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Lok corría rápidamente. Llevaba la cabeza baja y el espino horizontal para mantener el equilibrio, y apartaba con la mano libre los capullos de colores brillantes. Liku iba a horcajadas y se reía, tomándose con una mano de los rizos castaños del cuello y la espina dorsal de Lok, y sosteniendo con la otra a la pequeña Oa, que iba apretada bajo el mentón de Lok. Los pies de Lok eran hábiles. Veían. Lo apartaban de las raíces extendidas de las hayas, saltaban cuando un charco de agua se interponía en el sendero. Liku golpeaba el vientre de Lok con los pies.

—¡Más aprisa! ¡Más aprisa! Lok se lastimó los pies, trastabilló y aminoró la marcha. Ya podían oír el río que corría paralelamente, pero oculto, a la izquierda. Las hayas comenzaron a espaciarse, el matorral desapareció, y de pronto se encontraron en el claro de fango donde estaba el tronco.

—Allí, Liku.

El agua pantanosa de color de ónice se extendía ante ellos y se ensanchaba internándose en el río. El sendero que corría junto al río comenzaba de nuevo en el otro lado, en un terreno que se elevaba hasta perderse entre los árboles. Lok, sonriendo satisfecho, dio dos pasos hacia el agua y se detuvo. Dejó de sonreír y se quedó boquiabierto, mirando. Liku bajó deslizándose hasta las rodillas de Lok y luego saltó a tierra. Se llevó la cabecita de Oa a la boca y miró.

Lok se rió, perplejo.

—El tronco se fue.

Cerró los ojos y frunció el ceño imaginándose el tronco. Había estado sobre el agua desde este lado hasta el otro, gris y podrido. Cuando se pisaba el centro se podía sentir el agua que corría debajo de uno, un agua horrible, tan profunda en algunos lugares que llegaba a la cabeza de un hombre. El agua no estaba despierta como el río o la cascada, sino dormida; se extendía así hasta el río y luego despertaba y se derramaba a la derecha por un yermo de pantanos infranqueables, matorrales y ciénagas. Lok estaba tan seguro de ese tronco que utilizaba siempre la gente que abrió otra vez los ojos y sonrió como si despertara de un sueño; pero el tronco había desaparecido.

Fa llegó trotando por el sendero. El nuevo dormía en su espalda. Fa no temía que se cayera, porque sentía que las manos de él la tomaban por el pelo del cuello y que apoyaba los pies en el pelo de más abajo de la espalda; pero no obstante ella trotaba suavemente para no despertarlo. Lok oyó que se acercaba antes que apareciese bajo las hayas.

—¡Fa! ¡El tronco se fue!

Fa se acercó directamente al borde del agua, miró, olió, y se volvió acusadoramente hacia Lok. No necesitó hablar. Lok comenzó a sacudir la cabeza hacia ella.

—No, no. Yo no saqué el tronco para que la gente se riese. Se fue. Extendió los brazos para indicar que la desaparición era irremediable; vio que Fa comprendía y los dejó caer. Liku lo llamó. Trataba de alcanzar una rama que colgaba como un cuello largo, y subía otra vez con una brazada de capullos pardos y verdes. Lok abandonó el tronco que no estaba allí y puso a Liku en la curva de la rama, y fue retrocediendo paso a paso mientras la rama crujía.

—¡Basta!

Lok soltó la rama y cayó sentado. La rama saltó hacia adelante y Liku gritó alegremente.

—¡No! ¡No! Pero Lok tiró una y otra vez, y la brazada de hojas llevaba a Liku gritando, riendo y protestando a lo largo de la orilla del río. Fa miraba el agua y miraba a Lok, y fruncía otra vez el ceño. Ha llegó por el sendero, apresuradamente, pero sin correr; era más reflexivo que Lok, el hombre indicado para una emergencia. Cuando Fa comenzó a llamarlo no le contestó inmediatamente, y miró el agua vacía y luego hacia la izquierda, donde podía ver el río más allá del arco de hayas. Luego escuchó y olió el bosque, en busca de intrusos y sólo cuando pensó que no había peligro dejó en tierra el espino y se arrodilló junto al agua.

—¡Mirad!

