La danza de la muerte

El aliento se le cristalizaba a Isabella con la escarcha del alba.

Con un cuchillo en el regazo y durmiendo vigilante, notaba la helada en el rostro. Desde el episodio del cura y su barragana y las carnales proposiciones del Pilós, no podía calmar su espíritu y giraba la cabeza intentando descubrir a este tras ella, pues la acechaba como el cazador a la presa. La angustia le atenazaba la garganta; anhelaba desvanecerse entre la niebla y aparecer a muchas leguas de aquel lugar.

Avanzaba la Cuaresma y en las iglesias aún colgaban los paños morados. Los crucifijos se ocultaban y las campanas no sonaban. Sólo prédicas, ayunos y disciplinas eran la norma de la itinerante cofradía del Profeta. Avistaron el monestir de Santa María de Poblet, un fortín místico donde los monjes del Císter guardaban el sueño eterno de los reyes de Aragón. Ceñido por ciclópeas murallas, sólo se atisbaba el campanario de la iglesia, el tejado rojo del palacio que albergaba a la familia regia en el tránsito de Zaragoza a Barcelona y los aleros de los claustros. El abad, que los aguardaba en el Pórtico Real, permitió a fra Guifré orar ante el altar mayor, pero negó la entrada a sus disciplinantes con la excusa de que podían estorbar el silencio y la oración de los monjes, aunque lo hacía por miedo a contagios, arrebatos místicos, o a escenas de delirios espirituales, como los que las gentes de La Noguera relataban con horror: «Son como una calamidad apocalíptica, por muy santo que sea su guía».

Como contrapartida, le ofreció medio centenar de cestos colmados de viandas, además de sus bendiciones, invitándolos a que asistieran al sermón y a un auto sacramental sobre la Resurrección de Cristo, que se representaría para fortalecer la fe de los colonos de la abadía en el atrio de la iglesia conventual, junto a la muralla.

—Os rogamos hermano Guifré —le solicitó el abad con falsa adulación, observando el detestable pelaje de sus seguidores—, que vuestra grey pernocte en las vaguadas del Francolí, para así preservar la vigilia de mi comunidad.

El iluminado aceptó a regañadientes, aunque convencido por la contrapartida del padre abad, todopoderoso señor de vidas y bienes en aquel condado.

Con la caída de la tarde las nubes se habían deshecho en jirones y el firmamento desplegaba legiones de estrellas. Sobre los bastiones del monasterio había caído la oscuridad, pero la luz biliosa de centenares de teas y hacheros confluían sobre un estrado alzado por los cómicos, que transfiguraba el atrio en un arco de fulgor. Isabella advirtió que era la misma compañía a la que fra Guifré había expulsado semanas antes, pues vio a la niña a la que había socorrido disfrazada de ángel con el rostro coloreado de blanco.

Fascinada admiró el estrellado telón de color azul, que representaba una cohorte de querubes orantes. Isabella recordaba, antes de emigrar a Carcasona, haber presenciado de niña, bajo la arcada de Sant Pere de Galligants de su Gerona natal, una representación del martirio de los santos patronos Felix y Narcís, interpretado por una compañía de comediantes ingleses que lo llamaban un miracle play.

Se agitaba temerosa, pues el bravucón de Pilós la asediaba sin tregua y había puesto como plazo para cobrarse su virginidad una de aquellas noches, aunque aún no lo había visto entre el público. Los monjes, sus cabezas tonsuradas y cogullas emergiendo por la torre de la iglesia abacial, observaban el santo espectáculo. Sonó un clarín y el auditorio, olvidando empujones y algazaras, enmudeció, obrándose en la masa un silencio monacal. Un monje se subió al estrado y pronunció una sermón sobre los horrores padecidos por el Salvador en la Pasión que conmovió a los peregrinos y labriegos. Apareció luego por el forillo una mujer que gesticulaba llorosa, y que el narrador presentó como María Magdalena. Histriónicamente y con unos cabellos de lana amarillenta, declamó sobre la Resurrección del Señor entre el recogimiento de los oyentes, que no perdían palabra.

Alleluia. Resurrexit Dominus in sepulcro. «Resucitó el Señor del sepulcro» —dijo.

