas. Lok comenzó a representar con gestos sus imágenes:

—Con el olor del otro soy el otro. Me arrastro como un gato. Estoy asustado y hambriento. Soy fuerte —interrumpió la pantomima y corrió más allá de Fa. Luego volvió y se colocó frente a ella—. Ahora soy Ha y el otro. Soy fuerte.

—No veo esa imagen.

—El otro está en la isla…

Extendió los brazos todo lo que pudo y los sacudió como si fueran las alas de un pájaro. Fa hizo una mueca y luego rió. Lok rió también, cada vez más contento. Corrió alrededor de la terraza, graznando como un pato, y Fa se rió de él. Estaba a punto de volver, aleteando, para compartir su broma con la gente, cuando recordó. Patinó y se detuvo.

—Ahora está Lok.

—Encuentra al otro, Lok, y habla con él.

Lok recordó el olor. Husmeó alrededor de la roca. No había llovido y el olor era muy débil.

Recordó la mezcla de olores en el risco, sobre la cascada.

—Vamos.

Corrieron por la terraza hasta más allá de la saliente. Liku les gritó y alzó a la pequeña Oa. Lok dio la vuelta al recodo y sintió que el cuerpo de Fa lo tocaba en la espalda.

—El tronco mató a Mal.

Lok se volvió hacia ella y crispó las orejas, sorprendido. Fa añadió:

—Quiero decir el tronco que no estaba allí. Mató a Mal.

Lok abrió la boca y se dispuso a discutir, pero Fa lo empujó:

—Sigue.

No pudieron dejar de ver en seguida las señales del otro. El humo se elevaba en el centro de la isla. Había muchos árboles en la isla y algunos se inclinaban de modo que las ramas se hundían en el agua y la gente no podía ver la orilla. Entre los árboles había espesos matorrales que crecían profusamente, de modo que el suelo de roca estaba todo cubierto de hojas. El humo subía en una densa espiral que se extendía y desaparecía. No cabía duda. El otro tenía un fuego y utilizaba troncos gruesos y húmedos que la gente no hubiese podido levantar. Fa y Lok contemplaban el humo sin encontrar una imagen común. Había humo en la isla, había otro hombre en la isla…

Por fin Fa se volvió y Lok vio que temblaba.

—¿Por qué? —le preguntó.

—Tengo miedo.

Lok lo pensó y dijo:

—Bajaré al bosque. Eso está más cerca del humo.

—Yo no quiero ir.

—Vuelve a la saliente. Ahora está Lok.

Fa volvió a mirar la isla. De pronto se acercó al recodo y desapareció.

Lok descendió por el risco a través de las imágenes de la gente y llegó al sitio donde empezaba el bosque. El río se veía ocasionalmente, pues los arbustos no sólo colgaban sobre la antigua orilla, sino que además el agua había subido y muchos arbustos hundían allí los pies. Donde el terreno era bajo el agua entraba anegando la hierba. Los árboles se alzaban en los terrenos más altos y los pies de Lok se movieron expresando el horror que le inspiraba el agua y el deseo de ver al hombre nuevo o a la gente nueva. Cuanto más se acercaba a la parte de la orilla opuesta al humo, tanto más crecía su excitación. Hasta se atrevía a dejar que el agua le llegara más arriba de los tobillos, y avanzaba temblando y haciendo cabriolas. En los lugares en que no podía ver el río, o mantenerse cerca, rechinaba los dientes, se desviaba hacia la derecha y seguía tropezando. Bajo el agua había fango y puntas de bulbos descoloridas. Normalmente los pies de Lok habrían tomado los bulbos, pero en aquel momento no eran más que unas breves durezas. Entre él y el río se extendía toda una cubierta de matorrales florecidos. Se apoyó tambaleándose y perdiendo pie en el ramaje que se entrelazaba y se combaba. Las ramas verdes no tenían fuerza para sostenerlo si no se tendía abierto de piernas y brazos entre los capullos y los espinos. Luego observó que había agua debajo, un agua profunda donde los tallos de los matorrales se perdían de vista. Trastabilló y los matorrales se alejaron. Vislumbró un espacio brillante al nivel de los ojos y lanzó un grito y trepó con una especie de levitación angustiada al barro seguro y desagradable. Allí no había camino alguno que llevara al río, excepto para las gallináceas. Corrió río abajo internándose en el bosque, de suelo más firme, y salió al claro donde estaba el árbol muerto. Bajó a la pequeña escarpa de tierra. Allí el agua se recogía en remolinos, pero en la otra orilla seguía elevándose el humo desde un misterio de árboles y malezas. Tuvo la imagen del otro que trepaba por el árbol y atisbaba a través de la brecha. Se alejó corriendo por el sendero —el olor de la gente se percibía aún— hasta que estuvo junto al pantano, pero el tronco nuevo había desaparecido. El árbol en el que había columpiado a Liku seguía en el otro lado. Miró alrededor y vio un haya tan grande que las nubes parecían enredarse en las ramas. Apoyándose en una rama trepó por el árbol rápidamente. El tronco se dividía y en la horquilla había agua de lluvia. Subió por la rama más gruesa mano tras pie hasta que sintió el solemne movimiento del árbol bajo el viento. Las yemas no habían brotado todavía, pero los millares de hojas verdes nublaban la vista lo mismo que las lágrimas. Lok se impacientó. Subió más arriba hasta llegar a la copa, y allí comenzó a romper las ramas que se interponían entre él y la isla. Luego miró hacia abajo por un agujero que cambiaba de forma a cada momento, al moverse las ramas. El agujero abarcaba parte de la isla.