Señaló con el dedo las huellas que había dejado el tronco debajo del agua. Los bordes de tierra eran nítidos aún, y en el fondo había unos terrones que el agua no había desintegrado. Siguió con los ojos puestos en las huellas curvas que se alargaban en el agua hasta desaparecer en la oscuridad. Fa miró al otro lado, donde reaparecía el sendero interrumpido. La tierra estaba revuelta en el sitio donde se había apoyado el otro extremo del tronco. Hizo una pregunta a Ha y él contestó con la boca:

—Un día. Quizá dos días. No tres. Liku chillaba aun de risa. Nil apareció en el sendero. Gemía suavemente como de costumbre cuando estaba cansada y hambrienta. Pero aunque la piel le colgaba en pliegues, tenía los pechos tensos y llenos y una leche blanca le fluía de los pezones. Si alguien pasaba hambre, no sería el nuevo. Miró cómo se tomaba del pelo de Fa, vio que estaba dormido y luego se acercó a Ha y le tocó el brazo.

—¿Por qué me dejaste? Tienes en la cabeza más imágenes que Lok.

Ha señaló el agua.

—He venido rápidamente para ver el tronco.

—Pero el tronco ha desaparecido.

Los tres se quedaron mirándose. Luego, como le sucedía con tanta frecuencia a la gente, nacieron sospechas entre ellos. Fa y Nil compartían una imagen de Ha, que pensaba. Ha había pensado que era necesario saber si el tronco estaba todavía en su sitio, porque si el agua se lo había llevado, o si el tronco se había alejado por su propia cuenta, la gente tendría que hacer un día de viaje alrededor del pantano y eso significaba peligro y todavía más incomodidad que de costumbre.

Lok apoyó todo el peso del cuerpo contra la rama y no dejó que se soltara. Hizo callar a Liku. Liku descendió y se puso junto a Lok. La anciana se acercaba por el sendero y se oía ya un ruido de pisadas y de respiración. Apareció alrededor del último de los troncos; era gris y menuda y caminaba doblada hacia adelante, contemplando la carga envuelta en hojas que llevaba en las manos, junto a los pechos marchitos. Los otros se mantuvieron juntos y el silencio fue como un saludo. La anciana no respondió y esperó con una suerte de paciencia humilde. Sólo la carga se le inclinó un poco en las manos y la levantó otra vez para que la gente recordase qué pesada era.

Lok habló primero. Les habló a todos, riendo, y sólo se oían las palabras que le salían de la boca, pero él pensaba en la risa. Nil gimió otra vez.

Ahora alcanzaban a oír al último de la gente, que se acercaba por el sendero. Era Mal, que avanzaba lentamente y tosía de vez en cuando. Dio la vuelta al último tronco de árbol, se detuvo al comienzo del espacio abierto, se apoyó pesadamente en el extremo roto del espino y empezó a toser. Cuando se inclinaba los otros podían ver el mechón de pelo blanco que nacía sobre las cejas, pasaba sobre la cabeza y descendía a la mata de pelo que le cubría los hombros. La gente no decía nada mientras Mal tosía y se limitaba a esperar, inmóvil como un ciervo en acecho, y el fango se alzaba alargándose y se le metía entre los dedos de los pies. Una nube nítidamente esculpida se alejaba del sol y los árboles cernían la luz fría sobre los cuerpos desnudos.

Al fin Mal dejó de toser. Se enderezó apoyándose en el espino y cambiando la posición de las manos, moviéndolas hacia arriba, a lo largo del espino. Luego observó el agua, y lo mismo hicieron los otros por turno, y esperaron.

—Tengo una imagen —dijo.

Soltó una mano y se la puso de plano sobre la cabeza, como para aprisionar unas imágenes revoloteantes.

—Mal no es viejo sino que se agarra a la espalda de la madre. Hay más agua no sólo aquí sino también a lo largo del sendero por el que hemos venido. Un hombre es sabio. Hace que los hombres tomen un árbol caído y… Los ojos profundamente hundidos en las órbitas se volvieron hacia la gente suplicando que compartiera una imagen. Volvió a toser, suavemente. La anciana levantó con cuidado la carga. Por fin habló Ha:

—Yo no veo esa imagen. El anciano suspiró y apartó la mano de la cabeza.

