La luz pardusca crecía y se plateaba y el agua negra brillaba en el pantano. Un ave graznó entre las islas de juncos y zarzas. A lo lejos el ciervo de todos los ciervos bramaba y bramaba de nuevo. El lodo apretaba los tobillos de Lok, y Lok mantenía el equilibrio extendiendo los brazos. Tenía un asombro en la cabeza y debajo del asombro un hambre pesada y molesta que incluía extrañamente el corazón. Automáticamente husmeaba el aire buscando la comida y volvía los ojos entre el lodo y las marañas de zarzas. Se sacudió, sacó los pies del barro y volvió tambaleando a la tierra firme. El aire estaba caliente, y unas minúsculas cosas voladoras cantaban débilmente como la nota que se siente en los oídos después de un golpe en la cabeza. Lok se sacudió otra vez, pero la nota aguda y débil continuaba y un sentimiento de tristeza le pesaba en el corazón.
Donde comenzaban los árboles había bulbos con puntas verdes que apenas brotaban de la tierra. Los recogió con los pies, los alzó hasta la mano y se los metió en la boca. El Lok exterior no parecía quererlos, pero el Lok interior se obligaba a masticar, y la garganta se le elevaba y hundía. Recordó que tenía sed y corrió al pantano, pero el lodo había cambiado; ahora le atemorizaba más que antes cuando seguía el olor de Fa. Los pies no querían entrar en el pantano.
Lok se inclinó lentamente. Las rodillas tocaron al fin el suelo, las manos se tendieron hacia abajo y se apoyó en ellas adhiriéndose a la tierra. Se retorció contra las hojas y las ramas muertas, levantó la cabeza, la volvió y miró alrededor: unos ojos asombrados sobre una boca abierta y tensa. El sonido de la aflicción le salió de la boca; era un sonido prolongado, desagradable, doloroso, un sonido de hombre. La nota aguda de las cosas voladoras continuaba y la cascada zumbaba al pie de la montaña. A lo lejos el ciervo bramaba otra vez.
El cielo estaba rosado y había un verde nuevo en las copas de los árboles. Los pimpollos que no habían sido más que puntos de vida se habían abierto como dedos impidiendo el paso de la luz, y sólo eran visibles las ramas mayores. La tierra misma parecía vibrar como si trabajase obligando a la savia a subir por los troncos. A medida que los sonidos de la aflicción desaparecían poco a poco, Lok iba fijando la atención en aquellas vibraciones y eso lo consolaba. Se agachó y fue recogiendo bulbos con los dedos, masticándolos, y la garganta le subió y le bajó de nuevo. Recordó otra vez su sed y buscó un terreno firme junto al agua. Se colgó cabeza abajo de una rama que se inclinaba sobre el agua y mientras se sostenía con una mano succionaba en la oscura superficie de ónice.
Oyó pasos en el bosque. Volvió a la tierra firme y vio que dos hombres de la gente nueva se deslizaban más allá de los troncos con los palos curvos en las manos. Llegaban ruidos del resto de la gente, ruidos de troncos que pasaban unos sobre otros y de árboles cortados. Recordó a Liku y corrió hacia el claro hasta que pudo atisbar sobre los matorrales y ver lo que hacía la gente.
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
De pronto tuvo una imagen de los troncos huecos: subían a la orilla y descansaban al fin en el claro. Avanzó a gatas y se agazapó. Ya no había más troncos en el río, y ya no saldrían más de allí. Tuvo otra imagen de los troncos volviendo al río y esta imagen se relacionaba claramente, de algún modo, con la primera y los ruidos que venían del claro. Comprendió entonces que una imagen salía de la otra. Eso era todo un acontecimiento en el cerebro de Lok y se sintió orgulloso y triste y parecido a Mal. Les dijo en voz baja a los zarzales dónde había cadenas de pimpollos nuevos:
—Ahora soy Mal.
Inmediatamente le pareció que tenía una cabeza nueva, como si hubiera en ella un haz de imágenes que podía elegir a voluntad. Esas imágenes eran claras como la luz del día. Mostraban el único hilo de vida que lo unía a Liku y al nuevo; mostraba a la gente nueva —por la que tanto el Lok exterior como el interior suspiraban con un afecto aterrado— como seres que lo matarían si pudieran.
Tuvo una imagen de Liku que miraba tiernamente a Tanakil, y creyó ver a Ha, aterrorizado y ansioso, yendo al encuentro de una muerte súbita. Se tomó de los matorrales mientras las corrientes de sentimientos se arremolinaban en él y gritó:
—¡Liku! ¡Liku!