Había ramas en todas las partes de la isla, y se extendían a lo largo de la orilla como nubes de brillante humo verde. Detrás, los árboles más grandes eran como humaredas que ascendían verticalmente y luego ondulaban. El fondo de todo ese verdor era el negro de los troncos y de las ramas, y no había tierra. Pero había un ojo brillante donde ardía el fuego, en la base del verdadero humo, y cuando las ramas se movían el ojo parpadeaba y hacía guiños. Mirando fijamente el fuego vio por fin la tierra junto a él, muy oscura y más firme que la tierra cercana a aquel lado del río. Debía de estar llena de bulbos, nueces caídas, larvas y hongos. Era indudable que allí había buena comida para que el otro comiera.

El fuego parpadeó vivamente y Lok parpadeó también. El fuego había parpadeado no a causa del movimiento de las ramas, sino porque alguien se había movido delante, alguien tan negro como las ramas.

Lok sacudió la copa del haya.

—¡Eh, hombre!

El fuego parpadeó dos veces, y Lok comprendió de pronto que allí había más gente. Le llegó otra vez la fuerte excitación del olor. Sacudió la copa del árbol como si quisiera romperla.

—¡Eh, gente nueva!

Una gran fuerza entró en Lok. Podía haberse lanzado a través del agua invisible hasta donde estaban los hombres. Se atrevió a hacer una acrobacia desesperada en las ramas delgadas de la copa y luego gritó otra vez:

—¡Gente nueva! ¡Gente nueva!

De pronto se quedó helado en las ramas oscilantes. Los nuevos lo habían oído. Supo, por el parpadeo del fuego y el sacudimiento de los matorrales, que los otros se acercaban. El fuego parpadeó nuevamente, pero un sendero entre el humo verde comenzó a retorcerse avanzando hacia el río. Lok oía crujidos de ramas y se inclinó.

Luego no sucedió nada más. El humo verde no se movía ni ondulaba suavemente bajo el viento. El fuego parpadeaba.

Tan inmóvil estaba Lok que oyó el ruido de la cascada, monótono, interminable. El puño que le aferraba la mente a los hombres nuevos comenzó a aflojarse y otras imágenes le entraron en la cabeza.

—¡Gente nueva! ¿Dónde está Ha?

Abajo, junto al borde del agua, temblaron las ramas verdes. Lok miró atentamente. Siguió los movimientos de las ramas en la parte baja del tronco principal y arrugó la piel sobre las cuencas de los ojos. Vio un antebrazo o quizá la parte superior de un brazo a través de la rama, y era negro y peludo. La maleza verde tembló otra vez y el brazo negro desapareció. En la cabeza de Lok se formó una imagen nueva de Ha en la isla: Ha con un oso, Ha en peligro.

