Lok notó que la anciana había comenzado a trabajar antes que nadie, ocupándose del fuego a la primera luz de la aurora. Preparó un montón de leña y Lok oyó en sueños que la leña comenzaba a arder y crepitar. Fa estaba aún en cuclillas; la cabeza inquieta del anciano se sacudía en el hombro de Fa. Ha se movió y se levantó. Salió a la terraza y orinó, y luego volvió y miró al anciano. Mal no se despertaba como los otros. Estaba sentado pesadamente sobre las nalgas, movía la cabeza de un lado a otro en el cabello de Fa y respiraba rápidamente como una gama preñada. Tenía la boca abierta hacia el fuego ardiente, pero otro fuego invisible lo consumía ahora; estaba en todas partes: en la carne de los miembros y alrededor de las cuencas de los ojos. Nil corrió al río y llevó agua en las manos. Mal bebió el agua antes de abrir los ojos. La anciana echó más leña al fuego. Señaló los nichos y movió la cabeza hacia el bosque. Ha tocó a Nil en el hombro.
—¡Ven!
El nuevo despertó también, trepó por el hombro de Nil, maulló un instante y se le acomodó en el pecho. Nil siguió a Ha hacia el atajo que descendía al bosque mientras el nuevo mamaba. Dieron la vuelta al recodo y desaparecieron en la niebla matutina que se cernía casi al nivel de lo alto de la cascada.
Mal abrió los ojos. Los otros se inclinaron para oír lo que decía:
—Tengo una imagen.
Los tres esperaron. Mal levantó una mano y se la puso en la cabeza, sobre las cejas. Aunque le temblaban dos fuegos en los ojos no miraba a la gente, sino a algo muy lejano al otro lado del agua. Tan intensa y temerosa era esta atención que Lok se dio vuelta para ver si podía descubrir por qué Mal estaba tan asustado. No había nada; sólo un tronco, arrancado de alguna tortuosa orilla del río por la fuerte corriente, pasó delante de ellos y fue a detenerse en silencio al borde de la cascada.
—Tengo una imagen. El fuego vuela por el bosque y devora los árboles.
La respiración de Mal era más acelerada, ahora que estaba despierto.
—Se quema. El bosque se quema. La montaña se quema.
La cabeza del anciano se volvió hacia cada uno de ellos. Había pánico en su voz.
—¿Dónde está Lok?
—Aquí.
Mal lo miró, perplejo, con el ceño fruncido.
—¿Quién es éste? Lok está en la espalda de su madre y los árboles son devorados.
Lok movió los pies y rió tontamente. La anciana tomó la mano de Mal y se la llevó a la mejilla.
—Esa es una imagen de hace mucho tiempo —dijo—. Todo eso pasó ya. Lo has visto en sueños.
Fa lo palmeó en el hombro. Luego aplicó la mano a la piel y abrió los ojos. Pero le habló a Mal amablemente, como si le estuviera hablando a Liku.
—Lok está aquí de pie. ¡Míralo! Es un hombre.
Aliviado al comprender por fin, Lok les habló vivamente a todos.
—¡Sí, soy un hombre! —Tendió las manos. —Aquí estoy, Mal.
Liku despertó, bostezando, y la pequeña Oa se le cayó del hombro. Se la puso en el pecho.
—Tengo hambre.
Mal se dio vuelta tan rápidamente que casi se desprendió de Fa y ella tuvo que agarrarlo.
—¿Dónde están Ha y Nil?
—Tú los mandaste afuera —contestó Fa—. Los mandaste a buscar leña. Y a Lok, a Liku y a mí a buscar comida. Te traeremos algo.
Mal se balanceaba hacia atrás y adelante, con la cara entre las manos.
—Ésa es una mala imagen —dijo.
La anciana lo abrazó:
—Duerme ahora.
Fa apartó a Lok del fuego y le dijo:
—No conviene que Liku vaya a la llanura con nosotros. Déjala junto al fuego.
—Mal lo ha dicho.
—Tiene enferma la cabeza.
—Ha visto arder todas las cosas. Tengo miedo. ¿Cómo puede arder la montaña?
Fa replicó en tono desafiante:
—Hoy es como mañana y ayer.
Ha y Nil, con el nuevo, trabajaban a la entrada de la terraza. Llevaban brazadas de ramas rotas. Fa corrió hacia ellos.
—¿Debe Liku venir con nosotros porque Mal lo ha dicho?
Ha se tiró del labio y contestó:
—Eso es una cosa nueva. Pero se ha dicho.
—Mal vio la montaña ardiendo.
Ha miró la montaña oscura que se alzaba dominándolos.
—Yo no veo esa imagen.
Lok rió con nerviosidad.
—Hoy es como ayer y mañana.
Ha sacudió las orejas hacia ellos y sonrió gravemente.
—Se ha dicho.
Inmediatamente desapareció la tensión indefinible y Fa, Lok y Liku corrieron a lo largo de la terraza. Saltaron al risco y comenzaron a trepar. Estaban a bastante altura para ver directamente la línea de espuma humeante al pie de la cascada y oían el estruendo. Cuando el risco se inclinó algo hacia atrás Lok hincó una rodilla en tierra y gritó:
—¡Arriba!