Los ruidos de corte de árboles cesaron y se convirtieron en un largo crujido. Delante, la cabeza y los hombros de Tuami se movieron rápidamente hacia un lado y luego todo un árbol se inclinó quebrándose en una masa de frondas. Cuando el árbol se derrumbó Lok pudo ver otra vez el claro, pues habían retirado los espinos y los troncos huecos pasaban por el sendero abierto. La gente tiraba de los troncos y los hacía avanzar poco a poco. Tuami gritaba y Matorral forcejeaba sacándose el palo curvo del hombro. Lok se alejó corriendo hasta que la gente se hizo pequeña al comienzo del sendero.
Los troncos no volvían al río, y marchaban hacia la montaña. Lok trató de ver otra imagen que saliera de aquélla, pero no pudo; y luego su cabeza volvió a ser la cabeza de Lok, vaciándose.
Tuami cortaba el árbol, pero no el tronco mismo, sino el extremo delgado del que salían las ramas; Lok podía oír la diferencia en la nota. También oía al anciano:
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
El tronco avanzaba por el sendero. Rodaba sobre otros troncos que se hundían en la tierra blanda, de modo que la gente jadeaba y gritaba de cansancio y de miedo. El anciano, aunque no tocaba los troncos, trabajaba más duramente que todos. Corría de un lado a otro, ordenaba, exhortaba, imitaba los esfuerzos de los demás y jadeaba con ellos; y su aguda voz de pájaro revoloteaba constantemente. Las mujeres y Tanakil estaban alineadas a los lados del tronco hueco, y hasta la mujer gorda trabajaba en la parte de atrás. Sólo había una persona en el tronco: era el nuevo, acurrucado en el fondo, apoyado en un costado, y contemplando toda aquella conmoción ruidosa.
Tuami volvió del lado del sendero arrastrando una parte del tronco del árbol. Cuando llegó a la tierra blanda lo llevó rodando hacia el tronco hueco. Las mujeres reunidas alrededor de los ojos del tronco hueco tiraban hacia arriba y hacia adelante, haciéndolo rodar fácilmente por el terreno blando sobre el otro tronco. Los ojos se hundían y Matorral y Tuami se adelantaron con un rodillo más pequeño para que el tronco no tocase la tierra. Había un movimiento incesante, como un remolino de abejas alrededor de una grieta en la roca, y una desesperación ordenada. El tronco avanzaba por el sendero hacia Lok con el nuevo balanceándose, subiendo y bajando y maullando de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo con la mirada clavada en la persona más cercana o más enérgica. En cuanto a Liku, no se la veía en ninguna parte, pero Lok, con un destello del pensamiento de Mal, recordó que había otro tronco y muchos bultos.
Así como el nuevo no hacía más que mirar, así también Lok observaba a los otros como un hombre que ve llegar la marea y no piensa en moverse hasta que la espuma le toca los pies. Sólo cuando estuvieron tan cerca que pudo ver cómo la hierba se aplastaba delante del rodillo recordó que aquella gente era peligrosa y se alejó por el bosque. Se detuvo cuando los otros se perdieron de vista, pero todavía se los podía oír. Las mujeres gritaban empujando el tronco y el anciano enronquecía. Lok tenía tantas sensaciones en su cuerpo que estaba aturdido. Lo asustaba la gente nueva y al mismo tiempo la compadecía como se compadece a una mujer enferma. Comenzó a vagar bajo los árboles, recogiendo toda la comida que podía encontrar, pero sin preocuparse si no la encontraba. Las imágenes se le fueron de la cabeza nuevamente y se convirtió en nada más que un pozo de sensaciones que no podían ser examinadas ni negadas. Pensaba al principio que tenía hambre y se metía en la boca todo lo que podía encontrar. De pronto se encontró devorando ramas jóvenes, amargas e inútiles. Se llenaba la boca y tragaba y luego se ponía a gatas y vomitaba todas las ramas.
El ruido de la gente disminuyó un poco y sólo se oía la voz del anciano cuando daba una orden o expresaba su furia. Donde el bosque se convertía en pantano y el cielo se abría sobre los matorrales, los sauces dispersos y el agua, no había señales de la gente nueva. Las palomas torcazas conversaban; nada había cambiado, ni siquiera la rama donde la niña pelirroja se había columpiado y había reído. Todas las cosas se beneficiaban y prosperaban en aquel lugar cálido y tranquilo. Lok se levantó y fue por la orilla de los pantanos a la laguna en la que Fa había desaparecido. Ser Mal era un orgullo y una carga. La nueva cabeza sabía que ciertas cosas habían desaparecido terminando como una ola del mar. Tenía que abrazarse a la angustia dolorosamente, lo sabía, como un hombre tiene que apoyarse a veces en los espinos, y trataba de comprender a la gente nueva, a la que se debían todos los cambios.