—Buscad un árbol caído —dijo.

Los otros obedecieron diseminándose por la orilla del agua. La anciana fue hacia la rama en que se había columpiado Liku y apoyó allí las manos juntas. Ha fue el primero que los llamó. Corrieron hacia él y retrocedieron ante el barro líquido que les llegaba a los tobillos. Liku encontró unas bayas ennegrecidas. Mal se acercó y se quedó mirando el tronco con el ceño fruncido. Era el tronco de un abedul, no más grueso que el muslo de un hombre, un tronco medio hundido en el lodo y el agua. Estaba descortezado en algunos lugares y Lok empezó a arrancarle las setas coloreadas. Algunas de las setas eran buenas para comer y Lok se las dio a Liku. Ha, Nil y Fa se pusieron a tirar torpemente del tronco. Mal volvió a suspirar.

—¡Esperad! —dijo—. Ha aquí. Fa allí. También Nil. ¡Lok!

El tronco subió fácilmente. Le quedaban algunas ramas que se enganchaban en los matorrales, recogían el lodo y molestaban a los hombres, mientras lo arrastraban pesadamente de vuelta al agua negra. El sol se ocultó de nuevo.

Cuando llegaron al borde del agua el anciano se quedó mirando con la cara fruncida la tierra revuelta en el otro lado.

—Dejad que el tronco flote. Esto era delicado y difícil. No había modo de manejar la madera empapada sin que los pies tocasen el agua. Por fin el tronco quedó flotando y Ha se inclinó hacia adelante sosteniéndolo. El otro extremo se hundió un poco. Ha cambió la orientación del tronco con una mano y tiró con la otra. La cabeza con ramas del tronco se movía apenas y por fin fue a apoyarse en el lodo del otro lado. Lok charlaba alegremente, admirado, con la cabeza echada hacia atrás, y las palabras le salían confusamente de la boca. Nadie hacía caso de Lok, pero el anciano fruncía el ceño y se apretaba la cabeza con las manos. El otro extremo del tronco estaba sumergido hasta quizás el doble de la longitud de un hombre y era la parte más delgada. Ha miró inquisitivamente al anciano, que volvía a apretarse la cabeza y tosía. Ha suspiró y deliberadamente metió un pie en el agua. Cuando los otros lo vieron, gimieron compadeciéndose. Ha caminó con cautela, hizo una mueca y los otros hicieron muecas también. Ha jadeaba y se obligó a seguir adelante hasta que el agua le llegó más arriba de las rodillas y las manos tomaron la corteza podrida del tronco, que se desprendía. Ahora empujaba con una mano y levantaba con la otra. El tronco rodaba, las ramas revolvían un barro pardo y amarillo que se arremolinaba formando un banco de hojas giratorias, y el extremo se tambaleaba posándose en un banco distante. Ha empujaba sin darse descanso, pero las ramas extendidas eran demasiado para él. Había todavía una brecha donde el tronco se curvaba bajo el agua en el lado más lejano. Ha volvió a la tierra seca y la gente lo observó gravemente. Mal lo miraba, expectante, otra vez con las dos manos sobre el espino. Ha fue al lugar donde el sendero entraba en el claro. Recogió su espino y se agachó. Durante un minuto se inclinó hacia adelante y luego tomó impulso y se lanzó a través del espacio abierto. Dio cuatro pasos sobre el tronco, tan inclinado durante todo el tiempo que parecía que la cabeza le golpeaba las rodillas; de pronto el tronco salió del agua y Ha fue volando por el aire, con los pies hacia arriba y los brazos extendidos. Cayó sobre hojas y tierra. Estaba en el otro lado. Se incorporó, tomó la cabeza del tronco y la levantó, y los dos lados del sendero quedaron unidos a través del agua. La gente lanzó gritos de alivio y de satisfacción. El sol reapareció en ese momento de modo que el mundo entero parecía participar de aquella alegría. Aplaudieron a Ha golpeando las palmas de las manos contra los muslos y Lok compartió su triunfo con Liku.

