Hubo un momento en que Diego se dio cuenta de lo rápidamente que es demasiado tarde. En sólo un instante reinó una espantosa confusión entre los alaridos de pánico.
Pero su sorpresa al divisar a los que dirigían la matanza no disminuía: entre el capitán de la horda y el confaloniero que izaba el estandarte del Profeta, a horcajadas sobre un camello, destacaba la figura contrahecha de un viejo conocido, Neemías el Cojo. Su barba dividida, la faz de hiena, la muleta a su espalda en bandolera, la cabeza rala moteada de greñas desordenadas y sus ojos pitañosos, le resultaban inconfundibles.
—¡Bellaco cabrón de los infiernos! —chilló impotente Diego.
¿Era tan cruel que venía a presenciar el exterminio de aquellos hombres compasivos y santos? ¿Cómo podía un judío traicionar a sus hermanos? ¿Quizás no cobraría la recompensa si no les ponía en bandeja al rabí Megas? ¿Huía de Jerusalén para no dar explicaciones de su cobardía? ¿Era en realidad un musulmán al servicio del gobernador? Diego, consternado y rojo de ira, no se pudo dominar y gritó con odio:
—¡Bastardo traidor! Me engañaste y yo mismo te conduje hasta aquí. Dios mío, nunca me lo podré perdonar. —Pero sus palabras fueron ahogadas por la barahúnda de clamores y galopadas.
Los alertó impotente desde la distancia alzando los brazos, pero sus avisos quedaron apagados por la algarabía. Sus presagios se habían cumplido; y tal como aconteciera a su llegada de Jerusalén, los mercenarios del sultán caían como rayos de muerte sobre la crédula procesión de los ascetas hasidim. Algunos, lejos de aguardar la muerte como mansos corderos, les hacían frente heroicamente, mientras otros se ofrecían sumisamente al sacrificio.
Dios, en vez de enviarles al Mesías, les mandaba al siniestro ángel exterminador y su cohorte de asesinos. Diego se ocultó en los arcos del acueducto, donde era difícil que lo sorprendieran. En pocos instantes la procesión se convirtió en un caos y las cabezas rodaban como fardos por la montaña, mezclándose la sangre con la tierra de la planicie.
Saeteaban sus cuerpos, que caían erizados como puercoespines, mientras otros corrían hacia el oasis de Ain, o rodaban por los repechos, perseguidos por los jinetes negros que se servían de látigos para rematarlos. Diego advirtió desde su escondrijo que algunos lograban escapar ocultándose en el palmeral. De repente estalló un alarido atroz contestado con júbilo por los otros asesinos, y el estruendo de los rugidos y las armas pareció acallarse.
Un guerrero sarrasin blandió la cabeza de Ben Megas. Al parecer habían cumplido el objetivo esencial del asalto. Habían encontrado y abatido al gran rabino de Jerusalén, el guía más buscado de los hasidim y la presa más deseada por el gobernador Ibn Amir, que aquella noche dormiría más tranquilo en el lecho de plumas de su harén, rodeado de sus favoritas. Decapitado al cabecilla del movimiento liberador de Israel, y al que creían muy lejos de Palestina, cumplía con creces su misión.
—¡Allahu akbar!, ¡Alá es grande! —vociferaban los asesinos negros.
Diego, imposibilitado de ayudar por la distancia, contemplaba la matanza. Súbitamente se le ocurrió una disparatada idea. Ayudado por la confusión, serpeó velozmente entre el pedregal. Con sigilo se acercó al palomar donde las aves mensajeras revoloteaban inquietas. Pensó que colocarle un mensaje en sus anillas resultaba ilusorio, pero si les concedía la libertad, tal vez aquellas torcaces volaran a las comunidades cercanas y su inesperada presencia evitara una nueva carnicería.
Desconocía si podía servir para algo, pero bruscamente separó el cerrojo, y una bandada de no menos de treinta palomas batieron sus alas perdiéndose en los cielos, rumbo a Farán, Sin, Madián, Sinaí y las llanuras de Sefela. Le ardía la boca y la respiración se le entrecortaba. Una vez más, el mal y el fanatismo le presentaban su cara más sórdida. ¿Qué habría sido de los Elasar, padre e hijo?
