Los ulemas, oráculos y estrelleros lo habían pregonado desde los tiempos de David y Salomón: Jerusalén, por deseo del Altísimo, sería para los hombres la tienda de la paz, pues había sido fundada bajo el atributo de Géminis, el signo de la concordia. Entonces, ¿por qué su historia estaba escrita con letras de la sangre derramada por la arrogancia de sus habitantes?
Diego, arqueado en su mula, a la vista de la urbe santa, era testigo de una sanguinaria matanza. La polvareda levantada por las cabalgaduras de los asesinos del sultán, dejaron entrever lo que acontecía. Ante ellos se materializaba una escena enloquecedora de muerte y horror. Una romería de lo que parecían pacíficos orantes, vestidos con túnicas blancas y agitando ramos de olivo, estaba siendo perseguida por un escuadrón de mamelucos sarrasin, la máquina de matar más terrible creada por el legendario Saladino. Los caravaneros, con Esdras y Diego, observaban la carnicería desde el altozano, rogando que la furia de los matarifes no los alcanzara. Las víctimas, sorprendidas por la súbita irrupción de la horda del qaid musulmán, lejos de defenderse, oraban pidiendo la aparición del Mesías.
—¡Milhamah, Milhamah[13]! —clamaban mientras sucumbían ante las cimitarras islamitas—. Envía Adonai a tu Mesías. ¡Milhamah! Pronto presenciaréis el prodigio celeste y creeréis.
—Estos locos hasidim buscan la muerte, aun sabiendo que el gobernador ha advertido de la prohibición de procesiones —informó Esdras—. Muchos de mis hermanos se han vuelto locos con esa predicción de la llegada del Ungido.
Los soldados los hostigaban implacablemente, aplastando cráneos, saeteando las espaldas de los ancianos y acribillándolos sin compasión, para luego vaciarles las tripas y seseras. En las sucesivas cargas, la piel endrina de los mercenarios brillaba con el sudor, mientras proferían chillidos atroces invocando al Profeta. Los sables culebreaban en el aire, entre una algarabía de lamentos. El camino se fue llenando de cuerpos de agonizantes, cuyo provocador cántico exacerbaba aún más a sus asesinos.
—Hacia Jerusalén miran mis ojos y suspira mi alma. Allí hallaré la dicha, pues nadie más que a ti, ciudad santa, desea mi espíritu ir. Los hijos de Israel recuperarán las moradas que les pertenecen pues el Elegido descendiente del monte de Sión. ¡Milhamah! —seguían rezando en los últimos estertores de la muerte.
En una confusión, los corceles resoplaban pisoteando a quienes se arrastraban hacia los huertos para evadirse del exterminio y a los arrodillados que imploraban un fin rápido. Los sarrasin ataban de los pies a los ancianos, arrastrándolos por el pedregal, hasta que expiraban despedazados con los riscos. Al cabo, exhaustos por la degollina, los esbirros del gobernador insertaron en sus picas las cabezas sanguinolentas de los decapitados; y saldado su exterminio, se lanzaron al galope hacia Jerusalén con sus pelambreras al viento y enarbolando sus trofeos.
—¡Así acabarán cuantos se alcen contra la voluntad del sultán Hasan Rud, Príncipe de los Creyentes! —voceó el capitán con mirada retadora, que heló los pulsos al aragonés—. ¡Allahu Akbar! ¡Alá es el más grande!
—Nos hemos salvado porque estaban hartos de sangre —aseveró Esdras.
Un sucio celaje, como el aliento de una deidad vengadora, ocultó las grupas del regimiento de la muerte. El silencio los envolvió y les llegó alguna queja y el rebuzno de un asnillo olisqueando el cadáver de su amo, que yacía en el camino con la cabeza hundida y el espinazo partido. Las túnicas de los muertos, antes inmaculadas, aparecían manchadas de sangre y excrementos apelmazados.
—Estos imprudentes me recuerdan a los macabeos y a los zelotes que dieron sus vidas por Israel en otros tiempos —se lamentó Esdras, que volvió la cara horrorizado—. Somos un pueblo hostigado desde que nuestros padres, Abraham, Isaac y Jacob, montaron sus tiendas en estas tierras. ¿Hasta cuándo tanto derramamiento de sangre?
—Los falsos profetas y los iluminados suelen acarrear estas desgracias —contestó Diego.
El lugar olía a heces de caballo y el calor y las moscas, con su pegajoso tormento, se unían a la desolación. Esdras, algunos de sus capataces y Diego, descabalgaron y se acercaron al lugar de la carnicería. Los cuerpos de los desventurados se desparramaban por doquier y únicamente algunos resollaban suplicando agua o ayuda. Diego, con las botas salpicadas de sangre halló a un muchacho aún vivo. Se aproximó a él, preguntándole en su elemental hebreo.
—¿Quiénes sois vosotros? ¿Por qué os habéis dejado aniquilar sin luchar?
Con un imperceptible hilo de voz, balbució:
—Somos hasidim, hermano. El Reino de Dios está cerca. ¿Qué importa la vida? Sin embargo vosotros seréis dichosos pues presenciaréis la llegada del Mesías —y feneció con un gesto cándido en su semblante.
Diego sintió una presión insoportable en la cabeza y el sol le pareció que se oscurecía, hastiado de tanta sangre estéril derramada en nombre de Dios. El tufo de la devastación se le metió en las entrañas y, dando arcadas, se tapó la nariz, próximo al vómito. Aquellos desventurados no habían muerto con bravura, sino estúpidamente, como ovejas en el matadero. Titubeante se dirigió a un anciano de barbas venerables. Una herida mellada le atravesaba la cara. Su aliento desprendía el frío hedor del tránsito a la otra vida.
—Rabí, decidme, ¿se encontraba entre vosotros el mebaqqer Zakay ben Elasar? —le preguntó sosteniéndolo en sus brazos.