La luz era más brillante ahora. Podían ver el río reluciente entre las montañas y las vastas extensiones de cielo caído donde se embalsaba el lago. Debajo la niebla ocultaba el bosque y la llanura y se apoyaba tranquilamente en la ladera de la montaña. Echaron a correr por la ladera empinada, deslizándose hacia la niebla. Cruzaron por la roca desnuda, llegaron a donde había altos montones de piedras rotas y filosas, descendieron por barrancas escarpadas y llegaron por fin a unas rocas redondeadas donde había algo de hierba y unos pocos arbustos encorvados por el viento. La hierba estaba húmeda y las telarañas tendidas entre las hojas se rompían adhiriéndose a los tobillos. La inclinación de la ladera disminuía y los arbustos eran más frecuentes. Llegaban al límite de la niebla.
—El sol beberá la niebla —dijo Lok.
Fa no le prestó atención. Buscaba con la cabeza baja, y los rizos arrancaban gotas de agua a las hojas. Un ave graznó y se alejó por el aire revoloteando pesadamente. Fa se abalanzó sobre el nido y Liku golpeó con los pies el vientre de Lok.
—¡Huevos! ¡Huevos!
Descendió de la espalda de Lok y se puso a bailar entre las matas de hierba. Fa cortó una espina de un arbusto y agujereó el huevo por los dos extremos. Liku se lo arrancó de las manos y lo chupó ruidosamente. Había un huevo para Fa y otro para Lok. Los tres quedaron vacíos entre dos aspiraciones. Después de comerlos se dieron cuenta del hambre que tenían y se pusieron a buscar. Siguieron adelante, inclinados y buscando. Aunque no levantaban la vista sabían que seguían a la niebla en retirada hasta el terreno llano, y que la opacidad luminosa, allá sobre el mar, contenía los primeros rayos del sol. Separaban las hojas y escudriñaban los arbustos y descubrían las larvas dormidas y los pálidos retoños que yacían bajo un montón de piedras. Mientras trabajaban y comían Fa los consolaba:
—Ha y Nil traerán un poco de comida del bosque.
Lok buscaba larvas, bocados exquisitos y blandos, fortificantes.
—No podemos volver con una sola larva. Y volver. Y luego una sola larva.
Llegaron a un espacio abierto. Una piedra había caído de la montaña desplazando a otra. El trecho de tierra descubierta había sido invadido por gruesos retoños blancos que salían a la luz, pero eran tan cortos y gruesos que estallaban al tocarlos. Se sentaron en círculo para comerlos. Era tanto lo que hablaban como lo que comían, entre breves exclamaciones de placer y excitación, y al fin comieron sin sentir hambre. Liku nada decía, pero se sentaba con las piernas extendidas y comía con las dos manos.
Poco después Lok hizo un amplio ademán y dijo:
—Si comemos en este extremo del camino podemos llevar a la gente a comer en aquel extremo.
Fa habló confusamente:
—Mal no vendrá y ella no lo dejará solo. Volveremos por este camino cuando el sol vaya al otro lado de la montaña. Llevaremos a la gente lo que podamos sostener en los brazos.
Lok eructó y miró afectuosamente el sendero.
—Éste es un buen lugar.
Fa frunció el ceño y masticó.
—Si el camino estuviera más cerca…
Tragó el bocado entero.
—Tengo una imagen. La buena comida crece. No aquí. Crece junto a la cascada.
Lok se rió.
—¡No hay plantas así junto a la cascada!
Fa separó las manos, observando a Lok todo el tiempo. Luego comenzó a unirlas de nuevo. Pero a pesar de la inclinación de la cabeza, las cejas que se movían ligeramente hacia arriba y hacia los lados hacían una pregunta para la que no tenía palabras. Trató de nuevo:
—Pero sí… Veo esta imagen. La saliente y el fuego están aquí abajo.
Lok levantó la cara y rió:
—Este lugar está aquí abajo, y la saliente y el fuego están allí arriba.
Arrancó más tallos, se los metió en la boca y siguió comiendo. Miró a la luz más clara y vio las señales del día. Poco después Fa olvidó la imagen y se levantó. Lok se levantó también y habló para ella:
—¡Vamos!
Descendieron con dificultad entre las rocas y los arbustos. Casi inmediatamente salió el sol, un círculo de plata mate que corría oblicuamente entre las nubes, aunque siempre estaba en el mismo sitio. Lok iba delante, y lo seguía Liku, seria e impaciente, buscando comida por primera vez. La ladera se hizo más suave y llegaron al borde empinado que daba al mar de hierbas de la llanura. Lok se detuvo y las mujeres esperaron inmóviles, detrás. Se volvió, hizo una pregunta muda a Fa y alzó otra vez la cabeza. De pronto echó aire por la nariz y aspiró. Probó delicadamente el aire, reteniéndolo en la nariz hasta que la sangre se le calentó y sintió el olor. Había verdaderos milagros en aquellas cavernas de la nariz. El olor era apenas perceptible. Si Lok hubiese sido capaz de hacer esas comparaciones se habría preguntado si el rastro era un verdadero olor o sólo el recuerdo de un olor. Tan débil y rancio era ese olor que cuando miró interrogativamente a Fa ella no le entendió. Lok le sopló entonces la palabra:
—¿Miel?