Rematado el gran rabino, los sarrasin irrumpieron en el cenobio, lo saquearon e incendiaron los chamizos haciendo salir a los niños y mujeres de los jóvenes ascetas. A algunas las arrastraron y ataron como bestias en una hilera que fue conducida a empellones hacia el camino de Qumran, para ser vendidas como esclavas en Damasco. Lanzaban lamentos de muerte al contemplar a sus maridos entre un amasijo de cráneos deshechos, sanguinolentos y aplastados.
Como nefasto colofón, del lugar que ocupaba el scriptorium escapó un fuego devorador que reducía a cenizas la prodigiosa compilación de rollos bíblicos de la comunidad. «Qué pérdida tan irreparable —pensó Diego—. Tras un hombre civilizador, siempre se esconde una caterva de incivilizados destructores».
—¡Al Hamdu li-lah!, ¡Alabado sea Alá! —coreaban tras la matanza.
Regresó al escondite del acueducto mientras la chusma asesina escupía sobre los muertos, se orinaba en ellos y violaba salvajemente a las esposas de los místicos delante de los ojos de sus hijos, mientras otros agitaban en sus venablos los testículos, manos y cabezas de los muertos. En las cuevas se observaba una actividad devoradora. Los místicos trepaban por las laderas y se perdían en el laberinto de las cuevas excavadas en la montaña. Pronto un hedor acre a papiro, carne y azufre quemados, se expandió por la meseta haciendo el aire irrespirable. ¿Por qué no asesinaban a los otros hasidim? Estaba claro que lo habían seguido hasta allí y que sólo les interesaba el Rabino de Justicia, Ben Megas. Decapitada la cabeza, el cuerpo moriría por sí solo. Con la escasa visibilidad, Diego no podía ver la suerte que habían seguido sus parientes. «¿Qué delito han cometido estos hombres? ¿Era necesario un exterminio tan cruel de inocentes?», se lamentó.
Una vez más el principio se cumplía inexorablemente: los pacíficos y sabios sucumbían ante la barbarie, el terror y la intransigencia. Diego se movió por el pasadizo que comunicaba el acueducto con los pilones de abluciones y salió a la luz con prudencia; avistó a los brutales sicarios del sultán a menos de treinta pasos.
Súbitamente se oyó un cuerno de guerra y los sarrasin más rezagados iniciaron la retirada dejando tras de sí la desolación. Sus siluetas, difuminadas por el sol, y los turbantes de los carniceros se perfilaban sobre el horizonte como jinetes apocalípticos. Después se hizo el más lúgubre de los silencios. Los bueyes de la carroza vagaban sin rumbo, ajenos a los llantos, mientras una columna de humo anunciaba que la comunidad de hasidim de Qumran había quedado convertida en cenizas. El sueño de la aparición del Zonara había concluido sin mérito y de una forma indigna.
«Los sueños mesiánicos suelen acabar así, sin gloria, sin enviado, sin salvación, con ceguera pertinaz, con sangre, truncados por la intolerancia —pensó abatido—. El hombre siempre se comporta igual y repite la historia una y otra vez con idénticos resultados de desastre, dolor y desesperanza. Pero ¿qué sería de la humanidad sin sueños imposibles y sin doblar la rodilla para luego levantarla?».
La desbocada fe del nasí se había quebrado sin honor, como un viejo cántaro.