—Apenas si te oigo hijo, pero nadie sobrevive a los engaños del mal. Reza por mí a Yahvé y que las almas de estos paganos sean atormentadas en los infiernos. El Elegido, el Hijo de David, el Zonara está al llegar. Eres afortunado.
Esdras el caravanero elevó sus ojos al cielo y entonó un hadish judío, una elegía de condolencia que fue contestada por sus hombres. Al cabo, los familiares comenzaron a llegar al lugar de la matanza, y los lamentos se reavivaron. Se mesaban los cabellos y se arañaban el rostro, en un espectáculo que abatió al algebrista. La caravana prosiguió con una bandada de cornejas sobre sus cabezas, dejando tras de sí un campo de aniquilación.
«Malos presagios. Nunca los cuervos auguraron nada bueno», pensó Galaz.
La reata de asnos de Esdras Naim se aproximó con calma por el valle de Tyropeon a Ieru-Shalom, la Ciudad de la Paz, la Aelia Capitolina romana de Adriano de Itálica, la al-Quds musulmana, la Celeste Hierosólima.
Se mostró a la mirada de Diego entre el vaho dorado de sus cúpulas y alminares. Efímera como un sueño, se recostaba como una cortesana sobre la topografía de una colina terrosa, entre palmerales, cipreses y un vergel de huertos en flor. Arrobada por la blancura de sus murallas, la cúpula anaranjada de la Roca, los arcos del Santo Sepulcro y el mar de azoteas, parecían levitar por encima de sus bastiones.
Diego se detuvo hechizado con su fulgor, y musitó un rezo.
Sin embargo no percibió el aura invisible del Valle de Josafat, la Jerusalén Gloriosa que aseguraban los cruzados contemplar al rescatarla de manos infieles. ¿Acaso él no poseía la misma fe de Bohemundo de Tarento, el príncipe poeta, de Raimundo de Tolosa, o del piadoso conde Godofredo de Lorena? Los peregrinos que llegaban al monasterio de San Juan aseguraban que le sucedía a todo cristiano que la descubría en gracia de Dios. ¿Acaso él era un descarriado? Pero su espíritu hervía, y la impronta de la urbe, nimbada por el sol, no obró el milagro esperado en su alma.
Es más, no advirtió ni tan siquiera el rumor de la vida, ni el repique de las campanas bizantinas de San Salvador, o el reclamo de los almuecines desde la mezquita de al-Aqsa. La tensión por la matanza de los hasidim lo había paralizado dejándolo incapaz de sentir emociones. Diego recordó a su amor distante, Isabella, y a su amigo Nicolás, quien le había predicho su inexplicable relación con la urbe santa. Un zumbido de abejas adormecía los campos que la circundaban y bandadas de vencejos revoloteaban sobre los matacanes en planeos alocados.
Confundiéndose entre la batahola de acémilas y viandantes, la caravana de Esdras se acercó a la Puerta del Agua, donde no se hablaba de otra cosa que de la venida del Mesías, de la matanza de hasidim y de la dura represión del gobernador Amir. Tras abrevar con el miedo metido en el cuerpo, las recuas siguieron pegadas a la muralla, camino de Galilea. Esdras, deseándole lo mejor, se despidió del extranjero, quien tras agradecerle su protección y besarle las mejillas, se adentró en las estrechuras de la ciudad, excitado por la conmoción, aunque atento a cualquier peligro.
La tensión se había apoderado del arrabal judío. Como alaridos de lobos le llegaban los gemidos de las plañideras llorando a sus muertos. Los cascos de las patrullas retumbaban en las callejuelas, atentas a cualquier intento de motín mesiánico, mientras el terror colectivo crecía en la comunidad hebrea. Se abrió paso entre las bestias que se agolpaban en la fuente de Siloé, y preguntó a un beduino por el barrio del Ofel, la ciudadela de David.
Asomados a sus tienduchas, los alfayates y zapateros trabajaban rodeados de ruidos y los plateros pregonaban las excelencias de sus dijes de plata, los almuecines de las mezquitas proclamaban las aleyas coránicas, los rabinos sus hadish funerarios, y los monjes griegos los responsos, en un pandemónium de plegarias.
—Con tanta plegaria estéril Dios Padre no puede sino sentir confusión —musitó para sí.
Diego, ahora convertido en el sefardí Jacob de Sefarad, compró a un rapazuelo un cuenco de leche con canela que bebió con fruición. Al poco, al término de un adarve, se encontró con el arrabal y con una casucha que lucía en su cumbrera un cartel desvaído: JANAN EL EGIPCIO. Era la taberna indicada por el rabí Tibbon de Alejandría. Suspiró y sus ojos se alegraron. Veía cerca el final de su búsqueda. Apartó una tiritaña deshilachada que hacía las veces de cortina y un viejo que se rascaba sus cabellos casposos, lo miró de arriba abajo, examinándolo.
—¿Buscáis posada? Yo soy Janan, el ventero —se identificó empalagoso.
—Así es, amigo —contestó Diego en un arameo de dudosa perfección.
—¿No habláis el yiddish, el dialecto judío de la diáspora? —receló el mesonero.
—No, he estudiado la Cábala y el hebreo antiguo —se excusó para ser respetado—. Vengo de Sefarad y hablo la lengua romance.
—¿Y a quién he de servir si puede saberse? —preguntó inquisitivo el tabernero, tras estudiar sus hechuras y comprobar que era un hombre de condición modesta, limpio y de respeto, aunque ignoraba de dónde provenía.
—A Jacob de Sefarad —expuso decidido su nombre y procedencia.
Janan no era egipcio, sino un judío griego. Receló del acento de Diego y se mostró esquivo, aunque pérfidamente lisonjero. Pero al pronunciar el nombre del rabí Samuel Tibbon y del maestro Neptalí ben Megas, acogió inmediatamente al recién llegado y le regaló una sonrisa hospitalaria. Luego le ofreció por un zuz diario un rincón con un jergón de paja para dormir libre de piojos y chinches, la seguridad de que no saldría de allí desvalijado, y un pozo con brocal, tomado en aquel momento por mercaderes nabateos, donde asearse. Lo invitó a beber vino de Megido y un trozo de queso de Gabaón, que Diego saboreó.
