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La gente habló entonces otra vez, excitada. Entraron de prisa en la cavidad. Mal se sentó en cuclillas entre el fuego y los nichos y tendió las manos, mientras Fa y Nil llevaban más leña y la dejaban preparada junto a la hoguera. Liku trajo una rama y se la dio a la anciana. Ha se agazapó contra la roca y se restregó la espalda hasta sentirse cómoda. Estiró la mano derecha, encontró una piedra y la levantó. La mostró a los otros y dijo:

—Tengo una imagen de esta piedra. Mal la usó para cortar una rama. ¡Mirad! Aquí está la parte que corta.

Mal tomó la piedra de Ha, la sopesó, frunció el entrecejo un instante y luego les sonrió.

—Ésta es la piedra que usé —dijo—. ¡Mirad! Aquí pongo mi dedo pulgar y aquí mi mano aprieta alrededor.

Alzó la piedra y simuló que cortaba una rama.

—La piedra es buena —dijo Lok—.

No desapareció. Esperó junto al fuego la vuelta de Mal.

Se incorporó y escudriñó la tierra y las piedras de la loma. Tampoco habían desaparecido el río ni las montañas. La saliente los había esperado. De pronto sintió una corriente de felicidad y regocijo. Todo los había esperado. Oa los había esperado.

En aquel momento empujaba hacia arriba las espigas de los bulbos, engordaba las larvas, sacaba los olores de la tierra, arrancaba pimpollos de las grietas y las ramas. Lok se puso a bailar en la terraza junto al río, extendiendo los brazos.

—¡Oa! Mal se alejó un poco del fuego y examinó el fondo de la saliente. Escudriñó la superficie y barrió unas pocas hojas secas y excrementos de animales al pie de la columna. Se sentó en cuclillas y se encogió acomodando los hombros.

—Aquí es donde Mal se sienta —dijo.

Tocó la roca con el afecto con que Lok o Ha podían tocar a Fa.

—¡Estamos en casa!

Lok volvió de la terraza. Miró a la anciana. Libre ahora de la carga del fuego parecía un poco menos remota, un poco más como ellos. Ahora podía mirarla a los ojos y hablarle, y quizás ella le contestaría. Además, sentía la necesidad de hablar, de ocultar a los otros la inquietud que le producían siempre las llamas.

—Ahora el fuego está en el hogar. ¿Sientes calor, Liku?

Liku se quitó la pequeña Oa de la boca y contestó:

—Tengo hambre.

—Mañana encontraremos comida para toda la gente.

Liku levantó a la pequeña Oa.

—También ella tiene hambre.

—Ella irá contigo y comerá.

Rió mirando a los otros.

—Tengo una imagen…

Entonces los otros rieron también, porque aquella era la imagen de Lok, casi la única que tenía, y la conocían tan bien como él.

—… una imagen de encontrar a la pequeña Oa.

Fantásticamente, la vieja raíz retorcida y combada y alisada por los años, parecía el vientre de una mujer embarazada.

—… Estoy entre los árboles. Toco. Con este pie toco. —Representaba la escena para ellos: cargaba el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo y con el derecho exploraba el terreno.

—Toco. ¿Qué toco? ¿Un bulbo? ¿Un palo? ¿Un hueso? —El pie derecho de Lok tomó algo y lo pasó a la mano izquierda. Lo miró.

—¡Es la pequeña Oa! —Sonrió triunfalmente.

—Y ahora donde está Liku está la pequeña Oa.

La gente lo aplaudió, sonriendo en parte a Lok y en parte al relato. Tranquilizado con el aplauso, Lok se instaló junto al fuego y los otros guardaron silencio, contemplando las llamas.

El sol cayó en el río y la luz abandonó la saliente. Ahora el fuego era más que nunca central: ceniza blanca, un punto rojo y una llama que oscilaba hacia arriba. La anciana se movía lentamente y echaba más madera al fuego para que el punto rojo comiera y la llama se hiciera fuerte. Los otros observaban y los rostros parecían temblar a la luz vacilante. Las pieles pecosas habían enrojecido, y en las profundas cavernas que tenían bajo la frente habitaban reproducciones del fuego, y todos los fuegos bailaban a la vez. A medida que se convencían de que hacía calor distendían los miembros y aspiraban el vaho, agradecidos. Movían los dedos de los pies y estiraban los brazos, cuidando de apartarlos del fuego. Cayó sobre ellos un silencio profundo, que parecía mucho más natural que el lenguaje hablado, un silencio eterno en el que había al principio muchos recuerdos de la saliente, y luego quizá ningún recuerdo. Tan completamente descontado estaba el estruendo del agua que oían el suave roce del viento en las rocas. Los oídos, como si tuviesen una vida independiente, clasificaban la maraña de pequeños sonidos y los aceptaban: el sonido de la respiración, el sonido de la arcilla húmeda que se desconchaba, el sonido de las cenizas que caían en la arcilla.