—¡Aleluya! —contestaban a coro los entusiasmados cofrades del Profeta.

La Magdalena avanzó hacia el borde del escenario y entre lamentos dijo:

—Cristo resucitó por todos nosotros, pero pronto echarán nuestros cuerpos sobre la tumba si sigue con su virulencia el castigo de Dios. Nuestra vida no es eterna, caduca como un suspiro, hermanos. Tan sólo Nuestro Señor se ha librado de la corrupción de la carne, pues ha resucitado de entre los muertos. ¿Qué ha quedado de la gloria de Babilonia, de Roma, de Ciro el Grande, de Salomón, de Nabucodonosor, de Julio César, de Nerón o de Babel? ¿Dónde están el erudito Cicerón o el sabio Séneca? ¿Qué nos queda de la gloria humana? Pasan de este mundo como una rueda abandonada por el carretero entre el polvo y la miseria. ¡La guadaña de la muerte se cierne sobre nuestras cabezas!

A Isabella, la declamación le pareció aterradora y se conmovió.

De repente se oyó el tañido de una trompeta y la impresión de los espectadores se trocó en temor reverente por una visión que se abrió paso en el escenario. Una sombría figura de la muerte, vestida de negro, con una calavera pajiza pintada en su rostro, surgió acompañada de don Carnal, un obeso actor con una copa en la mano, una corona de abedul en la cabeza y una ristra de morcillas al cuello, además de un caballero vestido con un jubón del color del vino. Por el otro extremo surgió un demonio y los ángeles desaparecieron por el cortinaje. El temor cundió entre los asistentes, muy afectados por la plaga negra. El diablejo, ataviado con una capa de rojo pelaje, agitaba trencillas amarillas y rojas, que simulaban las llamas del infierno, mientras soltaba en el aire chispas con una carraca de madera y pedernal.

—¡Avis, gravis, seps, sipa unus, infans et virgo coronat! —gritó el lucifer, enunciando un sortilegio muy conocido por el vulgo, que los llenó de espanto.

—Mirad mi cara carcomida. Así será pronto la vuestra, fea y sucia —dijo la muerte.

Y para infundirles más pavor resonó en la noche el lúgubre órgano hidráulico. La muerte, representada por un actor altísimo y encorvado inició una macabra danza, mitad ascética mitad sarcástica, a un ritmo cansino, mientras con una voz ronca, cantaba mirando fíjamente a los ojos de los asistentes:

—¡Ya no siento mis miembros y muy pronto caeré de palmas en la tierra —clamaba—. En los palacios y chozas daré por medidas sepulcros hediondos, y por manjares, gusanos royentes que coman desde dentro la carne podrida!

Balanceaba por encima de las cabezas su guadaña y el auditorio se encogía.

—¡El clérigo reza, el caballero combate, el labrador los alimenta, y yo me los llevo a todos debajo de la tierra! —cantaba la parca con su danzar calmoso.

Escenificaron después pantomimas y cabriolas prodigiosas, mofándose de los señores, de los abades, de los condes y de los lascivos prelados, levantando la hilaridad de la multitud con su burlesca exhortación. La muerte, entretanto, de un salto se colocó en el borde del entarimado y se carcajeó del Profeta y de sus flagelantes, resonando un grito de pánico entre el público.

—¡Yo soy la igualadora, la cazadora de vidas, la hacedora de justicia, la que desviste al papa y al emperador, al rey y al obispo, al caballero, al peregrino y al arcediano, al recaudador, al penitente y al asceta! —cantó, mientras el relator tocaba una dulzaina—. ¡Ya no folgaréis más, pues yo hago descender a los altos, y preparo las mortajas, despreciando los privilegios de los poderosos! Yo despojo de la máscara de hipocresía al falso santo y al obispo fingidor, y lo haré muy pronto.

Isabella dio un respingo. Su corazón anhelaba la ejecución de la premonición.

—Mis calderas y fuegos están preparados y tú serás el siguiente, ¡pecador! —dijo el diablillo, que señaló con el dedo a un pobre campesino, que se sobresaltó.

