Ante el huésped apareció una indescifrable herma griega, un altar dedicado al Thot egipcio, el Hermes o Mercurio clásico, la deidad del saber hermético y del comercio, adornado con dos laureas de plata, que se cimbreaban con levedad, centelleante a la luz vibrátil de los velones.
La estatua de jaspe rosado del hijo de Zeus, mensajero de los dioses, protector de viajeros, conductor de las almas a los infiernos y maestro de los hombres, a los que enseñó la ciencia divina, esgrimía un caduceo de metal en el que se enredaban dos serpientes de lapislázuli. A sus pies, un reptil enhiesto y un falo, ambos de bronce, componían la insólita representación. Diego lo examinó embelesado.
—¡Un altar al padre de la sabiduría, el salvador del género humano! —exclamó.
El rabí lo apremió.
—Los filósofos, matemáticos y algebristas, para honrarlo, solían cubrirlo con un manto de rosas, de la altura de una vara. Ocúltalo ya, no sea que nos induzca a pensamientos sacrílegos —le ordenó, ante el miedo de que se complaciera con aquellos arcanos no permitidos por sus preceptos mosaicos.
El invitado, mientras el judío echaba el paño sobre el marmóreo Hermes y lo remetía para resguardarlo del polvo y la humedad, disfrutó de una gran turbación estética, observando que en los rincones se amontonaban cajas de cuero de las que sobresalían en caótico desorden decenas de cilindros con papiros antiquísimos y pergaminos roídos por el tiempo y sucios por el hollín. A la luz de la lucerna pudo leer algunos de sus títulos en griego, y ahogó una exclamación de admiración. Ante su mirada estupefacta surgían los títulos de libros perdidos de Herodoto, el apreciado Corpus Hermethicum, la sabiduría de Hermes, el Libro de las Balanzas de Geber, el Compendio de la Medicina de Clemente de Alejandría, la Ciropedia de Jenofonte, las enseñanzas de Zoroastro, el Libro de los Muertos, o el extraviado Libro de Anana o de los Ojos, un epítome sobre oftalmología, uno de los libros más codiciados del Serapeum de Alejandría.
«Por las lágrimas de la Dolorosa, qué tesoro del conocimiento se pudre en esta cueva», pensó.
Descubrió también textos sueltos de Platón, Aristóteles, Dioscórides, Tales y Pitágoras, de la Sabiduría de Amón, de la Astrología caldea y toda una sucesión de títulos del saber humano que se creían perdidos tras el incendio de la Biblioteca y el definitivo expolio de los cristianos coptos. El corazón le palpitaba.
—¿De dónde han salido esos escritos, rabí Tibbon? —se interesó fascinado.
—Es cuanto nuestros antecesores pudieron rescatar del último saqueo cristiano de la Biblioteca de Alejandría, que según sus clérigos olía a azufre de los infiernos. ¡Qué espantosa es la ignorancia! El monumento más fastuoso erigido por el hombre e irremisiblemente perdido para la humanidad.
Diego estaba tan absorto ante lo que contemplaba que miraba anhelante los labios del anciano aguardando más novedades. Este iluminó la pared sur y expuso a su contemplación una Virgen con el Niño en su regazo, semejante a las que esculpían en las nuevas catedrales de la cristiandad los maestros flamencos e italianos.
—Nunca pude imaginar que en un santuario antes pagano, se adorara a la Madre de Jesús de Nazaret —se extrañó Diego—. Incita a la plegaria.
El rabino, ante el asombro del joven, le reveló:
—Es que no es María, la esposa de José, el descendiente de David, sino la diosa Isis con el niño Horus. Vuestras imágenes cristianas son copias exactas, tomadas por los primeros cristianos, de este modelo de las deidades egipcias. Se diferencian por que estas llevan en su pecho el amuleto de Ma, la diosa de la verdad.
—¡Son totalmente análogas, maestro! —prorrumpió Galaz, atónito.