En cuanto desaparecieron los carniceros mamelucos, fueron apareciendo de entre las frondosidades del oasis los asustados beduinos, una pareja de hasidim heridos que apenas si podían sostenerse y la chiquillería que habitaba en las inmediaciones del mar de la Sal. Diego, al pasar por el cobertizo, recibió en el brazo el estadillo de unos tizones que ardían junto a la cal viva. Corrió a la alberca e introdujo el brazo quemado, mientras chillaba de dolor. Untó la quemadura con barro y se unió a la comitiva de dolientes, mientras un frío aterrador le corría por la espalda. La quemadura lo punzaba pero sus ojos exploraron vacilantes buscando a los Elasar. No hubo que buscar mucho. Cerca de la higuera donde habían mantenido sus primeras confidencias, el cadáver de su abuelo Zakay ben Elasar, nasí de Aragón, yacía con las manos entrelazadas en el pecho, con el cuello cercenado y la sangre reseca.
—Tal como querías tus huesos quedarán para siempre en la Tierra Prometida, lejos de tu Guadalajara natal —musitó Diego cerrándole los ojos—. Viniste desde Sefarad para encontrar entre estos pedregales una muerte estéril, corriendo tras las sandalias de Mesías imposibles, que no hacen sino enloquecer a Israel. Has traspasado en paz la barrera entre el mundo terrenal y el celeste. Que el Dios de tus padres te tenga a su diestra. Amén.
Su mirada fija y sin vida mostraba una inconmensurable serenidad. En sus labios no se advertía ningún gesto de espanto, sino de serena aceptación, como si aguardara aquella muerte tan horrenda. Permaneció en silencio, con el cuerpo inmóvil en su regazo, hasta que le cubrió la cara con su tailasán. Una de sus lágrimas se le deslizó por la barba cayendo sobre el cuerpo de su abuelo, al que, a pesar de su contradictoria personalidad, había comenzado a amar.
Más adelante se amontonaban más cadáveres, pero no halló a Yehudá. Los examinó uno a uno y comprobó que no había heridos, sólo muertos salvajemente destrozados. Anduvo largo rato, pero los despojos de su tío no aparecían. El sol estaba en todo lo alto y sudaba copiosamente. Siguió el camino que habían hecho los hasidim que se habían deslizado por los terraplenes, pero tampoco lo halló entre ellos. El olor a putrefacción comenzó a adueñarse de la atmósfera y los buitres sobrevolaban los aires del desierto de Judea. Alguno perros sarnosos olisqueaban la sangre que empapaba los cañizales, en tanto que Diego rastreaba, durante más de una hora, entre el vergel, hasta la orilla del mar. El corazón le dio un vuelco y sus entrañas se agitaron, pues tres cuerpos inertes flotaban en sus orillas. «¿Qué prodigio ocurre en estas aguas que los cadáveres no se hunden?», se preguntó, ignorando el portento de la alta salinidad del mar Muerto.
Volvió pesadamente el primero y constató que había ido a morir al mar, como el segundo, que presentaba un profundo corte en el pecho. El otro, emergía boca arriba y la sangre desfiguraba su rostro. Lo zarandeó e identificó con gozo que se trataba de Yehudá, el hermano de Séfora, su madre. Lo atrajo a la orilla y comprobó que respiraba. Una saeta sarracena le había atravesado un brazo, del que manaba un reguero de sangre y una herida mellada, fruto de un latigazo, le había descuajado el cabello tras la oreja, arrancándole la piel y la encarnadura, desde la cabeza hasta el hombro.
Lo arrastró hacia el cobijo de una tienda beduina, donde con la ayuda del viejo que ya había conocido, lavó su quemadura y restañó las heridas con llantén. Transido de dolor Yehudá recuperó el sentido a la caída de la tarde y aceptó estoicamente la muerte de su padre. Pedía agua con ansiedad y Diego le dio a beber sorbos de un jarabe de ajenjo, hasta que entró en un sueño intranquilo.
En aquel atardecer fatídico y entenebrecido, los pájaros del oasis de Aín no cantaron, como sumándose al dolor de los vivos.