Lok descubrió el «cómo». Se había pasado toda la vida comparando y sin darse cuenta. Los hongos de un árbol eran orejas; la palabra era la misma, pero había una diferencia pues ciertas circunstancias no se podían aplicar a las cosas sensibles que tenía a los lados de la cabeza. Ahora, en una convulsión del entendimiento, Lok se encontró utilizando la semejanza como una herramienta, con la misma seguridad con que había utilizado una piedra para cortar los palos o la carne. La semejanza podía tomar a los perseguidores de cara blanca con una mano, podía ponerlos en un mundo en que eran algo concebible y no una irrupción casual y sin relación con nada.
Se imaginó a los perseguidores que salían con los palos curvos y los utilizaban con habilidad y mala intención.
—La gente es como un lobo hambriento en el hueco de un árbol.
Recordó a la mujer gorda defendiendo al nuevo del anciano, recordó su risa, recordó a los hombres que trabajaban con una misma carga y se sonreían.
—La gente es como la miel que gotea de una grieta en la roca.
Recordó a Tanakil jugando; los dedos hábiles, la risa y el palo.
—La gente es como la miel en las piedras redondas, la nueva miel que huele a cosas muertas y a fuego.
Habían vaciado la saliente con poco más que un giro de las cabezas.
—Son como el río y la cascada, son gente de la cascada; nada se les resiste.
Recordó la paciencia de los nuevos y al hombre ancho llamado Tuami que sacaba un ciervo de la tierra colorada.
—Son como Oa.
En la cabeza de Lok hubo una confusión, una oscuridad, y volvió a ser el Lok que vagaba sin rumbo junto a los pantanos y el hambriento que no encontraba satisfacción en la comida. La gente corría hacia el claro donde estaba el segundo tronco, y aunque no hablaban Lok oía el golpeteo y el crujido de los pasos. Tuvo una imagen que como un destello de luz solar en el invierno se fue antes que tuviera tiempo de verla adecuadamente. Se detuvo, con la cabeza alta, husmeando. Las orejas se hicieron cargo de la tarea de vivir, descartaron el ruido de la gente y se concentraron en las cercetas que arrastraban tan furiosamente los pechos suaves por el agua. Iban hacia Lok oblicuamente, pero lo vieron y giraron todas juntas hacia la derecha. Una rata de agua las siguió, con el hocico en alto y el cuerpo sacudiéndose dentro de la ola. Lok oyó un chapoteo, un latigazo y un susurro entre los matorrales de zarzas diseminados en los pantanos. Echó a correr, pero volvió en seguida. Se agazapó en el barro y desenredó las zarzas que le ocultaban la vista. El chapoteo había cesado y las ondas lamían los matorrales y llenaban las huellas. Buscó en el aire con la nariz, luchó con los matorrales y pasó al otro lado. Dio tres pasos en el agua y se hundió en el lodo de través. El chapoteo se reanudó, y Lok, riendo y charlando, dio unos pasos de borracho. El pelo del Lok exterior se erizaba al contacto de la materia fría que le rodeaba los muslos y el tirón del lodo invisible que le succionaba los pies. El abatimiento y el hambre creciente se convirtieron en una nube que le llenaba el cuerpo, una nube que el sol encendía con llamas. Ya no era abatimiento sino sólo una alegría que lo hacía charlar y reír como la gente de la miel, y evitar que el agua le entrara en los ojos. Ya compartían una imagen.
—¡Aquí estoy! ¡Ya voy!
—¡Lok! ¡Lok!
Fa, con los brazos en alto, los puños y los dientes apretados, se inclinaba y avanzaba trabajosamente por el agua. Todavía estaban cubiertos hasta los muslos cuando se abrazaron y fueron torpemente hacia la orilla. Antes que pudieran verse de nuevo los pies, Lok reía y charlaba.
—Es malo estar solo. Es muy malo estar solo.
Fa renqueaba.
—Estoy lastimada. El hombre me alcanzó con una piedra en la punta de un palo.
Lok tocó el dorso del muslo de Fa. La herida ya no sangraba, pero había allí sangre negra, como una lengua.