El satán estremeció al público con sus alaridos, mientras los imprecaba a que no creyeran en las palabras de la santa de Magdala. Aseguraba que sus vidas estaban amenazadas por la guadaña de la parca, que balanceaba sobre los mudos espectadores. De repente, el Profeta, como preocupado por el verismo de los comediantes y temiendo la ira de Dios, se alzó del estrado y gritó con su vozarrón:

—¡Vade retro Satán. Tente, Muerte traidora, somos hijos de la luz! —y fue contestado por sus discípulos, atenazados por el espanto—: ¡Vade retro. «Atrás»!

«Maldito hipócrita. Este pobre actor ha recordado tus abusos y excesos», pensó Isabella, que se agitaba ante el hedor que exhalaban sus compañeros.

Aquella interrupción había significado un suspiro de alivio entre el público, que aplaudió, pues vivía la pantomima como si el príncipe de las tinieblas y la Dama Negra estuvieran allí verdaderamente. El tiempo pasaba y el narrador, un histrión cornudo cubierto con una almilla arlequinada, agradeció los aplausos y anunció que en el nuevo cuadro, una mezcla de tramoya trágico-cómica, los ángeles y la Magdalena recitarían en latín y romance versículos piadosos de la Resurrección del Señor, mientras escenificaban el encuentro de las santas mujeres con el ángel.

Angelus Domini descendit de caelo, et dixit mulieribus: Quen quaeritis surrexit sicut dixit, alleluia. «El ángel del Señor descendió del cielo, y dijo a las mujeres: A quien buscáis resucitó según dijo».

—¡Aleluya! —replicaron al unísono los asistentes.

María Magdalena desapareció por entre los cortinajes entre una aclamación, y de nuevo la parca y el demonio saltaron al escenario, esta vez acompañados de un oso danzante, al que sujetaban con una cadena. Se recrudecieron los silbidos, pero los actores iniciaron un baile grotesco, la siniestra Danza de la Muerte, entre los gruñidos de la fiera domesticada. Sobre las prominentes torres del monasterio se proyectaban las sombras de los dos mimos y del viejo animal, que tenían aterrorizados a sus oyentes, y rezaban en voz baja por sus almas.

Súbitamente resonó el órgano y llegó el cenit de la representación. Activado por un artilugio de poleas que rechinaban entre las bambalinas, apareció un sepulcro de madera del que surgió triunfante Cristo Resucitado, un actor barbado con una túnica inmaculada y un estandarte con la cruz en su mano. El público enmudeció ante la aparición. Y como estimulado por un resorte oculto, se alzó del suelo, persignándose arrobado.

Ascendo ad Patrem meum et Patrem vestrum. «Asciendo a mi Padre y Padre vuestro» —declamó con una voz el actor, sosegando el pavor del auditorio.

Y tan majestuosamente como había aparecido, desapareció en las alturas del escenario, entre el caluroso palmoteo de la multitud que se estremecía con el triunfo de Cristo sobre la muerte.

—¡El Redentor ha resucitado! Hemos alcanzado la liberación —exclamó el relator—. ¡Aleluya, hermanos, hemos vencido al Maligno y a la muerte!

—¡Aleluya! —dijeron los flagelantes, que aclamaron a los cómicos y lanzaron al escenario una lluvia de florines de cobre.

Isabella, mientras contemplaba el ingenio del cuadro y la danza, había olvidado la amenaza que pesaba sobre ella. Pero fue un mero espejismo. Volvió el rostro por inercia, y vio tras de sí la aborrecible figura de su perseguidor, que le sonreía babeante, mientras se rascaba el selvático vello de su pecho. Se asemejaba al ángel de la muerte, con la capa parda, las horrendas cicatrices, la cara de chivo viejo y con sus ojos vidriosos desnudándola a cada mirada. Como de costumbre estaba ebrio o drogado con belladona y olía a cerveza y ajo. Se sujetaba para no caerse en el bordón de peregrino, con el que en más de una ocasión había visto apalear a más de un camarada y a alguna de sus coimas.