Al día siguiente, entre sahumerios de kaddish y los cantos fúnebres, se enterraron los cuerpos de los hermanos abatidos en las planicies de Qumran, en un funeral discreto al que acudieron los asustados ascetas de las grutas esenias, que como hormigas afloraban de los huecos excavados en la roca. Con las cabezas embadurnadas de ceniza se daban golpes de pecho, golpeaban sus brazos y se lamentaban por la pérdida de sus hermanos y por el fin del sueño mesiánico. Un hasidim malherido, que apenas si podía mantenerse en pie, se tocó con un tallit y cumplió con la liturgia. Echó polvo del desierto en los ojos y órganos genitales de los muertos y depositó una moneda de cobre, un siclo, en cada una de las bocas de los difuntos. Tras completar los rituales círculos en derredor de la fosa, moviendo adelante y atrás su cabeza, rogó:
—Elohím Adonai, que Metatron, el arcángel que anota las buenas acciones de tus hijos, los conduzca hasta tu presencia. Concédenos a los supervivientes el valor necesario para seguir aguardando sin desalentarnos la venida del Mesías.
Ningún epitafio inmortalizaría el lugar donde habían sucumbido aquellos hombres en infructuoso sacrificio. Luego, como un ejército derrotado, los que habían sobrevivido al ataque desaparecieron por las trochas de Jericó. El delirio de aquel puñado de locos piadosos lo había conmocionado. Diego, airado, se propuso arrebatar de las manos de la muerte cuanto le quedaba de su sangre, su tío Yehudá ben Elasar, que debatía entre la vida y la agonía.
—Que sus muchos sufrimientos descarguen sus culpas, Señor.
—La muerte debe sernos tan conocida como nuestra propia sombra —musitó Diego apagado.
Diego ascendió hasta las escarpaduras del Qumran y alzó su mirada consternada hacia el norte. Con dolor contempló el curso del Jordán, que espejeaba entre el verdor de sus orillas y las dunas del desierto de Judea, matizadas de color ocre. Todo era silencio, el silencio de la muerte.
Su espíritu se sosegó, a pesar de su desolación.
Al menos no retornaba a Alejandría con las manos vacías.
Tres días permaneció en el oasis con Yehudá, abrasado por la calentura.
A cambio de unos zuzs de plata que guardaba en el cinturón, consiguió leche fresca de camella, queso y las hierbas que necesitaba para bajarle la fiebre a Yehudá y sanar sus heridas, que limpiaba con agua del mar bíblico y un bálsamo de tragacanto, polvo de alcrebite y oximiel, que había aprendido de un códice de la biblioteca de San Juan de la Peña, llamado Los buenos consejos de los Monjes, en el que fray Bernardo le dejaba husmear. El viejo nómada compuso también un electuario que elaboró a partir de la pulpa de las palmeras que aplicó en sus contusiones para evitar que se emponzoñaran.
—Sin compasión, un hombre ya no es humano —le aseguró el viejo por su valor.
Aprovechando que unos ovejeros seguían ribera abajo, Diego compró un asnillo a los beduinos, pues había perdido el suyo en la irrupción de los mercenarios, y los siguió para protegerse de los salteadores de caminos. A los lejos observó a algunos ascetas de las cuevas que también emprendían la huida con destino a los monasterios del Sinaí, enterados de las terribles represalias emprendidas por el gobernador contra los judíos de Jerusalén, Cesarea, Ascalón y Tiberíades. Se sentía como un delincuente, por lo que desestimó el regreso por Jerusalén para evitar malos encuentros.
Después de dos días enteros sufriendo el sol bochornoso del estío, alcanzaron el oasis de Ras, donde descansaron para recuperar fuerzas, con Yehudá aún enfermo y con aspecto de moribundo. Diego pudo curar la llaga de su brazo, que exhalaba un líquido blancuzco. Yehudá, animado por su sobrino, brindó una nueva ocasión a la vida, pero su salud era muy precaria. Con la compañía de los pastores se internaron en el camino de Gat, frente a Filistea, donde el agua de los pozos escaseaba. Desde allí, padeciendo dificultades sin límite, sin fuerzas y acuciados por la sed y el hambre, se aventuraron solos por el peligroso camino de Jaffa, infectado de bandidos.