—¿Ves, Liku? El tronco está a través del agua. ¡Ha tiene muchas imágenes!

Cuando volvieron a guardar silencio, Mal señaló con el espino a Fa.

—Fa y el nuevo.

Fa buscó a tientas al nuevo. La mata de pelo le cubría el cuerpo y sólo se le veían las manos y los pies agarrados firmemente a los rizos. Fa se acercó al borde del agua, tendió los brazos lateralmente, corrió con destreza a lo largo del tronco, saltó sobre la última parte y se encontró junto a Ha. El nuevo se despertó, atisbo sobre el hombro de Fa, cambió la posición de un pie y se volvió a dormir.

—Ahora Nil.

Nil frunció el ceño. Apartó los rizos de la frente echándolos hacia atrás, hizo una mueca de pesar y corrió al tronco. Mantenía las manos levantadas por encima de la cabeza y cuando llegó a la mitad del tronco se echó a llorar:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

El tronco comenzó a inclinarse, hundiéndose. Nil llegó a la parte más delgada, dio un brinco —los pechos enormes rebotaron— y fue a caer en el agua, que la cubría hasta las rodillas. Gritando y tratando de sacar los pies del barro, tomó la mano que le tendía Ha y subió a tierra firme, jadeante y temblorosa, absorta. Mal se acercó a la anciana y le preguntó amablemente:

—¿Quiere cruzar ella ahora?

La anciana abandonó sólo en parte aquel estado de contemplación interior. Se acercó al borde del agua, llevando todavía las dos manos con la carga a la altura del pecho. Era delgada: huesos y piel, y unos mechones blancos. Cuando cruzó rápidamente el tronco apenas removió el agua.

Mal se acercó hacia Liku y le preguntó:

—¿Quieres cruzar?

Liku se sacó a la pequeña Oa de la boca y frotó el mechón de rizos rojos contra el muslo de Lok.

—Iré con Lok.

Esto encendió una especie de luz solar en la cabeza de Lok. Abrió la boca, rió y habló a la gente, aunque había poca relación entre las imágenes rápidas y las palabras. Vio que Fa se reía y que Ha sonreía gravemente.

Nil les gritó:

—Cuidado, Liku. Agárrate bien.

Lok tiró de un rizo del cabello de Liku.

—Sube —le dijo.

Liku le tomó la mano, apoyó un pie en la rodilla de Lok y trepó a los rizos de la espalda. Lok sintió bajo el mentón la mano tibia de Liku, que sostenía a la pequeña Oa.

Liku gritó:

—¡Ahora!

Lok retrocedió por el sendero hasta las hayas. Miró el agua con el ceño fruncido, corrió, patinó y se detuvo. Al otro lado del agua la gente se echó a reír. Lok corría hacia atrás y hacia adelante, y se detenía cada vez al llegar cerca del extremo del tronco. De pronto gritó:

—¡Mirad a Lok, el gran saltador!

Orgullosamente se lanzó hacia adelante, pero casi en seguida se acobardó, agazapándose y retrocediendo. Liku brincaba y gritaba:

—¡Salta! ¡Salta!

La cabeza de Liku rebotaba involuntariamente contra la de Lok. Lok bajó hasta el borde del agua como Nil, con los brazos en alto.

—¡Ay! ¡Ay! —gritó.

Hasta Mal sonrió entonces. La risa de Liku había llegado a la etapa silenciosa y jadeante y el agua le caía de los ojos. Lok se ocultó detrás de una haya y Nil se apretó los pechos sacudidos por la risa. De pronto reapareció Lok. Se lanzó hacia adelante con la cabeza baja. Corrió a lo largo del tronco dando un grito terrible, saltó y cayó en terreno seco, levantándose de un brinco; continuó saltando, burlándose del agua vencida hasta que Liku comenzó a hipar y la gente se abrazó, riendo. Por fin callaron y Mal avanzó. Tosió un poco y les hizo una mueca.

—Ahora, Mal.