—¿Qué te trae por Jerusalén y por la Eretz Israel[14]? —le preguntó para disipar dudas—. ¿Negocios, tal vez peregrinar a la tumba de David, o eres un devoto hasidim? Habla sin trabas, estás entre gente amiga.
Con una inequívoca franqueza que transmitía seguridad, se sinceró:
—Busco a un rabino de mi país y confío en que Megas me conduzca ante él. Ese empeño me ha traído desde Alejandría.
—No es por decepcionarte, pero el rabí de los alejandrinos, el gran maestro Neptalí ben Megas, acuciado por las delaciones, abandonó hace tiempo Jerusalén, dispersándose con los miembros de su sanedrín. Unos emigraron a Armenia, otros a Persia, y los más se han diseminado por las comunidades de Galilea, el Sinaí y Galaad, salvo los que desafiando los bandos del gobernador Ibn Amir, han sido aplastados brutalmente por los sarrasin al anunciar al Zonara.
Diego se sintió incapaz de contestarle, pues el estupor de la frustración lo deprimió. «¡No, otra vez no! Este Zakay parece esfumarse cuando rozo la hebilla de sus sandalias», se dijo entre el fastidio y la exasperación. La huida repentina del rabino Megas, fatalidad del azar, lo obligaba a mendigar una nueva pista de Zakay en tierra tan hostil, y ya no le restaban fuerzas para seguir en una empresa a la que el destino gravaba.
Y ahora que creía tener al fin al almojarife real al alcance de la mano, otra vez un hado nefasto lo encubría con un velo de misterios. La prueba resultaba exorbitante para un hombre. O recibía una señal pronta o abandonaba la búsqueda.
—No puedo recorrer Oriente visitando una a una todas las sinagogas —confesó Galaz—. Algo me dice que no veré jamás a ese hombre. Resulta evidente que no lo desean ni Dios Vivo, ni mi esquivo sino.
El mesonero renunció a formularle preguntas sobre el prójimo que buscaba, pero para reconfortarlo, le manifestó confidencialmente:
—En Jerusalén existe una tradición que consiste en colgar de una ventana una tela blanca cuando la familia no se encuentra en la casa. Esa señal la contemplarás suspendida en la tronera de la Sinagoga de los Libertos. El día que desaparezca, es que el rabino Megas ha regresado. Ten paciencia, hermano Jacob.
Diego, abatido por su momentánea derrota, asintió con gravedad.
Se sentó en el pretil y escrutó el crepúsculo que enrojecía los naranjos del patio. Al poco, una luna biliosa espejeaba las azoteas y un aroma a jazmines saturaba el aire inmóvil. Su imagen mansa se reflejó en las aguas del pozo. Diego quedó magnetizado contemplando el astro de la noche preso en la oquedad, como se hallaban sus ilusiones aprisionadas entre sus murallas.
Entre un torbellino de luz, Diego salió a recorrer la ciudad. Un leve vientecillo movía los sicómoros de la torre de David. Las alondras y vencejos revoloteaban por la colina del Templo y la Cúpula de la Roca, tan unida a Abraham, a Mahoma y a los caballeros del Temple. Desde el primer momento se hizo pasar por un hebreo excéntrico, gastaba en las tabernas dinero, que guardaba en un cinturón bajo faja, y se movía por los cuatro barrios, el musulmán, el judío, el armenio y el cristiano, arrabales con puertas independientes que poseían sus propios lugares de culto y costumbres. Gustaba de transitar por la Vía donde caminó Jesús con la Cruz, por la iglesia del Santo Sepulcro, construida por los mercaderes italianos de Amalfi, y rezaba una plegaria con los labios de su corazón en las arideces del Gólgota y el Monte de los Olivos, rogando al cielo la vuelta de Ben Megas.
Las ejecuciones se habían multiplicado en Jerusalén con la llegada del Mesías, sembrando el miedo entre la comunidad hebraica, que recelaba de todo extranjero sospechoso. Comprobó la señal de la ausencia de la familia Megas en la arcada de la sinagoga, un paño blanco y vagó por las callejuelas judías, buscando un vestigio, bien de Megas bien de los Elasar, pero sin éxito. Presenció la comitiva de entierros camino de Getsemaní y conjeturó que no podía haber arribado a Jerusalén en ocasión más adversa. Con el temor que enrarecía la atmósfera del Ofel, difícilmente le harían partícipe de alguna confidencia. Los ánimos estaban soliviantados y en cada esquina se adivinaba una amenaza. Con su rara pronunciación preguntó a un anciano por el paradero de Megas, y no sólo no le contestó, sino que creyéndolo un espía de Amir, lo amenazó blandiendo la cachaba y atrayendo hacia sí la animosidad de unos familiares, que la emprendieron a insultos y pedradas.
—¡Malditos seáis, vosotros, los Megas y los Elasar! —se revolvió enajenado.
Decepcionado ante la hostil acogida que le habían dispensado, volvió sobre sus pasos, introduciéndose por unas intrincadas callejuelas que lo condujeron al lienzo amurallado del monte Moriah, el lugar de la alianza de Abraham con Yahvé, que amparaba la mezquita musulmana, en otro tiempo Templo de Salomón y palacio de Herodes. Anónimo con su veste hebrea, se deslizó calle abajo hacia el Muro de las Lamentaciones, donde una hilera de deudos de los muertos lloraban su desgracia.
Otra de las mañanas se echó a la calle y penetró en un figón de alegre ambiente donde platicaban unos beduinos que vendían velas y crucifijos a un grupo de peregrinos. Sin poder remediarlo pensó que era un soñador que impulsado por una locura disparatada desatendía sus deberes y afectos, y que Isabella bien podía reprochárselo.