Liku se puso a saltar hasta que Fa le dijo que se quedara quieta. Lok aspiró el aire de nuevo, pero esta vez le llegó una ráfaga distinta y estaba vacía. Fa esperaba.
Lok no necesitó pensar de dónde llegaba el viento. Trepó a una roca en la que no daba el sol y comenzó a buscar rastros. La dirección del viento cambió y sintió el olor de nuevo. Esta vez era excitante y real, y Lok no tardó en seguirlo hasta un pequeño risco que la escarcha, el sol y la lluvia habían gastado convirtiéndolo en una red de grietas. Alrededor de una de las grietas había manchas parecidas a marcas de dedos morenos; una sola abeja, apenas viva, aunque el sol brillaba plenamente en la superficie de la roca, estaba pegada a una profundidad de quizás el ancho de una mano. Fa sacudió la cabeza y dijo:
—Habrá poca miel.
Lok invirtió el espino y metió la punta en la grieta. Unas pocas abejas comenzaron a zumbar lánguidamente, heladas y hambrientas. Lok movió el cabo del espino en la grieta. Liku brincaba.
—¿Hay miel, Lok? ¡Quiero miel!
Las abejas salían de la grieta y revoloteaban alrededor. Algunas caían pesadamente a tierra y se arrastraban moviendo las alas. Una se le posó en el pelo a Fa. Lok sacó el espino. En el extremo había un poco de miel y cera. Liku dejó de brincar y se puso a lamer la punta del palo. Ahora que los otros habían satisfecho su hambre disfrutaban viendo comer a Liku.
Lok charlaba:
—La miel es lo mejor. Hay fuerza en la miel. Mira cómo le gusta la miel a Liku. Tengo una imagen de un tiempo en que la miel saldrá de esta grieta en la roca y podremos tomarla en los dedos. ¡Así!
Pasó la mano por la roca y luego se chupó los dedos y saboreó el recuerdo de la miel. Luego metió otra vez la punta del espino en la grieta, para que Liku pudiera comer. Fa se mostró inquieta.
—Ésta es miel vieja del tiempo en que bajamos al mar —dijo—. Tenemos que encontrar más para los otros. ¡Vamos!
Pero Lok introducía otra vez la punta del espino en la grieta para gozar viendo comer a Liku, mirándole el vientre y recordando la miel. Fa descendió por las rocas, siguiendo la niebla que se retiraba a la llanura, pasó más allá del borde y se perdió de vista. En seguida oyeron que gritaba. Liku trepó a la espalda de Lok, y Lok corrió hacia donde había sonado el grito con el espino preparado. En el borde del roquedal había un barranco escabroso que llevaba a la llanura. Fa estaba agazapada en la boca del barranco, mirando la hierba y los brezos de la llanura. Lok corrió hacia ella. Fa se levantó temblando ligeramente. Había allí abajo dos animales amarillentos, con las patas ocultas por los brezos, tan cerca que ella podía verles los ojos. Los animales alzaban las orejas, alarmados por la voz de Fa, y la miraban fijamente. Lok bajó a Liku, y dijo:
—Sube.
Liku trepó por la ladera del barranco y se agazapó, a una altura que Lok no podía alcanzar.
Los animales amarillos mostraron los dientes.
—¡Ahora!
Lok se lanzó hacia adelante con el espino de lado. Fa describió un círculo a su izquierda. Llevaba una piedra afilada como una espada en cada mano. Las dos hienas se acercaron juntas gruñendo. Fa sacudió de pronto la mano derecha y la piedra fue a golpear a una de las hienas en las costillas. La hiena gañó y corrió aullando. Lok avanzó blandiendo el palo y metió las espinas en el hocico gruñón del macho. Los dos animales huyeron hasta ponerse fuera de alcance, hablando perversamente y asustados. Lok se colocó entre ellos y el animal muerto.
—Pronto, huelo a gato.
Fa estaba ya de rodillas, bregando con el cadáver.
—Un gato le ha chupado toda la sangre. No hay daño. Los amarillos ni siquiera han llegado al hígado.
Desgarraba furiosamente el vientre del ciervo con la lámina de piedra. Lok blandía el espino amenazando a las hienas.
—Hay mucho alimento para toda la gente.
Oía a Fa que refunfuñaba y jadeaba mientras desgarraba la piel peluda y las entrañas.
—Rápido.
—No puedo.
Las hienas, habiendo terminado aquella charla perversa, avanzaban por la izquierda y la derecha.
Mientras Lok las enfrentaba vio ante él las sombras de dos grandes aves que flotaban en el aire.
—Lleva el ciervo a la roca.