Sostuvo el espino ante él, para mantener el equilibrio. Corrió el tronco, apoyando y alzando los viejos pies. Comenzó a cruzar, moviendo el espino a un lado y a otro. No avanzaba con la velocidad suficiente para cruzar con seguridad. Los otros veían la angustia que le asomaba a la cara, los dientes descubiertos. Luego un pie de Mal arrancó un trozo de corteza y dejó un trecho desnudo, y no se movió con la rapidez necesaria. El otro pie resbaló y Mal cayó hacia adelante. Rebotó de costado y desapareció en un remolino de agua sucia. Lok corría de un lado a otro aullando:

—¡Mal está en el agua!

—¡Ay! ¡Ay!

Ha se metió en el agua y el frío le torció la cara en una mueca. Consiguió tomar el espino y Mal estaba en el otro extremo. Sostuvo a Mal por la cintura y mientras avanzaban tropezando parecía que luchaban entre ellos. Mal se desprendió y se arrastró a gatas hasta la tierra firme. Dejó un haya entre él y el agua y se tendió encogido y temblando. Los otros se reunieron a su alrededor en un grupito apretado. Se agacharon y frotaron los cuerpos contra el de Mal, entrecruzando los brazos en una especie de enrejado para protegerlo y confortarlo. El agua se escurría alisándole el pelo. Liku se abrió paso en el grupo y apretó el vientre contra las pantorrillas de Mal. Sólo la anciana seguía esperando sin moverse. El grupo, agazapado, compartía los escalofríos de Mal.

Liku habló:

—Tengo hambre.

La gente rompió el círculo alrededor de Mal y Mal se levantó. Todavía temblaba. Este temblor no era un movimiento superficial de la piel y el pelo, sino algo más profundo, de modo que el espino temblaba también.

—¡Vamos! —dijo. Encabezó la marcha a lo largo del sendero. En ese lado había más espacio entre los árboles y muchos matorrales. Pronto llegaron a un claro cercano al río y todavía dominado por el cadáver en pie de un árbol enorme. La hiedra se había apoderado del tronco y los tallos incrustados eran una maraña varicosa y terminaban en las ramificaciones del árbol. En la madera medraban también las setas, semejantes a platillos, llenos de agua de lluvia, y unas ampollas rojas y amarillas como jalea, de modo que el viejo árbol se deshacía en polvo y en una pulpa lechosa. Nil le llevó comida a Liku, y Lok arrancaba con los dedos las larvas blancas. Mal los esperó. El cuerpo ya no le temblaba constantemente, pero aún se sacudía a veces. Luego de esas sacudidas se apoyaba en el espino como si se deslizara hacia abajo. Había un nuevo elemento para los sentidos: un ruido tan constante y penetrante que la gente no necesitaba recordarse mutuamente de qué se trataba. Más allá del claro, el terreno comenzaba a elevarse con brusquedad, barroso, pero punteado con árboles más pequeños; y allí los huesos de la tierra asomaban como protuberancias de lisa roca gris. Más allá de esa cuesta estaba el barranco entre las montañas, y desde el borde del barranco, el río caía en una cascada, dos veces más alta que el árbol más alto. Todos guardaban silencio y escuchaban el distante zumbido del agua. Se miraban unos a otros y al fin rieron y charlaron. Lok le explicó a Liku:

—Esta noche dormirás junto al agua que cae. No ha desaparecido, ¿recuerdas?

—Tengo una imagen del agua y la cueva.

Lok palmeó amistosamente el árbol muerto y Mal los llevó hacia arriba. Ahora estaban contentos, pero empezaron a sentir la debilidad del anciano, aunque no sabían aún qué honda era esa debilidad. Mal levantaba las piernas como quien trata de sacarlas del lodo y los pies no le obedecían. Pisaban aquí y allá, torpemente, como si algo los empujara hacia los lados, y Mal se tambaleaba apoyándose en el garrote. Los que iban detrás seguían los movimientos de Mal con facilidad y destreza. Atentos a los esfuerzos de Mal, lo imitaban afectuosa o inconscientemente. Cuando el anciano se inclinaba y trataba de recuperar el aliento, también ellos jadeaban, se tambaleaban y movían los pies con torpeza deliberada. Ascendieron por un trecho sembrado de cantos rodados grises y peñascos hasta que los árboles fueron desapareciendo y llegaron a un espacio abierto. Allí se detuvieron y Mal tosió, y todos comprendieron que debían esperar. Lok tomó a Liku de la mano y le dijo:

—¡Mira!