Un lampadario iluminaba una estancia abigarrada de toneles donde los feligreses libaban vino de Samaria y Corinto, mientras sobaban a unas meretrices medio desnudas. Una de ellas colocó insinuante sus pezones coloreados de carmesí ante sus ojos, mientras intentaba conducirlo a un cuchitril donde una cofrade trajinaba con un soldado del gobernador. Diego se unió a la bulliciosa grey y animado por el clarete departió con algunos parroquianos judíos, camelleros y arrieros, a los que preguntó por Megas.
Ganada su confianza le auguraron una búsqueda imposible, ya que el gran rabino, por ser uno de los cabecillas hasidim que aguardaban la supuesta llegada del Ungido de Dios, tenía puesto precio a su cabeza, por lo que resultaba improbable que regresara a Jerusalén. Diego, desalentado, regresó a la posada de Janan, pensando en dar por concluidas sus pesquisas y buscar la forma de regresar a Gaza antes de la llegada de las lluvias, para luego zarpar en un navío cristiano rumbo a Alejandría.
En el patio emparrado, los huéspedes se atiborraban de huevos fermentados con cidra y limón y de un guiso de cabrito, cuyo aroma a alcaravea y cilantro, lo animó a probarlo. El mesonero lo acomodó en un rincón donde crecía un granado. Sobre una piedra de amolar le sirvió el condumio y un jarrillo de vino. A su diestra se sentaba un individuo paticojo tocado con una kipá grasienta, de esqueléticos miembros y de barba puntiaguda, que sorbía un caldo de escudilla y murmuraba jaculatorias a cada sorbo.
Por las palabras que decía de sí mismo, que era un exégeta de Dios y un qados o santo, más bien parecía un charlatán embaucador que vendería a su madre por un vaso de vino. Gustaba meterse en asuntos ajenos, y se ganaba la confianza con adulaciones. Iba de ciudad en ciudad y de posada en posada rogando por los difuntos, mendigando y vendiendo trozos de papiro con versículos de las sagradas escrituras que afirmaba conocer al dedillo. Se arrodilló y disertó sobre la venida del Mesías, mientras las moscas se posaban en su cráneo apergaminado.
—En Yerusulaym he alcanzado la paz, hermano —se dirigió a Diego—. ¿Sabías que Dios repartió las diez porciones de la belleza del mundo, y que nueve se las otorgó a Jerusalén? Hoy es víspera del sabath y por ello te voy a regalar una de mis oraciones a cambio de un jarrillo de vino. Tal vez así se disipe el pesar del corazón atribulado que presumo en ti. Confía en Neemías el Cojo que rezará por ti al Creador.
Del revoltijo de su zurrón entresacó un sidur, el libro de oraciones judío, y un papiro renegrido. Diego, que no le había prestado oídos, mostró su sorpresa, comprobando que además de su aspecto menesteroso, uno de sus ojos mostraba un absceso infestado. Diego, animado por la curiosidad abrió el papel. La letra apenas si era legible, pero leyó: «Provienes de una gota maloliente y vas hacia un lugar de podredumbre y destrucción. El Santo sea alabado».
—¿De qué versículo del Libro Sagrado has entresacado estas funestas palabras?
—De ninguno. Se trata de una sentencia del patriarca Aqabia ben Mahalalel. ¿Acaso revela algo de tu futuro, hermano sin nombre? —arguyó el entrometido.
—El tiempo lo dirá, hermano Neemías. Pero antes deja que yo te corresponda con otra piedad. Veamos tu ojo. Necesitas una cura, o lo perderás —dijo Galaz en un hebreo deleznable.
El Cojo no deseaba acabar el diálogo sino seguir hurgando en sus intenciones.
—No has nacido en Palestina, ¿verdad? Eres un hijo de la galut, la diáspora, condenado a nacer lejos de la tierra prometida. El pueblo de Israel siempre sufriendo las vejaciones de los tiranos. ¿Hasta cuándo, Señor de los Ejércitos?
—Provengo de Sefarad, Hispania, y mi nombre es Jacob.
—Sefarad, la tierra de los milagros y la abundancia. «La plata laminada que arriba a Israel de Tarsis», dice el nabí o profeta Jeremías —declaró jactancioso.
Diego solicitó al ventero que le hirviera en la hornilla hojas de hinojo, camomila y arrayán, y le limpió las úlceras; luego conversó con el viejo, con el que, por su desamparo en tierra extraña, entabló una llana camaradería.
—¿Tú también crees en la inminente llegada del Zonara?
—La contestación es fácil, hermano —le aclaró el Cojo—. Es un sueño absurdo. ¿Se puede restañar en unos meses una herida abierta en el pueblo de Israel hace siglos? No. Adonai aún debe probar a su pueblo elegido y puede que hasta el Juicio Final no comparezca ante nosotros.
Diego entendió que no era un fanático del Zonara y optó por refugiarse en sus pensamientos, rogándole que si por su oficio de trotamundos oía algo del regreso del rabí Megas, o del nasí Zakay ben Elasar, lo avisara de inmediato.
—Comparto tu preocupación; en mí has hallado un aliado.
Diego adoptó el papel de un furtivo vagabundo y vigiló los aledaños de los mercados, en los caravasares y tabernas. Era su sino. Buscar.
Cada día, envuelto tras una fachada de respetabilidad, Diego pasaba ante la sinagoga de los alejandrinos y contemplaba la colgadura, cada día más pajiza y ajada. No tenía noticias de Ben Megas o de las haburot dispersas a causa de la persecución, y se desesperaba. El ventoso mes de adar expiró y, con los primeros días del nisán, el barrio judío fue cobrando una inusitada vida con los preparativos de la Pascua, la más gozosa conmemoración judía que rememoraba la liberación de la servidumbre del pueblo de Dios. Las familias judías aseaban sus hogares y amasaban los mazzol, el pan ácimo, en las tahonas del Ofel.