—¿Ves aquella choza del cerro, palomita? Vamos a asar los cuartos de un puerco. Tenemos vino, pan tierno y exquisitas viandas. Allí te aguardo —vomitó el canallesco agresor con sorna, mientras le acariciaba con sus dedos sucios las puntas de sus cabellos—. Te conviene ir, o de lo contrario te iremos a buscar. Y entonces lamentarás no haberme obedecido, pues perderás algo más que la inocencia.

Isabella no replicó. Un fuego devorador le subió del estómago a la garganta, y en sus facciones se instaló la máscara del miedo. Sintió como si un demonio la hubiera rozado con sus alas viscosas. Una bofetada resonó en la cara del cazador de doncellas. Pero el Pilós no se inmutó. La asió del brazo como si fuera una zarpa de hierro, mirándola con fiereza:

—Esta noche me beberé el néctar de tu virginidad y secaré el sudor con tu pelo de oro, ¡damita! No quiero violencias delante de los frailes y del Profeta. ¿Comprendes?

Pero el instinto de Isabella estuvo más ágil y astuto que nunca.

«No me inclinaré ante este desafío; más bien me opondré a él con arrojo».

—Déjame que recoja mis pertenencias Pilós. Están en los carros —declaró con aparente conformidad—. Estoy harta de penitencias y mis tripas me devoran. ¿Dónde conduce esta estúpida romería? A ningún sitio. Sí, espérame. Allí estaré.

La faz de Pilós se abrió de un placer inesperado y largamente deseado.

—Eres lista mozuela, ¡diantre! Pero no trates de engañarme —la amenazó—. El monasterio está cerrado a cal y canto, y los caminos llenos de secuestradores y lobos. De aquí no puedes escaparte. Tú eliges, o la muerte, o el placer.

—Ya he elegido Pilós. Te elijo a ti y a la buena vida —dijo, y rio con disimulo.

La joven había sopesado su situación y fraguaba en su cerebro los preparativos de la huida. Pero para ello habría de comportarse con determinación. Ya no era la cándida doncella de los Santángel, y conocida la mala reputación y las amenazas del fanfarrón, no tenía otra salida. Curiosamente el acoso del Pilós le había producido una energía que la hacía todavía más dueña de sus actos.

«Aunque el diablo me sedujera, defenderé mi honra con uñas y dientes».

Isabella se remangó la túnica, y simulando agrado no se dirigió al carromato de las beguinas, donde las mujeres guardaban bolsas y zurrones, sino al de los cómicos, instalado tras el claustro de San Esteban. Dio un sigiloso rodeo a la muralla por si la seguían y fingió contento y disposición. Buscó a la niña disfrazada de ángel, que alimentaba en la jaula al oso. Se volvió y vio ante sí a la peregrina que la miraba desde las profundidades de sus ojos añiles con un ademán de compasión.

—No puedo perder un solo instante. ¿Quién es el jefe de vuestro grupo?

—Mi padre —replicó abriéndole una sonrisa afable—. Está ahí, en el carro.

Se asomó fatigada, y avivando sus ojos reidores se dirigió al cómico que había actuado de Jesucristo y que aún tenía yeso en su rostro. Isabella le rogó con dulzura:

—Señor, me llamo Isabella Santángel, y por la sangre de Jesús y la salvación de vuestra alma, os pido ayuda. Necesito abandonar esta compañía, pues unos desaprensivos intentan seducirme, abusar de mí y perderme para siempre.

Jacobo Penas, que así se llamaba el actor, un hombre taciturno de cabellos ensortijados, la miró de arriba abajo. Luego preguntó.

—¿Y cargar con la ira de ese santón que nos ha maldecido y que casi nos descalabra? No, no. Déjanos en paz. ¡Márchate, maldita sea!

Isabella se sintió avergonzada por tener que humillarse y rogar su apoyo.

—Creedme, si mañana una plétora de endriagos transportaran por los cielos a la mitad de los peregrinos, el Profeta ni lo notaría —insistió—. Os lo aseguro. Ahí reina Satán, no Cristo. Nadie lo advertirá, salvo ese facineroso sin Dios que me persigue.

Penas era un hombre escrupuloso con sus obligaciones y no deseaba arrastrar a su compañía al desastre e implicarla en un acto de secuestro. Inmune a cualquier ejercicio de magnanimidad se refugió en una capa de reserva.

