Fa lo sacudía:
—Ellos se van.
Unas manos que no eran las manos de Fa le rodeaban la cabeza. Lok sentía un dolor caliente. Gimió y se apartó rodando, pero las manos siguieron apretándolo hasta que el dolor le entró en la cabeza.
—La gente nueva se va. Llevan los troncos huecos por la ladera a la terraza.
Lok abrió los ojos y gritó de dolor, pues le pareció que miraba directamente el sol. El agua le fluía de los ojos y le quemaba los párpados. Fa volvió a sacudirlo. Lok buscó a tientas la tierra con las manos y los pies y se incorporó a medias. Se le contrajo el estómago y de pronto sintió náuseas. El estómago tenía ahora vida propia; era un nudo duro y rechazaba aquella sustancia mala y que olía a miel. Fa lo tomó por el hombro y le dijo:
—Mi estómago también estuvo enfermo.
Lok se dio vuelta otra vez y al fin se sentó en cuclillas sin abrir los ojos. Sentía que la luz del sol le quemaba un lado de la cara.
—Ellos se van. Tenemos que traer de vuelta al nuevo.
Lok abrió los ojos y miró cautelosamente entre los párpados pegados para ver qué le había sucedido al mundo. La tierra y los árboles eran sólo color, y oscilaban tanto que Lok volvió a cerrar los ojos.
—Estoy enfermo.
Durante un rato Fa no habló. Lok descubrió que las manos que lo apretaban estaban adentro de la cabeza; sentía latir la sangre en el cerebro. Abrió otra vez los ojos, parpadeó y el mundo se calmó un poco. Los colores flameantes seguían allí, pero no oscilaban. Delante la tierra era parda y roja, los árboles plateados y verdes y en las ramas había chorros de fuego verde. Se quedó en cuclillas, parpadeando y palpándose la cara blanda mientras Fa seguía hablando:
—Yo estaba enferma y tú no despertabas. Fui a ver a la gente nueva. Los troncos huecos han subido por la ladera. La gente nueva está asustada. Se quedan quietos o se mueven como la gente que está asustada. Jadean y sudan y vigilan el bosque que dejaron atrás. Pero no hay peligro en el bosque. Los asusta el aire, donde no hay nada. Tenemos que quitarles al nuevo.
Lok apoyó las manos en la tierra a cada lado. El cielo estaba brillante y el mundo era una llamarada de colores, pero seguía siendo el mundo conocido.
—Tenemos que quitarles a Liku.
Fa se levantó y corrió alrededor del claro. Volvió y miró a Lok, quien se levantó con cuidado.
—Fa dice: ¡Harás esto!
Lok esperó. Mal se le había ido de la cabeza.
—Tengo una imagen. Lok sube por el sendero junto al risco donde la gente no puede verlo. Fa da un rodeo y sube a la montaña más arriba de la gente. Ellos la siguen. Los hombres la siguen. Entonces Lok le quita el nuevo a la mujer gorda y corre.
Fa tomó a Lok por los brazos y lo miró a la cara, suplicando.
—Habrá fuego otra vez. Y yo tendré hijos.
Una imagen asomó en la cabeza de Lok.
—Haré eso —dijo con energía—, y cuando la vea a Liku la llevaré también.
En la cara de Fa, y no por primera vez, había cosas que Lok no entendía.
Se separaron al pie del barranco, donde los matorrales los ocultaban todavía a la gente nueva. Lok fue hacia la derecha y Fa se alejó por el lindero del bosque bordeando la ladera. Cuando Lok miraba hacia atrás la veía, roja como una ardilla, corriendo, casi siempre a gatas, al abrigo de los árboles. Comenzó a trepar, atento a las voces. Salió del sendero sobre el agua, y la cascada rugía allá adelante. Caía más agua que nunca. Al pie la cuenca del río resonaba más profundamente y el humo se extendía hasta muy lejos sobre la isla. Las capas del agua se abrían en madejas blancas, se deshilachaban en una sustancia cremosa que apenas se distinguía de la espuma y de la niebla. Más allá de la isla había árboles altos, y el follaje primaveral se deslizaba por el borde de la cascada. Desaparecían entre la espuma y volvían a aparecer, rotos e inclinados sobre el agua del río, sacudiéndose como si una mano gigantesca tirara de ellos desde abajo. Pero en este lado de la isla no había árboles, sino sólo una continua abundancia de agua brillante y leche cremosa que caía ruidosamente, humeando.
