El nasí, Zakay ben Elasar

El recién llegado y el anciano se intercambiaron miradas de sorpresa.

Acudieron más místicos del cenobio hasidim de Qumran. No estaban acostumbrados a recibir visitas y menos de desconocidos. Decenas de ojos se clavaron en el visitante, que se sentía sobrecogido como una moza en una justa de guerreros.

El aire se sazonó de expectación; un eremita se adelantó y le ofreció un aguamanil en el que el huésped se enjuagó las manos y la cara. Otro le ofreció un cuenco con el pan y la sal de la hospitalidad hebrea, que Diego palpó con sus dedos, que se llevó luego a los labios.

Entretanto, dos figuras que permanecían sentadas bajo una higuera, se incorporaron. Por el fulgor de sus miradas Diego entendió que lo esperaban. ¿Hallaría al fin entre aquellos ascetas el misterio de su cuna? Uno de ellos, un anciano de enjuta complexión, barba mosaica y rostro surcado de arrugas, avanzó con torpeza ayudado por el más joven, un hombre achaparrado. Seguramente una enfermedad pulmonar atormentaba al viejo, pues respiraba con dificultad. Por su mirada parecía que los fantasmas del pasado se reencarnaban desordenadamente en él. Por un instante pareció que el mundo se detenía, que los anacoretas, no más de una treintena, caminaban de forma pausada, y que sus sayales, blancos como la nieve de Hebrón, los envolvían como sudarios.

Medían sus gestos con frialdad. Con la luz del crepúsculo percibió que aquel era el lugar perfecto para que su ánima encontrara el sosiego tan largamente buscado. Pero ¿su destino lo determinaría así? Los dos hasidim se plantaron ante él. El anciano lo estudió con ojos amables. Alzó luego las manos sarmentosas con delicadeza, sin brusquedad, y esperó.

—¿Sois Zakay ben Elasar? —preguntó Diego en romance.

Su interlocutor estuvo un rato sin quitarle ojo, como seducido con su aparición.

—¿Quién pregunta por él? —salió al paso el acompañante.

—Diego Galaz de Atarés —proclamó su apelativo cristiano.

Por los surcos del rostro que en el viejo había abierto la vida, corrieron unas lágrimas. Y como si en las entrañas de aquel hombre hubiera resonado una campana, sus temores se quebraron, como aliviando los pesares de su vejez. Miró de soslayo el sello que lucía Diego, su obsequio, y sintió en su corazón una sensación exultante. Aquel hombre no podía exteriorizar sus emociones. Sin embargo la respuesta más buscada por el algebrista surgió del anciano con sorprendente facilidad: como un arpa que sonara en medio del desierto, salió de sus labios finos:

—Yo soy Zakay hijo de Elasar. Este es mi hijo Yehudá, el sostén de mi vejez.

Diego pareció ahogarse en su sensación de gozo irrefrenable. Al fin había concluido su tormento. ¿Y aquel anciano? Como Saulo camino de Damasco, la llegada del cristiano pareció provocar en el viejo hasidim una revolución interior de efectos demoledores. Lo saludó y adelantándose ungió sus cabellos con aceite. Luego besó sus mejillas y manifestó embelesado:

—No deseo censurar tu decisión, pero te has expuesto a peligros incontables viniendo hasta aquí. Aunque, ¿acaso no habría que esperarlo de ti?

—Sopesé los pros y los contras, y el premio me pareció seductor, Elasar —replicó Galaz con un cuidado exquisito.

—El valor y la abnegación jamás se pueden reprobar en un hombre —dijo el anciano—. Al fin has venido a reconciliarte con tu sangre y Dios me ha concedido el don de que mis ojos te contemplen antes de morir.

¿Qué le daba a entender con aquella frase? En su pasado había muchas cosas que Diego no lograba ni tan siquiera imaginar. Estaba marcado por un nacimiento misterioso, pero en aquel instante notaba como si una marea de calor deshiciera el hielo de sus orígenes. ¿Qué sabía aquel hombre? ¿Por qué lo trastornaba la ternura que destilaban los ojos de aquel hebreo, en otro tiempo poderoso almojarife real de Castilla?

Zakay le tendió los brazos, mientras musitaba:

—Aunque mi vida se mide por varas de sinsabores, Yahvé me restituye la sangre de mi sangre y te ha protegido hasta que llegaras a la tierra de tus padres. «Sal de tu casa y ven a la tierra que te mostraré», dice el Señor —continuó en castellano—. ¿Qué deseas saber, hijo?

—¿Por qué os habéis ocultado de mí, ocasionándome un daño irreparable? La orfandad es un infierno, y muchos me señalaron con su desprecio. ¿Por qué tanto dolor innecesario?

Con ademán compungido, Zakay respondió:

—Restituiré lo que te pertenece Diego. Estos años estériles en que sufriste abandono y frialdad te serán compensados. Un secreto infamante nos destruyó, pero tu llegada restaurará la paz de los Elasar. ¿Quién soy yo para ir contra la voluntad de Adonai, nuestro Dios?