Antes de abandonar la cripta dedicada al patrón de la sabiduría, Diego alzó su linterna y de soslayo admiró un bronce que representaba el primer mapamundi elaborado por un mortal. El algebrista sintió un brinco en el estómago, pues bien podía ser el primer cristiano que lo contemplaba.
—Guardáis el primer diseño del mundo, el de Anaximandros de Mileto. Se creía extraviado y destruido, rabí —dijo estupefacto.
—Y perdido seguirá mientras reine el fanatismo y el caos —le replicó.
Transcurrió el tiempo, y en el rabino parecía haberse experimentado una rara metamorfosis. Sudaba copiosamente y las gotas cubrían su frente. La confusión ahogaba su cerebro. El maestro, como si hubiera desvelado un misterio insondable y se hubiera arrepentido, no quiso ir más allá. Con suavidad empujó hasta la puerta a Diego, quien abandonó aquellas estancias atestadas de incógnitas, consciente de que jamás olvidaría aquella gruta del saber, que requería un esfuerzo intelectual sin parangón para sacarla a la luz. «Qué aflicción que este mausoleo siga oculto al mundo», se dijo.
—Si un sabio en las Españas poseyera todo esto sería quemado por brujo y hereje.
—Aquí la herejía es cosa de sabios y filósofos, que son exaltados, Galaz. Olvida lo que has visto. Y ya sabes, ese anillo comporta sabiduría entre el pueblo elegido y te convierte en mediador entre Dios y sus criaturas. No es vana tu carga, hijo —apuntó.
—Terrible responsabilidad, rabí, y os agradezco vuestra confianza. —¿Qué secretos del pasado no ocultaría la mente del cabalista que tenía ante sí, o los reservados aposentos de aquel palacio de Onías?
El sol reinaba en sus dominios celestes y la tibieza del aire resultaba un perfume.
Diego observaba los gestos del rabino que discurseaba con sencillez sobre los temas matemáticos pero que no soltaba ni un solo indicio del paradero de nasí Elasar. El deseo de saber el paradero de Zakay le roía, como si una larva insaciable lo fuera consumiendo por dentro. Desembocaron, tras transitar por unos pasillos con efluvios de oleína, al frescor de un patio de columnas de alabastro, donde asperjaba una fuente de chorros que caían como leontinas de plata. Sólo se escuchaba el borboteo del surtidor y el zumbido de los insectos. De pronto, el rabino arrancó a hablar de lo que le interesaba a Diego:
—¿Querías conocer el destino de Zakay? He de callar lo que sé, pues me está vedado difundir dónde se hallan nuestros hermanos. Vivimos tiempos de persecución y toda discreción es poca.
—Debe ser una consigna extendida entre vosotros, pues el rabí de la sinagoga de Aqiq tampoco consintió revelármelo, aunque me despidió con un enigmático trabalenguas, que según un discípulo contestaba a mi pregunta.
El rabí se mostró sorprendido con la revelación.
—¿Y qué frase pronunció ese rabino irresponsable y temerario?
—No la recuerdo con fidelidad —aseveró Diego—, pero me advirtió que leyera el libro de Samuel. Pronunció en forma enigmática algo sobre el ungido y una ciudad con minas —creo que de sal— extinguida de la antigüedad y que nadie considera real, incluso los caravaneros. Una experiencia tan extraña como oscura, os lo aseguro.
—¡Irreverente y superficial rabino! No debe de estar muy cuerdo y fantasea. Pero como te presumo hombre de bien y confío en micer Albert y en la señal que llevas en tu mano, te proporcionaré una pista que has de jurar mantener en secreto. Y si lo incumples, que la ira de Adonai te aniquile. Desconozco si aún vive ese loco de Elasar, pero según mis noticias, en la última Pascua se hallaba en una comunidad de nuestra ciudad santa, Jerusalén, una haburot donde aguardan al Verdadero Maestro.