El día señalado, Neemías leyó en la cena pascual del Seder un texto del Éxodo, el hagadad, que el hispano oyó con curiosidad, mientras Janan servía las hierbas amargas, el harosset, mejunje de manzanas y nueces, y el cordero desangrado, muy apetitoso según el paladar de Diego, que observaba el ritual y lo seguía con devoción. «Al menos tengo la oportunidad de explorar los credos de otras gentes». Por espacio de los siete días de la solemnidad, se sumó a las celebraciones junto a los huéspedes de la posada, sin expresar rechazo, pues la vida podía irle en alguna inoportuna blasfemia, o una desconsideración.
Diego se había concedido un plazo, pero sus ganas y sus costumbres se habían relajado. Con Neemías visitaba las tabernas del barrio armenio, merodeaba por los conciliábulos de mendigos de la Torre de David y la Puerta de Damasco, vagaba por los mercados frecuentados por los rabadanes que ejercían su oficio por los desiertos de Judea, espiaba a los orantes del Muro de las Lamentaciones, pero no logró sacar ni una sola información sobre el paradero del rabí Megas o sobre el nasí Elasar. En la ciudad, donde deambulaban, árabes, mamelucos, niños de ojos oscuros, turcos, judíos y peregrinos llegados de todas las partes del mundo, pasaba desapercibido. Y muchos, por su aspecto dudoso y desaliñado, lo consideraban de la casta de los quppah o pobres.
Con el paso de los días desesperaba, y su tiempo para regresar a Alejandría, concluía. Una tarde, Galaz andaba abatido y decidió regresar al albergue. De improviso se encontró junto a la Puerta de Jaffa con su amigo Neemías el Cojo, quien sosteniéndose a duras penas en su roñosa muleta, sermoneaba a un grupo de beduinos, para sacarles unos cobres. Su ojo presentaba una franca mejoría y sonrió al ver ante sí al judío hispano. Neemías, que quería agradecerle la curación y sus caridades, lo invitó a beber en una almunia de Ghión, unas cortesanas. Diego se excusó, pero el charlatán le susurró al oído:
—Tengo una información para ti. Más tarde te la revelaré lejos de oídos indiscretos —aseguró en voz baja, para luego exclamar con amabilidad—: ¡Dios cuide tus manos milagrosas, Jacob! Mis pupilas ven hasta lo que no debían. Tus mejunjes y el milagroso aire jerosolimitano me han sanado, buen amigo.
A Galaz le extrañó la dadivosidad, pero su desinterés era proverbial en la casa de Janan, y la información que guardaba lo convencieron para aceptar. El interior de la mancebía estaba sumido en una penumbra cómplice. Los candiles y lamparillas arrojaban un fulgor tembloroso. De los muros colgaban hermosos tapetes, como llamaban en Jerusalén a las alfombras de Sardes, «más blandas que el mismo sueño». Diego tuvo que acostumbrarse a la escasa luminosidad del prostíbulo, donde se quemaban varillas de sándalo.
Las figuras de las meretrices babilónicas parecían irreales entre los vapores de las lámparas. Unas flautistas griegas, las auletridas, tocaban una melodía que enardeció el corazón del extranjero. Neemías habló con el truhán que regentaba el burdel, quien le sirvió dos jarrillos de zythos, la cerveza dulce de Chipre, y puso a su disposición un cuarto donde varias muchachas sesteaban adormecidas en unos almohadones.
«Valioso debe ser el favor que le deben», receló Diego, que no obstante bebió varias jarras de la bebida fermentada.
Una de las jóvenes, una persa de ojos negros y rasgados se adelantó con un vaso de alabastro. Con melosidad le dio a beber un elixir, que a Galaz le pareció de opio de Catay y menta. Otra de las rameras, cuya piel blanquísima estaba marcada con tatuajes, incluso sus pechos y el sexo, le ofreció unos dulces, que ella llamó lukum, y un falafel de carne y sésamo que al extranjero le pareció sublime.
La cortesana le sonrió y al aragonés le pareció que con el bebedizo se le excitaban los sentidos y la linfa de sus venas le corría como un corcel sin amo. Se dejó llevar hacia los cojines donde la joven le frotó el cuerpo con esencias de Arabia, mientras el Cojo, cuyos ojos brillaban de lujuria, danzaba al son de las flautas un baile grotesco, acompañado de dos furcias. Diego se incorporó y bailó con su amigo, pero sus piernas no le obedecían.
La meretriz lo abanicó con un baleo de plumas, mientras dejaba entrever sus pezones tintados de ocre a través de una gasa translúcida que cubría su cuerpo.
Estaba esmeradamente maquillada, y una guirnalda de flores le nacía en la melena, que caía sobre sus hombros. Diego se recostó en el diván y se embebió en su voluptuosa belleza, abandonándose a sus cuidados. Había caído en un suave sopor, hasta el punto que creía que acariciaba a Isabella, recordando el tacto de su piel de azucenas. Besó sus senos y sus tersuras, arrebatado en una ola de deleites. Cuando tras una hora de escarceos amorosos la poseyó, reparó en el andar ingrávido de Neemías y las otras cortesanas; y dejándose caer, reclinó su cabeza en el regazo de la persa, y cayó en un prolongado sueño.
Bajo un cielo amoratado y manso, Diego y Neemías salieron del burdel con las cabezas embotadas. Hundieron sus rostros en las frías aguas de una fuente con verdín frente a las murallas. El frescor del chorro en las sienes lo había devuelto a la realidad: «¿Se habrá dado cuenta Neemías de que no estoy circuncidado y que soy un impostor? —se preguntó—. He de andar con cuidado de ahora en adelante. ¿Me habrá tendido una trampa este trotacaminos? Ha sido un error grave y lamento mi estupidez».
Silenciosos cruzaron el torrente de Cedrón y entraron por la Puerta de Siloé, desierta a aquellas horas del alba, tras unos pastores de cabras. El Cojo le pasó un pellejo de vino de Berseva para recuperar los ánimos, mientras parangonaba la hermosura de las cortesanas.
—¿Has hallado al fin a quien buscabas, hermano? —le preguntó con retintín.
—No, y he decidido volver a mi patria. La fortuna no está de mi parte. Abandono mi empresa —respondió lacónico—. ¿De qué deseabas hablarme, Neemías?