Diego había soportado en su infancia pesadillas atroces que lo obligaban a rechazar las frases del anciano. Exigía la verdad, clara y concisa.

—¿Por qué habéis hablado de restitución? ¿Porque comprasteis mi vida? Aún no comprendo nada. Explicaos, os lo ruego.

El hebreo percibió un paternal afecto.

—No la compré, sino que la alenté y protegí. Siempre supe dónde te hallabas, qué enfermedades padecías, qué amigos tenías, cómo crecías y qué estudios emprendías. Ahora tenemos sosiego para aclarar tu pasado y conceder una oportunidad al perdón. Fuiste el origen, el propósito, el fin y la discordia de tu familia, y también el blanco de ambiciones bastardas. Pero jamás te dejamos de la mano, te lo prometo por el Libro Sagrado. Y si no permanecimos a tu lado fue porque, siendo judío en Castilla o en Aragón, tu vida hubiera sufrido aún más penalidades. Llevé tu recuerdo como una losa, pero mirándote ahora me parece que fue una carga benéfica y que Dios me tenía reservada una gran merced.

—Son tantas las preguntas que he de haceros, señor… —se lamentó.

—A pocos hombres les ha dado la Providencia un destino tan abrumador. Pero has vencido en duras pruebas. El primer libro de tu vida se cierra hoy. Entra en la sinagoga, hemos de agradecer a Yahvé este feliz encuentro.

Diego, entre desorientado e inquieto, siguió al enigmático anciano. Se fijó en Yehudá, su hijo, un rechoncho judío con una kipá en la coronilla. Este tomó del brazo a Diego y le aseguró que sentía nostalgia y añoraba los huertos de Besalú y Guadalajara, donde había nacido, y anhelaba que pronto concluyera la mística aventura de su padre para regresar a Occidente. Diego le habló de su vida; Zakay se conmovió cuando mencionó la muerte de fray Bernardo, su estancia en la casa de su sobrino Josef y la entrevista con el rabino Tibbon.

—Los descendientes de Ben Ajía Elasar se regocijarían en sus tumbas. Eres digno de llevar el Nejustán, el signo de los algebristas hebreos de Aarón, el hermano de Moisés. Tú eres uno de sus descendientes, hijo, un honor nada desdeñable en la congregación de los Hijos de Abraham.

Diego no sabía qué decir. Su faz se ensombreció y pidió una explicación.

—¿Por qué os marchasteis sin decir nada y dejasteis consternados a micer Blanxart y a vuestra familia de Besalú?

Zakay cerró los párpados y con más alivio que decepción, refirió:

—Como mebaqqer o custodio de la Ley y nasí judío de Aragón me vi en la obligación de testimoniar con mis propios ojos si la Amad, la aparición del Mesías en Eretz Israel, resultaba cierta, como proclaman las profecías. Los estudios que emprendí en Alejandría con los Algebristas así lo anunciaban. El Mesías davídico apacentará a su pueblo y concluirá la diáspora. No podía permanecer ajeno a acontecimientos tan trascendentales para mi pueblo, que están por encima de la familia y de los negocios.

—¿Por qué estáis tan seguros de que Cristo Jesús no era el Mesías anunciado, sino el que esperáis ahora? ¿Y si el día de la llegada el enviado no es el Ungido? Y de serlo, ¿cómo lo reconoceréis? —se interesó Diego.

El anciano carraspeó y se aclaró la voz, pues respiraba con dificultad.

—Tú preguntabas en Jerusalén por el rabino Megas, ¿verdad, Diego?

—Ciertamente —aseveró sin saber dónde quería llegar.

Tras una pausa, como si se tratara de un ritual, continuó:

—Pues el rabí Neptalí ben Megas, a quien pronto conocerás, es para nosotros el último maestro de justicia que proclaman las sagradas escrituras. Aquel que prepara la llegada del Mesías o Zonara, el guía que interpretará la voluntad divina. Megas lo reconocerá y contemplará al Enviado cara a cara. «Una estrella sale de Jacob y un cetro surge de Israel».

—¿Y decís que vuestro Mesías se presentará de forma inminente?

—Los estudios del Talmud, los cálculos genealógicos y cabalísticos, y los oráculos mesiánicos nos revelan que ocurrirá en domingo, el decimoquinto día del tercer mes esenio del siván, en la fiesta del Shevuot o de las Semanas, el Pentecostés cristiano. Acontecerá el prodigio en algún lugar de Palestina que desconocemos. Los hasidim así lo creemos. Dios nos alienta a preparar el camino de la ansiada era mesiánica. ¿Comprendes Diego?

El recién llegado se quedó paralizado. ¿Era el mismo fanatismo que había visto en los clérigos cristianos y en los sarrasin mamelucos? Sin embargo jamás había conversado con un hombre tan seductor y de personalidad tan arrolladora. Conforme pasaba el tiempo, Zakay ben Elasar dilataba el momento de la revelación de su origen y se negaba una y otra vez a hablar de la relación que los unía. ¿Por qué callaba? El aragonés se lo preguntó.