Galaz lo miró con pasmo, como si hubiera violado un recuerdo antiguo.
—¿Jerusalén? —exclamó, y recordó la predicción de Nicolás Santángel en Zaragoza que lo unía a la ciudad del rey David, y que consideró algún desarreglo de los astros—. Nada me detendrá hasta conseguir hablar con él.
—No alces la voz, te lo ruego —lo exhortó el rabino colocando su índice en la boca—. Deberías renunciar a su búsqueda, pues le acechan muchos peligros. No obstante, tus exigencias son justas y modestas. Y si finalmente te aventuras a seguirlo, deberás estar dispuesto a arrostrar inciertas dificultades. La delación nos persigue y los gobernantes musulmanes de Palestina aprovecharán cualquier desliz para añadir más desolación al pueblo de Israel. Su brazo es largo y vengativo.
En la faz curtida de Galaz se abrió un gesto de satisfacción.
—La inconmovible determinación de conocer lo que significa este sello del Nejustán, la tomé hace tiempo. Es inútil convencerme de lo contrario. Lo buscaré, tanto si me dais información como si no lo hacéis. Ponedme a prueba.
Tibbon bajó los ojos.
—Si es así, escucha. Te ayudaré —y bajó aún más el tono de su voz—. Si decides dirigirte a Jerusalén, hospédate en la posada de Janan el Egipcio. Una vez allí pregunta por la sinagoga de los Libertos o Alejandrinos, en el arrabal de Ofel. Su rabino, Neptalí ben Megas, se formó aquí mismo, es mi amigo y te escuchará si pronuncias mi nombre. Y si advierte como yo la benignidad de tus intenciones, te conducirá ante él, ante Elasar. Pero ármate de reserva, prudencia y humildad, o nunca lo verás.
Diego le expresó su dicha con una mirada inconmensurable.
—Haré de vuestra confianza una virtud —le prometió—. Recibid mi gratitud, rabino Tibbon.
—Pero no partas hasta finales de febrero —le aconsejó—. Dice un dicho hebreo: «Reza para que tu huida de Jerusalen no sea en invierno». El paso de Bet-Horon se vuelve intransitable con las lluvias; y el de Abu-Dis, un hervidero de ladrones, no es aconsejable. Duplica tus cuidados, no seas crédulo y evita viajar solo. Hazlo con peregrinos o comerciantes, o no regresarás jamás a tu tierra de Occidente.
Diego no hacía sino rumiar la valiosa información del maestro hebreo. Necesitaba una pista segura y ya la había conseguido después de tantas frustraciones. De modo que, sin pensarlo y en un impulso inexplicable, le besó la mano, que el episkopos judío apartó paternalmente. Su búsqueda había cedido al hechizo del rabino Tibbon, como si el alejandrino hubiera conjurado los inconvenientes con un acto de caridad hacia un semejante que sufría y que había recorrido el mundo con el propósito de conocer a quien poseía la llave de su pasado.
—Extranjero, he constatado tu erudición, así como tus rectos propósitos. Dudé de ti, pues te creí primero un indigno y luego un judío escrupuloso de los que nos aguijonean con su ortodoxia hipócrita. Te invité al hammam con objeto de desenmascararte y aunque decididamente no eres un circunciso, tampoco pareces un espía o un delator. Eres un hombre de ciencia y eso me ha bastado.
—Puedo jurároslo por la salvación de mi alma. Desechad cualquier recelo, rabí.
—Desconozco si portas o no sangre hebrea, pero deseo que la oscuridad de tus orígenes se disipe si encuentras a Zakay ben Elasar. Desconfía de los mercenarios mamelucos y de los charlatanes de taberna, y si finalmente regresas y se cumple mi presunción, la Academia Talmudista de Algebristas de Alejandría guardará una esterilla para ti. Siempre serás bienvenido.