Fa comenzó a tirar del ciervo y luego les gritó furiosa a las hienas. Lok se colocó detrás, se inclinó, y tomó al ciervo por una pata. Arrastró al cuerpo hasta el barranco, blandiendo constantemente el espino. Fa alcanzó una pata delantera y tiró también. Las hienas los seguían desde lejos. Lok y los otros llevaron al ciervo hasta la entrada estrecha del barranco, donde estaba Liku, y las dos aves descendieron. Fa hundió de nuevo en la carne la espina de piedra. Lok encontró un canto rodado y golpeo el cuerpo para romperle las coyunturas. Fa refunfuñaba, excitada. Lok charlaba mientras sus manazas desgarraban, retorcían y arrancaban los tendones. Entre tanto las hienas corrían de un lado a otro. Las aves se posaron en la roca que se alzaba frente a Liku, y la niña bajó hasta donde estaban Lok y Fa. El ciervo estaba ya descuartizado. Fa le abrió el vientre y luego el estómago, y tiró al suelo la hierba fermentada y los tallos masticados que había dentro. Lok le golpeó el cráneo para removerle los sesos y le abrió la boca para sacarle la lengua. Llenaron el estómago con los bocados más exquisitos y enrollaron las entrañas de modo que el estómago se convirtió en una bolsa hinchada.
Mientras, Lok decía entre gruñidos:
—Esto es malo. Esto es muy malo.
Ahora que los miembros del animal estaban rotos y desarticulados, Liku se agazapó junto al ciervo y comió el trozo de hígado que Fa le había dado. El aire entre las rocas los molestaba; era un aire violento, que olía a carne y a maldad.
—¡Pronto! ¡Pronto!
Fa no hubiese podido decir qué temía; el gato no volvería en busca de un animal muerto desangrado. Estaría ya a medio día de distancia en la llanura, rondando alrededor del rebaño, quizá saltando sobre otra víctima para clavarle las garras en el cuello y chuparle la sangre. Sin embargo, había una especie de oscuridad en el aire, bajo las aves vigilantes.
Lok habló en voz alta, reconociendo la oscuridad:
—Esto es muy malo. Oa sacó el ciervo de su vientre.
Fa murmuró entre dientes mientras desgarraba con las manos:
—No hables de eso.
Liku seguía comiendo, ajena a la oscuridad; siguió comiendo el sabroso hígado caliente hasta que le dolieron las mandíbulas. Luego del reproche de Fa, Lok ya no charlaba y rezongaba de cuando en cuando.
—Esto es malo. Pero un gato te mató y no hay culpa.
Baboseaba moviendo los gruesos labios.
El sol había disipado la niebla y ahora podían ver más allá de las hienas las ondulaciones cubiertas de brezos de la llanura, y más allá todavía, en un nivel inferior, las copas de color verde claro de los árboles y el destello del agua. Detrás, las montañas se alzaban austeras. Fa se enderezó y respiró. Se pasó el dorso de la mano por la frente.
—Debemos subir hasta donde los amarillos no puedan seguirnos.
Del ciervo ya no quedaba más que la piel rasgada, los huesos y las pezuñas. Lok entregó su espino a Fa. Fa lo blandió en el aire y les gritó rudamente a las hienas. Lok enlazó las ancas del ciervo junto con las entrañas enroscadas y se las puso alrededor de la cintura de modo que podía sostenerlas con una mano. Se inclinó y tomó con los dientes el extremo del estómago. Fa alzó una parte de los restos del animal y Lok una carga doble de restos desgarrados y temblorosos. Comenzó a retirarse rezongando y en actitud feroz. Las hienas entraron en la boca del barranco y los milanos levantaron vuelo describiendo círculos un poco más arriba del matorral. Liku, muy valiente entre los dos mayores, amenazó con su trozo de hígado a los milanos.
—¡Fuera de aquí! ¡Ésta es la comida de Liku!
Los milanos chillaron, renunciaron y bajaron a discutir con las hienas, que tascaban los huesos rotos y la piel ensangrentada. Lok no podía hablar. Aquellos restos de ciervo era todo lo que hubiese podido llevar a hombros en terreno llano. Ahora colgaban de él y le pesaban principalmente en los dedos agarrotados y en los dientes. Antes de llegar a lo alto del roquedal iba ya doblado bajo el peso de la comida y le dolían las muñecas. Fa se dio cuenta, sin tener ninguna imagen. Se acercó a Lok y le quitó el estómago donde había guardado los restos del ciervo. Lok pudo respirar más fácilmente. Luego Fa y Liku fueron adelante. Lok tuvo que distribuir la carga de tres maneras distintas, y al fin pudo trepar detrás de las mujeres. La oscuridad y la alegría se le confundían de tal modo en la cabeza que podía oír los latidos de su propio corazón. Le habló a la oscuridad que se había cernido sobre la boca del barranco.
—Hay poca comida cuando la gente vuelve del mar. Todavía no hay bayas ni frutos ni miel ni casi nada para comer. La gente está delgada y hambrienta y tiene que comer. No les gusta el sabor de la carne, pero tienen que comer.