—Diego —respondió Zakay—, mañana es el sabath judío, por lo que aguardaré en la soledad de la sinagoga suplicando a Yahvé por mis pecados y mostrándole gratitud por tu arribo. No puedo hablar en toda la jornada, pues si lo hago pecaré gravemente. Al día siguiente conocerás cuanto desgarra tu corazón. Ten paciencia. Has esperado más de veinte años. ¿Qué más da aguardar un día más? Hasta que muera te pediré perdón, pues una culpa horrenda agobia desde tu nacimiento mi alma.

—Hasta entonces, deseo formularos una sola pregunta. ¿Por qué ha dicho el anciano que me ha recibido con rotunda certeza que conocíais de antemano mi llegada?

El nasí lo miró, dejando entrever una sonrisa caudalosa.

—Vivimos tiempos de aflicción y los cuidados son pocos. El sultán mameluco del El Cairo, el sanguinario Hasan Rud, no consiente exaltaciones religiosas en sus estados, que ataja con crueldad su brazo ejecutor, el gobernador de Jerusalén. Por eso urdimos una red de escuchas y empleamos palomas mensajeras para avisarnos del peligro de infiltración en nuestras comunidades. Ifistos Diamantinis, el administrador de los bienes de la familia Elasar en Alejandría desconfió de ti y nos avisó de tus intenciones. No hay nada que reprocharle. Él no sabía de tu existencia, compréndelo. Pero mi corazón saltó de gozo al saber de tu llegada y pensé trasladarme a Alejandría. Tú te has adelantado. No obstante, tu estancia en Jerusalén se nos ocultó y eso me preocupa.

Sus miradas confluyeron por azar y una corriente de afecto los unió. Zakay lo abrazó arrasado en lágrimas, que le caían por los pómulos. Con lentos pasos y torturado por sus miembros artríticos, desapareció por el entramado de celdas del Qumran, mientras los ascetas cantaban: «Creados por Dios los cielos y la tierra, el séptimo día descansó. Bendito sea el séptimo día».

Al poco, el silencio se adueñó del cenobio, resultando grandioso.

El sol se había batido en retirada y por las rendijas se colaba la luminosidad de la luna que enjalbegaba la celda. Diego la contempló tendido en el lecho. Le aterrorizaba seguir sumido en la oscuridad: se preguntaba qué alarmante secreto guardaba Zakay ben Elasar.

En la noche del sabath Diego no pudo conciliar el sueño, desvelado por sus pensamientos. Parecía como si el bochorno bullera bajo su yacija mientras las sombras de su pasado se agolpaban en su cerebro como las luciérnagas en el candil. Al amanecer, Diego se levantó.

Había llegado el día de la revelación del gran secreto de su vida.

Oyó pisadas, el arrullo de las palomas, el chapoteo de los baños en la alberca donde los hasidim se refrescaban cada amanecer y el chasquido de las sandalias en las esterillas. Degustó una escudilla de leche de cabra y una hogaza de pan con miel y se vistió pulcramente. Salió al exterior, ansioso por encontrarse con el anciano Elasar. Y allí estaba, frente a él, aguardándolo con los ojos fijos en su figura y los rizos de su barba cayéndole en cascada. Lo recibió con una prolongada sonrisa y musitó:

—Sígueme, Diego.

Lo condujo hasta la sombra de una higuera silvestre. La quietud los envolvía. Se acomodaron en un banco tallado en la roca, rodeados por la abrupta topografía de las rocas de Qumran, que serían testigos mudos de sus confidencias.

—¡Cuántos años sin verte! Más de quince —inició el anciano la plática.

—Así es, y veo que lleváis bien la cuenta —lo atajó el joven—. Siendo así, habéis de saber cuanto me concierne sobre mi orfandad en el monasterio de San Juan y, ante todo, sobre mis padres. Saber eso me ha animado a proseguir mi búsqueda. He cruzado el mundo para veros, no dilatéis mi desesperación un instante más. Bastante sufrí con la separación que padecí.

Las facciones del nasí se oscurecieron y le preguntó:

—¿No has pensado que saber tal vez duela más a tu corazón?

—Estoy hastiado de tanta ocultación. He viajado del este al oeste, y recorrido las tierras del Señor y del demonio. ¡Sí, deseo saberlo! ¿Quién me engendró?

Diego aguardó, mientras sus pulsos le bombeaban sangre al cerebro. El judío, con un gesto paternal le acarició su mano. Al cabo, de su boca salió la tan ansiada información, como si hubiera destapado de golpe el tesoro de un corsario o los misterios de la vida.

—Escucha Diego, tus padres fueron mi hija Séfora ben Elasar y el príncipe don Joan, hijo del soberano don Jaime II de Aragón —descargó terminante.