—Es malo estar solo…
—Corrí a meterme en el agua cuando el hombre me lastimó.
—El agua es terrible.
—El agua es mejor que la gente nueva.
Fa sacó el brazo del hombro de Lok y se sentaron en cuclillas bajo una haya. La gente volvía del claro con el segundo tronco hueco. Sollozaban y jadeaban avanzando. Los dos cazadores que se habían alejado anteriormente gritaban desde las rocas de la montaña.
Fa estiró la pierna herida y dijo:
—He comido huevos y junquillos y jalea de rana.
Lok descubrió que tenía las manos tendidas y tocando a Fa. Fa le sonrió torvamente. Lok recordó la relación instantánea que había aclarado las imágenes desconectadas.
—Ahora soy Mal. Es difícil ser Mal.
—Es difícil ser la mujer.
—La gente nueva es como un lobo y la miel, la miel podrida y el río.
—Son como un fuego en el bosque.
De pronto Lok tuvo una imagen y venía desde tan adentro de la cabeza que él no sabía que estaba allí. Durante un momento la imagen pareció estar fuera de él de modo que el mundo cambió. Lok mismo tenía el tamaño de antes, pero todo lo demás había crecido de pronto. Los árboles eran como montañas. Lok no estaba en la tierra, sino montado en una espalda, prendido a un pelo rojizo con las manos y los pies. La cabeza que tenía delante, aunque no podía verla, era la cabeza de Mal, y una Fa mayor huía ante ellos. Arriba los árboles lanzaban llamas y el hálito del fuego los atacaba. Había precipitación, y el mismo estrechamiento de la piel: había miedo.
—Ahora es cuando el fuego voló y devoró los árboles.
Los ruidos de la gente y los troncos se alejaron. Unos hombres corrieron por el sendero hasta el claro. Hubo un momento de lenguaje de pájaros y luego silencio. Los pasos volvieron a resonar a lo largo del sendero y desaparecieron. Fa y Lok se levantaron y fueron hacia el sendero. No hablaban, pero se acercaban cautelosamente dando un rodeo, reconociendo así que a la gente no se la podía dejar en paz. Podían ser terribles como el fuego o el río, pero atraían como la miel o la carne. El sendero era diferente, como todo lo demás que la gente había tocado. La tierra estaba excavada y esparcida y los rodillos habían aplastado y alisado un camino bastante ancho para que Lok, Fa y otro pasaran por allí de frente. Empujaban los troncos huecos sobre árboles que rodaban. El nuevo estaba en un tronco. Y Liku estaría en el otro.
Fa lo miró a la cara con tristeza. Señaló en la tierra alisada una mancha que había sido una babosa.
—Han pasado sobre nosotros como un tronco hueco —dijo—. Son como un invierno.
La sensación volvió al cuerpo de Lok, pero con Fa delante era un abatimiento que se podía soportar.
—Ahora sólo quedan Fa y Lok y el nuevo y Liku.
Durante un rato Fa lo miró en silencio. Tendió una mano y Lok la tocó. Fa abrió la boca para hablar, pero no le salió ningún sonido. Sacudió el cuerpo y luego se echó a temblar. Lok vio que Fa trataba de dominarse, como si saliera de la comodidad de una cueva en una mañana de nieve. Fa tendió al fin la mano.
—¡Vamos!
El fuego ardía todavía en rescoldo en un círculo de ceniza. Los refugios estaban destruidos, pero los soportes se mantenían en pie. El terreno del claro estaba revuelto como si hubiera pasado toda una manada. Lok se arrastró hasta el borde del claro. Fa vaciló, y dio una vuelta alrededor. En el centro del claro estaban las pinturas y los regalos.
Cuando Fa los vio avanzó detrás de Lok y los dos se acercaron en espiral, con los oídos atentos. Las pinturas aparecían confusas junto al fuego donde la cabeza del ciervo seguía observando a Lok inescrutablemente. Ahora había un ciervo nuevo, de color primaveral y gordo, pero otra figura lo cruzaba. Esta figura era roja, con brazos y piernas enormes extendidos, y la cara lo miraba fijamente, pues los ojos eran guijarros blancos. El pelo se alzaba alrededor de la cabeza como si la figura estuviera cometiendo alguna crueldad frenética, y a través de la figura, sujetándola al ciervo había una estaca clavada profundamente con la punta rota y cubierta de piel. Fa y Lok se apartaron aterrados, pues nunca habían visto nada parecido. Luego se volvieron tímidamente hacia los regalos.
