Un amanecer que germinaba moteado de nubes cenicientas, otorgó una singladura venturosa hacia Alejandría a Diego Galaz Elasar y su tío, que viajaban en una nave griega sobre un lecho marítimo manso y añil, y con la bolsa llena.
Los días se alargaban y las brumas cargadas de humedad daban paso a días incomparablemente dulces. En Alejandría, Diego rindió visita al rabino Tibbon, a quien le confirmó que tenía sangre judía y le aseguró un pronto regreso para aprender en la Academia, por la que sentía una tentadora seducción.
—Mi nueva realidad se va asentando en mi vida, rabino, pero me será difícil olvidar la muerte de mi abuelo Zakay, de Ben Megas y de sus seguidores. Qué orgía de sangre y qué ceguera, todo por defender ideas opuestas. Ya nada puede perturbarme viendo lo que vi en Tierra Santa —deploró Diego.
—A veces el hombre hace de su fe un sueño sin despertar. Ellos erraron. Eso es todo.
—Pero nadie debe morir por creer, rabí. La tragedia estaba en mí. Ellos eran felices, aunque su corazón sufriera. ¿Por qué permite Dios estos sacrificios inútiles?
—Su voluntad es nuestra paz hijo mío. Nuestros ojos no pueden ver a Dios, si no es a través de las lágrimas. Que Adonai el Justo los tenga en el seno de Abraham —dijo el judío, que rezó en silencio acompañado por un entristecido Galaz.
El hebreo sabía que aún precisaba asumir los sucesos vividos y que a todas luces habían agriado su carácter comunicativo. Con afabilidad posó su mano en el hombro y le hizo un ofrecimiento que alegró su faz.
—Aguardamos tu regreso a Alejandría Diego Galaz Elasar. Un maestro del álgebra como tú siempre será bienvenido en esta casa. Aquí te esperan secretos inagotables. La gematría, el método del análisis numérico de la Cábala, que te oculté la otra vez, es la razón de ser de esta Academia de Talmudistas —le confesó.
Diego le dedicó una mirada interrogativa.
—¿Queréis decir maestro que estudiáis la Proporción Sagrada y la comprensión matemática de la naturaleza, la que contiene las medidas del universo?
—Así es, Galaz. Además esta institución de algebristas pasa por ser la única de Oriente donde aún se instruye en las Siete Artes Liberales que se enseñaban en Toledo hace siglos, la alquimia, la medicina, la specula o ciencia de los espejos, la geomántica, las imágenes y la Cábala. Te esperamos. Sé que algún día tu espíritu inquieto te traerá aquí.
El visitante emergió como de una visión y un brusco fulgor surgió en sus ojos.
—Ciudad de mentes impacientes que pronto visitaré, os lo aseguro, micer Tibbon. Sólo ansío descifrar esos manuscritos que atesoráis en este templo y que mis ojos pudieron contemplar. Los signos secretos que admiré me sedujeron de tal forma, que mi mente no los ha olvidado —reconoció con entusiasmo—. Hermes, la serpiente, el triángulo pitagórico y el sagrado Nejustán. ¿Os acordáis rabí?
—El Creador te ha tentado con la visión de la críptica sabiduría y sé que regresarás. Algún día los Hombres Sabios, y no los guerreros, serán los dueños de la tierra, estoy seguro, Diego —le declaró ofreciéndole sus brazos abiertos.
Al salir, Diego contempló la puesta de sol y sintió una euforia furtiva.
Diego emprendió el viaje con Yehudá desde Alejandría a Occidente en una nave portera de la sociedad catalana de La Roda, que atendía al marinero nombre de La Monaguina. Rumbeaba menos garbosa que La Violant, pero era bogadora y recia, y la mandaba un hermano de Jaume Felip, de nombre Agustí, marinero sesudo y poco hablador. Recalaron en Atenas un amanecer lluvioso con un aguaviento que había convertido la escollera en un lodazal. Diego recogió el morral y rogó a Yehudá que lo acompañara, pues había de cumplir con una promesa hecha en la iglesia de San Pedro de Sirena, en el Pirineo aragonés.
—No he podido pagar mi deuda con el capitán Galaz. Después de lo que me reveló tu padre y sé por un almogávar amigo, debo cerrar ese asunto como un cristiano de bien —le participó, y en silencio tomaron el camino del consulado catalán.