Luego Mal habló con una inseguridad poco habitual:

—¿Hace frío? De vuelta otra vez a sí mismos, separados, los otros miraron a Mal. Ya no estaba mojado y ahora tenía rizos en el pelo. Se movió hacia adelante decididamente y se agachó de modo que las rodillas tocaran la arcilla, extendiendo los brazos como soportes a los lados. El calor le golpeaba el pecho. Luego el viento primaveral sacudió ligeramente las llamas y envió la delgada columna de humo directamente a la boca abierta de Mal. Mal se atragantó y tosió. Siguió tosiendo y las toses parecían salirle del pecho sin advertencia ni consulta. Retiraron el cuerpo de la proximidad del fuego y Mal siguió jadeando. Quedó tendido de costado estremeciéndose. Los otros vieron que sacaba la lengua y los miraba, asustado.

La anciana habló:

—Es el frío del agua donde estaba el tronco.

Se acercó y se arrodilló junto a Mal, y le frotó el pecho y los músculos del cuello. La cabeza de Mal cayó sobre las rodillas de la anciana, que lo defendió del viento hasta que dejó de toser y calló. El nuevo despertó y descendió a gatas de la espalda de Fa. Se arrastró entre las piernas extendidas con la cabeza roja centelleando a la luz. Vio el fuego, se deslizó bajo las rodillas levantadas de Lok, se tomó del tobillo de Mal y se levantó. Dos fuegos pequeños le brillaban en los ojos mientras permanecía así, inclinado hacia adelante y agarrado a la pierna temblorosa. La gente miraba al nuevo y luego a Mal. De pronto estalló una rama. Lok dio un salto y las chispas volaron en la oscuridad. El nuevo cayó de bruces antes que las chispas descendieran. Corrió entre las piernas, trepó por el brazo de Nil y se ocultó en el pelo de la espalda y el cuello. Luego uno de los fuegos apareció junto a la oreja izquierda de Nil, un fuego que no parpadeaba y observaba cautelosamente. Nil volvió la cara y frotó suavemente la mejilla en la cabeza del niño. El nuevo estaba otra vez encerrado, en la cueva de su propia cabeza, entre los rizos de la madre. Poco después el puntito de fuego, junto a la oreja de Nil, desapareció.

Mal se enderezó de modo que quedó sentado y apoyado contra la anciana. Miró a todos, uno por uno. Liku abrió la boca para hablar, pero Fa le dijo que callara. Mal habló entonces:

—En un principio estaba la gran Oa. El vientre de Oa parió a la tierra. Le dio de mamar. La tierra parió a la mujer y el vientre de la mujer parió al primer hombre.

Lo escuchaban en silencio. Esperaban más, todo lo que sabía Mal. Era la descripción de la época en que había habido mucha gente, el relato que a ellos les gustaba tanto de la época en que era verano todo el tiempo y las flores y los frutos colgaban de la misma rama. Había también una larga lista de nombres que comenzaba con Mal y retrocedía pasando siempre por el hombre más viejo de la población en cada época. Pero Mal no dijo nada más. Lok estaba sentado entre él y el viento.

—Tienes hambre, Mal —dijo—. Un hombre que tiene hambre es un hombre frío.

Ha levantó la boca.

—Cuando vuelva el sol encontraremos comida. Quédate junto al fuego, Mal, y te traeremos comida y entonces te sentirás fuerte y caliente.

Fa se acercó y apoyó el cuerpo contra Mal, de modo que los tres lo defendían del fuego. Mal les habló entre toses:

—Tengo una imagen de lo que hay que hacer.

Inclinó la cabeza y examinó las cenizas. La gente esperaba. Podían ver cómo la vida había ido despojándolo. Los largos cabellos le raleaban en la frente, y los rizos que debían haber descendido por la loma del cráneo habían retrocedido, y ahora, sobre las cejas, asomaba una franja de piel desnuda y arrugada, ancha como un dedo. Bajo las cejas, las cuencas de los ojos eran profundas y oscuras; y los ojos, tristes y doloridos. Alzó una mano y se miró atentamente los dedos.