—¡Ha! ¿Dónde estás?

En la otra orilla los matorrales se sacudían y retorcían: la huella de un movimiento se alejaba rápidamente de la orilla y se introducía de nuevo entre los árboles. El fuego volvió a pestañear. Luego las llamas desaparecieron y una nube de humo blanco se elevó entre las masas verdes. La base de la nube se adelgazó y desapareció y el humo blanco siguió subiendo lentamente, girando. Lok se inclinó peligrosamente hacia afuera para examinar los árboles y los matorrales. La urgencia lo acosaba. Giró entre las ramas hasta que pudo ver el árbol más próximo río abajo. Saltó a una de las ramas, tomó impulso, y como una ardilla roja siguió saltando de árbol en árbol. Luego trepó por otro tronco, arrancó unas ramas y miró hacia abajo.

El estruendo de la cascada se había amortiguado un poco y alcanzaba a ver las columnas de espuma. Se posaban sobre el extremo más alto de la isla, de modo que allí unas sombras cubrían los árboles. Paseó entonces los ojos a lo largo de la isla hasta el sitio donde se habían movido los matorrales y había parpadeado el fuego. Podía ver, aunque no claramente, un espacio abierto entre los árboles. El humo del fuego apagado todavía flotaba en el aire, pero se dispersaba lentamente. No había gente allí, aunque Lok veía el lugar donde habían roto los matorrales y el sendero de tierra removida que corría entre la orilla y el espacio abierto. En el extremo interior de ese sendero había montones de troncos, grandes y muertos, con la podredumbre de los años alrededor. Lok examinó los troncos con la boca abierta y la mano libre apretada sobre la cabeza. ¿Por qué llevaba la gente toda aquella comida —veía claramente las setas al otro lado del río— y también la madera inútil? Eran gente que no tenía imágenes en la cabeza. Luego vio un tronco quemado en la tierra donde había estado el fuego, y otros troncos amontonados allí cerca. De pronto, sintió miedo, un miedo tan grande y falto de razón como el de Mal cuando había visto arder el bosque, en sueños. Y como él era parte de la gente y estaba unido a ella por mil lazos invisibles, temió por la gente. Comenzó a temblar. Los labios se le retorcían descubriendo los dientes, y no podía ver con claridad. Oyó que su propia voz gritaba a través de un ruido estrepitoso que le resonaba en los oídos:

—¡Ha! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?

Alguien de piernas gruesas corrió torpemente a través del claro y desapareció. El fuego seguía apagado y una brisa que venía del río combó los matorrales, que en seguida se aquietaron.

Lok preguntó desesperadamente:

—¿Dónde estás?

Las orejas de Lok le dijeron a Lok:

—¿…?

Tan absorto lo tenía la isla que durante un tiempo no prestó atención a sus propios oídos. Se balanceaba suavemente en la copa del árbol mientras la cascada le gruñía y el claro de la isla seguía desierto. Luego oyó. Se acercaba gente, no del otro lado del agua, sino en el lado en que estaba él. Descendían desde la saliente y los pasos resonaban sin precaución en las piedras. Los oía hablar, y se rió. Los sonidos se le entrelazaron en una imagen tenue y compleja, voluble y tonta, no como la larga curva del grito de un gavilán, sino enmarañada como las malezas en la playa después de una tormenta, revuelta como el agua. El sonido de risa avanzaba entre los árboles hacia el río. La misma risa comenzó a oírse en la isla y a revolotear de un lado a otro a través del agua. Lok descendió resbalando por el tronco y se encontró en el sendero. Corrió hacia el antiguo olor de la gente. El sonido de risa se acercaba a la orilla del río. Lok llegó al lugar donde había estado el tronco tendido sobre el agua. Tuvo que trepar a un árbol, balancearse en una rama y saltar al otro lado para encontrarse de nuevo en la continuación del sendero. Luego, entre el sonido de risa en este lado del río, Liku se puso a gritar. No gritaba a causa de la ira, el temor o el dolor, sino a causa del pánico insensato que podía haber mostrado ante el lento avance de una culebra. Lok echó a correr, con el pelo erizado. Quería llegar cuanto antes a aquella gritería y salió del sendero y avanzó trastabillando. Los gritos lo desgarraban interiormente. No eran como los gritos de Fa cuando llevaba al niño muerto, ni los lamentos de Nil cuando enterraron a Mal; era como el ruido que hace el caballo cuando el gato le clava los dientes curvos en el cuello y le chupa la sangre. Lok gritaba también sin darse cuenta mientras luchaba con los matorrales. Y los sentidos le decían por medio de los gritos que Liku estaba haciendo lo que ningún hombre ni ninguna mujer podían hacer. Cruzaba el río.