Luego, a través de todo el ruido del agua, Lok oyó las voces de la gente nueva. Estaban a la derecha, detrás de la roca donde colgaban las mujeres de hielo. Se detuvo y oyó que se gritaban.
Allí, en aquel escenario tan familiar junto a aquellas rocas donde estaba inserta aun la historia de su propia gente, la angustia de Lok volvió con una fuerza nueva. La miel no había matado esa angustia; la había adormecido un tiempo y ahora cobraba nuevas fuerzas. El vacío lo hizo gemir y sintió una honda compasión por Fa en el otro lado de la ladera. También estaba Liku en alguna parte, entre la gente nueva, y su necesidad de una de ellas o de ambas se hizo apremiante. Comenzó a trepar por la grieta en que había visto a la mujer de hielo y los ruidos de la gente nueva se hicieron más fuertes. Poco después estaba tendido en el borde del risco, mirando por encima de un corto trecho de tierra, hierba dispersa y arbustos achaparrados.
Una vez más la gente nueva actuaba para él. Habían hecho con los troncos cosas que no tenían sentido, metiéndolos como cuñas en las rocas, y tendiendo otros de través. Las cicatrices que se veían en la tierra de la ladera llevaban directamente a la terraza, y Lok comprendió que el otro tronco hueco había llegado a la saliente. En aquel momento la gente trabajaba en un tronco hueco que apuntaba ladera arriba, del que salían unas tiras de cuero grueso y retorcido, y que sostenía en equilibrio sobre otro tronco colocado de través. El extremo más próximo del tronco hueco se inclinaba con el peso de un canto rodado que deseaba rodar ladera abajo. Lok vio que el anciano tiraba del cuero retorcido, y el canto rodado quedaba en libertad. Golpeó el tronco transversal haciéndolo caer por la ladera, y el tronco hueco se deslizó en la otra dirección, hacia la terraza. El canto rodado hizo todo ese trabajo y cayó dando saltos al bosque. Tuami había puesto una piedra detrás del tronco hueco y la gente gritaba. No había más cantos rodados entre el tronco y la terraza, y la gente hacía ahora el trabajo del canto rodado. Tomaban el tronco y lo levantaban. El anciano estaba junto a ellos y una culebra muerta le colgaba de la mano derecha. Comenzó a gritar «¡A-ho!» y la gente forcejeó arrugando la cara. El anciano alzaba la culebra y les golpeaba los lomos. El tronco avanzaba.
Al cabo de un rato Lok vio a la otra gente. La mujer gorda no empujaba. Se mantenía aparte, junto con Tanakil, entre Lok y el tronco y tenía al nuevo. Lok comprendió entonces lo que quería decir Fa cuando hablaba del temor de la gente nueva, pues la mujer gorda miraba constantemente a su alrededor y estaba más pálida que en el claro. Como si se le hubieran abierto los ojos Lok podía ver ahora que aquella gente bregaba de ese modo impulsada por el temor. Consentían que la culebra muerta les golpease la espalda porque así podían sacar más fuerza de los cuerpos, ya tan delgados. Había un apremio histérico en los esfuerzos de Tuami y en la voz chillona del anciano. Se retiraban ladera arriba como si los gatos de dientes malignos los persiguieran, como si el río mismo corriera cuesta arriba. Pero el río seguía en su cauce, y en la ladera no había nadie más que la gente nueva.
—Tienen miedo del aire.