El algebrista confiaba en la recuperación de Yehudá, pero a veces pensaba que su estado, a veces agónico, lo conduciría a la tumba. El herido deliraba, y con la mirada ausente, apenas si hablaba, mientras rogaba a Adonai con un hilo de voz seguir la misma suerte que su padre.
—Adonai, no pruebes más a tu siervo y déjame morir en Eretz Israel —rogaba.
Diego pretendía llegar antes de finales de septiembre al puerto de Jaffa, para desde allí zarpar rumbo a Alejandría. Ya no era posible embarcar en La Violant, pero hallarían la forma de hacerlo antes del invierno en alguna nave cristiana que los llevara a Barcelona, Sicilia o Marsella. Ese empeño le quitaba el sueño a Diego, que sacaba fuerzas de flaqueza para seguir arreando el jumento sobre el que se moría Yehudá.
Polvo, desiertos de espantosa soledad, secos zarzales, olor nauseabundo a sirle de las ovejas y la inquietud por un Yehudá agobiado por una pavorosa calentura, alarmaban a Diego. Con los labios secos y la piel requemada, el herido rezaba constantemente, mientras trepaban como cabras por los torrentes de Palestina al oír cascos de caballerías, supuestamente de bandidos. Yehudá rogaba una y otra vez a Diego que lo abandonara en cualquier poblado, pues con la rémora que significaba él mismo no llegaría a tiempo antes de que cerraran los puertos mediterráneos.
—Juntos iniciamos este viaje y juntos lo terminaremos. Dios nos concederá bríos.
A pesar de las penurias, se presentaron en las inmediaciones de Gat, exhaustos, con los pies descarnados, las vestiduras raídas y hambre en el estómago. Diego, temiendo por la precaria energía de Yehudá, decidió descansar unos días. Le quedaban pocas monedas, pero las empleó en emplastos y en pagar a un físico fenicio, que curó con pericia a su tío. Con las fuerzas algo recuperadas reanudaron el camino, pero las leguas se le hacían interminables y a veces veían espejismos que hacían sonreír de placer al enfermo. Carecían de agua y desconocían dónde hallarla.
Un anochecer eligieron un abrupto lugar para descansar, tras unas rocas que los harían invisibles a los salteadores, muy cerca de unos zarzales. Diego, recordó una artimaña aprendida de fray Bernardo y decidió valerse de ella, pues, sedientos y sin agua, les iba la vida en conseguirla. Cogió del morral tres vejigas vacías, y las introdujo en otros tantos tallos de las plantas espinosas, que por allí crecían, atándolas por su abertura, ante el asombro de su tío, que no daba crédito a lo que veía, achacando la singular práctica al cansancio.
—Aguardaremos al amanecer, Yehudá. Este breñal nos salvará la vida.
—Hijo, no se puede extraer agua de un espino, eso sólo lo consiguió Moisés —le recomendó, considerando que el sol lo había trastornado—. Moriremos de sed. Mi nefesh[17] se halla presto para abandonar mi cuerpo mortal y encontrarse con el Altísimo.
—No desesperes, Yehudá. Vela por ti un Elasar —le animó sonriendo.
La noche transcurrió sin sobresaltos pero con oscuras pesadillas. Diego se despertaba con los chillidos de las hienas y los trotes lejanos de los corceles y las voces de los ladrones. Yehudá abrió los ojos apremiado por la sed, que pedía sin apenas voz.
Pero prodigiosamente, cuando un sol rosado compareció tras los montes de Judea, observó un prodigio que le alegró el rostro por vez primera. Despertó a Diego, que con júbilo desató las vejigas con sumo cuidado, comprobando tal como había pronosticado, que con la transpiración nocturna, centenares de gotas se habían adherido a la piel, dejando en el fondo el poso de fresco rocío, suficiente para beber unos sorbos que significarían su salvación, pues antes del ocaso alcanzarían los poblados cercanos a Gaza, cuyas majadas se divisaban en lontananza. Yehudá Elasar, con unas ojeras profundas y mientras se humedecía la boca y tragaba las gotas, apretó la mano de su sobrino en señal de gratitud y de admiración.