En aquel momento resonó la recitación de un hasidim a la que replicó una veintena de gargantas: «Dijo Yahvé por boca de Ben Azay: No tengas nada por imposible, pues no existe mortal que posea su propio porvenir, ni búsqueda que no le llegue la hora de su remedio. Y si me olvido de ti oh Jerusalén, que olvide mi diestra». ¿Podía ser más certero aquel versículo bíblico y más sugestivo para sus oídos? Diego inclinó la cabeza y salió de la mansión de Onías.
El sol cargaba el firmamento de nubes caliginosas que crecían como la ansiedad del aragonés. Calle abajo, se cuestionaba por qué el rabí Samuel se había mostrado esquivo ante el enigma del rabino de Aqiq sobre la ciudad de la sal. ¿Le escondía algo? ¿Por qué esa insistencia en diferenciarse de Zakay y de los hasidim? ¿Por qué tanta inquietud por su suerte? Se sentía ilusionado y no dejaba de pensar en el altar de Hermes y en el texto arameo sobre la serpiente y la increíble terra sphaerica, hasta que lo asaltó un pensamiento inquietante: «¿Sobrevivirá aún Zakay para explicarme los misterios de mi ascendencia?».
De todas formas, pensaba que el rabí Tibbon tenía miedo.
El aire parecía más ligero aquella noche, cuando Diego acudió al pabellón de Akaina la etíope, el mismo que había acogido sus impetuosos encuentros de amor. La luz tenue del fin del día parecía más rutilante y las sombras de la noche se resistían a comparecer. Antes de partir para Jerusalén, Diego ansiaba verla. No quería sentir dolor al despedirse de ella, ni que lo compadeciera. Su belleza seguía velada por un halo de tristeza, pero su sonrisa era luminosa como un amanecer.
—No soy un hombre libre, Akaina, pero tampoco tu prisionero. Me marcho.
—¿Tienes una mujer en tu tierra? —preguntó a su antiguo amante
—Sí, y jamás podré traicionar su confianza. La amo —aseveró Galaz.
—Yo sólo soy una esclava y no me está permitido sentir afectos. Abrázame por última vez, extranjero —replicó enojada, como si la hubiera ofendido.
Como una jovenzuela en su primer acto de amor, se mostró silenciosa. Diego la tomó entre sus brazos sin apenas cuidarse de si las puertas estaban abiertas o cerradas a ojos ajenos. La desnudó perezosamente, le desasió los lazos de la túnica y la empujó hasta el lecho, donde por vez primera se experimentaron como amantes. Galaz se tendió a su lado y disfrutó de su cuerpo de color del cobre y de sus palpitaciones ansiosas, y olió su perfume de algalia y agraz. Con ardor se apoderó de sus senos; un gemido salió del pecho de la muchacha, arrastrada por el placer. Las caricias de los amantes se multiplicaban, mientras se consumía la cera de las velas, únicos testigos de su última escaramuza. Akaina sintió que su alma ya no le pertenecía a ella, sino al ser ardiente que hacía gemir sus labios.
La africana le ofreció su cuerpo y Diego se deleitó en su contemplación. Se acariciaron, se entrelazaron con fuerza y sus miradas se cruzaron destellos de pasión, mientras que del rostro de la etíope brotaba una sonrisa de culpabilidad. Diego colocó su cabeza sobre el pecho de Akaina, que entreabrió la boca y cerró los ojos, lanzando un suspiro de abandono. Besó sus ávidas comisuras y se complació largo rato con el fruto maduro que le ofrecía la mujer. Él le susurró que nunca podría amarla, pero que la deseaba con el furor del mar. Akaina murmuró palabras de abandono. Se abrazaron con arrebato y Diego la amó con ternura y vigor. Sus cuerpos se golpearon mansamente y la noche se convirtió en una vigilia milagrosa.
Fulminados por el deleite, los dos cuerpos relajados se dejaron caer iluminados por las lamparillas que flameaban en el rincón. Tiernamente abrazados, cobraron conciencia de que era la última vez que se amaban.