—La gente tiene que encontrar comida. La gente tiene que encontrar madera. Se tomó los dedos de la mano izquierda con la otra mano; los tomó fuertemente, como si la presión fuera a mantener las ideas adentro.

—Un dedo para la madera. Un dedo para la comida.

Sacudió la cabeza y comenzó de nuevo:

—Un dedo para Ha. Para Fa. Para Nil. Para Liku…

Llegó al final de los dedos y se miró la otra mano, tosiendo suavemente. Ha se movió en su asiento, pero no dijo nada. Luego Mal aflojó la frente y se dio por vencido. Bajó la cabeza y entrelazó las manos sobre el cabello gris de la nuca. Los otros lo oían, sintiendo qué cansado estaba.

—Ha traerá madera del bosque. Nil irá con Ha y el nuevo.

Ha se movió otra vez y Fa retiró el brazo de los hombros del anciano, pero Mal siguió hablando:

—Lok conseguirá comida con Fa y Liku.

Ha habló:

—Liku es demasiado pequeña para ir a la montaña y salir a la llanura.

Liku gritó:

—¡Iré con Lok!

Mal murmuró con la cabeza apoyada en las rodillas:

—He hablado.

Ahora que todo estaba resuelto la gente se sentía inquieta. Sabían que algo andaba mal, pero la palabra estaba dicha. Cuando la palabra estaba dicha era como si ya estuviesen haciendo las cosas, y eso los preocupaba. Ha tiró una piedra contra la roca de la saliente y Nil volvió a quejarse en voz baja. Sólo Lok, que tenía el menor número de imágenes, recordaba la generosidad de Oa y las imágenes deslumbradoras que lo habían hecho bailar en la terraza. Dio un salto y enfrentó a la gente, y el aire nocturno le sacudió los rizos.

—Traeré la comida en mis manos —dijo, e hizo un amplio ademán—, tanta comida que no me tendré derecho. ¡Así!

Fa se burló:

—No hay tanta comida en el mundo.

Lok se puso en cuclillas y replicó:

—Ahora tengo una imagen en la cabeza. Lok vuelve a la cascada. Corre por la ladera de la montaña. Lleva un ciervo. Un gato ha matado al ciervo y le ha chupado la sangre. Así, bajo este brazo izquierdo. Y bajo el brazo derecho —lo extendió— los cuartos de una vaca.

Simuló que se tambaleaba delante de la saliente bajo el peso de la carne. Los otros reían con Lok. Luego se rieron de Lok. Sólo Ha guardaba silencio, sonriendo un poco, hasta que los otros lo advirtieron y se quedaron mirándolos a él y a Lok.

Lok exclamó, enojado:

—¡Es una imagen verdadera! Ha no dijo nada con la boca, pero siguió sonriendo. Luego, mientras los demás lo observaban, movió las dos orejas, volviéndolas lenta y solemnemente hacia Lok de modo que decían con tanta claridad como si él hubiera hablado: ¡Te escucho! Lok abrió la boca. Se le erizó el pelo. Comenzó a farfullar mudamente a las orejas sarcásticas y los labios entreabiertos. Fa los interrumpió: —No lo molestéis. Ha tiene muchas imágenes y pocas palabras. Lok tiene un bocado de palabras y ninguna imagen. Ha soltó entonces una carcajada y sacudió los pies, y Lok y Liku rieron sin saber por qué. Lok deseó de pronto la paz sin imágenes de la buena armonía de todos. Olvidó el mal humor y se acercó de nuevo al fuego, fingiendo que era muy desdichado, y los otros fingieron también que lo consolaban. Luego volvió el silencio, y sólo hubo un pensamiento o ningún pensamiento en la saliente. Todos compartían ahora espontáneamente la misma imagen. Era una imagen de Mal, al parecer un poco apartado de ellos, iluminado y claramente definido en toda su desdicha. Veían no sólo el cuerpo de Mal, sino también las imágenes lentas que le crecían y le menguaban en la cabeza. Una sobre todo desalojaba a las otras y asomaba entre los argumentos nebulosos, las dudas y las conjeturas, hasta que supieron qué pensaba Mal tan tristemente convencido.

—Mañana o pasado mañana moriré.