Pino gritó y resbaló, e inmediatamente Tuami puso otra vez la piedra contra la parte trasera del tronco. La gente se reunió alrededor de Pino, charlando, y el anciano blandió la culebra. Tuami señaló a lo alto de la ladera, se agachó y una piedra golpeó sonoramente el tronco hueco. La charla se convirtió en griterío. Tuami, inclinándose, sostenía el tronco con una sola tira de cuero y lo ponía de costado. Ató el cuero a una roca y luego los hombres se alinearon enfrentando la montaña. Se veía a Fa, pequeña figura roja que bailaba en la roca, sobre ellos. Fa sacudió el brazo y otra piedra atravesó la línea zumbando. Los hombres curvaban los palos y dejaban que se enderezasen bruscamente. Lok vio que las ramitas volaban ladera arriba, vacilaban antes de alcanzar a Fa, giraban y volvían. Otra piedra dio en la roca junto al tronco y la mujer gorda corrió al risco en que estaba Lok. Se detuvo y volvió, pero Tanakil siguió adelante, directamente hasta el borde. Vio a Lok y gritó, pero Lok la alcanzó antes que la mujer gorda tuviera tiempo de volver. Le sujetó los brazos delgados y le preguntó ansiosamente:
—¿Dónde está Liku? Dime, ¿dónde está Liku?
Al oír el nombre de Liku, Tanakil forcejeó y gritó como si hubiera caído en un agua profunda. La mujer gorda gritaba también y el nuevo se le había encaramado en el hombro. El anciano corría por el borde del risco. Cabeza de Castaña venía de donde estaba el tronco. Corría directamente hacia Lok y mostraba los dientes. Los gritos y los dientes aterraron a Lok. Soltó a Tanakil y la niña retrocedió tambaleándose. El pie de Tanakil golpeó la rodilla de Cabeza de Castaña en el momento en que el hombre se lanzaba sobre Lok. Saltó por el aire más allá de Lok, gruñendo débilmente, y cayó por el risco. Siguió la suave curva de la cuesta, de modo que parecía deslizarse por ella sobre el pecho, nunca a más de una mano de distancia de la roca, pero sin tocarla. Desapareció y ni siquiera dejó un grito detrás. El anciano lanzó a Lok un palo que tenía una piedra afilada en la punta, pero Lok lo eludió. Luego echó a correr entre la mujer gorda, boquiabierta, y Tanakil tendida de espaldas. Los hombres que arrojaban ramitas a Fa se habían dado vuelta y observaban a Lok. Lok corrió por la ladera hasta que llegó a la tira de cuero que sostenía el tronco. La soltó y el tronco comenzó a deslizarse hacia atrás. La gente dejó de observar a Lok y se volvió hacia el tronco, y Lok miró atrás mientras corría. El tronco ganó velocidad sobre dos rodillos, dejó la ladera, y saltó por el aire. La parte de atrás chocó con la punta de una roca y el tronco se abrió en dos mitades todo a lo largo. Las dos mitades siguieron adelante dando vueltas y vueltas hasta que se destrozaron en el bosque. Lok saltó a una hondonada y la gente se perdió de vista.
Fa brincaba a la entrada de la hondonada y Lok corrió hacia ella. Los hombres avanzaban entre las rocas con los palos curvos, pero Lok llegó antes. Estaban a punto de seguir trepando cuando los hombres se detuvieron; el anciano les gritaba. Aunque no conocía las palabras, Lok alcanzaba a entender los ademanes del anciano. Los hombres se alejaron corriendo risco abajo.
Fa mostraba también los dientes.
Se acercó a Lok sacudiendo los brazos y tenía en la mano una piedra afilada.
—¿Por qué no les quitaste al nuevo?
Lok tendió las manos, defendiéndose.
—Pregunté por Liku. Pregunté a Tanakil.
Fa bajó los brazos lentamente.
—¡Vamos!
El sol descendía hacia el barranco en un remolino dorado y rojo. La gente nueva corría de un lado a otro en la terraza mientras ellos, Fa adelante, iban hacia el risco, sobre la saliente. La gente nueva había llevado otro tronco hueco al extremo de la terraza río arriba, y en aquel momento intentaba hacerlo pasar entre unos troncos agolpados, en el mismo sitio en que Fa y Lok habían cruzado a la isla. Los hombres tiraban de esos troncos y trataban de desviarlos más allá de la roca, donde podían alejarse a la deriva sobre la cascada. Fa iba de un lado a otro en la ladera.