La loma llevaba al barranco y la montaña se alzaba ante ellos. A la izquierda la ladera se interrumpía y descendía por un risco hasta el río. En el río había una isla que asomaba como si una parte se hubiese levantado apoyándose en la cascada. El río corría por ambos lados de la isla, estrecho en la parte más cercana, pero más ancho e impetuoso en la otra; y nadie podía ver dónde caía a causa de la espuma y del vapor. Había árboles y espesos matorrales en la isla, pero una niebla densa oscurecía el extremo próximo a la cascada, y a los lados el río era sólo un centelleo limitado.

Mal reanudó la marcha. Dos caminos llevaban al borde de la cascada; uno subía zigzagueando a la derecha y el otro ascendía entre las rocas. Aunque el primer camino hubiese sido más fácil para Mal, no lo eligió, como si sólo le importara descansar lo más pronto posible. Fueron, pues, por el camino de la izquierda. Allí había pequeños arbustos que ayudaban a subir, y mientras pasaban entre ellos Liku le habló otra vez a Lok. El ruido de la cascada apagó el sonido de las palabras:

—Tengo hambre.

Lok se golpeó el pecho y gritó tan alto que todos lo oyeron:

—Tengo una imagen de Lok encontrando un árbol con orejas muy gruesas.

—Come, Liku.

Ha estaba junto a Lok con bayas en la mano. Las echó en las manos de Liku y la niña comió hundiendo la boca en el alimento, sosteniendo a la pequeña Oa bajo el brazo. El alimento le recordó a Lok que él también tenía hambre. Ahora que habían dejado la húmeda cueva del invierno junto al mar y los alimentos amargos de la costa y las marismas, tenía de pronto una imagen de cosas buenas, de miel y tallos jóvenes, de bulbos y larvas, de carne sabrosa. Recogió una piedra y golpeó la roca estéril que se alzaba junto a su cabeza, como esperaba golpear, pronto, un árbol probable. Nil arrancó una baya seca de un arbusto y se la puso en la boca.

—¡Mirad a Lok golpeando una piedra!

Cuando los otros se rieron bromeó simulando que escuchaba lo que le decía la roca y gritó:

—¡Despertad, larvas! ¿Estáis despiertas?

Pero Mal los conducía hacia adelante.

La cima del risco se inclinaba un poco hacia atrás, de modo que en vez de trepar por la parte escabrosa podían ir a lo largo de la ladera más suave, donde el río dejaba las turbulencias de la catarata. El sendero ganaba altura a cada paso; era un camino vertiginoso, con declives y salientes sobre el vacío, barrancos y contrafuertes, y lo único que daba seguridad eran los accidentes del terreno, que permitían afirmar los pies, y la roca que descendía en pronunciado declive, y dejaba un vacío de aire entre ellos y el humo de la isla. Allí los cuervos revoloteaban como los tizones negros de una hoguera, las algas ondulaban brillando apenas, indicando dónde estaba el agua, y la isla, empinada contra la cascada, interceptando la caída del agua, parecía tan lejana como la luna. El risco se inclinaba como si se mirase los pies en el río. Las algas eran muy largas, más largas que muchos hombres, y se movían hacia atrás y hacia adelante con la regularidad de los latidos de un corazón o las oscilaciones del mar.

Lok recordó cómo graznaban los cuervos:

—¡Cuac!

El nuevo se movió en la espalda de Fa y cambió las posiciones de las manos y los pies. Ha avanzaba muy lentamente, pensando en su propio peso, arrastrándose, tomándose con manos y pies de la roca inclinada. Mal habló otra vez.