Diego se quedó anonadado. Intentó mostrar una mueca de indiferencia, pero el estupor le golpeaba las sienes. ¿Así que el nonato que le citó Josef sí había sobrevivido? La declaración se le antojaba insensata, pero el anciano no le parecía un farsante. La revelación cancelaba las conjeturas que su imaginación había inventado. Había sospechado otro pasado, pero no precisamente aquel.

Diego era la viva imagen del desconcierto. Incrédulo, escrutó a Zakay, como si la verdad lo hubiera paralizado. ¿Qué desatino le revelaba aquel hombre? ¿Lo habría inventado su mente enferma? ¿Pretendía embaucarlo con una patraña cuyo propósito no alcanzaba a adivinar? ¿Era un descarado enredador?

—¿Cómo decís? ¿Os habéis vuelto loco? —soltó, intentando asimilarlo.

—Esa es la auténtica verdad que tan denodadamente has buscado, Diego.

Desarmado por la confidencia, balbuceó.

—No puedo creerlo, por Dios Vivo. Se halla fuera de toda lógica.

—Que Dios me prive del paraíso y me condene a vagar eternamente por las tinieblas si mis palabras no son ciertas. Si lo deseas, me arrodillaré ante ti como me arrodillo ante Dios el día sagrado del Yom Kippur. Soy tu abuelo, como también lo era el rey de Aragón, don Jaime II. Tú eres en verdad Diego Aragón Elasar. Ese debería ser tu verdadero nombre.

Galaz trataba de asimilar la nueva.

—¡Por los clavos de Cristo! Lo que reveláis me sigue pareciendo un desatino —replicó, y recordó las palabras del gran alabarca judío de Zaragoza: «Vuestro sello manifiesta distinción y alcurnia».

—Llevas en tus venas sangre de la estirpe real de Aragón, y por otra del sumo sacerdote Sadoq, el confidente del rey Salomón. Y que el Altísimo me envíe la lepra si miento —aseveró tajante Zakay.

El algebrista no precisaba más pistas. Era un hombre distinto.

—De modo que por esa razón me protegiste y ocultaste desde mi nacimiento, como un hijo del pecado —lo censuró.

—Ni una cosa ni otra, pues tus padres se amaron con adoración. Nada vergonzoso has de lamentar; si acaso el haber sido perjudicado por la insidia de una corte depravada donde imperaba la ambición.

—¿Debo entender que mis padres y yo mismo fuimos víctimas de una maquinación y que por eso me abandonasteis en un monasterio?

—Aunque te cueste creerlo, así es. Tras tu alumbramiento te convertiste en una de las piezas cruciales y más deseadas de la alta política entre Castilla y Aragón. Y por tanto en un sabroso bocado para las habladurías.

Para Diego aquello no resultaba nada tranquilizador.

—Siendo el hijo de una judía no lo comprendo.

La afirmación le pareció odiosa al nasí Elasar.

—No una judía cualquiera, sino la hija del almojarife real de Castilla, una doncella pretendida por tres príncipes, puedo asegurártelo, Diego.

No estaba dispuesto a perdonar a sus progenitores y menos aún a los que los taparon.

—¿Y mi padre? Jamás oí hablar de su existencia.

—Fue un hombre de sangre real, de vasta erudición, además de mecenas de artistas y poetas. Era el tercer hijo del rey de Aragón, promovido luego como cardenal primado de Toledo y, antes de morir, arzobispo de Tarragona y patriarca de Alejandría, aunque, como es costumbre, sin órdenes sagradas. ¿Te parece poca dignidad hijo mío?

Galaz permanecía a la espera, observando la boca de Zakay, pues lo que le transmitía era difícil de asimilar y de creer.

—Ni aun siendo el más ingenioso trovador de Provenza hubiera imaginado nada igual. Pocos hombres en Aragón podían ni soñar con sangre tan distinguida.

Ahora comenzaba a comprender tanta ocultación y tantos labios sellados. Pero lo que nunca hubiera imaginado era que tras su oscuro nacimiento se encubriera una cuestión de Estado.

—Entonces, más que un expósito, ¿he de considerarme un bastardo real? Sinceramente no sé que es peor —se lamentó Diego inclinando la cabeza, que cubrió con sus manos.

Zakay lo contempló con piedad. Su vida aún poseía la oportunidad de ser rescatada por la verdad.

—A los ojos del mundo siempre serás hijo del adalid de almogávares, Conrado Galaz, y nunca podrás probar otra cosa. Pero créelo, Diego, la relación entre tus padres no fue una cosa pasajera o un arrebato de lujuria, sino un acto de amor y ternura, aunque nacidos del pecado. No fue un cariño ficticio, y te aseguro que jamás conocí a dos personas que se respetaran tanto como Séfora y don Joan. Eran dos almas gemelas tocadas por el soplo de Dios. Tu madre se había casado con Efraín de Zafra, un recaudador de impuestos que trabajaba para mí y que prefería vivir a centenares de leguas de su hogar entregado a sus vicios, antes que proteger y amar a su esposa. Nunca lamenté lo suficiente esa unión. Para cualquier judío, tu madre se comportó como una sotash, una adúltera, pero en su defensa te diré que fue despreciada por su marido, hombre resentido que no la respetó ni cuando se hallaba en la corte y que la repudió mucho antes de hallarse encinta de ti.