—Se llevarán al nuevo.
Echó a correr ladera abajo mientras el sol se hundía en la barranca. El cielo estaba rojo sobre las montañas y las mujeres de hielo ardían. Lok gritó de pronto y Fa se detuvo y miró el agua. Un árbol iba hacia los troncos, pero no era un árbol pequeño ni un fragmento desgajado, sino un árbol entero de algún bosque del horizonte. Flotaba a lo largo de aquel lado del barranco, llevando una colonia de ramitas y ramas florecientes; las raíces se extendían sobre el agua y traían bastante tierra como para hacer un fogón para toda la gente del mundo. El anciano gritó y bailó. Las mujeres alzaron los ojos de los bultos que metían en el tronco hueco y los hombres bajaron a la orilla. Las raíces golpearon los troncos rotos que saltaron al aire o se levantaron lentamente. Se enredaron en las raíces y se quedaron colgando. El árbol dejó de moverse, giró hacia un lado y quedó junto al risco, más allá de la terraza. Entre el tronco hueco y el agua desembarazada de obstáculos había una maraña de maderas, como una larga hilera de espinos. Los troncos atascados eran ahora una barrera infranqueable.
El anciano dejó de gritar. Corrió a uno de los bultos y comenzó a abrirlo. Llamó a Tuami, quien a acudió llevando de la mano a Tanakil. Pasaron por la terraza.
—¡Pronto!
Fa bajó corriendo por la ladera de la montaña hacia la entrada de la terraza y la saliente. Mientras corría le gritó a Lok:
—Llevaremos a Tanakil. Luego ellos nos devolverán al nuevo.
La roca era ahora diferente. Los colores que empapaban el mundo cuando Lok despertó del sueño de la miel eran más vivos, más intensos. Le parecía que saltaba y trepaba a través de una marea de aire rojo y las sombras de las rocas eran malvas. Se dejó caer ladera abajo.
Se detuvieron juntos a la entrada de la terraza y se agazaparon. El río era carmesí con destellos dorados. Las montañas del otro lado del río se habían puesto tan oscuras que Lok tuvo que fijarse bien antes de descubrir que eran de un azul intenso. Los troncos atascados y el árbol y las figuras que trabajaban alrededor eran negras. Pero en la terraza y en la saliente había aún una brillante luz roja. El ciervo bailaba otra vez en la loma de tierra que llevaba a la saliente y miraba el espacio en que Mal había muerto, delante del nicho de la derecha. Parecía negro ahora, contra el fondo del fuego; el sol se ponía lanzando rayos deslumbrantes. Tuami trabajaba en la saliente coloreando una figura, entre los dos nichos junto a la columna. Tanakil estaba allí, una figura pequeña, delgada y negra, agazapada en el sitio donde había estado el fuego.
En el otro lado de la terraza se oyó un rítmico clop clop. Dos de los hombres cortaban el tronco que Lok había movido. El sol se enterró en una nube, el rojo ascendió a lo alto del cielo y las montañas se ennegrecieron.
El ciervo bramó. Tuami salió corriendo de la saliente y fue a donde trabajaban los hombres y Tanakil comenzó a gritar. Las nubes se amontonaban sobre el sol y hubo menos presión en el color rojo; ahora parecía flotar en el barranco como un agua más tenue. El ciervo marchaba a saltos hacia los troncos atascados y los hombres trabajaban en el tronco como escarabajos en un pájaro muerto.
Lok corrió hacia adelante y el grito de Tanakil resonó como los gritos de Liku al cruzar el agua. Lok se asustó. Se detuvo a la entrada de la saliente, farfullando:
—¿Dónde está Liku? ¿Qué han hecho con Liku?
Tanakil se enderezó y arqueó el cuerpo y puso los ojos en blanco. Dejó de gritar y se tendió de espaldas, y tenía sangre entre los dientes. Fa y Lok se agazaparon ante la niña.