El charlatán lo miró como se mira a un enfermo terminal, con compasión.
—He conseguido hablar con uno de los discípulos de Ben Megas —le reveló confidencial—. Siento desengañarte Jacob, pero el rabino no regresará a Jerusalén mientras continúe como gobernador Ibn Amir, un mameluco de atroces sentimientos. Y si ese otro hermano de Sefarad que buscas pertenece a los hasidim, renuncia a indagar sobre él, pues puede ocultarse en cualquier lugar de Oriente. Un pueblo sometido es como un rebaño conducido al degolladero, dice el piadoso nabí Isaías. Creo, no obstante, que si untas con una buena bolsa a Janan, el ventero, y le metes los dedos, tal vez ese te diga dónde se hallan con exactitud. Oculta más de lo que dice. Inténtalo al menos.
—No es esa mi forma de comportarme. Ya te lo he dicho, regreso a Alejandría y olvido mi búsqueda, a pesar de mis sacrificios y de haberme expuesto al riesgo de la muerte —replicó descorazonado, bajando los ojos—. Esta rutina está alterando mi vida y llenando mi misión de fracaso.
—Tu entrega resulta encomiable, pero buscas una aguja en un pajar. Janan es tu última oportunidad. Tardarías una eternidad en recorrer las comunidades de devotos dispersadas por Antioquía, Jericó, Armenia, Engadda, Egipto, o quizás en las cuevas desperdigadas por las antiguas Ciudades de la Sal, emporios de leyenda.
Repentinamente el semblante de Diego se iluminó y su pulso se aceleró. Aunque aturdido por la bebida, su memoria se vio obligada a recordar. Enrojeció a causa del olvido. Asió del brazo al Cojo y le soltó:
—¿Qué nombre has pronunciado en último lugar Neemías? ¡Repítelo!
El pícaro se quedó boquiabierto. Enarcó las cejas e insistió:
—Las Ciudades de la Sal. ¿Qué te ocurre? ¿Acaso te trae algún recuerdo olvidado? —dijo interesado—. Confíamelo. Mi empeño es ayudarte, ya lo sabes.
Resucitada por la alusión del Cojo, en su cerebro se hizo presente la entrevista de la sinagoga de Aqiq, cuando se dirigían a entregar al príncipe Yekuno; del olvido surgió una por una las palabras de su informador, el rabino etíope. Hasta entonces había permanecido en su cerebro sin que le concediera el menor crédito. Pero de repente cobraba un inusitado valor.
Ahora, cuando estaba apunto de rendirse, su alma necesitaba acogerse a cualquier vestigio por fútil que fuera, como el náufrago se agarra al madero salvador. Le refirió la entrevista con el rabino del País de los Aromas, así como su no menos desconcertante respuesta y el desconocimiento que tenían los caravaneros de esas ciudades. El charlatán lo escuchó grave, eructó dejando entrever su boca que hedía a vino. Tras unos instantes de espera golpeó el hombro del sefardí carcajeándose y, con la misma contundencia que lo hiciera el discípulo en Aqiq, replicó:
—Qué insensato fuiste, Jacob —y rio con una carcajada—. El rabino te indicó el paradero de forma tan ingeniosa como exacta. Ese lugar legendario, ahora sin vida ni actividad, existe, y no muy lejos de aquí. ¡Por las barbas de Senaquerib el idólatra!
Aquella emboscada del destino lo llenó de júbilo.
—¿No te burlas de mí?
¿Había poseído la clave del destino de los Elasar y no había sido capaz de descifrarla, perdiendo un tiempo inestimable? ¿Por qué el maestro Tibbon no le había abierto los ojos? ¿La había ocultado por una razón desconocida? No podía elegir, ya era tarde. Se pondría en manos de Neemías, del que recelaba, y más ahora que sabía que no era judío. Pero era lo único que tenía y lo escuchó:
—Escucha, Jacob. Estudié en mi juventud con los más doctos rabinos de Israel y su interpretación resulta incuestionable. El primer libro de Samuel dice: «Y el rey partió en busca del ungido atravesando la Sure ha-Yeelin [La Roca de las Cabras], hasta recalar en la perdida Ciudad de la Sal. Y allí le dijo Yahvé “Aquí lo tienes, te lo entrego en tu mano”». ¡Por todos los ángeles caídos! ¿No lo ves tan claro como el poder de Adonai?
Diego estaba demasiado absorto para argumentar. ¿Podía ser cierto que había hallado al fin el lugar tan buscado?
—¿Y bien? —Su tono era vacilante.
—Resulta tan diáfano como la luz de la alborada, hermano —repuso el Cojo con una sonrisa triunfal—. Aquel a quien buscas no es otro que el «rey» que anda tras el «ungido». Ben Elasar recaló, según tú, en Palestina, atraído por la aparición del Mesías. Y como predice el texto sagrado que te reveló el rabino, «te lo entrega en la mano», detallándote el lugar donde se halla, ahora convertido en su refugio. ¡Quién lo diría!
Tras sobreponerse a la sorpresa de la interpretación del texto sagrado, insistió.
—Sigo sin entender, Neemías.
—Escucha —le aseguró triunfante y babeando—. El rabí conocía el paradero del hombre que buscabas, pero por precaución, lo ocultó entre las líneas de ese versículo bíblico. Las ruinas de la Ciudad de la Sal, ahora abandonada por los hombres, se encuentran en el mar Muerto, al norte de Ain Giddi, a tres horas de camino de Jericó y cerca del oasis de Ain. Allí se alzan antiguos cenobios esenios, los hombres de las cuevas. Esos lugares, que se extienden por el Sinaí, los ocupan comunidades de hasidim, que han huido de la persecución del gobernador. Adonai ha querido que yo me cruzara en tu camino.
—Los esenios de los que me habló Tibbon. ¡Ese es el lugar! —exclamó Diego, gozoso.