—Sufrir un desamor es dejar la puerta abierta a otros afectos, lo admito.

—Sin embargo puedo garantizarte que muy pocas personas conocieron la verdad, pues entonces vivíamos en la corte de Castilla, lejos de la comunidad hebrea de Guadalajara, donde su memoria fue siempre respetada al ser de casta levítica y de conocimientos dilatadísimos a pesar de ser hembra, causa por la que congenió con don Joan d’Aragó, hombre erudito.

—Mi pasado todavía puede salvarse —habló con ironía—. ¿Cómo llegaron a intimar y a conocerse?

—Creo que necesitas conocer la historia completa, o nada encajará. Préstame oídos con el corazón crédulo.

—Os escucho.

En un tono rotundo, hiló las hebras de su narración.

—Entonces escucha atentamente. Mis palabras te seducirán y te ayudarán a amar a tus padres. Corrían los desapacibles años de la minoría de edad de don Alfonso XI de Castilla. La ruina, el hambre y la devastación asolaban el reino. Nobles contra infantes, arzobispos contra abades y el desprecio más absoluto por la ley. Sobre toda esa miseria, un zafio personaje dominaba el escenario político, Juan el Tuerto, tío del rey niño y hombre de naturaleza pervertida. Desde el mismo instante en el que supo la relación de tus padres intentó desbaratarla por el solo hecho de ser tu madre judía. ¡La raza maldita! En medio de tanto atropello, el entonces rey de Aragón, Jaime II, decidió sacar tajada de la frágil situación de Castilla, que gobernaba como regente doña María de Molina, abuela del pequeño Alfonso. Don Jaime intrigó hasta casar a su hija mayor, María, con el tutor del rey castellano, el conde Pedro; de esa unión nació doña Blanca de Castilla y Aragón. Así que, con las narices en el reino vecino y rival, don Jaime comenzó a manipular los asuntos castellanos a través de su hija.

—Los intereses de los gobernantes no conocen los escrúpulos. A su lado todo huele a podrido, como sus intenciones, y esa posibilidad me entristece —lo interrumpió Diego.

—Ante esta frágil situación —siguió explicando Zakay—, se formaron dos bandos irreconciliables en torno al rey niño. El aragonés, con el que simpatizaba tu madre, y el castellano. En los actos cortesanos de Burgos, Valladolid o Toledo merodeaban los príncipes y agentes aragoneses. Entre juegos, fiestas y galanterías, en la primavera de 1317, se unió como huésped en la corte de Castilla el infante don Joan, que visitaba a menudo a su hermana María. Era un príncipe cautivador. De inmediato intimó con tu madre, pues ambos amaban la poesía, los libros y la astronomía. Frecuentaban la biblioteca de la sinagoga del rabí Tob para estudiar la Clavicula Salomonis, una obra prohibida de astrología y examinar libros caldeos y griegos, costumbre que a la postre resultó ser su ruina.

—Infelizmente, en Castilla la imagen del judío siempre estuvo asociada con la usura, la hechicería y a la nigromancia —sugirió el joven que seguía fascinado con la narración.

—Don Joan jugó con fuego y le resultó fatal —prosiguió Elasar con pesar—. Juntos escrutaban las estrellas y en su gabinete se instruían sobre la eficacia de las hierbas curativas. Pero pronto, el Tuerto, aspirante perpetuo al cargo de canciller de Castilla, tuvo ante sí un motivo para desprestigiar a la facción catalanoaragonesa y enlodar la amistad de tus padres. Propaló el rumor de que Séfora, tu madre, era una bruja que bailaba con la luna llena y que preparaba diabólicas pociones con acónito y estramonio con las que había seducido al infante aragonés y también al joven Alfonso. Hizo correr el rumor de que realizaba sortilegios con ensalmos, que mantenía relaciones secretas con leviatanes, e incluso con el Maligno mismo, en secretos y oscuros aquelarres.

Diego, en respetuoso silencio, no podía admitir que la mujer que lo había engendrado y a la que no había tenido la oportunidad de querer hubiera sido vilipendiada por un vicioso personaje de la no menos pervertida corte de Castilla.

—La maledicencia indulta a los cuervos y se ensaña con las palomas. En Perpiñán llamaban a esas hierbas, veneno de lobo y hojas del diablo. Para los crédulos que confían en hechizos, bastarían para llevar a cualquiera a la hoguera —comentó Diego—. Yo he heredado de mi madre ese interés por la farmacopea.

—Diego, el único veneno que corría por aquellos pasillos era la lengua maldiciente de ese bárbaro privado de honor, Juan el Tuerto —recordó con enojo—. Ambos lleváis el espíritu erudito de los algebristas del Templo. Tu madre era una mujer que ansiaba conocer lo oculto.