La gente volvió a separarse. Lok tendió la mano y tocó a Mal. Pero Mal no sintió el roce a causa de su propio dolor y el cabello protector de la anciana. La anciana miró a Fa.

—Es el frío del agua.

Se inclinó y murmuró en el oído de Mal:

—Mañana habrá comida. Duerme ahora.

Ha se levantó y dijo:

—Habrá más madera también. ¿No quieres dar de comer al fuego?

La anciana fue al nicho y sacó unos leños. Ajustó hábilmente los trozos de modo que cuando las llamas se elevaron pudieron morder en madera seca. Pronto las llamas azotaron el aire y la gente de la saliente retrocedió. Eso agrandó el semicírculo y Liku se metió entre la gente. Los pelos crujieron con el calor y todos se sonrieron mutuamente complacidos. Bostezaron, amontonándose alrededor de Mal, haciéndole una especie de cuna de carne caliente con el fuego frente a él. Restregaban los pies y murmuraban. Mal tosió un poco y luego también él se quedó dormido.

Lok se sentó en cuclillas a un lado y se quedó mirando afuera las aguas oscuras. No habían tomado una decisión consciente, pero él estaba en guardia. Bostezaba también y examinaba el dolor que sentía en el estómago. Pensaba en la buena comida y baboseaba un poco y estuvo a punto de hablar, pero recordó que todos los demás dormían. Se levantó, en cambio, y se rascó los rizos tupidos que tenía bajo el labio. Fa estaba a su alcance y de pronto volvió a desearla, pero su deseo era fácil de olvidar, porque ahora prefería pensar en la comida. Recordó las hienas y avanzó en silencio por la terraza hasta que pudo mirar el bosque, loma abajo. Kilómetros de oscuridad y de manchas fuliginosas se extendían hasta la faja gris que era el mar; más cerca, el río brillaba en pantanos y meandros. Alzó los ojos al cielo y vio que estaba despejado; sólo unas capas de nubes aborregadas se cernían sobre el mar. Mientras observaba, y se le desvanecía la imagen accidental del fuego, vio aparecer una estrella. Luego aparecieron otras, diseminadas, formando campos de luces titilantes que se extendían de horizonte a horizonte. Los ojos de Lok contemplaban las estrellas sin pestañear, mientras husmeaba las hienas y descubría que no había ninguna cerca. Trepó por las rocas y miró abajo la cascada. Había siempre luz donde el río caía. La espuma humeante parecía atrapar toda la luz y distribuirla sutilmente. Sin embargo, esa luz no iluminaba más que la espuma, de modo que la isla quedaba en una oscuridad total. Lok observó sin pensar en nada los árboles negros y las rocas que asomaban entre la blancura nebulosa. La isla era como la pierna entera de un gigante sentado: las rodillas, empenachadas con árboles y matorrales, interrumpían la caída centelleante de la cascada, y los pies desmañados se extendían más abajo, desapareciendo en la oscuridad. El muslo del gigante, que debía de haber soportado un cuerpo como una montaña, estaba en el agua que bajaba por el barranco y disminuía hasta perderse en las rocas dislocadas que se curvaban, acercándose a la terraza, a una distancia del largo de unos pocos hombres. Lok contemplaba el muslo del gigante como podía haber contemplado la luna: era algo tan remoto que no tenía relación alguna con la vida tal como él la conocía. Para llegar a la isla la gente habría tenido que saltar por encima de esa brecha entre la terraza y las rocas a través del agua, que quería atraparlos y arrojarlos a la cascada. Sólo alguna criatura más ágil y asustada se habría atrevido a dar ese salto, por lo que nadie visitaba la isla.

