Te esperaré en el puente de Besalú

Con prontitud, Diego, con la ayuda de los Elasar, dispuso la mansión de su abuelo Zakay a su gusto, pues si bien no estaba decorada según la estética hebrea, los signos mosaicos sobresalían en las habitaciones.

La adornó con tapices holandeses, divanes y cortinas nazaríes, bargueños de madera tachonada, candelabros argentados, pebeteros y símbolos cristianos, pues tanto él mismo como los Santángel, aun acarreando sangre del pueblo elegido, eran cristianos conversos. Diez días después, un correo regio de la Aljafería zaragozana que se dirigía al Summus Portus, le entregó a Diego Galaz una carta que le enviaba el físico real Mauricio Santángel, pero que en realidad era una misiva de Isabella. Olía a perfume de rosas, y a Diego, antes de quebrar el lacre y desatar los lazos de bramante rojo, le temblaron las piernas.

A mi amado Diego, de Isabella, tu hermana del corazón.

Cuando el hielo había congelado mi corazón, tu carta ha supuesto el más grato bálsamo que una mujer enamorada y deshecha en lágrimas pudiera soñar. Aguardé impaciente a que se desgranaran los días en que permaneciste alejado de mí. Pero ¿acaso mi corazón sabía qué empeños te apartaban de mi lado? ¿Por qué había de negárseme la más indispensable dicha? ¿Acaso habéis visto la mano del diablo en mi búsqueda por el hecho de ser mujer?

Ahora comprendo que el verdadero valor de un hombre se halla en su constancia.

Se nos predica que la felicidad está en obtener bienes materiales, pero yo la concibo como vivir al lado del amigo, del esposo y del amante y de recorrer juntos el camino de la vida, pues sólo Adonai conoce el presente, el pasado y el futuro.

La paciencia comienza con lágrimas, aunque al final siempre sonríe.

Mi espíritu se ha serenado con tus explicaciones, pero no me arrepiento de lo que hice, pues te he amado con todo el ardor de mi adolescencia. Mis pies se han llenado de ampollas, han sangrado por los caminos como los de Cristo, mis pulmones casi estallan y he sentido el cuchillo de los celos; pero ¿se me puede reprochar el haber actuado por demasía de amor? Podrás comprender que únicamente la irresistible fuerza del afecto me hizo tomar esa decisión, y que tenía que rendirme sólo a la evidencia. No hay que desdeñar el poder del amor, amado Diego.

No fue una flagrante contradicción de mi alma, sino un modo de consolarla. Y no perseguía una quimera, sino a ti. Me embarqué en una misión, no para impresionarte sino para recuperarte y de paso para liberar mi vida. No transcurrió ni un solo día que no rezara a la Madre de Dios para que volvieras al nido del afecto y que te protegiera de la pandemia y de los naufragios. Temí que hubieras perecido, o que te hubieran obligado a tomar una decisión no deseada, pero mis plegarias han alcanzado su premio.

Según me cuenta mi tío, que acepta la gentil invitación de los Elasar y la tuya propia, tu poso de sangre hebrea te enaltece, y sostiene que ni el más osado fabulador del zoco de los especieros de Zaragoza hubiera ideado dos años de acontecimientos tan insólitos.

Ahora soy dichosa, pues cuando había perdido la esperanza de recuperarte, tu apasionada carta hizo que me sintiera como si hubieras venido hasta mí en persona, y en mi alma sonaron campanadas de gloria. Ahora nada ni nadie se interpondrán entre nuestro amor, y anhelo la vida que me tienes dispuesta. Perdona mis despechadas expresiones, sólo achacables al temor de haberte perdido y a un insoportable vacío que me conducía a la enajenación y que mi corazón creyó excusas para abandonarme.

En estos momentos, percibo una inefable armonía y no experimento inquietud ni pesar. He sido libre de elegir mi camino y agradezco a Dios este beneficio. Junto a una mesa, donde se halla una clepsidra que pertenecía a mi padre, he depositado las estatuillas egipcias que compraste en el País de los Aromas y que espero se conviertan en los genios de nuestra fortuna, y también he colocado en mi mano el anillo de Atenas, que reluce como cien soles.

Desde que murieron mis padres me había convertido en una desheredada, y mi fe en mi familia y en mi ley vacilaban hasta el punto de desear repudiarlos. Ahora la paz reina en los pliegues de mi alma. Disipados mis miedos, y si los caminos lo permiten, para la Natividad de Cristo cruzaré el puente de Besalú y te abrazaré.

Rezo para que ese momento llegue.

En Zaragoza. Tuya, ISABELLA SANTÁNGEL

Diego contempló con arrebato el papel y lo olió.

Ajeno a lo que la rodeaba e inmune a cualquier dolor, la releyó.

Isabella representaba para él el paradigma de la afabilidad. La presentía tan indefensa que no pudo contenerse y silenciar su impaciencia por verla.

Y aunque el invierno no se había manifestado con toda su crudeza y el puerto de Sant Esteve seguía abierto al tránsito de caballerías, recelaba de que las calzadas de Lérida, Manresa, Vic o Gerona, se hallaran practicables. Desde el ventanal, con la noche colmada de luceros, Diego perdió su mirada en la distancia, mientras imaginaba el momento en el que sintiera el fuego de su piel amielada, olería el perfume de su cabello de oro, y se sumiría en la blandura de su pecho.

Fuera ululaba el viento y aullaban los lobos. Acosado por la soledad se juró a sí mismo que ya jamás atravesaría los páramos de la ausencia, por los que había transitado. Ya había sufrido bastante y desmontado con privaciones el museo de su triste pasado.