Guarecidos en capotes, se dirigieron al torreón que ocupaba el cónsul Albert Rocabertí. Con la barba chorreándole y el cabello pegado a la frente Diego preguntó por el legado del rey. De inmediato el conseller lo recibió, mostrándole lo mejor de su hospitalidad. Diego le relató la historia de su supuesto padre, el adalid de almogávares Conrado Galaz, que lo había dejado al cuidado de los monjes de San Juan para enrolarse con el senescal Montcada en la empresa de Oriente, omitiendo su relación con Zakay ben Elasar y la familia real. Deseaba cerrar su memoria, pero no en falso.
—Con esta declaración firmada por el almogávar Joan Astún ante su capitán, desearía señor cónsul que se restituyera su honra y fuera enterrado en sagrado, a fin de que su alma no vague eternamente en las tinieblas —le rogó, aun sabiendo que escondía asuntos turbios concernientes a la corona.
—Singular historia la que me narráis, mestre Galaz —apuntó Rocabertí y leyó en silencio la confesión, sorprendiéndose—. Veamos, llamaré a mi secretario y nos traerá los pliegos de la leva de Montcada. Os aseguro que ardo en deseos de daros una satisfacción para dignificar la memoria de vuestro padre, creedme.
Al cabo, un amanuense de modos petulantes dejó en la mesa un anaquel de latón con protocolos en los que resaltaban las cintas descoloridas de la cuatribarrada aragonesa. Examinó y repasó una decena de documentos y un papel carcomido, en el que Diego observó el sello de la cancillería siciliana. El cónsul lo tomó en su mano y lo releyó, primero con sorpresa y luego con alarma, mirando de reojo al algebrista, que se inquietó por el proceder misterioso del catalán. Pasaron unos momentos de forzado silencio, hasta que el caballero frunció el ceño, y unas gotas de sudor le surcaron la frente. No era bueno lo que había leído. Resultaba evidente. Caviló, movió la cabeza y en un rasgo de amistad le tendió el billete.
—Siento defraudaros, mestre Galaz. No deseo ni recusar ni dispensar de culpa alguna a vuestro padre, pero esta orden aclara una muerte alarmante. Y aunque lo descarga del pecado de suicidio, quien lo firma lo incrimina del de avaricia y de un grave enfrentamiento contra el soberano de Aragón. Se trata de una sentencia de muerte. Leedlo, os lo ruego. Parece como si el rey don Jaime deseara quitárselo de en medio porque había amenazado a la corona con contar trapos sucios de la corte. ¡Mala cosa Galaz!
Diego miró al cónsul de arriba abajo con confusión. Luego lo leyó con decoro.
—Ex consensu regis dominus noster Jacobus secundus, necare ducem Conradus Galacis. Auri sacra fames hominibus. Dixi. Comes Foedericus, «Con el consentimiento del rey nuestro señor Jaime II, os ordeno que eliminéis al capitán Conrado Galaz. Detesto el hambre de oro en los hombres. He dicho. El conde Federico».
Diego no dejó traslucir su alarma. Nada debía a aquel hombre muerto por su avaricia, cuya conducta venía a confirmar la opinión de Zakay de que había intentado sacar dinero de su conocimiento de secretos reales; el rey Jaime, para eliminar un estorbo, o una boca comprometedora, había ordenado a través del conde un homicidio callado a cientos de leguas de Aragón. Su intento de chantaje le había costado la vida.
—Así que fue sacrificado para sellar sus labios. Otra víctima más de la trama —farfulló Diego con vocablos ininteligibles—. La cólera de los reyes es una cosa cierta. In quorum manibus iniquetates sunt, en cuyas manos no hay sino abusos.
Rocabertí quiso ejercitar sus dotes diplomáticas y quitó hierro al asunto.
—Seguramente le tendieron una trampa, o aprovecharon la coyuntura del robo para quitarlo de en medio. Montcada actuaba así. El oro sirve muchas veces para probar a los hombres; y vuestro padre, como humano, cayó en sus sucias redes. No debió echar un pulso al rey, pues los secretos de los monarcas suelen herir fatalmente a sus súbditos —reflexionó—. ¿Qué puedo hacer por vos y por su memoria? Un capitán de Aragón no merece un recuerdo tan mezquino.
Para Diego sólo era una broma del albur, pero llevaba su apellido.