—Verdaderamente, Diego, eres un hombre de recursos, como el abuelo Zakay. He pasado de ser un cadáver, a convertirme en un hombre con esperanzas de vivir. Sin ti nunca hubiera podido regresar y abrazar a mi esposa y mis hijas —dijo, y lloró.
—No sé si nos ha salvado el cuartillo de mi sangre judía, o el de la aragonesa, pero con la ayuda de Dios y nuestra firme voluntad lo conseguiremos. Somos unos Elasar, ¿no? —lo alentó asentándolo en el jumento, que trotó oliendo el agua lejana.
—El pueblo hebreo está condenado a vagar de un sitio para otro en un éxodo sin fin. Es nuestro signo, sobrino —deploró Yehudá—. Caminemos y roguemos a Dios.
El calor crepitaba agobiante. Chillidos de chicharras y de cuervos acompañaron la última etapa de su viaje. Yehudá, apático y depauperado, se asió al asnillo y cantó un salmo bíblico con un tono de voz patético:
«Dios dirige el camino de sus devotos y permite la guerra entre sus hijos y los hijos del mal. Él dispone nuestro destino, pues sin Él nada se mueve en el mundo».
Diego no dejaba de manifestar su impaciencia y trató de sonreírle con nerviosismo, pero con una mueca cómplice. ¿Llegarían a tiempo?
Prosiguieron la marcha hacia Jaffa, tras llenar sus cantimploras en la aldea, comer dátiles, descansar y dormir, cuando la desesperación comenzaba a quebrantar su moral. Salieron al amanecer y pronto se tropezaron con una caravana de Tiro que traficaba con cristales del monte Carmelo. La herida del cuello de Yehudá supuraba, produciéndole escalofríos, por lo que los acemileros se aprestaron a ayudarles por unos siclos de plata. Diego le procuró leche fresca, lo que le permitió recuperar algo de fuerzas. Antes de arribar a la blanca Azoto, la caravana soportó tormentas acompañadas de rayos. A medida que avanzaban, el tiempo empeoró y los caminos se hicieron impracticables. Pero al fin, cayendo la noche, se presentaron ante las atalayas del puerto de Jaffa, andrajosos y exhaustos. Al aspirar la vigorizante brisa del Mediterráneo, sus ánimos mejoraron y lágrimas de agradecimiento a Dios, se deslizaron por sus pómulos. Un chaparrón los caló hasta los huesos; apenas si veían un palmo ante sus ojos. Diego se sentía extenuado y Yehudá, al límite de su vitalidad.
Con las ropas desgarradas, con barbas de semanas, parecían dos moribundos que muy pronto serían rescatados por el Ángel de la Muerte. En el barrio de los pescadores tomaron posada en El Solferín —el escriba—, un antro fiable donde pululaban las rameras y los marineros frigios, los más desalmados del mar Interior. Allí se propusieron recuperar las energías y durmieron tan profundamente, como hacía semanas que no lo hacían. Al fin las penalidades parecían concluir y por el momento habían salvado la vida, aunque los piojos se los comieran vivos. Al día siguiente habría tiempo para buscar una galera que levara anclas hacia Alejandría.
Sin embargo y para su desaliento, el mal tiempo no aminoró y unas mareas intempestivas imposibilitaron la actividad del embarcadero. Ningún capitán se atrevía a hacerse a la mar con aquellos violentos flujos que ahuecaban las velas peligrosamente y con los vientos de poniente que se clavaban como alfanjes. Como la situación se prolongó durante días, las tabernas se llenaron de remiches, cómitres, piratas y chusma marinera, decididos a invernar unos meses y dar por concluida su actividad.
—¡Dios de los Ejércitos, por sólo unos días no hemos podido embarcar! Jacint, Isabella, el abad y mis amigos creerán que he muerto. ¡Qué desdicha!
—Todo por mi culpa, Diego —se lamentó su tío—. He sido una rémora para ti. El peso de sentirme vivo ha servido para hundir el barco de tus deseos. Lo siento.