—¿Y los denunció ese ruin personaje?

—Lo intentó, pero en vano. Hasta llegó a espiarlos a través de unos agujeros en la pared cuando se hallaban en la intimidad —contestó el anciano.

—Lascivo canalla —dijo Galaz quitándose el sudor de la frente.

—Pues escucha algo más, Diego —continuó Zakay en tono reservado—. En el verano de 1319, ocurrió una trágica circunstancia, la infanta María perdió a su marido don Pedro en la guerra de Granada. La muerte significó un duro golpe para el clan aragonés, que no obstante contaba con el inestimable apoyo de un noble castellano, mayordomo y albacea testamentario del infante muerto, Garcilaso de la Vega, que por cierto amó en silencio a tu madre y veló conmigo su muerte. Este caballero defendió contra viento y marea los derechos de doña Blanca, quien con tan sólo dos años de edad, se convirtió en una rica heredera y en dueña de estratégicas posesiones en la frontera entre Castilla y Aragón. Esa niña, rubia como las mieses en junio, fue el objeto de deseo de los dos bandos opuestos, pues si morían los herederos, bien podía ser reina de cualquiera de los dos reinos, o de ambos a la vez.

—El azar administra a su capricho la vida de los mortales —aseguró Galaz.

—Ciertamente. El caso es que la reina regente de Castilla doña María de Molina y el rey de Aragón lucharon denodadamente por mantenerla cada uno de ellos bajo su tutela y utilizarla contra el otro, pero Garcilaso se convirtió en un fiel cancerbero que la defendió de tan voraces depredadores. Las cancillerías de Aragón y Castilla bullían como una marmita a causa de la infanta de cabellos dorados.

—Ahora entiendo las enigmáticas palabras de fray Bernardo y de vuestro sobrino Josef, que me hablaron de una trama entre infantes reales. Es asombroso y cuesta creerlo.

El anciano, como quien recompone un artilugio desarticulado, siguió uniendo piezas.

—Y no puedes imaginarte qué trama tan retorcida, Diego, y cuento con pruebas fehacientes. Menudeaban los espías, corrían los venenos, se propalaban falsedades y los correos se prodigaban a diario —le expuso—. En este estado de cosas, el rey don Jaime II, perdida una pieza esencial en el tablero de sus intereses, se procuró una nueva influencia en Castilla, en una jugada que podríamos considerar magistral.

—Todo me hace pensar que concernía a mis padres, ¿no es así?

—Directamente. Tu abuelo, el rey aragonés, consiguió del Papa el nombramiento de tu padre, un infante sin ocupación, para la sede vacante del arzobispado de Toledo. Pujó fuerte y consiguió convertirlo en cardenal de la Iglesia de Aviñón y gran canciller de Castilla. Astutamente apostó una pieza fundamental en el campo enemigo, Toledo.

—¿Mi padre un eclesiástico? Parece como si soñara. —Galaz estaba asombrado.

—No te alarmes. Era un nombramiento sólo para cobrar rentas y gobernar el alma de los castellanos, pero sin tomar las órdenes sagradas. Y he de decirte que a decir de propios y extraños, ejerció su cargo con rectitud. Luego, tras permanecer ocho años como cardenal primado de las Españas, tú cumplías los siete como oblato en San Juan, pasó por petición propia a ocupar la sede episcopal de Tarragona. Allí murió en el año del Señor de 1334, cuando tú iniciabas tus estudios en la Universitas de Perpiñán. Fue un hombre cabal y amó a tu madre con pasión mientras permanecieron juntos.

Diego, que no sintió una especial inclinación por el infante, inquirió:

—¿Y supo don Joan alguna vez que yo era su hijo? ¿Me consideraba una pieza más en la ecuación de sus intereses?

—Jamás intuyó ni tan siquiera que existieras. Ni yo ni su hermana María, entre los pocos que conocíamos tu existencia, se lo dijimos nunca, y a las murmuraciones de sus enemigos no concedía crédito. Cuando abandonó la corte de Castilla —siguió relatando— para hacerse cargo de la sede tarraconense, a tu madre Séfora no se le notaba la preñez y ella juró no habérselo comunicado. Después por mor de su cargo y para acallar las maledicencias de «el Tuerto», dejó a tu madre, aunque yo sé por personas allegadas, que la amó todos los días de su vida y lloró amargamente su muerte.

A Diego le pareció mucho más consolador. Un error, un abuso o el desdén lo hacían menos padre.

—Y entonces aquella dama de negro que colmó la fantasía de los frailes de San Juan y que me entregó en el monasterio, ¿quién era? No sabéis la polvareda y los chismorreos que levantó entre los frailes.

Zakay calló unos instantes. Tras una pausa le desveló:

—Esa hembra principal oculta tras los velos de la viudez no era otra que la hija del rey Jaime II y hermana de tu padre el cardenal, doña María de Aragón, la madre de la deseada niña Blanca, que aquel día viajaba contigo en el palanquín tan secretamente como tú. Esa mujer te quiso y te protegió como una madre, créeme.