—¿Me concedéis licencia para inhumar sus restos y enterrarlos en tierra bendecida? Partimos mañana para Palermo y esta tarde, antes del ángelus, me gustaría cumplir con esa piadosa acción y salvar en parte su honorabilidad —dijo—. Gracias, senyer conseller, por vuestra comprensión y reserva.
—Mantenía una deuda con vos y me ha complacido serviros, mestre Galaz. Quedad tranquilo, contad con mi total discreción —le prometió estrechándole la mano.
Rocabertí se arrellanó en el sitial de alto respaldo y sacudió su rapada testa con gesto de incredulidad. El día no abría y el resplandor de las antorchas volvía su piel en una tonalidad cetrina, como la un cuervo.
Una lluvia desapacible se desplomaba a cántaros, absorbiendo la escasa claridad de la tarde. Las cimas de la Acrópolis y el Partenón apenas si se percibían con el tupido velo de agua. Yehudá, dos mozos de la galera y Diego ascendían por el enfangado camino del cementerio cubiertos con capotes marineros engrasados con aceite de ballena. Sin embargo, al llegar al camposanto se detuvieron confusos ante la espectacular visión que distinguían frente a ellos. Luchó contra su aturdimiento y miró con respeto a un regimiento de almogávares, que parecían aguardarlos, como un ejército surgido de ultratumba. Diego detuvo sus zancadas sin acertar a darle sentido a lo que veía. ¿Se trataba de una broma del cónsul? A la escena no le faltaba dramatismo, pero era de una belleza majestuosa.
—Por la Santa Corona de Espinas, ¿qué significa este alarde? —murmuró atónito.
El cónsul Rocabertí, jinete sobre un caballo de guerra con los belfos rosados y chorreantes, permanecía al frente de la unidad, formada marcialmente ante los muros del cementerio, con gallardetes, picas y timbales. Los aguardaban inmóviles como estatuas y empapados hasta los huesos, prestos a cumplir con un acto de dignidad. El cónsul hizo una pausa en la que arreció el repique de los tambores. Luego los silenció con un gesto autoritario de su guante de hierro y exclamó:
—Mestre Galaz, los restos de vuestro padre ya reposan en sagrado. Sus compañeros lo han querido de esta manera, pues así restituyen la consideración de uno de los suyos. ¡Respetemos su memoria, soldados de Aragón!
El algebrista comprendió que se hallaba ante una demostración de camaradería del regimiento almogávar de Grecia, que ya conocía de su estancia en el campamento. De repente sonaron los roncos cuernos de guerra y un repique de atabales.
—¡Por Aragón y el rey don Pedro, honor al capitán de almogávares Conrado Galaz! —gritó Rocabertí sobre su montura, mientras blandía su espada de batalla.
—¡Honor al adalid! —respondieron a una, en un formidable grito de rebato.
Diego no pudo contestar. Su garganta se le había quedado seca y su alma vibraba intensamente, como si cien arpas tañeran al unísono en sus oídos. ¿Se merecía aquella honra el capitán Galaz? Las siluetas de los aguerridos montañeses del Pirineo, armados con escudos, aceros y chuzos, se recortaban confusas entre la tupida lluvia. A la voz del mando sonaron los timbales, las trompas de guerra y los tímpanos. Diego se detuvo unos instantes ante la tumba de Conrado Galaz que le señaló el cónsul real, en un lugar de privilegio entre los oficiales.
En tanto rezaba una plegaria por su alma, un vozarrón inició el canto de una emotiva Salve Regina, que hizo temblar los sepulcros y los pliegues más hondos de los hispanos que allí se encontraban. Sobre las lápidas, grabadas en latín, castellano y catalán, se leían nombres y hazañas del tiempo antiguo, de los soldados muertos en Atenas. La cruz de bronce dorado estaba rodeada de flores y los ecos marianos retumbaron como un atabal de batalla en las escarpaduras de la Acrópolis.
Diego y Yehudá contemplaban emocionados la pompa castrense, los velludos pechos de los almogávares impertérritos, sus barbas recias, los rostros invadidos de cicatrices y los músculos torneados de los montañeses, que rendían el tributo a uno de sus adalides, denigrado en otro tiempo. Diego los miró cara a cara y percibió el sentimiento de fidelidad que reinaba en sus gestos.
—¡Aur, aur, adalid Galaz! —gritaron a los cuatro vientos—. ¡Desperta ferro!