La saliente había cambiado como todo lo demás. Tuami había hecho una figura para el anciano, y esa figura estaba allí junto a la columna y los miraba fijamente. Podían ver con qué rapidez y ferocidad había trabajado, pues la figura era más confusa que las del claro. Parecía un hombre. Tenía los brazos y las piernas encogidos como si saltara hacia adelante y era rojo como había sido antes el agua. El pelo le sobresalía por todos los lados de la cabeza, lo mismo que al anciano cuando estaba furioso o asustado. En la cara embadurnada con arcilla había dos guijarros que miraban ciegamente. El anciano se había quitado los dientes que llevaba al cuello y los había puesto en la cara junto con los dos dientes de gato que llevaba en las orejas. En una grieta del pecho habían clavado un palo, con una tira de cuero, y en el extremo de la tira estaba atada Tanakil.
Fa comenzó a hacer ruidos. No eran palabras ni gritos. Tomó el palo y quiso levantarlo, pero no salía. Lok empujó a un lado a Fa y tiró también del palo. La luz roja se levantaba del agua y la saliente se llenó de sombra; la fiera los miraba fijamente con los ojos y los dientes.
—¡Tira!
Lok descargó todo su peso y sintió que el palo se inclinaba. Alzó los pies, los plantó en el vientre rojo de la figura y forcejeó hasta que le dolieron los músculos. La montaña pareció moverse y la figura se deslizó como abrazando a Lok. De pronto el palo saltó de la grieta y Lok rodó por el suelo.
—Llévala rápidamente.
Lok se levantó tambaleando, se apoderó de Tanakil y corrió detrás de Fa por la terraza. La gente que estaba junto al tronco hueco gritó de pronto; y se oyó un estrépito. El árbol comenzó a moverse hacia adelante y los troncos avanzaron pesadamente como las piernas de un gigante. La mujer arrugada luchaba con Tuami en la roca junto al tronco hueco; se desprendió y corrió hacia Lok. En todas partes había movimiento, gritos y una actividad demoníaca. El anciano atravesó los troncos revueltos y arrojó algo a Fa. Los hombres sostenían el tronco hueco contra la terraza, y la copa del árbol, con todo aquel peso de ramas y hojas húmedas, se arrastraba junto a ellos. La mujer gorda se había tendido en el tronco; la mujer arrugada estaba adentro con Tanakil, y el anciano brincaba en la parte de atrás. Las ramas se rompían y arrastraban a lo largo de la roca chillando angustiosamente. Fa estaba sentada junto al agua sujetándose la cabeza. Las ramas del árbol la engancharon y se la llevaron por el agua mientras el tronco hueco se liberaba de la roca alejándose. El árbol se metió en la corriente con Fa entre las ramas. Lok comenzó a farfullar otra vez. Corrió de un lado a otro por la terraza. El árbol se resistía. Avanzó hasta la orilla de la cascada, giró y quedó cruzado en el borde. El agua pasaba sobre el tronco, empujándolo, y las raíces se inclinaban hacia el torrente. El árbol quedó colgando durante un rato con la cabeza mirando río arriba. Luego las raíces se fueron hundiendo lentamente; la cabeza se levantó y el árbol se deslizó en silencio hacia adelante y cayó en la cascada.