Le vino una imagen ahora, muy lejos de la cueva junto al mar, y se volvió para mirar el río. Vio los meandros y los charcos que brillaban débilmente en la oscuridad. Se le presentaron extrañas imágenes del sendero que llevaba del mar a la terraza, a través de las tinieblas que se extendían debajo. Miraba y se sentía cada vez más turbado, pensando que el sendero estaba realmente allí donde él miraba. Aquella parte de la región, con su confusión de rocas, que parecían haberse detenido en el instante más tempestuoso de su arremolinamiento, y aquel río de abajo desparramado en el bosque eran demasiado complicados y no alcanzaba a entenderlos, aunque sus sentidos podían encontrar un sendero tortuoso. Abandonó, aliviado, la meditación. Husmeó el aire, en busca de hienas, pero habían desaparecido. Descendió hasta el borde de la roca y orinó en el río. Luego volvió silenciosamente y se agazapó a un lado del fuego. Bostezó una vez, volvió a desear a Fa y se rascó. Había ojos que lo vigilaban desde los riscos, y también ojos en la isla, pero nada se acercaría mientras las cenizas del fuego siguieran brillando. Como si se hubiera dado cuenta de lo que Lok pensaba, la anciana se despertó, echó un poco de leña al fuego y atizó las cenizas con una piedra lisa. Mal tosió secamente en sueños y los otros se agitaron. La anciana se acostó otra vez y Lok se puso las palmas de las manos en las cavidades de los ojos, los frotó soñolientamente, y unos puntos verdes flotaron sobre el río. Miró pestañeando a la izquierda, donde la cascada resonaba de modo tan monótono que ya no podía oírla. El viento se movió en el agua y revoloteó, y luego subió con fuerza del bosque a través de la barranca. La línea bien definida del horizonte se borró y el bosque se iluminó de pronto. Una nube se cernía sobre la cascada, la niebla ascendía desde la cuenca esculpida y el viento azotaba y hacía retroceder el agua del río. La isla se oscureció, la niebla húmeda subió a la terraza, colgó bajo el arco de la saliente y envolvió a la gente con gotas diminutas. La nariz de Lok se abrió y aspiró el complejo de olores que llegaban con la niebla.

Lok se sentó en cuclillas, perplejo y temblando. Llevó las manos a la nariz y examinó el aire atrapado. Con los ojos cerrados, atento, se concentró en el aire caliente, y durante un instante creyó estar al borde mismo de la revelación. Luego el olor se secó como el agua, se borró como un pequeño objeto lejano cuando lo ahogan las lágrimas. Lok dejó que el aire se fuera y abrió los ojos. El viento alejaba ahora la niebla de la cascada y el olor de la noche era el de todas las noches. Miró ceñudo la isla, y el agua oscura que se deslizaba hacia el borde, y luego bostezó. No podía concebir una imagen nueva; no había, aparentemente, ningún peligro. El fuego disminuía y era apenas un ojo rojo que sólo se iluminaba a sí mismo, y la gente estaba inmóvil y tenía el color de la roca. Se sentó y se inclinó hacia adelante para dormir, apretándose la nariz con una mano para no sentir la corriente de aire frío. Alzó las rodillas hasta el pecho y presentó al aire nocturno la menor superficie posible. Levantó el brazo izquierdo y metió los dedos en el cabello de la nuca, hundiendo la boca en las rodillas. Sobre el mar, en un lecho de nubes, había una luz anaranjada que se extendía. El aro de la luna creciente se abría paso entre los brazos dorados de las nubes. El antepecho de la cascada centelleaba; las luces corrían de un lado a otro a lo largo de la orilla o saltaban en un chisporroteo súbito. Los árboles de la isla eran ahora más nítidos, y el tronco del abedul que se alzaba sobre ellos se puso de pronto blanco y plateado. A través del agua, en el otro lado del barranco, el risco conservaba todavía la oscuridad, pero en todos los otros sitios las montañas mostraban sus cimas de nieve y hielo. Lok dormía, en equilibrio sobre las nalgas. Una débil señal de peligro lo habría enviado volando por la terraza como un corredor que salta desde la línea de partida. La cascada centelleaba sobre Lok como el hielo de la montaña. El fuego era un cono romo que contenía un puñado de luz roja. Unas llamas azules oscilaban y se apagaban en los extremos intactos de las ramas y los troncos. La luna se elevó lenta y casi verticalmente. En el cielo sólo había unos pocos restos de nubes desparramados. La luz descendió a la isla y envolvió las columnas de espuma, descubriendo unas formas grises que se escabullían retorciéndose de la luz a la sombra, o corrían rápidamente por los espacios abiertos en las laderas de las montañas. Unos ojos verdes observaban la luz; caía sobre los árboles del bosque y unas manchas dispersas de color marfil pálido se movían sobre las hojas marchitas y la tierra. Se extendía sobre el río y las algas fluctuantes; y en el agua relumbraban las ondas, y había círculos y remolinos de fuego frío y líquido. Llegó un ruido desde el pie de la cascada, desde el estruendo, sin eco ni resonancia, la forma de un ruido. Las orejas de Lok se crisparon a la luz de la luna y la escarcha acumulada en los bordes superiores tembló levemente. Las orejas le preguntaron a Lok:

—¿…?

Pero Lok estaba dormido.