A la orden de Rocabertí, la columna, sin descomponer la formación y mientras miraban a una al magister Diego Galaz rindiéndole los gallardetes, azconas y picas, descendieron colina abajo, entre un cerrado diluvio. Relampagueaban sus capacetes de hierro, las crines mojadas de las cabalgaduras, el agua cayendo por sus brazos desnudos y el plateado de los arneses y chuzos, en una visión fantasmagórica. El capitán del rey Galaz no había podido obtener mejor reconocimiento a sus desconocidos méritos. Y en la lejanía se perdía un son que erizó los cabellos a Diego, pues lejos de allí, aquel bendito lugar redoblaba su añoranza y le sonaba a cantos de arcángeles.
—¡Aragó, Aragó, Aragó! —clamoreaban su grito de combate.
La tensión que lo había embargado cesó y una marea de gozo por el deber cumplido, le subió hasta el corazón. Diego Galaz Elasar nunca se envilecía a sí mismo y cumplía sus promesas. Su ánimo inconmovible y un corazón desprendido seguían constituyendo el norte de su vida. Resultaba suficiente para quien le dio su nombre y su apellido.
—Qué ilógico y caprichoso es el destino de los hombres. Todo acabó.
Atenas, a pesar del contumaz aguacero, atraía los sentidos y la mirada de Diego. Nada impuro parecía ensuciarla y contempló su serena belleza. La misma que en otros tiempos amparó a sus maestros algebristas y a los filósofos hedonistas y epicúreos, que él leía con avidez. Una agitación vibró en su alma, como si ráfagas de aire limpio escaparan de su interior. Liberado, un tiempo nuevo se abría ante sus ojos. Conrado Galaz de Atarés ya no era un fantasma inconmovible en su mente. Había muerto para siempre.
Su tío Yehudá no pudo dejar de advertirlo.
Al fin los mares se vieron libres de vientos y borrascas. La galera realizó algunas escalas comerciales en el mar griego, en Andros y en la isla de la Hydra, para cargar tanino de Quíos y quermes para los tejedores barceloneses, clavo, azafrán y azúcar, para luego recalar en Knossos, cuya leyenda sobrepasaba en gloria a Grecia y a Roma. Diego se ensimismó en su inmensidad y meditó echado contra la amurada sobre el futuro de su existencia y la actitud que habría tomado Isabella ante su decisión de alargar el encuentro y su promesa de volver. ¿Seguiría siendo la muchacha que había conocido y amado? Los remos batían con monotonía las aguas mediterráneas, hasta que la azulada silueta de Sicilia compareció frente a la proa.
El crepúsculo iluminaba a la Dama de los Tres Valles, como llamaban a Palermo los marineros, protegida por los farallones rocosos de Catalfano y Pellegrino. La travesía había concluido, y Diego y Yehudá se recuperarían en la casa de los Elasar de los estragos sufridos en los desiertos de Palestina.
La familia Elasar recibió fervorosamente a Diego. Amaban cada día más al nuevo miembro del clan de ojos candorosos y carácter espontáneo; Abigail, la esposa de su tío, una mujer de pelo azabache y piel olivastra, lo halagaba con desvelos, instándolo a quedarse a vivir con ellos. Diego rechazó la invitación, aunque con desazón, pues pensaba constantemente en Isabella y anhelaba vehementemente regresar a Barcelona. ¿Lo aguardaría aún?
—La inquietud consume mi alma, pero mi vida ha quedado unida a los Elasar para siempre. Regresaré cuando arregle un asunto del corazón —les prometió agradecido—. He recuperado a mi familia y no pienso abandonarla. Dios es mi testigo.
Diego percibía una sensación desconocida en Palermo, la Ziz fenicia, la Paleópolis griega, la Balharm árabe y la Matorana normanda, cuyos vestigios visitó y donde recobró los bríos y puso en orden sus sentimientos. Mientras zarpaba para las Españas participó en las fiestas judías en la casa de su tío Yehudá, un vergel de lujuriante vegetación cercano al palacio de la Zisa, con una fuente y bancales de rododendros y arrayanes que restañaron las heridas del alma y del cuerpo. Era un oasis de paz, donde tomó decisiones sobre el futuro que reveló a su tío Yehudá, el cual las aprobó.
—Ardo en deseos de hacer partícipes de mi nueva identidad a quienes amo, tío. He encontrado una vereda segura y no la deseo abandonar. Volveré pronto.