—He recuperado el sentido de mi vida, tío. ¿Te parece poco? Descansaremos y después el Señor proveerá.
Diego no pudo sentirse más consternado, pues tendría que esperar en Jaffa hasta que pasaran los fríos. Isabella no lo comprendería y Blanxart se intranquilizaría al no verlo comparecer. La preocupación envolvió al tío y al sobrino, que se encerraron sobre sí mismos, abatidos y desalentados. ¿Cómo sobrevivirían en el puerto sin apenas recursos y con Yehudá enfermo? Su supervivencia estaba pendiente de un sutil hilo. No tenían apenas dinero, no conocían a nadie y no iban a propalar a los cuatro vientos que eran damnificados de la matanza de hasidim. Sin embargo, dos o tres meses de inmovilidad servirían al menos para que Yehudá se recuperara.
Arrojados de sí los malos humores, una tarde que conversaban frente a una jarra de vino de Qyos, Yehudá mostró ante los ojos de su sobrino un pergamino atado con un junco que guardaba en un bolsillo interior de su túnica. Su tono era enigmático y Diego se exasperó, pues tartamudeaba.
Al fin, con lágrimas en los ojos le relató que su padre Zakay ben Elasar, dos días antes de su inmolación, en presencia del rabino Ben Megas y unos testigos, había expresado su voluntad por la que declaraba herederos únicos de sus bienes y de su participación en La Roda a él mismo, y a su dilecto nieto que había alegrado sus últimos días. Cedía a Diego Galaz Elasar —así lo había escrito— las mansiones de Besalú y Alejandría y la mitad de los consorcios de la encomienda; y a Yehudá sus casas de Guadalajara, Barcelona, en el barrio judío del Call, y la de Palermo. Rogaba también que anualmente se le dispensara un óbolo a la Academia Alejandrina de Algebristas. Una rúbrica formal y el Nejustán lacrado así lo determinaban.
El algebrista lo contempló con asombro, pues no esperaba aquel inesperado legado. Con una complicidad y afecto sin límites, miró a su tío en un ambiguo estado de perplejidad y satisfacción. Después de rumiar el testamento, le manifestó con la sinceridad en los labios:
—La noticia me resulta muy grata. Pero no lo puedo aceptar. No creo ser merecedor de nada, Yehudá. Tú debes ser su único heredero —le soltó.
Pese a su negativa, que creía sincera, le sostuvo la mirada con gravedad.
—Acéptalo sin reverencias, pero también sin suspicacias, Diego. Para la ley mosaica un testamento es tan sagrado como su Dios. En mi corazón había quedado un vacío que tú has llenado con tu afabilidad —declaró incluso amenazador—. Ocúpalo tú, Diego, y tenme para siempre por un padre y un amigo.
—Soy un desconocido para vosotros. Y podría ser un impostor —le advirtió—. No, no puedo aceptarlo.
Yehudá guardó silencio, mudo, desconcertado y sin saber qué decir.
—El corazón y la sangre no pueden simular. No hagas de ti un blasfemo hacia Adonai y un déspota desapegado. Y aunque sólo sea en recuerdo de mi hermana, admítelo. Que su sufrimiento tenga un premio en ti, por favor. Estás obligado.
—¿Tan importante es para ti, Yehudá? —quiso desinteresarse.
—Sí, y preferiría tirarme a esas aguas y morir si no cumplo la orden de mi padre.
Se hizo un mutismo espeso y tenso. Lo agradeció con una mueca mustia, como si aquel acto fuera una acción dramática y no un trance gozoso.
—Sea por mi madre. Acepto la herencia de Zakay ben Elasar.
Yehudá suspiró y lo abrazó largamente, como se abraza al mejor amigo.
Le palmeó luego el hombro mientras trocaba sus lágrimas por una sonrisa. Diego Galaz recordó el papiro comprado en Alejandría de La Sabiduría de Amen-em-Opet y se preguntó si había sido un aviso del destino.