El anca entera de un ciervo, cruda pero relativamente sin sangre, colgaba de la punta de la estaca, y junto a la cabeza había una piedra abierta que contenía la bebida de miel. El olor de la miel se elevaba como el humo y la llama de un fuego. Fa tendió la mano y tocó la carne. La carne osciló y Fa se apresuró a retirar la mano. Lok describió otro círculo alrededor de la figura, evitando pisar los miembros estirados mientras tendía la mano lentamente. Un momento después desgarraban el regalo, separaban los músculos y se metían la carne cruda en la boca. No dejaron de comer hasta que la piel se les puso tensa y un hueso blanco y brillante colgó de la estaca junto a una tira de cuero.
Por fin Lok retrocedió y se limpió las manos en los muslos. Todavía sin decir nada se volvieron mirándose y se agazaparon junto a la olla. A lo lejos, en la ladera que llevaba a la terraza, oían al anciano que gritaba:
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
El vaho que salía de la boca abierta de la olla era denso. Una mosca meditaba en el borde y luego, cuando sintió el aliento de Lok, sacudió las alas, voló un instante y se posó de nuevo en la olla.
Fa puso una mano en la muñeca de Lok.
—No la toques.
Pero Lok tenía la boca cerca de la olla, y respiraba ansiosamente.
—Miel —dijo con voz fuerte y quebrada.
De pronto se agachó, metió la boca en la olla y chupó. La miel podrida le quemó la boca y la lengua. Saltó hacia atrás y Fa huyó de la olla, corriendo alrededor de las cenizas del fuego. Se quedó mirando a Lok temerosamente mientras él escupía y se arrastraba otra vez al acecho de la olla, que lo esperaba humeando. Se agachó con cautela y sorbió. Se lamió los labios y volvió a chupar. Se sentó y rió en la cara de Fa.
—Bebe.
Indecisa, Fa se inclinó hasta la boca de la olla y metió la lengua en aquella materia picante y dulce. De pronto Lok se arrodilló charlando y empujó a Fa a un lado. Fa cayó sentada, perpleja, lamiéndose los labios y escupiendo. Lok metió la boca en la olla y chupó tres veces, pero a la tercera chupada no alcanzó a la superficie de la miel, de modo que aspiró aire y se atragantó. Rodó por el suelo tratando de recuperar el aliento. Fa quiso chupar, pero no pudo llegar a la miel con la lengua y le habló airadamente a Lok. Calló un momento y luego levantó la olla y se la llevó a la boca como hacía la gente nueva. Lok la vio con la gran piedra sobre la cara y rió y trató de decirle lo cómica que estaba. Recordó la miel a tiempo, dio un salto e intentó quitarle la piedra. Pero estaba pegada a la cara de Fa, y cuando Lok tiraba de la cara venía con la piedra. Se quedaron tironeando y gritándose mutuamente. Lok oyó que la voz le salía alta, fuerte y salvaje. Soltó la piedra para examinar la voz nueva y Fa se alejó tambaleándose con la olla. Lok descubrió que los árboles se movían muy suavemente hacia los lados y hacia arriba. Tenía una imagen magnífica que ponía todo en orden y trató de describírsela a Fa, que no lo escuchaba. Luego no tuvo más que la imagen de haber tenido una imagen y eso lo irritó furiosamente. Trató de encontrar la imagen con la voz y la oyó, separada del Lok interior y riendo y graznando como un pato. Pero había una palabra que era el comienzo de la imagen, aunque la imagen se había perdido. Se aferró a la palabra. Dejó de reír y le dijo muy solemnemente a Fa, quien seguía con la piedra en la cara:
—¡Tronco! ¡Tronco!