Subía con esfuerzo por la ladera de la montaña a lo largo de una loma de roca lisa apoyándose sólo en los pies. Baboseando aún, mientras se tambaleaba a lo largo de las rocas, concluyó con un pensamiento brillante:
—La carne es para Mal, que está enfermo.
Fa y Liku encontraron una falla en la ladera de la montaña y trotaron hacia la brecha. Lok quedó muy atrás, forcejeando y buscando una roca en la que pudiera dejar la carne, como la anciana había dejado el fuego. Encontró una donde comenzaba la falla: una losa ancha, extendida sobre el vacío. Se agachó y dejó caer la carne. Debajo y detrás los milanos enfurecidos eran cada vez más numerosos. Se apartó del barranco y la oscuridad y buscó a Fa y a Liku. Estaban muy adelante, todavía trotando en la saliente, donde anunciarían a los otros que traían comida. Quizás enviarían a Ha para que lo ayudase a llevarla. No tenía ganas de seguir adelante y descansó un rato observando la actividad del mundo. El cielo tenía un color azul claro y la lejana faja del mar no era más oscura. Las sombras más densas eran unas manchas violáceas que avanzaban sobre la hierba, las piedras, los brezos y los afloramientos grises de la llanura. Cuando se posaban en los árboles humedecían las hojas verdes y borraban los centelleos del río. A medida que se acercaban a la montaña se ensanchaban arrastrándose sobre la cima. Lok miró hacia la cascada donde Fa y Liku eran figuras minúsculas, ya apenas visibles. Frunció el ceño, boquiabierto. El humo del fuego se había movido y era ahora distinto. Durante un momento pensó que la anciana lo había cambiado de lugar, pero la imagen era tan tonta que se rió. La anciana no podía hacer un humo como ése. Era una espiral amarilla y blanca; el humo que sale de la madera húmeda o de una rama verde y con hojas; y sólo un tonto o una criatura que no supieran nada de la naturaleza del fuego podía cometer esos errores. Tuvo la imagen de dos fuegos. Las llamas caían a veces del cielo y brillaban en el bosque, un rato, o despertaban mágicamente en la llanura, entre los brezos, cuando las flores se habían marchitado y el sol calentaba demasiado.
Lok volvió a reír ante aquella imagen. La anciana no hacía esa clase de humo y los fuegos no despertaban solos en la primavera húmeda. Observó cómo el humo se desarrollaba y se alejaba por encima del barranco adelgazándose cada vez más. Luego olió la carne y se olvidó del humo y de la imagen. Recogió la carga y avanzó tambaleándose detrás de Fa y Liku a lo largo de la falla. El peso de la carne y la idea de llevar toda aquella comida a la gente le sacaron de la cabeza las imágenes del humo. Fa se acercó corriendo, le quitó de los brazos parte de la carga y los dos descendieron arrastrándose y deslizándose a medias por la última loma.
Un humo denso se elevaba en los riscos; era un humo azul y caliente. La anciana había extendido el lecho de fuego, de modo que entre las llamas y las rocas había una bolsa de aire. Las llamas del fuego y el humo eran como una pared e impedían que el viento entrara en la saliente. Mal yacía en esa bolsa, encogido, como una mancha gris en un fondo pardo, y tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Respiraba rápidamente y el pecho le latía como un corazón. Se le veían los huesos y la carne era como grasa que se derretía al fuego. Nil, el nuevo y Ha bajaron al bosque en el momento en que apareció Lok. Comían mientras caminaban y Ha felicitó a Lok con un ademán. La anciana estaba junto al fuego y examinaba el estómago que Fa le había dado.
Fa y Lok bajaron a la terraza y corrieron al fuego.
Mientras dejaba la carne en las piedras Lok le gritó a Mal por encima de las llamas:
—¡Mal! ¡Mal! ¡Tenemos carne!
Mal abrió los ojos y se apoyó en un codo. Miró a través del fuego el estómago bamboleante y esbozó una sonrisa. Luego se volvió hacia la anciana. La anciana le sonrió y se golpeó el muslo con la mano libre.
—Esto es bueno, Mal. Esto es fuerza.
Liku saltaba junto a la anciana.
—Yo comí carne —dijo—. Y la pequeña Oa comió carne. Y asusté a los pájaros, Mal.
Mal los miraba sonriendo y jadeando.
—Al fin y al cabo, Mal vio una buena imagen.
Lok cortó un trozo de carne y lo masticó. Se echó a reír y corrió tambaleándose por la terraza, simulando que llevaba la carga como en la noche anterior. Habló confusamente con la boca llena:
—Y Lok vio una imagen verdadera. Miel para Liku y la pequeña Oa. Y brazadas de carne, de la víctima de un gato.
Los otros se reían con Lok y se golpeaban los muslos. Mal se recostó, dejó de sonreír, y se quedó en silencio, atento a su propia respiración entrecortada. Fa y la anciana distribuyeron la carne y apartaron unos trozos dejándolos en salientes de la roca o en los nichos. Liku tomó otro pedazo de hígado y evitando el fuego se acercó a Mal. Luego la anciana puso suavemente el estómago sobre una roca, lo desenrolló y comenzó a registrar el interior.
—Traed tierra.