A Diego Galaz el conocimiento de su origen se le antojaba sorprendente y a la vez intolerable. Pero era el suyo. Aquellos personajes, en su mayoría de estirpe real, permanecían ligados no sabía si por el afecto o por el interés. Pero él se veía como la víctima, sin lazos afectivos que les uniera a ellos, arrastrado por un sino que la mayoría prefirió ocultar. ¿A quién le exigiría explicaciones pasados más de veinte años, si todos los implicados compartían su parte de culpa? Lo único claro era su bastardía real y ser el fruto de una relación adúltera.

Le daba igual, y con aire displicente puntualizó:

—La historia que me narráis resulta inconcebible. ¿Y qué ocurrió en mi nacimiento, que me privó del ser único que hubiera deseado conocer?

—Obramos de común acuerdo don Garcilaso, doña María y yo mismo, pues el Tuerto, con su enquistada animosidad hacia los dos amantes, no pudiendo imputar a tu padre ningún deshonor, propaló por la corte que eras hijo de la cópula de la judía y del diablo, que había que aniquilarte o entregarte a las llamas. Tu madre, próxima a dar a luz, entró en un gran abatimiento, y parirte le costó la vida.

—Lo que aflige al alma, a la postre afecta al cuerpo. ¡Qué terrible fin para mi madre!

Zakay le sostuvo la mirada un momento, pero después la bajó como si guardara un secreto infame.

—Todos los que intervinimos compartimos responsabilidades, Diego —se excusó—. Garcilaso y yo pensamos que el Tuerto intentaría una nueva villanía contigo, y que tu vida en Castilla no sería agradable, pues no pararía hasta mostrarte como hijo de la perdición. Comprometerían a tu padre e infamarían a tu madre como bruja. Séfora era para ese monstruo, la esquiva, la del pelo de miel, la hermosa quimera, la que no se daba fácilmente, la que nunca sería suya.

—¿Cómo podía ese ser humano vivir con el peso de sus ambiciones, ruindades y crímenes? —exclamó intrigado—. Ese hombre me resulta abominable y odioso.

—Si un alma es mezquina, goza con la maldad —respondió—. Pensamos que tu vida se convertiría en un tormento allá donde te hallaras. Serías señalado con el dedo de la maledicencia como hijo del adulterio y de la bruja Séfora. Además, el Tuerto quería utilizarte contra tu padre el cardenal. Y te juro que, conocida su bellaquería, no hubiera dudado en utilizarte como moneda de cambio para desprestigiarnos y servirse de tu inocencia. Así de duro resultaba, Diego.

—Qué mente más perversa —afirmó Galaz, atónito—. Es evidente que fui parte de una trama de Estado. ¿Quién iba a decirlo?

—En política nada ocurre por azar, recuérdalo. Por eso te ocultamos en el claustro de San Juan, abadía protegida por el rey de Aragón y bajo los auspicios de fray Berenguer, hombre santo y comprensivo. Te buscamos un padre cristiano, un caballero oscuro y sin familia del palacio de la Aljafería de Zaragoza, con objeto de que el tiempo borrara los acontecimientos de tu nacimiento. Alejado de la corte y a buen recaudo, cuidamos de que nada te faltara, siempre atentos a tu bienestar, pero ocultando tu egregio nacimiento. Que te olvidara el Tuerto y perdiera tu rastro significaba tu seguridad. Perdónanos si no obramos con el afecto que merecías, pero la muerte de tu madre lo alteró todo. Ella jamás hubiera permitido que te hubiéramos apartado de sus brazos. Pero había muerto, para nuestra desgracia.

—Ahora todo empieza a encajar. ¡Así que la mitad de mi sangre es judía!

—Ironías del destino, Diego. Como la de muchos reyes, nobles y cardenales de Hispania —intentó tranquilizarlo.

—Lo único cierto es que no llevo ni una sola gota de Conrado Galaz —se consoló el joven algebrista—. ¿Sabíais que el caballero Galaz, el padre de mi infancia, se convirtió en adalid de almogávares y sirvió al rey en Atenas, donde se quitó la vida tras un asunto que al parecer comprometió su honor?

Zakay contrajo la piel marchita de su cara y su maraña de cejas blancas se volvió temblorosa. Lo miró y estalló negando lo que había escuchado.

—Estás equivocado, Diego. Las cosas no son lo que parecen —sentenció.

El visitante, sin saber qué decir, se limitó a guardar silencio. ¿Existía otro enigma más en el adalid de los almogávares? ¿Le había mentido Pau Astún?

—No creo que se suicidara por voluntad propia —dijo terminante el nasí—. Lo conocí y sé por don Garcilaso que intentó sacar tajada del asunto. Lo que él creyó que era un nombramiento honorífico fue una orden del rey para quitarlo de en medio por si hablaba más de la cuenta. No convenía comprometer a don Joan, entonces cardenal de Toledo. Fue una designación política y el exilio en Oriente, forzado. Fue víctima de su propia ambición y codicia. Así es el corazón del hombre.