—El hermano que buscas aguarda con toda seguridad la venida del Elegido, o en las cercanías de Engadda, o en Sure Ha-Yeelin, poblados que trafican con la sal y el azufre. No puede decirse más claro, y te aseguro que ese escondite se halla a menos de dos jornadas de aquí —insistió.
La sorprendente conclusión dejó mudo a Diego que lo miró de hito en hito, con la seguridad de haber dado al fin con la huella para encontrar a los Elasar. Ya no había tiempo para especular y prefería no pensar en la información que le desvelaba el embaucador de peregrinos. Para antes de Pentecostés habría de hallarse en el puerto de Jaffa y embarcarse a Alejandría, para regresar a Barcelona.
El tiempo lo acuciaba y no podía detenerse a pensar en contrariedades y en la fascinación que le había producido la revelación. La Violant y Jacint Blanxart no podían esperar, pues les iba el negocio de todo un año. Sería el último riesgo que correría, pues en su ánimo ya no cabían más decepciones.
—A veces el azar acierta a hallarse en terrenos imprevisibles. Gracias por tus empeños, Neemías, y te ruego que guardes reserva del asunto.
El Cojo hizo como si estuviera enojado.
—¡Jamás me serviría de los apuros de un semejante! —afirmó irritado.
Diego se notaba ansioso por partir.
—Pues aunque tan sólo sea una probabilidad, me has proporcionado un gran alivio —dijo, y le cogió las manos en símbolo de gratitud.
—La impaciencia por alcanzar la meta te ha ofuscado —lo consoló el viejo.
—Sin duda los acontecimientos me han sobrepasado —aceptó Diego el reproche.
—Escucha Jacob: Habla con los pastores que llevan su ganado por la tarde a la fuente de Siloé. Ellos pueden conducirte hasta las ruinas esenias de Qumran y a los poblados de la sal. La búsqueda en las cuevas es ya cosa tuya. Es tu única oportunidad, a no ser que el rabino de Aqiq se comportara como un loco burlón —y esbozó una risita jovial.
—Hoy estás invitado en la taberna de Janan. Espero que nuestros caminos se crucen alguna vez, Neemías, y así pueda devolverte el favor. De todas formas déjame que te agradezca tus servicios —declaró, y lo recompensó con diez zuzs, denarios hebreos, que dejó caer en su mano, para así silenciar su boca.
El tullido, mostrando su único diente, se lo agradeció con una mirada incondicional. Y cogidos del hombro se encaminaron a la posada. Del fondo le llegó el dulce son de las chirimías y los acordes lo reconfortaron. En su mente renacía el irreductible ánimo que lo había llevado de una a otra parte del mundo arrastrando peligros y privaciones. En aquel instante la voz del almuecín resonó en la Cúpula de la Roca y pensó en Isabella; quizás en aquellos momentos estaba hilando en la rueca o tañendo el laúd. Mujerucas de túnicas negras se detenían a rezar, mientras con la luz de la mañana, Jerusalén, la perdurable, cobraba una inusitada vida para Diego Galaz de Atarés, el algebrista errante.
Diego se ató las sandalias y se ajustó el tailasán a la cabeza.
Con afecto se despidió de Neemías el Cojo y de Janan, cuando el sol clareaba tras las colinas de Getsemaní. Unos pastores de Hebrón, amistosos a pesar de los rudos modos, se habían prestado por unas monedas a servirle de guías. Diego cruzó con los rebaños la Puerta de Sión, donde los mudos hablaban y los sordos escuchaban las palabras de Jesús, según le había narrado tantas veces fray Bernardo. En la fuente de Siloé las lavanderas recogían agua, disputándosela a los aguadores en una algarabía de gritos mientras hileras de olivos se ordenaban a uno y otro lado del torrente de Cedrón, ondulante y pajizo.
Al cabo, la traza de la Hierosolima Terrenalis, la inmortal Jerusalén, la de los cien nombres, se fue alejando de su vista y sintió en su corazón pesadumbre. En pos de su última oportunidad y consciente de su vulnerabilidad, montó en un asnillo y siguió al hato de cabras. Como un visionario, dudaba si era la fatalidad la que lo guiaba hasta las cuevas, si eran los disparatados desvaríos de un rabí lunático, o las palabras de un consumado nutridor de patrañas, como consideraba a Neemías.
Caía el sol de plano, cuando emergieron al oeste unas casitas blancas entre un mar de amapolas, como minúsculos rostros asustados que emergían de la tierra. Diego se interesó por aquel lugar:
—Es Betania. En antiguo arameo «la casa de la miseria», aunque desde aquí la veas tan frondosa —le explicó el rabadán, un hombre huraño y poco hablador.
Ganaron las primeras cotas del desierto de Judea; el paisaje no podía mostrarse más desolado y la calina más asfixiante. Diego, con el zurrón de sus pertenencias en bandolera, se asfixiaba sobre los lomos del pollino. Los pulmones le quemaban, por lo que sorbía tragos de la bota, y los rayos del sol le abrasaban como carbones. El cielo se volvió amarillo, como los cauces de Qumran, por cuyos caminos transitaron hasta que el sol declinó por el ocaso. No se divisaba un solo árbol y parecía que la vida se resistiera a brotar en aquel desierto de rocas. Pernoctaron en unas cuevas ennegrecidas por los fuegos que apestaban a ganado.
Diego permanecía temeroso y dormitaba con un ojo abierto, pues temía que alguno de los pastores pudiera rebanarle el cuello y robarle cuanto llevaba, por lo que le costó conciliar un breve sueño. Al día siguiente, tras aceptar un cuenco de leche, se adelantó al rebaño y contempló entre las escarpaduras la difusa línea del mar Muerto, su destino, que rutilaba como un espejismo. Al punto sintió que el corazón se le escapaba por la garganta. Deseaba lanzarse en carrera por la ladera y extraer de sus entrañas su desazón, pero se contuvo, y respiró para serenarse.