—¿Por qué razones he de ayudarte? Sufrimos tiempos de tribulación. ¡Márchate muchacha!

—Estoy dispuesta a pagaros treinta florines. Es cuanto poseo —suplicó llorosa.

—No puedo ayudar a todos los perjudicados por ese colérico profeta.

Isabella comprendió que no saldría viva de aquel campamento si se negaba.

—También, si lo deseáis —rogó de nuevo—, podéis incluirme entre la nómina de vuestros cómicos. Sé tocar el órgano, la vihuela y el laúd. Canto canciones profanas y religiosas y sé leer en latín, lengua de oc y romance. Probadme, y si falto a la verdad dejadme abandonada en el camino.

—¿Y a dónde te diriges, mozuela? —preguntó mirándola de soslayo.

—A Barcelona. Sigo a estos flagelantes para asegurarme protección. Nada más.

A pesar del sentimiento de culpabilidad que podía acarrearle, replicó serio:

—¿Una joven viajando sola? Mal asunto, aunque la humanidad trota en una carrera de desesperación y caos. Lo siento, no puedo admitirte en mi agrupación. Vete.

El desvarío comenzaba a adueñarse de su mente y no sentía ganas ni fuerzas para defenderse de Pilós. Haría un último esfuerzo.

De repente comenzó a caer una lluvia repentina, como si el cielo la expulsara con desgana. El pelo rubio se pegó al rostro de Isabella, que recibía impertérrita las picaduras de la llovizna.

—Os lo suplico —imploró con sollozos y con el vestido empapado—. Tened compasión de mí. Un chivo cabrío de esa procesión me importuna para deshonrarme, o cortarme el cuello si me niego. ¿Acaso no tenéis corazón?

—Nunca me gustaron las penitencias públicas —replicó, aunque sin mirarla—. Esos flagelantes están llenando de pavor a los pobres campesinos y aldeanos que ya no desean presenciar nuestras representaciones.

—Así es, señor —dijo con persuasión, viendo que se negaba a admitirla.

—Apenas si tenemos qué llevarnos a la boca y no quiero que me acusen de rapto y me cuelguen los oficiales del rey en un árbol —negó con la cabeza.

Una mujer de proporcionadas facciones, la actriz María Magdalena, que había quedado fascinada por los modales de la muchacha, se compadeció al verla mojada y tan vulnerable. Luego habló con serenidad.

—Jacobo, no sabía que tenías un corazón de piedra —lo reprendió—. Esta muchacha nos puede servir. Sanchuelo se niega a tocar el órgano con el reuma y sus dedos artríticos y un ángel más en el escenario tocando la dulzaina no nos vendría mal. ¡Vamos, déjala que se quede! No creo que coma mucho y asegura que puede pagarlo.

El cómico la miró con cierta lástima, como se mira a un pajarillo que se ha caído del nido, y vaciló. La fugaz tormenta cesó, y vio cómo la muchacha temblaba de frío con las sayas chorreadas.

—Se haría notar demasiado —refirió indolente.

La niña actriz, que había permanecido alejada de la discusión protegiéndose bajo el toldo, se adelantó tímidamente unos pasos. Poseía una extraña mirada, como si sus pupilas fueran brasas. Tiró de la túnica de su padre y se interpuso entre los dos.

—Padre —intervino con docilidad—, esta mujer fue la que nos ofreció comida y una moneda cuando ese fraile loco nos despachó con insultos y pedradas. Sé compasivo, ayúdala. No la condenes a la muerte o a la vergüenza. Piensa que fuera tu hija.

Jacobo Penas sintió como si le extirparan de cuajo sus prevenciones y dudó.

—No puedo poner en peligro al grupo, Lorenzana —dijo.

—Padre, si le ponemos el vellón rojo del diablo, el casquete cornudo y la coloreamos, nadie sabrá si es un hombre o una mujer. ¿Quién podrá reconocerla?