La criatura roja estaba en el borde de la terraza, inmóvil. El tronco hueco era un punto negro en el agua, alejándose hacia el lugar donde el sol se había puesto. En el barranco el aire era claro, azul y tranquilo. No se oía más ruido que el de la cascada, pues no soplaba el viento y el cielo estaba despejado. La criatura roja se volvió a la derecha y trotó lentamente hacia el extremo más lejano de la terraza. Detrás caía el agua que venía de los hielos en las montañas. Había largas cicatrices en la tierra y en la roca, donde las ramas de un árbol habían pasado arrastrándose junto al agua. La criatura roja volvió trotando a una cavidad negra en la ladera del risco. Miró a la otra figura, en aquel momento negra, que le hacía muecas desde el fondo de la cavidad. Luego se alejó y corrió por el estrecho paso que unía la terraza con la ladera. Se detuvo, y examinó las cicatrices, los rodillos abandonados y las cuerdas rotas. Se volvió otra vez, rodeó un grupo de rocas y se encontró en un sendero casi imperceptible que corría a lo largo de la escarpa rocosa. Avanzó por el sendero, agazapada, oscilando y tocando el suelo con los largos brazos, en los que se apoyaba casi tan firmemente como en las piernas. Atisbo allá abajo las aguas atronadoras, pero nada había que ver fuera de las columnas de bruma centelleante donde el agua había ahuecado la piedra. Comenzó a moverse más rápidamente con un raro medio galope que le sacudía la cabeza hacia arriba y hacia abajo, adelantando los antebrazos como las patas de un caballo. Se detuvo al final del sendero y miró abajo las largas algas que se movían hacia atrás y hacia adelante al impulso del agua. Levantó una mano y se rascó bajo la boca sin mentón. Había un árbol muy lejos en el río centelleante, un árbol con follaje que flotaba empujado por la corriente hacia el mar. La criatura roja, ahora gris y azul en el crepúsculo, galopó ladera abajo y se metió en el bosque. Siguió un sendero ancho y trillado y llegó a un claro junto al río bajo un árbol muerto. Avanzó por la orilla del agua, trepó al árbol y espió a través de la hiedra el árbol que flotaba en el río. Luego descendió y corrió a lo largo de un sendero que pasaba a través de los matorrales de la orilla del río, hasta llegar a una rama que interrumpía el sendero. Allí se detuvo y luego corrió de un lado a otro por la orilla del río. Tiró de la rama oscilante de una haya hacia atrás y hacia adelante hasta que se le entrecortó la respiración. Volvió al claro y se puso a dar vueltas alrededor y entre los espinos amontonados allí. No hacía ningún ruido. Las estrellas aparecían y el cielo ya no era verde, sino azul oscuro. Una lechuza blanca voló a través del claro hacia su nido entre los árboles de la isla, en el otro lado del río. La criatura se detuvo y examinó unas manchas junto a los restos de un fuego.
La luz del sol se había ido, y ni siquiera iluminaba el cielo desde debajo del horizonte, y la luna ocupó el sitio del sol. Las sombras comenzaron a crecer y a extenderse desde cada árbol enmarañándose detrás de los matorrales. La criatura roja olfateó alrededor de las cenizas. Marchaba a gatas y casi rozando la tierra con la nariz. Una rata de agua que volvía al río vislumbró las cuatro patas y corrió a refugiarse en un matorral, donde quedó esperando. La criatura se detuvo entre las cenizas del fuego y el bosque. Cerró los ojos y aspiró rápidamente. Luego siguió gateando, buscando siempre con el hocico. La garra derecha recogió en la tierra revuelta un hueso pequeño y blanco.
Se enderezó un poco y se quedó mirando, no el hueso sino un punto algo más adelante. Era una criatura extraña, pequeña y arqueada. Tenía las piernas y los muslos combados y todo un matorral de rizos en la parte exterior de las piernas y los brazos. La espalda era alta y un pelo rizado le cubría los hombros. Los pies y las manos eran anchos y planos y el dedo gordo de los pies se proyectaba hacia adentro en una garra. Las manos cuadradas colgaban hasta las rodillas. La cabeza se inclinaba ligeramente hacia adelante sobre el cuello robusto que parecía llevar directamente a la hilera de rizos bajo el labio. La boca era ancha y blanda y sobre los rizos del labio superior las ventanas de la nariz se ensanchaban como alas. No tenía puente en la nariz y la sombra de la frente proyectada por la luz de la luna se extendía sobre el labio. Sobre las mejillas unas densas sombras cavernosas ocultaban los ojos. La frente era una línea recta y velluda, y sobre esa frente no había nada.
La luz de la luna pasaba sobre la criatura, que no se movía. Las cuencas de los ojos no miraban el hueso, sino un punto invisible del lado del río. Luego la pierna derecha comenzó a moverse. La atención de la criatura pareció concentrarse en la pierna, y el pie buscó en la tierra como una mano. El dedo gordo horadó y los otros dedos se plegaron alrededor de un objeto casi enterrado en el suelo revuelto. El pie se levantó, la pierna se dobló y pasó el objeto a la mano. La cabeza descendió y la mirada se desvió del punto invisible y se fijó en lo que estaba en la mano. Era una raíz, vieja y podrida, desgastada en las puntas, pero que mostraba los contornos exagerados de un cuerpo femenino.