Fa y Lok salieron a la terraza, donde las piedras y los matorrales descendían hasta el bosque. Arrancaron manojos de hierba gruesa, junto con los terrones de las raíces, y los llevaron a la cueva. La anciana tomó el estómago, lo puso en el suelo y raspó la ceniza del fuego con una piedra lisa. Lok se sentó en cuclillas en la terraza y empezó a deshacer los terrones con un palo, diciendo:
—Ha y Nil han traído leña para muchos días. Fa y Lok han traído comida para muchos días. Y pronto llegará el tiempo de calor.
Mientras Lok recogía la tierra seca y desmenuzada, Fa la humedecía con el agua del río. Luego se la llevó a la anciana, que la apretó alrededor del estómago, apresurándose a sacar del fuego las cenizas más calientes y amontonándolas alrededor de la tierra. Las cenizas eran ahora una capa espesa y sobre ellas vibraba el aire caliente. Fa llevó más tierra y césped. La anciana los amontonó alrededor de las cenizas. Lok dejó de trabajar y se levantó para observar la comida. Podía ver la boca plegada del estómago y la tierra apretada y luego las hierbas. Fa lo apartó de un codazo, se inclinó y echó en la boca del estómago el agua que traía en las manos. La anciana observaba críticamente mientras Fa corría de la terraza al río. Fue y vino muchas veces hasta que el agua desbordó en el estómago como una espuma burbujeante. La hierba de los terrones, sobre las cenizas, comenzó a rizarse, retorciéndose, ennegreciéndose y humeando. Unas llamas diminutas saltaban de la tierra y corrían por las hierbas y subían por los tallos como destructoras bolas amarillas. Lok retrocedió y recogió otros terrones. Mientras los echaba sobre las llamas le dijo a la anciana:
—Es fácil no dejar salir el fuego. Las llamas no se escaparán arrastrándose.
No encontrarían comida allí afuera.
La anciana le sonrió sabiamente, en silencio. Lok se sintió tonto. Arrancó una tira de músculo del anca fofa del ciervo y bajó a la terraza. El sol estaba sobre el barranco entre los montes y la jornada terminaba ya. La primera parte del día había pasado tan rápidamente que Lok tenía la impresión de haber perdido algo. Imaginó de algún modo la saliente, cuando él y Fa no estaban en ella. Mal y la anciana habían esperado; la anciana examinando la enfermedad de Mal, Mal jadeando y aguardando a que Ha volviera con la leña y Lok con la comida. De pronto comprendió que Mal no había estado seguro de que ellos fuesen a encontrar comida. Sin embargo, Mal era sabio. Aunque Lok se sentía otra vez importante pensando en la comida, el conocimiento de que Mal no había estado seguro era como un viento frío. El conocimiento, tan parecido al pensamiento, lo cansó al fin; sacudió la cabeza y volvió a ser el Lok cómodo y feliz cuyos superiores lo aconsejaban y lo cuidaban. Recordó a la anciana, tan próxima a Oa, que sabía tanto y para quien todos los secretos estaban abiertos. Se sentía otra vez dominado por un temor reverente, feliz e ignorante.
Fa estaba sentada junto al fuego asando unos trozos de carne en una ramita. El fuego quemaba la rama y los trocitos de carne chisporroteaban y goteaban, y Fa se quemaba los dedos cada vez que tomaba la carne para comerla. La anciana recogía agua en las manos y la vertía en la cara de Mal. Liku se había sentado con la espalda apoyada en la roca y tenía en el hombro a la pequeña Oa. Comía ahora lentamente con las piernas extendidas hacia adelante. La anciana fue a sentarse en cuclillas junto a Fa y se quedó observando la columnita de vapor que se elevaba de las burbujas en el estómago del ciervo. Arrebató un bocado, se lo pasó rápidamente de una mano a otra, y se lo metió en la boca.
La gente guardaba silencio. La vida estaba colmada, no había necesidad de ir a buscar más comida. El día de mañana estaba asegurado y el de pasado mañana era tan remoto que no le preocupaba a nadie. Cuando se satisfacía el hambre la vida era deliciosa. Mal comería pronto los sesos blandos. La fuerza y la agilidad del ciervo comenzarían pronto a crecer en Mal. Sintiendo la presencia de ese prodigio, no tenían necesidad de palabras. Se hundieron por lo tanto en un silencio tranquilo que hubiese podido parecer una melancolía distraída si no fuera por el movimiento de los músculos que subiendo desde las mandíbulas sacudía los rizos a ambos lados de las cabezas abovedadas.
La cabeza de Liku se inclinó y la pequeña Oa se le cayó del hombro. Las burbujas se elevaron activamente en la boca del estómago, se deslizaron hasta el borde y una nube de vapor subió y fue absorbida lateralmente por el aire ascendente del fuego mayor. Fa tomó una ramita, la hundió en la comida, probó el extremo, y se volvió hacia la anciana.
—Pronto.
La anciana probó también.
—Mal debe beber el agua caliente. Hay fuerza en el agua dada por la carne.