Lok seguía luchando con los matorrales cuando los gritos cesaron. Ahora oía otra vez el sonido de la risa y los maullidos del nuevo. Irrumpió a través de los matorrales y salió al claro. El espacio libre alrededor del tronco olía al otro y a Liku y a temor. En el extremo del agua había un remolino de espumas verdes. Lok vislumbró la cabeza roja de Liku y al nuevo en un hombro negro y peludo. Se puso a saltar y a gritar:

—¡Liku! ¡Liku!

Los ramajes verdes se entrelazaron y la gente que estaba en la isla desapareció. Lok corría de un lado a otro a lo largo de la orilla del río bajo el árbol muerto y el nido de hiedras. Estaba tan cerca del agua que los trozos de tierra removida caían chapoteando en la corriente.

—¡Liku! ¡Liku!

Los matorrales se movieron de nuevo. Lok se quedó quieto junto al árbol, miró, y vio enfrente una cabeza y un pecho, algo ocultos. Había cosas de hueso blanco detrás de las hojas y del pelo. El hombre tenía cosas de hueso blanco sobre los ojos y bajo la boca, de modo que la cara era más larga que las caras de la gente. El hombre se puso de costado en el matorral y miró a Lok por encima del hombro. Un palo se alzó, y tenía una protuberancia de hueso en el medio. Lok atisbaba el palo y la protuberancia de hueso y los ojitos en las cosas de hueso sobre la cara. De pronto comprendió que el hombre le tendía el palo, pero ni él ni Lok podían alcanzar el otro lado del río. Lok se hubiera reído, pero tenía aún en la cabeza el eco de los gritos. El palo se acortó por los dos extremos. Luego fue otra vez como antes.

El árbol muerto habló junto al oído de Lok.

—¡Clop!

Las orejas se le crisparon a Lok y se volvió hacia el árbol. En el tronco había brotado una ramita, una ramita que olía al otro, y a ganso, y a las bayas amargas que (decía el estómago de Lok) no se debían comer. La ramita tenía un hueso blanco en la punta. Había ganchos en el hueso y una materia negra y pegajosa pegada a los ganchos. La nariz de Lok examinó esa materia y no le gustó. Olfateó a lo largo del tallo de la rama. Las hojas eran plumas rojas y le recordaron el ganso. Se perdió en un asombro y una excitación generalizados. Gritó a los matorrales verdes del otro lado del agua centelleante y oyó que Liku le contestaba gritando, pero no pudo entender las palabras. Se interrumpieron de pronto, como si alguien le hubiera tapado la boca con la mano. Lok corrió al borde del agua y volvió.

A cada lado de la orilla descubierta había unos matorrales espesos que se metían en el agua, y en la parte más alejada algunas de las hojas se abrían bajo la corriente, y esos matorrales se inclinaban a los lados.

El eco de la voz de Liku hizo que Lok siguiera temblando en el peligroso sendero de matorrales que llevaba a la isla. Normalmente debían haber estado arraigados en tierra seca, y sin embargo los pies de Lok chapoteaban. Siguió hacia adelante tomándose de las ramas con las manos y los pies, mientras gritaba:

—¡Ya voy!