La criatura volvió a mirar el agua. La línea de la frente brillaba a la luz de la luna sobre las grandes cavernas de los ojos. La luz se derramaba por los pómulos y los labios y había un rayito de luz como una cana en cada rizo. Pero las cavernas estaban oscuras, como si la cabeza entera fuese sólo un cráneo.
La rata de agua observó la inmovilidad de la criatura y ya no tuvo miedo. Salió corriendo del matorral, cruzó el claro, y olvidándose de la figura silenciosa buscó activamente un poco de comida.
Ahora había luz en cada caverna; eran unas luces débiles como la luz de las estrellas en los cristales de un risco de granito. Las luces aumentaron, se avivaron y se posaron centelleando en el borde inferior de cada caverna. De pronto, silenciosamente, se transformaron en finas medias lunas, se apagaron, y unas rayas brillaron en las mejillas. Las luces reaparecieron, presas entre los rizos plateados de la barba. Descendieron, goteando de rizo en rizo, y se unieron en el extremo de la barba, en una gota temblorosa y brillante. La gota se despegó y cayó con un destello plateado golpeando una hoja seca. La rata de agua escapó y se zambulló en el río.
La luz de la luna movía cautelosamente las sombras azules. La criatura sacó el pie derecho del lodo y lo adelantó tambaleándose. Describió un semicírculo hasta que llegó a la abertura entre los espinos donde comenzaba el sendero ancho. Echó a andar a lo largo de ese sendero, y era azul y gris a la luz de la luna. Avanzaba con dificultad, lentamente, moviendo la cabeza hacia arriba y abajo, renqueando. Cuando llegó a la ladera que subía a lo alto de la cascada marchaba a gatas.
Ya en la terraza se movió con más rapidez. Corrió al extremo más lejano, donde el agua caía desde el hielo a la cascada. Giró y trepó a gatas hasta la cavidad donde estaba la otra figura. Trabajó en una piedra colocada sobre un montón de tierra, pero no pudo moverla. Al fin renunció y gateó alrededor de la cavidad junto a los restos de un fuego. Se acercó a las cenizas y se tendió de costado. Levantó las piernas y puso las rodillas junto al pecho. Entrelazó las manos bajo la mejilla y se quedó inmóvil. La raíz retorcida y delicada estaba en el suelo, junto a la cara velluda. La criatura no hacía ruido, pero parecía apretarse contra la tierra, conteniendo de este modo los movimientos del pulso y la respiración.
Había ojos parecidos a fuegos verdes sobre la cavidad, y unos perros grises se deslizaban y se movían furtivamente entre las sombras. Los perros descendieron a la terraza. Husmearon la tierra, pero no se atrevieron a acercarse. Poco a poco la procesión de estrellas se fue ocultando detrás de la montaña y la oscuridad disminuyó. Había una luz gris en la terraza, y la brisa leve del alba soplaba a través del barranco, entre los montes. Las cenizas se removieron, se elevaron, revolotearon, y se esparcieron sobre el cuerpo inmóvil de la criatura. Las hienas vigilaban con la lengua fuera, jadeando.
El cielo sobre el mar fue primero rosado y luego de oro. La luz y el color volvieron revelando los dos cuerpos rojos; uno de ellos miraba al otro desde la roca, y parecían haber salido de la tierra arenosa, parda y roja. El agua del hielo crecía y caía en el barranco en una larga cascada curva. Las hienas alzaron los cuartos traseros, se separaron y se acercaron a la cavidad. Las cimas heladas de las montañas centelleaban, saludando al sol. De pronto se oyó un gran estruendo y las hienas volvieron temblando al risco. Fue un estruendo que acalló los ruidos del agua, rodó por las montañas, saltó de risco en risco y se extendió en una maraña de vibraciones sobre los bosques soleados y hacia el mar.