—Ahora tenemos un proyecto común que defender. Esperaré tus noticias, sobrino.
Se despidió de Yehudá y Abigail, dos almas insobornablemente cercanas, y de sus hijas con un destello espontáneo de cariño hacia su recién estrenada familia.
Al zarpar la galera de La Roda una constelación de reflejos iluminaban el mar, en un haz de luz ilusoria, que parecía emerger del fondo de las aguas.
Si agradable fue su estancia en Sicilia, el regreso a Barcelona se convirtió en un deleite tras sus andanzas por el extremo del mundo. Ya no le afectaba el vaivén del mar. Iba descalzo por la cubierta, cantaba salomas marineras, jugaba a los naipes y dados con los remiches y con su capuz embreado se subía a las vergas para encender los fanales, cuando las sombras ennegrecían los cielos azules y la luna trazaba en las aguas caminos de azófar. La lluvia, la intemperie y el tiempo habían descolorido su capa, y una barba cerrada de color castaño enmarcaba su rostro.
Arribó en un barco siciliano para guardar el efecto de sorpresa con el que pretendía rodear su regreso. Nubes plomizas ocultaban el astro de luz. Desembarcó en el pantalán justo dos años después de su partida en La Violant que, según sus noticias, fondeaba en la dársena, oculta entre el mar de mástiles, velas y bolardos que sujetaban los bitones. Aspiró la brisa y se complació de pisar la tierra que amaba.
Rondaba un día desapacible y nubarrones encrespados ocultaban la luz matutina, fundiéndose en un gris cargado, el cielo, el mar, las techumbres de los tejados y el Pórtico de Forment. Sorteó a un enjambre de galeotes y a unos oficiales del rey que se empeñaban en guardar su formación. Cayeron unas gotas, desatándose después un aguacero que cubrió de opacidades la Lonja y la Fuente del Ángel. Olía a tierra mojada, a salitre, a especias y a pescado podrido, el olor familiar de la Ribera. Aguardó a que escampara y tras salvar los tablones del Mercat del Born, dobló la esquina del carrer de Montcada, donde confiaba hallar a su inveterado amigo, l’honorable senyer Jacint Blanxart.
Lo recibió el mayordomo que ya había conocido en su primera estancia en Barcelona, el cual, tras demandarle hoscamente su nombre, desapareció pateando sin compasión a los canes que ladraban como endriagos. Apareció la desgarbada figura del Cargol con sus habituales ropones borgoñones y, tras de él, la sombra opulenta de Lucetta, que desapareció medio desnuda escaleras arriba, ocultándose de su mirada. La sorpresa y el contento zigzaguearon en los ojillos del armador catalán, que brillaron con un fulgor de sorpresa. No pudiendo contener su emoción, se turbó ostensiblemente.
—¡Por las bocas del Averno! Hoy es el día más feliz de mi vida. El hijo pródigo ha vuelto. Ven a mis brazos —y se fundieron en un prolongado apretón.
—Salud Cargol. Nuestras estrellas se vuelven a juntar, hermano.
El armador se detuvo, lo observó y balbució con incredulidad:
—Conocí a un maestrillo demente llamado Diego Galaz de Atarés, luego me separé de un osado, y aún más loco, Jacob de Sefarad. Ahora, ¿recupero quizás a un desconocido Elasar? Tu barba de zelote bíblico así parece proclamarlo. Me da la sensación de que existe un sugestivo capítulo de tu vida que desconozco y que me vas a contar. Santa Eulalia ha velado por ti y te ha traído salvo, redeu. Bebamos por tu feliz regreso, hermano.
—Mi curiosidad casi me acarrea la muerte, Jacint, viejo amigo. Escucha.
Después de una cena en la que no faltó una aromática escudella, costradas de mariscos, setas con salsas de almendras, cinamomo y jengibre, tortas de yemas de huevo y vino del Priorato, prodigaron las confidencias, las exclamaciones del armador catalán, incrédulo ante sus palabras, que alcanzó el paroxismo cuando Diego le anunció la trágica desaparición de su socio Zakay ben Elasar, la verdadera historia de Conrado Galaz el adalid de almogávares, y la pasmosa noticia sobre la identidad de sus padres. Estupefacto, Blanxart fue incapaz de asumirlo, hasta el punto de resbalársele el copón de resolí que sostenía en las manos, cuando oyó el nombre del príncipe Joan d’Aragó.