Tendiéndose y arrastrándose a medias y con una constante mueca de temor, Lok avanzaba sobre el río. Veía debajo la humedad misteriosa y atravesada en todas partes por los tallos oscuros y combados. No había lugares firmes. Tenía que desparramar el peso del cuerpo por todos los miembros, y apoyarse en dos lugares a la vez y desplazarse de uno a otro cuando cedían las ramas. El agua se oscurecía debajo. Había escarceos en la superficie detrás de cada rama, malezas enganchadas o que ondulaban longitudinalmente, y destellos del sol distribuidos al azar abajo y arriba. Llegó a los últimos matorrales altos, medio hundidos en el agua, y que colgaban sobre el lecho del río mismo. Durante un momento vio una extensión de agua y la isla. Vislumbró las columnas de espuma junto a la cascada y las rocas del acantilado. Luego, como Lok no se movía ya, las ramas comenzaron a inclinarse. Se inclinaban hacia afuera y hacia abajo, de modo que la cabeza de Lok pendía más abajo que los pies. Se hundía, farfullando, y el agua se elevaba, llevando consigo una cara de Lok. Había un temblor de luz sobre la cara de Lok, pero él podía verle los dientes. Debajo de los dientes se movía hacia atrás y hacia adelante un alga, más larga que un hombre. Pero todo lo demás bajo los dientes y los escarceos era remoto y oscuro. A lo largo del río soplaba una brisa y los matorrales se ladeaban. Las manos y los pies de Lok se asían dolorosamente a sí mismos y tenía nudos en todos los músculos del cuerpo. Dejó de pensar en la gente vieja y en la gente nueva. Sólo tenía la imagen de Lok, cabeza abajo sobre el agua profunda, con una rama para salvarlo.

Lok nunca había estado hasta entonces tan cerca del centro del agua. El agua tenía piel, y bajo la piel unas manchas oscuras se elevaban hacia la superficie, daban vueltas y más vueltas, flotaban describiendo círculos y se hundían hasta perderse de vista. En el fondo había piedras que centelleaban con una luz verde y oscilaban. Las malezas las ocultaban y las descubrían regularmente. La brisa cesó; los matorrales se balancearon lo mismo que las malezas, y la piel brillante del río se acercó a la cara de Lok y se alejó una y otra vez. Las imágenes se le habían ido de la cabeza. Hasta el temor era leve, como el dolor del hambre. Las manos y los pies de Lok tomaban implacablemente un haz de ramas y los dientes hacían muecas en el río.

El alga se acortaba. La punta verde se retiraba, aguas arriba. Había una oscuridad que consumía el otro extremo. La oscuridad, enmarañada ahora, se movió perezosamente. Como las motitas de polvo, daba vueltas pero no al azar. Casi tocaba la raíz del alga, encorvaba la cola, daba vueltas y subía por la cola hacia Lok. Los brazos se le movían un poco y los ojos le brillaban suavemente como las piedras. Giraban con el cuerpo, mirando la superficie, la anchura del agua profunda y el fondo oculto sin indicios de vida. Una madeja de malezas pasó a través de la cara y los ojos no parpadearon. El cuerpo se dio vuelta con el mismo movimiento suave y lento del río hasta que la espalda se elevó a lo largo del alga. La cabeza se volvió con una lentitud como de sueño, subió en el agua y se acercó a la cara de Lok. Lok había sentido siempre por la anciana un temor reverente, aunque era hijo de ella. Vivía demasiado cerca de la gran Oa, tanto con el corazón como con la cabeza, y un hombre no podía mirarla sin temor. Sabía mucho, había vivido mucho tiempo, sentía cosas que ellos sólo podían sospechar; era la mujer. Aunque los envolvía a todos en comprensión y compasión, a veces mostraba una calma extraña que los dejaba humillados y avergonzados. Por eso la querían y respetaban sin tenerle miedo y bajaban la vista ante ella. Pero ahora Lok la veía cara a cara. La anciana ignoraba los daños que llevaba en el cuerpo, tenía la boca abierta, sacaba la lengua y las motitas de polvo le entraban y le salían lentamente como si la boca fuera sólo un agujero en una piedra. Los ojos de la anciana pasaron rápidamente por los matorrales y por la cara de Lok, miraron sin ver, se alejaron y desaparecieron.