Y cuando Diego clavó su mirada en las pupilas de la etíope, ella admitió que aunque jamás perteneciera al extranjero de ojos almendrados, cuando la poseía su alma vacilaba entre el éxtasis y la pasión. Diego se despidió con un adiós sincero, alzando la mano y abriendo su sonrisa. Fuera, los sicomoros se teñían de blanco con el fulgor de la luna.
Se detuvo y volvió la mirada para contemplar su felina imagen.
La Violant, a la que acompañaba una coca de nombre Sant Nicolau, se mecía en las aguas del fondeadero de Gaza, entre un remolino de naos armenias, bizantinas y venecianas. La sobrevolaba una bandada de alborotadoras gavinas que graznaban sobre las cofias. El Cargol y sus hombres regresaban a Atenas, donde cumplirían el mes de invernada que les restaba. En sus ojos se leía la felicidad por el descanso y por el premio conseguido tras el aventurado lance del País de los Aromas. En singladura de cabotaje y tras algunos zarandeos y rociadas cerca de Damieta, se habían desviado para recalar en el puerto palestino y evacuar al amigo de todos, micer Diego Galaz de Atarés, quien se disponía a poner un pie en Jerusalén, cumpliendo su compromiso de acertar con el paradero de Zakay ben Elasar y su hijo Yehudá.
—Quedas en buenas manos, Diego —le aseguró Jacint—. Esdras Naim, el mercader con el que compartirás viaje hasta la ciudad santa, me debe favores y es hombre precavido, aunque decididamente avariento. Posee factorías en Siria, Palestina, Arabia y Egipto y te protegerá, pues conoce los engaños de los nómadas y pastores de Hebrón y las debilidades del gobernador mameluco.
—¿Qué me dices de mis nuevas hechuras, Jacint? Me siento como un perjuro disfrazado de judío —preguntó mesándose su barba cerrada y sus indumentos hebreos.
—Me agrada esa nueva identidad que has adoptado. ¡Jacob de Sefarad! —exclamó irónico—. Tu aspecto semítico así lo proclama. Diego, Yago, Tiago, Jaime, o Jacob, son un mismo nombre. Pareces un judío del Call de Barcelona te lo aseguro. Nadie notará el disimulo. La idea de hacerte pasar por circunciso sefardí resulta ingeniosa. Así podrás adentrarte en ese avispero de infieles y hebreos que se odian a muerte. Como cristiano no vivirías para contarlo. Cuídate Diego.
—Que el Altísimo perdone mi blasfemia, Jacint, pero mi amor al riesgo y la aventura me atraen como un imán, créeme —se excusó—. Si esto lo conociera uno solo de los monjes de San Juan, me expulsarían sin remisión de sus claustros.
—No debes mortificarte. Tu búsqueda lleva aparejada la indulgencia. Dios sabe de tus méritos. Tu abnegación y valentía merecen un premio. Dominas aseadamente el hebreo y el árabe y tus rasgos mediterráneos te hacen pasar fácilmente por semita, siempre y cuando no tengas que exhibir la méntula, pues entonces estarás perdido, amigo mío —bromeó el Cargol, y lanzó una sonora carcajada, a la que respondió Diego con hilaridad.
—Procuraré no mostrar la verga y evitaré los baños públicos. Una temporada de mortificación, impureza y abstinencia, no me harán mal —contestó sonriente.
Se miraron en silencio, fruto de la fuerte estimación mutua. Luego, Diego le formuló una pregunta que jamás había osado exponerle antes:
—Jacint, en aras de nuestra amistad y antes de partir he de manifestarte una cuestión que me roe desde hace tiempo. ¿En alguna ocasión don Zakay te mencionó una trama en la corte de Aragón en torno a su vida?
—¿Una conspiración real? Me dejas perplejo, Diego. Jamás citó algo parecido. Pero estoy convencido de que ese viejo judío y ese anillo que llevas son las claves inequívocas de tu origen.