—Esperad. Le leyeron los labios cuando se volvió, y se agruparon a su lado. Allí el sendero se ensanchaba en una plataforma y había sitio para todos. La anciana apoyó las manos en la roca para aliviar la carga. Mal se inclinó y tosió hasta casi dislocarse los hombros. Nil se sentó en cuclillas y le puso una mano en el vientre y la otra en la espalda. Lok miraba el río para olvidarse del hambre. Respiró hondamente y en seguida fue recompensado con una verdadera mezcla de olores, pues el vaho de la cascada magnificaba todos los aromas, como la lluvia intensifica y diferencia los colores de un campo florecido. Estaban también los olores de la gente, individuales, pero todos mezclados con el olor del sendero barroso por donde habían pasado. Eso era tan concretamente la prueba de que llegaban a la vivienda de verano que se echó a reír de alegría y se volvió hacia Fa, sintiendo que le gustaría acostarse con ella a pesar de toda su hambre. El agua de lluvia del bosque se le había secado en el cuerpo, y los rizos que se arracimaban alrededor del cuello y sobre la cabeza del nuevo eran de un color rojo lustroso. Lok tendió la mano y le tocó el pecho y ella rió también y se echó hacia atrás el pelo que le caía sobre las orejas.

—Encontraremos comida —dijo Lok con toda la ancha boca— y nos acostaremos juntos.

La mención de la comida hizo su hambre tan real como los olores. Se volvió otra vez hacia donde olía la carga de la anciana. No vio más que el vacío y el humo de la cascada que subía hacia él desde la isla. Se tendió en la roca con los brazos extendidos, apoyando los pies y las manos en las asperezas, como lapas. Alcanzaba a ver las algas, no moviéndose, sino congeladas en un instante de extrema percepción. Liku se quejaba en la plataforma y Fa estaba tendida junto al borde y tomaba a Lok por la muñeca. El nuevo se agitaba y lloriqueaba entre los cabellos de Fa. Los otros volvían. A Ha se lo veía desde los lomos para arriba, cuidadoso pero rápido y apoyándose en su otra muñeca. Sentía el sudor del terror en las palmas. Movía un pie o una mano cada vez hasta que quedó agazapado en la plataforma. Se dio vuelta gateando y les farfulló a las algas que volvían a moverse. Liku gritaba. Nil se inclinó y puso la cabeza de Liku entre sus pechos y le acarició suavemente los rizos de la espalda. Fa tiró de Lok de modo que quedó frente a ella.

—¿Por qué?

Lok se arrodilló durante un instante y se rascó el pelo bajo la boca. Luego señaló la espuma húmeda que venía hacia ellos cruzando la isla.

—La anciana —dijo—. Estaba allí.

Los cuervos alzaron el vuelo bajo la mano de Lok. El aire azotaba el risco. Fa apartó su mano de Lok, que la miraba fijamente.

—Ella estaba allí…

No entendían, y callaron. Fa arrugaba la cara otra vez. No era una mujer con la que se podía acostar. En el aire que le envolvía la cabeza había algo invisible y que era parte de la anciana. Lok se disculpó:

—Me volví hacia ella y cayó.

Fa cerró los ojos y dijo austeramente:

—No veo esa imagen.

Nil llevaba a Liku detrás de los otros. Fa los siguió como si Lok no existiera. Lok trepó tras ella tímidamente, dándose cuenta de su error, pero mientras avanzaba murmuraba:

—Me volví hacia ella…

Los otros se habían reunido en un grupo a cierta distancia en el sendero. Fa les gritó:

—¡Ya vamos!

Ha le contestó gritando:

—Hay una mujer de hielo.

Más allá y sobre Mal había en el risco una hondonada de nieve a la que no había llegado el sol. El peso y el frío y luego la lluvia del invierno anterior habían comprimido la nieve y ahora colgaba peligrosamente en una masa de hielo, y el agua corría entre el borde que se fundía y la roca más caliente. Aunque nunca habían visto una mujer de hielo en aquel barranco cuando volvían de la cueva de invierno junto al mar, no se les ocurrió que Mal los había llevado a las montañas demasiado pronto. Lok olvidó su equivocación y la extraña e indefinible novedad del olor a espuma y corrió hacia adelante. Se detuvo junto a Ha y gritó:

—¡Oa! ¡Oa! ¡Oa!

Y los otros gritaron con él:

—¡Oa! ¡Oa! ¡Oa!