Fa se miró ceñudamente el estómago con el ceño fruncido, se puso la mano derecha sobre la cabeza y dijo:
—Tengo una imagen.
Dejó la saliente y señaló el bosque y el mar.
—Estoy junto al mar y tengo una imagen. Es una imagen de una imagen. Estoy… —levantó la cara y frunció el ceño— pensando.
Volvió y se sentó en cuclillas junto a la anciana. Se balanceó un poco hacia atrás y hacia adelante. La anciana apoyó los nudillos de una mano en la tierra y con la otra se rascó bajo el labio. Fa continuó hablando.
—Tengo una imagen de la gente vaciando caracoles junto al mar. Lok saca agua mala de un caracol.
Lok comenzó a decir algo pero Fa lo hizo callar.
—Allí están Liku y Nil…
Se interrumpió, perpleja. La imagen era demasiado vivida y no le encontraba significado. Lok rió y Fa lo apartó como una mosca.
—… agua en un caracol…
Miró a la anciana con esperanza. Suspiró y comenzó de nuevo:
—Liku está en el bosque…
Lok señaló, riendo, a Liku, que se apoyaba en la roca y dormía. Fa lo golpeó esta vez como si tuviera un niño en la espalda.
—Es una imagen. Liku viene por el bosque. Trae a la pequeña Oa…
Miraba fijamente a la anciana. Lok advirtió que la tensión desaparecía en el rostro de la anciana y supo que las dos mujeres compartían una imagen. Vio entonces, él también, una escena confusa de caracoles, Liku, el agua y la saliente. Comenzó a hablar:
—No hay caracoles en las montañas. Sólo algunos pequeños, en cuevas.
La anciana estaba inclinada hacia Fa. Luego se echó hacia atrás, levantó las dos manos de la tierra y se tocó las nalgas huesudas. Lenta, deliberadamente, la cara le cambió y pareció de pronto que estuviese viendo a Liku demasiado cerca de los colores ostentosos de la baya venenosa. Fa se apartó, llevándose las manos a la cara. La anciana habló:
—Ésa es una cosa nueva.
Dejó a Fa inclinada sobre el estómago del ciervo y agitándolo con una ramita.
La anciana puso una mano en el pie de Mal y lo sacudió suavemente. Mal abrió los ojos, pero no se movió. Tenía en los labios un poco de tierra, oscurecida por la saliva. La luz del sol entraba oblicuamente en la saliente desde el lado nocturno de la barranca y lo iluminaba brillantemente de modo que las sombras se extendían hasta el otro lado del fuego. La anciana acercó la boca a la cabeza de Mal y le dijo:
—Come, Mal.
Mal se apoyó en un codo, jadeando.
—¡Agua!
Lok bajó corriendo al río y volvió con agua en las manos, y Mal bebió. Luego Fa se arrodilló en el otro lado y dejó que Mal se apoyara en ella. Mientras, la anciana hundía un palo en el caldo más veces que los dedos de todo el mundo y lo ponía en la boca de Mal. Respiraba entrecortadamente, y apenas tenía tiempo para tragar el caldo. Al fin comenzó a mover la cabeza de un lado a otro eludiendo el palo. Lok le llevó más agua. Fa y la anciana lo tendieron cuidadosamente de costado y Mal se apartó de ellas, cerrándoles la mente. La anciana se quedó junto al fuego mirando a Mal.
Los otros podían ver que algo del secreto de Mal se le había transmitido a ella; y lo tenía en la cara como una nube. Fa corrió al río. Lok le leyó los labios.
—¿Nil?
Fue tras ella a la luz del atardecer y juntos atisbaron a lo largo del acantilado sobre el río. Ni Nil ni Ha estaban a la vista, y más allá de la cascada el bosque se oscurecía ya.
—Traen demasiada madera.
Fa carraspeó, aprobando.
—Pero traerán madera grande por la loma. Ha tiene muchas imágenes. Traer madera por el acantilado es malo.
Luego notaron que la anciana los miraba, pensando que sólo ella entendía a Mal. Volvieron para compartir la nube que la anciana tenía en la cara. Liku dormía contra la roca y el vientre redondo le brillaba a la luz del fuego. Mal ni siquiera había movido un dedo, pero tenía aún los ojos abiertos. De pronto la luz del sol brilló horizontalmente. Se oyeron unos golpes en el acantilado, sobre el río, y luego las pisadas acompasadas de alguien que llegaba al recodo. Nil corrió por la terraza con las manos vacías.
Gritó:
—¿Dónde está Ha?
Lok la miró estúpidamente.
—Está trayendo madera con Nil y el nuevo.
Nil corrió hacia ellos y se puso a temblar aunque estaba a un brazo del fuego. Luego habló rápidamente a la anciana:
—Ha no está con Nil. ¡Mirad!
Dio la vuelta a la terraza corriendo para demostrar que allí no había nadie. Volvió, escudriñó la salíente, tomó un trozo de carne, y comenzó a desgarrarla. El nuevo despertó bajo el pelo de Nil y asomó la cabeza. Un momento después tomó la carne de la boca de Nil y miró atentamente a los otros.