Llegó el neblinoso mes de la Pascua de la Natividad. Hacía frío, pero no nevaba. Diego avistaba desde el ventanal el puente, y sus ojos soñadores huían hacia el río, que relucía con la helada. El gris de los sillares combinaba con el limpio cielo que se abismaba sobre Besalú.

Imperceptiblemente, Diego alargó su cuello y miró hacia el septentrión. Le había parecido distinguir un jinete envuelto en un abrigo de marta cibelina, que precedía a un carro que se acercaba hacia al puente, entre unas recuas de acémilas. Un cúmulo de evocaciones se le escaparon de sus recuerdos y la impaciencia lo inquietó. De súbito, un intenso fulgor de dicha asomó en el rostro del algebrista.

—¡Nicolás Santángel! —exclamó alborozado.

Saltó del sitial donde se hallaba recostado, tirando al suelo una copa de hidromiel, y cogió al vuelo el capote. Corrió por las callejas, y con la respiración ahogada alcanzó el torreón del puente, donde aguardó con el corazón agitado. El rescoldo de la duda crecía en su estómago y sus deseos se atropellaban. Percibía una inefable esperanza y no podía dominar su excitación. «¿Y si Isabella no viene con ellos enojada por mi ausencia o por las diferencias con su tío?», se decía.

La traílla de asnos cruzó la pontana, que quedó vacía de viandantes y cabalgaduras. El carro se detuvo en el arco que abría el puente y de él descendieron Mauricio Santángel, su esposa e Isabella, escoltados por Nicolás, que lo saludaba desde el arco con la mano enguantada. En el otro extremo, Diego, con un jubón verdemar y con el cinturón de gemas engastadas, del que pendía una daga.

La reposada vida de Besalú se paralizó y los rumores de la vida cesaron.

Entre el espejismo de la torrentera, Diego creía vivir un instante de alucinación. En Isabella habitaba la luz y sus ojos recorrían los suyos deseando abrazarse. Deslizaba sus chinelas turquesas por las losas más que las pisaba, y su sonrisa, entre dos hoyuelos fascinantes, lo habían prendido en un instante largamente anhelado. La llama de sus cabellos se derramaba por la garnacha de color caléndula, donde brillaba la cruz regalada por fray Bernardo con reminiscencias del Santo Grial.

La visión de Isabella, tan plenamente hermosa, le provocó una sucesión de imágenes del pasado. Seguía recordando su incitadora mirada del color del cielo, y la vio empujada por el aire, con el rostro risueño y con aquella mirada púdica y a la vez pícara, y se enterneció.

Diego, envuelto en un mágico sortilegio, avanzó con un gesto acogedor.

El puente se había convertido en un párvulo universo; jamás olvidaría cada paso que los acercaba. Isabella respiraba entrecortadamente. Parecía haber perdido la noción del tiempo. Cuando la tuvo frente a sí, insólitamente suave, Diego la apretó en un abrazo e intentó retener aquel tiempo en su memoria, para no olvidarlo jamás. Y más allá de un cordial afecto, le reveló:

—He cumplido mi promesa y te he esperado en el puente de Besalú.

—Me has restituido el deseo de vivir, Diego —le sonrió la muchacha, a la que la emoción retenía sus palabras.

—Sean testigos de nuestro pacto las aguas que ya no retornarán nunca a este puente, Isabella —contestó, y en sus labios emergió un brillo goloso.

—Ya nada me atormenta, si acaso el miedo a ser desmedidamente dichosa.

—La felicidad no consiste en conseguir nuestros deseos, sino compartirlos —añadió Diego—. No existe felicidad lejos de nuestros semejantes y la nuestra será ver hijos juguetear a nuestro alrededor. Nos acosa la peste negra, la guerra, la impiedad y el odio entre credos.

Aquel hombre generoso dominaba sus actos y anhelaba entregarse a una oleada de halagos. Al fin, cuando habían cosechado la paz de sus corazones, sus semblantes revelaban la dicha de un amor encadenado por el indeleble vínculo de la verdad.

Una escarcha nívea, como la seda de Palmira, iba recubriendo las cumbres de Besalú. La aspereza de los murallones había desaparecido mientras se dirigían a la casona de Zakay ben Elasar. Era el tributo de perfección que la naturaleza concedía al encuentro entre Isabella Santángel y Diego Galaz Elasar.

En medio del abrazo, Diego no pudo evitar sentirse satisfecho de la búsqueda que había acometido dos años atrás y concluido venturosamente. Se mantuvo unos segundos contemplando a Isabella. Algo insensible y nostálgico se había fundido en su interior y comprendió que en la existencia de los seres humanos aparecen instantes mágicos y efímeros durante los cuales la verdad se les revela, como si el destino desentrañara de golpe el misterio de los sentimientos.

Diego pensó que, aunque el tormento no había deteriorado ni la hermosura de Isabella ni sus emociones, desde aquel preciso momento nada podía volver a ser lo mismo. La miró a los ojos y le confesó:

—El mundo sin ti, Isabella, era un lugar incompleto y tan triste como el hueco que deja un tesoro robado. Tuve que ir al fin del mundo para encontrar la pieza que faltaba en mi vida. Y una vez encontrada, ningún mal viento entrará por ella.

La joven conversa percibió una fuerte sacudida interior. Más calmada gracias a la feliz conclusión de su relación con Diego, le dedicó una mirada de amor que le brotó desde dentro. Aquella imprecisa vulnerabilidad que había advertido en sus pupilas, excitó su afecto por él.

Besalú fulguraba envuelta en una calma de cándido silencio.

Ahora la vida de Diego ya no era un enigma, sino una secuencia completa de certezas y verdades.