¿Quién sino ellos, unos pobres bufones, podrían ayudar a la muchacha, cuya amargura parecía desollarle el corazón? Después de no pocos cálculos, al fin el actor decidió acogerla en la compañía:

—Bien, que se quede. Pero nos atendremos a esta previsión. Descansaremos vestidos con los ropajes de escena, para despistar a quien la busque. Con la primera luz saldremos y pondremos millas de por medio. Pero te ganarás el sustento con tu trabajo. ¿Entendido?

—Ya nadie podrá detener mi marcha, ni siquiera las fuerzas del infierno. Gracias, señor —dijo Isabella con su hermosa mirada llena de agradecimiento.

«De todas formas —pensó—, no puedo concederle ninguna oportunidad a ese rufián. Nunca se vence un peligro sin riesgo y debo permanecer alerta».

Parecían personas clementes, aunque hurañas. Pero ¿se podía fiar de ellos? Eran la forma menos arriesgada de alcanzar las murallas de Barcelona y confió.

Isabella escuchó amedrentada la campana de Nocturnas de la medianoche, pero la indignación y la ansiedad seguían instaladas en su corazón. Elevó sus ojos a las arpilleras del monasterio y vio cómo las nubes de la tormenta se disipaban al cruzar el nacarado gajo de la luna. De repente escuchó voces sordas y amenazadoras. El lascivo Pilós y tres hombres más, con las gorras en la mano, una tea encendida y las espaldas encorvadas, husmeaban entre los corros de andariegos, chapoteando en los charcos y lanzando improperios y maldiciones.

A la joven se le aceleraron los pulsos. La boca se le puso áspera como el esparto y el aire se convirtió en plomo derretido: «Si me descubren soy muerta».

Olfateó su fétido olor a sudor, humanidad y comida podrida, y ante sus ojos se cruzaron las grandes y ennegrecidas abarcas de Pilós. Rodearon las carretas y miraron en su interior, mientras lanzaban juramentos a cada paso. Capaces de cualquier fechoría, sus gestos denotaban una cólera mal contenida. Las miradas del demonio disfrazado y de su brutal perseguidor se cruzaron durante unos instantes, pero no la reconoció. El disfraz no podía ser más certero.

Isabella, el demonio, se hallaba paralizada y sin la menor capacidad de reacción, mientras observaba las centelleantes pupilas de Pilos, enrojecidas de odio e ira.

—Os lo he dicho. Esa rapaza está entre las faldas de las beguinas. ¡Vamos allí! Lo que no sabe la muy lela es que más de una ha degustado nuestra verga —dijo uno.

—La perseguiré hasta la frontera, o hasta las mismas puertas del infierno. Ese manjar será mío esta noche. ¡Lo prometo por Dios mismo y por mi patrón Noé, el primer borracho de esta podrida humanidad! —se juró con fiereza Pilós.

Isabella, sobrecogida, vio cómo se revolvía, como si la hubiera olido. Palideció.

Se quedó parado frente a ella. La joven sintió su agrio aliento a un palmo, como si un lobo codicioso la hostigara detrás de las orejas, o un escorpión reptara por su cuello. Una pasividad gélida paralizó sus miembros y el pulso acelerado le golpeó el corazón, pero contuvo su pavor, mientras sonreía como hiciera el diablo en el escenario. Con el estómago revuelto y el ánimo horrorizado esperó. Sus perseguidores volvieron la vista desconfiados y pareció que volvían sobre sus pasos, pero se perdieron camino del río vomitando exabruptos. El aire no le entraba a Isabella por la boca, pero al fin exhaló un suspiro de alivio. Aún desconfiaba, pero el primer peligro de la noche había pasado.

Oyeron a los monjes recitar los nocturnos psalmi prostrati de Cuaresma y el oficio de Maitines, cuando aún no había salido el sol. Ninguno de los comediantes había dormido. Uncieron las mulas, mientras una luz tenue iluminaba las copas de los árboles y los muros de la abadía. Nadie los oyó partir.

Isabella huía de un lugar donde la iniquidad alzaba su trono.

A lo lejos contempló la cruz de avellano, la Cruz de la Salvación que ella tildó más bien de la condenación, recortada como un coloso con los brazos abiertos en la línea del horizonte. La oscuridad era desgarrada por las fogatas de los peregrinos de los Últimos Días y por algunas teas parpadeantes que se movían en el cerro y en la calzada de Zaragoza. ¿La buscaban por allí?