Luego bromearon sobre su bolsa cada vez más exigua, pero aparcaron sus problemas para el día siguiente. Diego se imaginó a Isabella paseando de su brazo en las hermosas tardes otoñales de Zaragoza, gozando de las delicias de la vida y aislada del mundo. ¿Lo querría así su destino esquivo? ¿Lo aguardaría tras año y medio de ausencia? ¿Lo creería?
Diego vendió el burro en el mercado y preguntó por la suerte que habían corrido las comunidades de hasidim. Pocos se atrevían a contestarle, y los que lo hacían, hablaban de matanzas y del olvido del Señor de su pueblo, pues el Mesías no había comparecido en Israel como predecían los devotos, quienes, en desbandada, habían abandonado sus retiros secretos y se habían dispersado por Galacia, Bitinia, Sicilia y el Ponto Euxino, cubriendo su huida con un velo de misterio.
—Los milagros del cielo no existen, Yehudá. Aquello que juzgamos maravilloso y divino no es sino una forma deslumbradora de la creación misma. Nada más.
—El más indestructible de los milagros no es sino la fe de creer en ellos. Pero haber vuelto a la vida sí ha sido para mí un milagro.
Diego le dedicó una mirada de estimación. Apreciaba a aquel hombre sencillo que el azar había puesto en su camino, como único eslabón de su sangre entre el presente, el futuro y el pasado. Y no pensaba prescindir de él.
La nueva realidad de su vida se asentaba lentamente en su alma.
Días después, y con la bolsa vacía, el magín de Diego, acuciado por la necesidad, reflexionó sobre el modo de sobrevivir. Paseaba con Yehudá por el zoco de las especias de Jaffa, donde se vendían bálsamos, potingues para féminas, electuarios y drogas, cuando una especulación que, de salir exitosa, podía servirle para subsistir, tomó cuerpo en él.
—Yehudá, creo tener una solución que tal vez cubra nuestras necesidades y los pasajes hasta Alejandría. Pero antes hemos de gastar cuanto nos queda —le comunicó.
—Eres un continuo arcón de sorpresas, Diego. Tu abuelo vivió dichoso las últimas semanas de su vida, pero soy yo quien está gozando de tus agudezas.
Efectivamente, tras unos días de actividad afanosa componiendo elixires en la posada, Diego y Yehudá, bajo un toldo deshilachado y tras una mesa atiborrada de redomas y frascos, se anunciaban a los compradores como aromadores de Alejandría. Grupos de mujeres con los rostros ocultos, eunucos y criados, se acercaban a leer el rótulo que proclamaba las excelencias de sus productos.
AFRODISÍACOS EGIPCIOS Y DABIDS[18] DE ROSAS PARA EMBELLECER EL CUTIS. JACOB Y YEHUDÁ ELASAR. AROMADORES.
Habían gastado hasta el último siclo. Si fracasaban, les aguardaban nuevas privaciones, hambre y penurias, y quizás la esclavitud si no pagaban las deudas del mesón El Solferín. Pero las fórmulas que escamoteara al hermano Bernardo en la biblioteca de San Juan les produjeron importantes beneficios, hasta el punto de que Yehudá le sugirió discutirlo con Jacint Blanxart y unir aquellos productos a la nómina con los que traficaba La Roda.
Ya sólo cabía esperar que el cielo enviara bonanzas y aires dóciles. El corazón de Diego se colmó de alegría al conocer por boca de un capitán de galeras, que si para mediados de febrero permanecían los cielos impolutos, se reanudaría la actividad portuaria y los fletes de barcos, el trajín de pasajeros y mercaderías en el puerto de Jaffa. Frente a él, el Mediterráneo rielaba con reflejos rojizos, como de fuego, y las cimeras de las palmeras ya no se cimbreaban con el furor invernal del viento. Los olivos refulgían como espejuelos en las colinas y en los huertos florecían los almendros. Diego lo creyó como un favorable auspicio.
Un tiempo nuevo, el de la reparación, se convertiría en la dimensión de su nueva vida.