Luego recordó la miel e indignado le quitó la piedra a Fa. La cara roja de Fa salió de la olla y empezó a reír y a charlar. Lok tomó la olla como la había tomado la gente nueva y la miel le corrió por el pecho. Retorció el cuerpo hasta que la cara le quedó bajo la olla y consiguió que la miel le entrara en la boca. Fa chillaba de risa. Se dejó caer, rodó y quedó tendida de espaldas y sacudiendo las piernas en el aire. Lok y el fuego de miel respondieron a esa invitación, torpemente. Luego los dos recordaron la olla y volvieron a tironear y a disputar una vez más. Fa consiguió beber un poco, pero la miel se había puesto de mal humor y no quería salir. Lok le arrebató la olla, luchó con ella, la golpeó con el puño y gritó; pero ya no había miel. Arrojó la olla al suelo, furioso, y la rompió en dos pedazos. Lok y Fa se lanzaron sobre esos pedazos; se sentaron en cuclillas y lamieron los pedazos dándolos vuelta para descubrir adonde había ido la miel. La cascada rugía en el claro dentro de la cabeza de Lok. Los árboles se movían más rápidamente. Se levantó de un salto y descubrió que el terreno era tan peligroso como un tronco. Golpeó un árbol al pasar para que no se moviera y se encontró tendido de espaldas, mirando el cielo que giraba. Se dio vuelta y consiguió levantarse, tambaleándose como el nuevo. Fa se arrastraba alrededor de las cenizas del fuego como una mariposa con un ala quemada. Hablaba consigo misma acerca de las hienas. De pronto Lok descubrió en él la fuerza de la gente nueva. Era uno de ellos y no había nada que no pudiera hacer. En el claro quedaban muchas ramas y troncos sin quemar. Lok corrió trastabillando hasta un tronco y le ordenó que se moviera:
—¡A-ho! ¡A-ho! ¡A-ho!
El tronco se movía como los árboles, pero no con bastante rapidez. Lok siguió gritando, pero el tronco no quería moverse más rápidamente. Tomó una rama y golpeó el tronco una y otra vez como Tanakil había golpeado a Liku. Tenía una imagen de la gente a cada lado del tronco: todos forcejeaban con las bocas abiertas. Les gritó como les gritaba el anciano.
Fa pasó junto a él arrastrándose. Se movía lenta, deliberadamente, como el tronco y los árboles. Lok descargó el palo en las nalgas de Fa y lanzó un alarido, y la punta de la rama se rompió y se alejó volando entre los árboles. Fa gritó y se levantó sacudiéndose y el siguiente golpe de Lok no dio en el blanco. Fa giró y se encontraron frente a frente, gritando mientras los árboles oscilaban. Lok vio que el pecho derecho de ella se movía y que alzaba el brazo con la mano abierta, una mano que podía convertirse de pronto en algo importante. En seguida un rayo le golpeó un lado de la cara iluminando el mundo, y la tierra se levantó y le asestó un golpe en el otro lado de la cara. Lok se apoyó contra aquella tierra vertical mientras el otro lado de la cara se le abría y se le cerraba emitiendo llamas. Fa estaba acostada, alejándose y acercándose. Luego tiraba de Lok hacia arriba y abajo, y volvía a encontrar la tierra sólida bajo los pies y se apoyaba firmemente. Los dos lloraban y reían, y la cascada rugía en el claro mientras la copa desgreñada del árbol muerto se elevaba hacia el cielo, aunque parecía cada vez más grande. Lok estaba asustado de manera distinta, y sabía que le convenía acercarse a Fa. Puso a un lado el asombro y la somnolencia que tenía en la cabeza, buscó a Fa con los ojos y le vio la cara, que seguía alejándose como el árbol muerto. Los otros árboles oscilaban aún, pero regularmente, como si ése fuera el movimiento natural de los árboles.
Le dijo a Fa a través de las tinieblas:
—Yo soy uno de los nuevos.
Lok dio unos saltos en el aire. Luego cruzó el claro, lentamente, balanceándose como la gente nueva. Le vino la imagen de que Fa debía cortarle el dedo. Dio pesadamente la vuelta al claro buscándola para decírselo. La encontró detrás del árbol que se alzaba cerca de la orilla del río. Fa estaba vomitando.
Le habló de la anciana del agua, pero Fa no le hizo caso, y Lok volvió a donde estaba la olla rota y lamió los restos de miel podrida. La figura dibujada en la tierra se convirtió en el anciano y Lok le dijo que ahora la gente nueva contaba con uno más. Luego se sintió tan cansado que la tierra se ablandó y las imágenes le giraron en la cabeza. Le explicó al hombre que Lok tenía que volver a la saliente, pero eso le recordó, a pesar de las vueltas que le daba la cabeza, que ya no había saliente. Comenzó a llorar, ruidosa y fácilmente, y el llanto era muy agradable. Descubrió que cuando miraba los árboles los troncos se separaban y que sólo podía reunidos de nuevo mediante un tremendo esfuerzo que no estaba dispuesto a hacer. De pronto ya no hubo más que la luz del sol y la voz de las palomas sobre el estruendo de la cascada. Se tendió de espaldas, con los ojos abiertos, contemplando los extraños dibujos de las ramas dobladas. Se le cerraron los ojos y cayó como por un risco de sueño.