Salieron sin hacer ruido por el empedrado camino de Barcelona, como salteadores en la noche. Una fina lluvia comenzó a caer e Isabella mojó sus cabellos, como si realizara un ritual de limpieza, o se sintiera sucia. Olió la tierra mojada como si fuera perfume de algalia, un deleite para su nariz, que aleteó de dicha, sabiendo que ponía leguas de por medio de su burlado cazador.

La peste iba creciendo en las aldeas y alodios como una mortífera ola de niebla. Se percibían humos en las laderas que bordeaban las cumbres del Montblanc, y los postigos de las casas estaban claveteados por miedo al vómito negro. Isabella se tapó con un pañuelo de Ypres la boca y la nariz.

Al entrar el carro de la farándula en el poblado de Santes Creus, vieron con horror cadáveres de apestados arrojados en las calles, mientras sus bubones eran lamidos por los perros. Enfermos enfebrecidos erraban por las cercanías del monestir cisterciense en busca del bálsamo de la oración y del socorro. Los frailes auxiliaban a los enfermos en las escalinatas de la iglesia, pero impedían el paso al cenobio. Dos hermanos legos acumulaban los cadáveres en una carreta, que luego arrojaban en una vaguada rellena de cal viva y rodeada de avellanos, donde aguardarían el Juicio Final. Se sucedían los lamentos, los gritos de histeria de las mujeres y las luctuosas oraciones de los monjes.

Jacobo Penas ordenó seguir por miedo al contagio, y administró pañuelos para taparse la nariz y la boca, y guantes de lana a los miembros que componían la familia teatral, rogándoles que extremaran su higiene, bebieran el agua hervida, no hablaran con nadie, comieran sólo de la olla común, y que al menor síntoma de bubas, fiebre o vómitos se lo comunicaran. Siguieron la marcha con el miedo metido en el cuerpo, e Isabella dirigió sus ojos hacia el rosetón de la abadía y rezó con corazón contrito una plegaria a san Roque y san Sebastián, ambos abogados de la temible calamidad.

Los campesinos los miraban con recelo allá por donde pasaban, mientras aguardaban mejores momentos para el esquileo y la cosecha, negándose a admitirlos en sus aldeas, aunque les vendían viandas, contra la promesa de que se marcharan. Los carneros balaban enloquecidos y los caballos resoplaban en las haciendas, percibiendo la escasez de pasto y la indolencia de sus amos, pues las granjas se hallaban desasistidas y yermas. Hasta a los ciervos, corzos, zorros y liebres se les veía correr por los marjales, abandonando las madrigueras y los veneros donde bebían.

Isabella, en agradecimiento a los cómicos, compró una cabra, un cántaro de malvasía y un saco de harina a unos molineros, que regaló a Jacobo, quien no había querido cobrarle nada por su protección. Atravesaron campos de viñas que florecían en medio de un frescor exuberante, y donde la pestilencia aún no se había mostrado con virulencia. Las gentes tenían ganas de diversión y en Vilafranca actuaron para los agricultores del condado. Isabella, trajeada de serafín, tocaba el armonium y cantaba acompañada por la vihuela, cosechando el beneplácito de los payeses del Penedés que le requerían una y otra canción, que entonaba en lemosín, en catalán y en la poética lengua de oc de Aquitania.

Una unión afectiva nació entre la fugitiva y la familia de actores, que paulatinamente la consideraron un miembro más de la parentela errante. Era tan pura, tan delicada, tan cortés, que su afabilidad los contagiaba. Isabella poseía la confianza y el vigor de la juventud, y esquivaba la autocompasión, pero se había quedado en los huesos, más delgada que un galgo.

Estaba lista a pelear a dentelladas hasta dar con Diego Galaz. Había aprendido a espantar la desolación desde la desolación misma. Isabella, ajena a todo, e inmune a cualquier sensación de pena, se notó más fuerte.

Un relámpago, como el zigzag de una espada vengativa, fracturó el cielo en dos.