Sobre el estruendo insistente de la catarata las voces eran débiles y apagadas, pero los cuervos las oyeron y temblaron y luego planearon suavemente una vez más. Liku gritaba y sacudía a la pequeña Oa, aunque no sabía por qué. El nuevo volvió a despertar, se pasó la lengua rosada por los labios como un gatito y atisbo por entre los rizos de la oreja de Fa. La mujer de hielo colgaba sobre ellos y más allá. Aunque el agua mortal todavía le goteaba en el vientre, no se movía. Los viajeros guardaron silencio y pasaron rápidamente hasta que la roca ocultó a la mujer. Llegaron a las piedras de la cascada, donde el risco se miraba los pies en las aguas turbulentas y la humareda blanca. Casi al nivel de los ojos, y antes de caer sobre el antepecho, el agua describía una curva; era un agua tan clara que podían ver el fondo. Había allí unas malezas que no se movían con un ritmo lento, si no que se estremecían furiosamente como si quisieran irse. Cerca de la cascada la espuma mojaba las rocas, y los helechos colgaban sobre el espacio. La gente apenas miró la cascada y siguió adelante rápidamente.

Sobre la cascada, el río pasaba por una brecha en la cadena de montañas.

Ahora que el día casi había terminado, el sol tocaba la brecha y resplandecía en el agua. Al otro lado de la brecha la corriente se deslizaba junto a un monte escarpado, negro y sombrío, pero este lado era menos peligroso. Había una repisa inclinada, una terraza que se convertía poco a poco en risco. Lok no hizo caso de la isla no visitada y de la montaña que se alzaba detrás en el otro lado del barranco. Se apresuró a seguir a los otros recordando lo segura que era la terraza. Nada podía amenazarlos desde el agua porque la corriente se lo llevaría y lo arrojaría sobre la cascada; y el risco sobre la terraza era para las zorras, las cabras, la gente, las hienas y las aves. Hasta el camino que descendía de la terraza al bosque estaba defendido por una entrada estrecha. Bastaba para guardarlo un hombre con un espino. En cuanto al sendero que subía por el risco escarpado, sobre las columnas de espuma y la confusión de las aguas, sólo estaba gastado por los pies de la gente.

Lok llegó al recodo en que terminaba el sendero. El bosque que daba ahora atrás, a oscuras, y las sombras avanzaban por el barranco hacia la terraza. La gente descansó allí ruidosamente. Ha soltó su vara, posando en el suelo el extremo espinoso. Se arrodilló y olfateó el aire. En seguida, los otros guardaron silencio y se colocaron en fila, delante de la saliente. Mal y Ha se adelantaron con los espinos preparados, y subieron por una pequeña loma de tierra hasta que pudieron ver la saliente desde arriba.

Pero las hienas se habían ido. Aunque las piedras diseminadas que habían caído del techo y la hierba escasa que crecía en la tierra desde hacía generaciones conservaban el olor, era el olor de hacía un día.

Todos vieron que Ha levantaba el espino de modo que ya no era un arma y distendieron los músculos. Avanzaron unos pocos pasos loma arriba y se detuvieron ante la saliente mientras la luz del sol arrojaba sus sombras oblicuas. Mal contuvo la tos que le subía del pecho, se volvió hacia la anciana y esperó. La anciana se arrodilló en la saliente y dejó la bola de arcilla en el centro. Luego esparció la arcilla, alisándola y amoldándola, sobre la vieja capa anterior. Acercó la cara a la arcilla y sopló. En el fondo mismo de la saliente había unos nichos, a ambos lados de una columna de roca, que guardaban palos, ramitas y ramas grandes. La anciana fue rápidamente hacia los montones y volvió con dos ramitas y hojas y un tronco podrido y blando. Puso esas cosas sobre la arcilla esparcida y sopló hasta que apareció un poco de humo y una chispa solitaria saltó en el aire. La rama crujió y una llama de color amatista y rojo subió en espiral y luego se enderezó de modo que el lado oscuro del rostro de la anciana se iluminó de pronto, y los ojos le brillaron. Fue otra vez a los nichos y volvió con más leña que echó al fuego, del que brotaron llamas y chispas. Luego se puso a amasar la arcilla húmeda con los dedos, levantando los bordes de modo que el fuego quedó en medio de un plato poco profundo. En seguida se levantó y les dijo:

—El fuego está otra vez despierto.