—Si esa revelación no hubiera salido de los labios de Zakay, no la creería. Pero posee rasgos de verosimilitud. Recuerdo que en las largas vigilias que pasábamos ante ábacos y pergaminos en Alejandría y sobre la cubierta del barco, me reveló que era depositario de un secreto sobre su hija muerta, que me haría palidecer si lo conociera. ¡Y redeu que lo ha conseguido! Veo que la trama cortesana sobre la que me preguntabas ignorante y que a mí me intranquilizaba, se maquinó realmente. Pero nunca imaginé que tú figuraras como actor de privilegio junto a tan esclarecidos comediantes.
Diego se sentía feliz por haber logrado lo que buscaba. Era evidente.
—Y por irreal que parezca, yo, un algebrista sin cátedra donde enseñar, soy hijo de una judía y de un infante de Aragón. Un bastardo que por mor del azar fui pieza de cambio en el tablero de dos reyes rivales. Ni yo mismo puedo creerlo, Jacint.
—¿Y vas a hacer alguna reclamación? —se interesó el catalán.
—En modo alguno, Jacint —adujo con vehemencia—. Prometí a mi abuelo no remover el pasado. No me siento obsesionado por pertenecer a ninguna casta real. Bastantes desgracias sufrieron los Elasar por mezclarse con el oropel palaciego.
El mercader se encogió de hombros y brindó por el éxito logrado y por su fe.
—Tienes razón, Diego. Los monarcas no suelen querer a sus bastardos. ¡Mándalos al diablo y empieza a vivir!
—Asumiré la de los Elasar y respetaré la de mi supuesto padre el capitán Galaz, al fin y al cabo, un noble ajeno a mi existencia. En San Juan y las universidades donde estudié se me conoce como el magister Galaz. ¿Por qué cambiarlo ahora? Ambos murieron y tan sólo me queda Yehudá como eslabón que me une a la sangre de mi madre Séfora, la gran perdedora de esta trágica historia de falsarios. Me llamaré Diego Galaz Elasar.
—Obras con sabiduría —le corroboró el barcelonés—. Dejar las cosas como quiso el destino, es lo más provechoso para tu futuro.
Diego hizo una mueca de misterio y, acercándose, le afirmó:
—Jacint, a ti no puedo ocultártelo, pero has de saber que aún falta una pieza por encajar en el jeroglífico de mi pasado que me hurga las tripas como un hurón hambriento. Algo revolotea en ellas que no me encaja, porque me pregunto: ¿asesinaron a mi madre o murió de parto?
Blanxart lo miró con desilusión.
—No tienes remedio, Diego. Deja tu pasado en paz —le aconsejó con cordial reproche.
—No puedo, lo siento. Es superior a mis fuerzas. Mi mundo se derrumbó como un castillo de naipes en cuestión de horas cuando fray Bernardo se sinceró conmigo. He permanecido desorientado como una birlocha china durante meses. Ahora lo único que me importa es concluir mi búsqueda. ¿Comprendes, hermano del alma? —se defendió, indócil como un león.
Jacint le dedicó una mirada de complicidad y le sonrió.
—Siendo así, debes buscar ese capítulo que cierra la historia —lo animó.
—No quiero modificar mi destino, pero ni mi abuelo ni mi tío Yehudá, despejaron mis dudas sobre la muerte de esa frágil mujer que vivió entre una jauría de perros, mi madre. Lo han mantenido en medio de una nube de misterios. Flujos, pérdidas de sangre en el antiparto, ausencia de un físico en el alumbramiento, ruptura con su marido, no son señales naturales en una hembra hebrea que anuncia una nueva vida. Sus explicaciones me sumieron en el desaliento, e insistía una y otra vez en que arrastraba una culpa que nunca redimiría. ¿No te parece extraño y revelador?
Lo miró directamente a los ojos y no pudo contener una mueca de malestar.
—¿Y eso qué tiene que ver, Diego? Es la reacción natural de un padre dolido y zarandeado por una pugna permanente entre dos reinos rivales. ¿Consideras que pudo tratarse de un episodio más de la trama y que a tu madre la asesinaron? —preguntó.
Las facciones de Galaz se agitaron y adoptó la actitud de un hombre herido.