—¿Dónde está Ha? —preguntó Nil.
La anciana se apretó la frente con las manos, pensó un momento en el nuevo problema, y renunció. Se agazapó junto al estómago y empezó a sacar carne.
—Ha recogía leña contigo.
Nil se puso violenta.
—¡No! ¡No! ¡No!
Daba saltitos nerviosos sacudiendo los pechos y la leche afluía a los pezones. El nuevo la olfateó y se le trepó al hombro. Nil lo sujetó furiosamente con ambas manos, y el nuevo maulló antes de chupar. Nil se sentó en cuclillas en la roca y llamó a los otros con los ojos.
—Ésta es la imagen. Hacemos un montón con la leña. Donde está el gran árbol muerto. En el claro. Hablamos del ciervo que trajeron Fa y Lok. Reímos juntos.
Miró a través del fuego y tendió una mano.
—¡Mal!
Mal, jadeando, volvió los ojos hacia ella. Nil le habló mientras el nuevo le chupaba el pecho. Detrás, la luz del sol dejaba el agua.
—Luego Ha va hacia el río para beber y yo me quedo junto a la leña —tenía la expresión que habían visto en la cara de Ha cuando los detalles de la imagen eran excesivos—. Después él va también a hacer su necesidad y yo me quedo junto a la leña. Pero él grita: «¡Nil!». Cuando me levanto —Mal se levantó— veo a Ha que corre hacia el risco. Corre detrás de algo. Mira hacia atrás y está alegre y luego está asustado y alegre. ¡Así! Luego no puedo verlo ya —los otros siguieron la mirada de Mal risco arriba y ya no podían ver a Ha—. Espero y espero. Luego voy al risco en busca de Ha para traer leña. No hay sol en el risco.
Mal tenía el pelo erizado y mostraba los dientes.
—Hay un olor en el risco. Dos. Ha y otro. No Lok. No Fa. No Liku. No Mal. No Nil. Hay otro olor de nadie. Sube por el risco y baja. Pero el olor de Ha termina. Hay Ha subiendo por el risco cuando el sol se ha puesto. Y luego nada.
La anciana comenzó a sacar los terrones del estómago. Habló por encima del hombro:
—Ésa es una imagen de sueño. No hay otro.
Nil continuó, angustiada:
—No Lok. No Mal —fue olfateando por la roca; se encontró demasiado cerca del recodo que daba al risco y volvió con el pelo erizado—. Allí está el fin del olor de Ha. Mal…
Los otros consideraron gravemente esa imagen. La anciana abrió la bolsa humeante. Nil saltó sobre el fuego y se arrodilló junto a Mal. Lo tocó en la mejilla.
—¡Mal! ¿Oyes?
Mal contestó entre jadeos:
—Oigo.
La anciana entregó carne a Nil. Nil la tomó pero no la comió. Esperaba que Mal volviera a hablar, pero la anciana dijo entonces:
—Mal está muy enfermo. Ha tiene muchas imágenes. Come ahora y alégrate.
Nil le gritó con tanta furia que los otros dejaron de comer:
—¡No hay Ha! El olor de Ha ha terminado.
Durante un momento nadie se movió. Luego todos se volvieron y miraron a Mal. Mal irguió el cuerpo, trabajosamente, y se balanceó sobre las nalgas. La anciana abrió la boca para hablar, pero enseguida la cerró. Mal se puso las manos extendidas sobre la cabeza. Apenas conseguía mantenerse en equilibrio y comenzó a sacudirse.
—Ha fue a los riscos —dijo.
Tosió y se quedó sin aliento. Los demás esperaron.
—Ha y el olor de otro.
Mal se apoyó en el suelo con las dos manos. Temblaba. Se le estiró una pierna y se sostuvo apoyándose en el talón. Los otros esperaban, rojos a la luz del sol poniente y de la fogata, mientras el vapor del caldo ascendía despidiendo un olor fuerte y se ocultaba en la oscuridad.
—Ha y el olor de otros.
Durante un momento contuvo el aliento. Luego los demás vieron que los músculos desgastados del cuerpo se le relajaban, y que Mal caía de lado como si no le importase el golpe que se iba a dar contra el suelo. Le oyeron susurrar:
—No puedo ver esa imagen.
Incluso Lok guardaba silencio. La anciana fue a los nichos en busca de leña como si caminara dormida. Hacía las cosas tanteando con las manos y miraba más allá de la gente. Como no podían ver lo que ella veía se quedaron inmóviles y meditando confusamente en la imagen de la desaparición de Ha. Pero Ha estaba con ellos. Conocían muy bien las expresiones de Ha. Aquel olor particular, el rostro serio y silencioso. El espino de Ha estaba apoyado en la roca, con el mango deformado por la fuerza del puño. La roca de costumbre lo esperaba y ahí delante estaba la marca que el cuerpo de Ha había dejado en la tierra. Todas esas cosas se juntaron en la mente de Lok. Sintió que el corazón se le dilataba y que ahora tenía fuerzas como para devolverles a Ha sacándolo del aire.
De pronto Nil dijo:
—Ha se ha ido.