—Amigo, ahí tienes las ruinas de las aldeas donde habitaron los sabios magarriyah, los hombres de las cuevas —le informó un pastor—. ¿Estás seguro que se trata del cenobio que buscas? Hay muchos más de aquí a Mageddo, casi un centenar.
—Al parecer sí, y en eso confío —contestó—. Me adelantaré a vosotros, pues me urge hablar con el rabino Ben Megas.
—No puedes ocultar tu impaciencia, hermano —ratificó el cabrero.
—Los fantasmas del pasado me impiden el sosiego. He recorrido medio mundo, desde la diáspora de Sefarad, para disfrutar de este momento. ¿Me comprendes?
—Ve con Dios, pero ten cuidado con las aguas de ese mar. Despiden una fetidez a azufre que espanta, y algunos han muerto con sólo olerlas.
—Que el Altísimo pague vuestras caridades —dijo, y se despidió.
El descenso por las escarpaduras, quemándole la sesera, se le hizo inclemente, y el pollino se resistía a seguir. Las chicharras le taladraban los oídos y sus músculos estaban tan tensos como la cuerda de un arco. Bebió de la bota y sus labios agrietados se suavizaron. Un chacal gruñó en la soledad y una nube de tábanos que se arracimaban en el esqueleto de un carnero, se cebaron en él.
—Esto parece el horno de Dios —deploró al asfixiante calor.
Súbitamente se elevó un canto salido de las gargantas de los moradores del monasterio esenio y resonó el cuerno de la oración. Diego siguió pendiente abajo a punto de descalabrarse. Lo que un principio creyó una construcción abandonada, se le ofreció como un confortable baluarte donde destacaba una torre enlucida de cal. A su alrededor se alzaban en anárquica formación, edificaciones de adobe, una sinagoga, celdas y las dependencias de uso de la comunidad. Y arriba, en las laderas, las tan buscadas cuevas esenias.
Una alberca y un acueducto de piedras milenarias comunicaban las cisternas con el torrente de Qumran. Por los humos y rumores constató que el cenobio se hallaba habitado, aunque no divisaba a nadie. ¿Estarían de oración? Pensó no dirigirse directamente al retiro, tal vez porque su ánimo se resistía a encajar otra decepción que terminaría por hundirlo. Así que prefirió ordenar sus ideas, y, dando un rodeo, arreó la acémila y bajó hasta el oasis de Ain Feshah, que se divisaba a un tiro de piedra de la orilla del mar Muerto.
El apacible paraje espoleó su corazón impaciente.
Los manantiales brotaban, hermoseados por cañaverales y juncos. Le parecía inconcebible que a sólo unos pasos del inhóspito desierto de Judea pudiera germinar semejante edén. Espantó con su presencia a una plétora de estorninos, tordos de Siria, y a un ibex que pastaba tras el palmeral, y se aproximó al pozo. Un grupo de mujeres beduinas que trabajaban en la entrada de una tienda de pelo de cabra y hojas de palmera, lo recibieron entre risas. Cortaban tallos, mientras unos ancianos de rostros quemados elaboraban esterillas, o secaban racimos de dátiles. Otros daban agua a un rebaño de ovejas en la charca, que hervía de pececillos grisáceos.
—Salaam —los saludó Diego en árabe.
—Que el Misericordioso te refresque los ojos, extranjero —le respondió un anciano que sostenía un cayado y que le ofreció un cuenco con leche y dátiles, que Diego apuró, agradeciéndole la hospitalidad—. ¿Buscas a alguien, o te has extraviado?
—Aguardo a que aquellos hombres santos concluyan sus oraciones y rogarles refugio y atención para unos asuntos que me traen de muy lejos —repuso.
—El Creador siempre amparó con su manto a los hombres de las cuevas.
—¿Y cómo se llama el lugar donde se asienta ese ribat?
—Unos lo llaman Hibert Qumran y otros los escombros de la Ciudad Maldita de la Sal —testimonió el viejo sin dejar de mirarlo—. En esos riscos vivieron en otros tiempos los esenios, luego el rey Ozías lo convirtió en un fortín, que aprovecharon los rumis o romanos para aplastar las rebeliones judías. Regresaron nuevamente los hombres de las cuevas, y tras siglos de abandono unos pacíficos hijos de Israel, los hasidim, lo han reconstruido y viven santamente entre sus muros y en las cuevas de las montañas.
Se despidió de los nómadas agradeciendo su acogida. Por un sendero espinoso se acercó a la orilla del mar Muerto que, como una mansa laguna, era abrazado por montañas azules. Espejeaba tan sosegado como si las aguas fueran de sirope. A lo lejos se distinguía la sinuosa línea del monte Nebo, desde donde Moisés contempló la tierra prometida. Unos rizos espumosos se acumulaban en sus riberas, blancos como la cal. Diego aspiró su brisa salada y le dio la espalda impresionado. Ascendió por la pendiente que conducía al refugio de los místicos, que estaba envuelto en un halo de misterio. Distintos pensamientos se agolpaban en su cerebro. Sentía por igual que, víctima de un engaño, podía sufrir un encuentro desagradable, o por el contrario lograr el remedio de sus pesadumbres.
Permaneció unos instantes observando el retiro, entre confuso y hechizado. Disfrutó del silencio y de los fulgores del sol en las moles blancas.
Un anciano encorvado, vestido con una túnica de lana grosera, arrojaba grano a unas palomas que, entre zureos, revoloteaban en un nidal. A Diego le extrañó que muchas estuvieran anilladas. Exploró con sus ojos los alrededores y sin querer perturbar su quietud, lo saludó en un tono cálido:
—Shalom. Soy un hombre de paz que busca al rabí Megas y al nasí de las comunidades de Sefarad, Zakay ben Elasar —declaró para disipar desconfianzas—. ¿Se hallan por ventura en esta comunidad, hermano, o de buscarlos en las cuevas?
El viejo, con una gravedad augusta, se volvió hacia el recién llegado y pronunció unas palabras que lo desconcertaron.
—Te han precedido avisos y señales indudables. Te aguardábamos.