—Jacint, amigo mío, resulta incuestionable que dos partidos irreconciliables compitieron por manejar el trono de Castilla, entonces en un precario equilibrio, y que obraron con crueldad, sin miramientos, sin piedad, como lo hacen los reyes. Durante la travesía desde Jaffa a Barcelona no hice más que reflexionar y creo que mi madre pudo ser eliminada. Su relación con don Joan comprometía los proyectos del soberano de Aragón, aterrado con que se supiera que su hijo tenía descendencia con la hija del almojarife real de Castilla, un judío, por tanto de raza abyecta y mal vista.
El armador se resistía a aceptar las teorías catastrofistas de su amigo.
—Pero ¿quién pudo ser el ejecutor de tal iniquidad? ¿No estará muerto? Yo que tú lo olvidaría todo, Diego. Eres demasiado ávido de disparates. Vive en paz.
—No puedo cerrar en falso el origen de mi vida. Me falta un eslabón de importancia capital para mí. Creo que se lo debo a mi infeliz madre —afirmó con gravedad—. En un principio sospeché del sedicioso Juan el Tuerto, un hijo de mala madre y cabrón de los infiernos. Pero a nadie más que a él interesaba nuestra pervivencia. Constituíamos un arma impagable para enfrentarla al príncipe Joan d’Aragó, convertido entonces en arzobispo de Toledo y chantajearlo si fuera menester. Una judía hechicera y un bastardo, dos saetas dirigidas al corazón mismo de las ambiciones catalanoaragonesas en Castilla.
—¿Y entonces, Diego? —apuntó Jacint en tono preocupado.
La voz de Diego se elevó.
—Recapacité y la lógica me lo dictó. Deseché la idea de que el bando catalán deseara mi muerte, o la de mi madre, Séfora Elasar, pues al fin y al cabo llevaba en su vientre su sangre. De haberlo pretendido me hubieran eliminado en casa del adalid Galaz, y en paz. ¿No hubiera sido lo más lógico? Así que otra mano, la de un noble castellano, se afirmó en mi cerebro.
Unos instantes de tensión se adueñaron de la sala. Blanxart, que lo miraba de hito en hito, tomó un sorbo de vino; mientras recapacitaba, no dejaba de reconocer que aquel hombre, por su sagacidad y generosidad, era digno de la cuna que pregonaba.
—¿Quién pudo entonces perpetrar semejante atrocidad sin que se advirtiera?
A modo de respuesta, unas enérgicas palabras resonaron contra los muros.
—Pues sencillamente el que se decía protector de mi abuelo y de mi madre. El todopoderoso don Garcilaso de la Vega, valido de reyes, mayordomo real, conde de Gúdar y preceptor de la princesa Blanca de Castilla y de Aragón —exclamó convincente.
—¿Y quién es ese personaje que señalas como pieza clave en esa partida de ajedrez?
Diego sacudió la cabeza con crispación, pues su solo nombre lo inquietaba.
—Un ruin y desalmado caballero, actor capital en la trama, valedor de los príncipes María de Aragón y Pedro de Castilla y tutor de la pequeña Blanca, hija de ambos, cuyos derechos defendió con uñas y dientes, acudiendo incluso al veneno y al crimen —se expresó contundente y con la ira en su mirada—. Yo, como hijo bastardo del infante aragonés, constituía un peligro para la honra de mi padre; y como perro fiel y a sueldo del rey Jaime II, aun siendo castellano, estaría dispuesto a convertirse en verdugo de quien fuera con tal de proteger a la niña y a los infantes de Aragón. La cicuta, la delación y el perjurio eran práctica usual en la corte en aquellos años turbulentos. Y él era el feroz guardián del honor de mi padre don Joan.
Jacint no podía dar crédito a la imaginación de su amigo.
—¿Y cómo lo demostrarás? Aquella maquinación se diluyó como el humo hace veinte años. Ya nada es como fue. Don Pedro murió en Granada luchando contra los nazaríes. La «enigmática dama de negro», María de Aragón, su esposa, murió según me dices recluida en los claustros de San Pedro de Sirena. Blanca pasó a mejor vida en las Huelgas burgalesas siendo aún niña. El rey Jaime II, tu abuelo y tu padre don Joan yacen bajo lápidas suntuosas. Zakay goza de la presencia de Dios y Conrado Galaz duerme el sueño eterno en Atenas. No queda ningún actor de aquella farsa, ni tan siquiera el joven rey de castilla, don Alfonso Onceno, que murió de la peste negra en Gibraltar —le advirtió firme—. Y Garcilaso, ¿vive aún?