Diego se recobró del estupor, tras unos instantes de sorpresa.

—¿Qué decís? ¡Galaz un bellaco! No puedo creerlo. Ni Homero habría ideado una historia tan patética. Visité su tumba cerca de la Acrópolis de Atenas y sentí conmiseración por él, os lo aseguro. ¡Qué burla del destino!

—Los únicos heridos y burlados en este aciago asunto fuisteis tu madre y tú.

Diego se iba rindiendo ante lo que le desvelaba su abuelo materno, descendiente directo de la dinastía de los sacerdotes algebristas de Sadoq. En su rostro se leía la sorpresa. Pero ¿quién había sido realmente el responsable de sus desgracias? ¿Sus padres, sus abuelos? ¿El veleidoso destino? A la única que exculpaba en aquel momento era a la mujer que lo llevó en su vientre.

—¿Cómo fue la muerte de mi madre? Debisteis conocer a excelentes físicos hebreos, los mejores del reino, que bien pudieron auxiliarla —preguntó grave.

Imperceptiblemente, un matiz de remordimiento afloró en la mirada del anciano nasí. Se acarició la barba y movió nerviosamente sus manos, antes flojas en el regazo, como si aquel recuerdo le acarreara pesar. Contestó sin desear hacerlo.

—Nunca lloraré suficientemente la muerte de mi hija Séfora, tu madre. Nos hallábamos en Guadalajara y no me fue posible contar con ningún médico de nuestra raza. Días antes del parto tuvo furiosos flujos de sangre, perdió el tino y hubo que precipitarle el parto. Después todo se sucedió contra natura, tú viniste al mundo con dificultades y ella murió, para mi desventura, en el alumbramiento. Tan sólo don Garcilaso y doña María de Aragón me ofrecieron su hombro y su compresión.

Diego estaba demasiado abatido para reprocharle nada.

—Fray Bernardo —recordó con circunspección—, el sostén de mi infancia y mi verdadero padre, afectuoso y tierno con un niño desvalido, me reveló que cuando os despedisteis de mí en el claustro del monasterio de San Juan, rogaste al cielo perdón e incluso llorasteis con amargura. ¿Es eso cierto?

Aquella confesión pareció molestarle, como si hubiera irrumpido en su alma. Enigmáticamente, afirmó:

—Mil veces he declamado esa jaculatoria del libro de los Números y no recuerdo por qué la recité en aquel momento. Lo único cierto es que no sé si habrá servido para aplacar a Dios. «Sabio Eloheim, ten piedad de este pecador» —rogó grave elevando los brazos al cielo—. Esa fue, creo, la invocación que pronuncié, Diego.

Movió la cabeza e inexplicablemente se negó a hablar más de su hija, sumiéndose en un silencio que sorprendió al joven. ¿Por qué Zakay ben Elasar rogaba el perdón divino con tanto abatimiento? ¿Qué pecado encubría el anciano? ¿Debía creer que su padre putativo, Conrado Galaz, había sido asesinado por razones de Estado? ¿Ocultaba alguna otra verdad? ¿Por qué su corazón comenzaba a amar a su madre Séfora que demostró tanta abnegación en vida? ¿Debería aprovechar en el futuro su privilegiada cuna?

El misterio de su nacimiento se había desvelado al fin y los fragmentos del rompecabezas de su pasado se ensamblaban. Pero no dejaría que un pasado en el que fue juguete de la pasión, la crueldad y el interés de Estado, influyeran en sus sentimientos. A los lejos escuchó las plegarias de los místicos hasidim y sus versículos le llegaron como una premonición: «Será noble en la tierra y todos le amarán, pero como un cometa efímero, como una ilusión, así será su Reino, que será devastado por los que no se despojan de la espada».

¿Debía confiar en Zakay ben Elasar? Era mucho más consolador pensar que la muerte de su madre, Séfora Elasar, había sido un error de la naturaleza o un designio de Dios, que el resultado de una vileza de los hombres. Sus cavilaciones habían hallado una respuesta sedante.

Diego había explorado el vasto territorio de su memoria y colmado su deseo de saber. Y aunque le faltaban las caricias en su niñez, al fin había descifrado el enigma que lo había inquietado y por el que había recorrido de parte a parte el mundo. Mientras, las montañas de aquel olvidado paraje arrojaban el fuego de su calor sobre el cenobio hasidin y las dunas de Qumran.

El velo de las tinieblas había dejado paso a la luz de la verdad.

Pero Diego, tras sobreponerse a las sorprendentes revelaciones, posó sus ojos en el venerable anciano, que lo miraba arrobado con sus retinas grises. Dudoso aún, se preguntó: «¿Me has dicho la verdad, Zakay ben Elasar? ¿No parece como si me ocultaras la pieza crucial del jeroglífico?».