—Según mi tío sí. Se retiró a sus posesiones en la frontera de Aragón, a dos días de cabalgada de Tortosa —le anunció con un gesto triunfal—. Lo visitaré y confrontaré su declaración con ciertos sucesos oscuros que habrá de explicar el muy bellaco. El tiempo de mis vacilaciones concluyó hace tiempo, Jacint. Si no ha fallecido, le pediré explicaciones y aún puedo clavarle un puñal en el corazón a ese falsario cortesano.
Jacint lo miró con aprecio, dándole a entender que erraba buscando venganzas.
—Sólo el devenir de un hombre es hermoso y merece la pena vivirlo, Diego. Busca a Isabella, entierra cuanto antes el pasado y sé feliz —le aconsejó amistosamente.
—No puedo, Jacint. Siempre al lado de cada mortal hay un semejante que con su maldad y envidia te impide ser feliz y he de desenmascararlo —se desahogó.
—No te portes como un loco, Diego. Por escudriñar el pasado puedes perder tu porvenir con ella. Deja todo y coge hoy mismo el camino de Zaragoza.
Galaz le palmeó el hombro con gesto de paz y de camaradería.
—Mi futuro será más bello si sello el ayer y reconcilio mi espíritu, Jacint. Que el Creador y el Santo Evangelio vengan en mi socorro. Deseo correr y entregarme en brazos de Isabella. Su hermosura brilla en mi alma como el primer día de la creación. Pero antes he de cerrar la cadena del pasado, uniendo el último eslabón.
Las velas se habían consumido como el vino de Chipre de la jarra.
Aquella noche, Diego pudo comprobar que la intensa pena que contraía su corazón desde niño se había extinguido. Diego, entre los vidrios de su alcoba, distinguió las luces almibaradas de los barcos, que oscilaban como ojos de sirenas en el mar.
Después de cinco días de ociosidad en casa de Blanxart, en los que banquetes se habían sucedido sin freno, hasta el punto de que cada comida concluía en un bacanal, decidió rendir visita a Garcilasso de la Vega. ¿Qué impedía a Diego cumplir con sus proyectos de exigir una explicación al que creía asesino de su madre? Jacint abrió en su honor un tonel de vino cluniacense del Auxerrois, para celebrar el encuentro. La víspera de la partida recuperó su antiguo aspecto, se aseó y se cubrió con sus mejores galas, calzas divisadas de dos colores, bonete empenachado y jubón all’italiana.
El sol otoñal lamía la gibosidad verdosa de Montjuich y decidió visitar primero la Pia Almonia donde aún debía hallarse Romeu Bassa. Para su sorpresa, el pilluelo había sufrido en aquellos dos años una pasmosa transformación. Había crecido más de dos palmos y una melena de pelo rubio hermoseaba su rostro. El muchacho se aferró a su mano y la besó con un gesto de agradecimiento, que conmocionó al algebrista.
—Romeu, más que un grumete, te has convertido en un auténtico marinero.
El chico, que vestía un jubón lucido y una chaqueta y birreta de paño de Holanda, se sonrojó mientras le sonreía con gratitud.
—Senyer Diego, no lo creeréis, pero he rezado a san Jorge todos los días por vuestro feliz regreso y hace unos días soñé que juntos surcábamos las aguas del Mediterráneo. El sueño de mi padre se hará realidad gracias a vos. Yo, convertido en un hombre de mar. Sé leer y escribir, además de interpretar portulanos y cartas de marear.
—Pues probablemente tus fantasías se hagan realidad, Romeu. Y si tu madre lo aprueba, me acompañarás el próximo verano a Alejandría. Tengo muchos proyectos para ti. La Roda, de la que soy copropietario, precisa de amanuenses despiertos y letrados. ¿Te seduce la idea?
—Jamás pude ni soñarla —confesó ensanchando su sonrisa.
Diego se veía como en un espejo en aquel mozalbete abandonado de todos, ahora que se había quitado el velo del desconocimiento y había llegado a comprender los manejos que habían convertido su pasado en un campo de dolor. Ya no tendría que llevar una máscara prestada.
Su destino era únicamente suyo, sin fingimientos ni mentiras.