—O posiblemente tan sólo la invención de un judío burlón.
—El tiempo te sacará de dudas redeu. Ve con Dios. Hemos de aprovechar la marea y partir. La exigencia que sostiene tu espíritu obrará milagros y hallarás lo que buscas con tanto denuedo, loco amigo.
—Y La Violant, ¿cuándo recalará en Alejandría? Tendréis que esperarme.
—En la Pascua de Resurrección. Para Pentecostés zarparemos de retorno a Barcelona. Si no regresaras a tiempo, aunque andas sobrado, no te apures, pues para Adviento se hacen a la mar otras naves de la comenda que te repatriarán a Aragón. Guárdate, Diego. Jacint Blanxart y La Roda no pueden prescindir de ti, maestrillo del diablo. ¡Que santa Eulalia y san Jorge te amparen!
Emocionado, Jacint lo abrazó mientras el cuerno de La Violant atronaba al levar anclas. Marc Vadell, Felip, los marineros y remeros de la galera lo saludaron palmeando ruidosamente los bancos y pretiles. Diego no pudo contener la emoción que lo embargaba y, con la cabeza baja, abandonó a grandes zancadas la ensenada en busca del mercader judío que lo conduciría hasta su destino.
A lo lejos oyó el marinero grito de «¡Força La Roda y Aragó!».
Un ciclo indescifrable comenzaba aquel día, para él y para su estrella.
Por su mente acechaban negros presagios y su proverbial fortaleza parecía deshacerse en la preocupación. Diego no estaba seguro de nada y notaba gran confusión en su mente. El viaje a la ciudad santa lo intimidaba, aunque era preciso. Pero ¿por qué su destino lo enviaba a una cita tan comprometida?
Se sentía solo, y para confortarse, trajo a su memoria el rostro afrutado de Isabella, creyéndola tan cercana como si se hallara frente a él. Luego volvió el rostro apesadumbrado y descubrió en la línea del horizonte la marinera silueta de La Violant. Una culpable pena lo embargó, pero su alma insistió en la vehemencia de su deseo.
La caravana de Esdras Naim partió de Gaza tras cargar productos que luego venderían a los tratantes sirios en Palmira. Sus serones rebosaban de cinamomo, cañafístula y ánforas de aceite de Berseba, que tendrían que defender de los salteadores y de los avarientos aduaneros que se hallaban a las puertas de los villorrios por donde pasaban, dispuestos a cobrar su peaje.
Al amanecer se internaron en la abrupta Vía Maris romana, el viejo camino de Damasco. Diego, convertido en Jacob de Sefarad, a horcajadas sobre su mula, permanecía mudo para preservar su identidad. Ataviado a la usanza beduina, seguía al contingente de bestias inmerso en sus pensamientos. Componían la partida no menos de cien asnos de pelaje negro, otros tantos camellos cargados de fardos, ventoseando y gruñendo, así como un centenar de muleros y mozos a pie que obedecían con veneración al jefe de la caravana, el mercader Esdras.
El tratante hebreo era un sujeto magro y de hablar gangoso que blandía constantemente una vara con ademanes iracundos, dejando al descubierto unos brazos tatuados que espantaban. Había comprado la seguridad de la caravana a los patrulleros mamelucos y a los forajidos de Gath, desembolsando mil zuzs o denarios, por lo que la andadura era un tránsito tranquilo y sin sobresaltos. Pero para Diego la marcha resultaba un tormento y odiaba el estrépito de los acemileros, los zurriagazos y relinchos y el hedor a estiércol y a pellejos resecos. Transitaron en hilera por el valle de Sefela, plano como la palma de la mano, sembrado de majadas pastoreadas por nómadas cananeos y cruzaron feraces campos salpicados de norias, palmerales e higueras frondosas, que dejaron atrás para adentrarse en caminos más áridos, minados de bandoleros.
Con el vaivén de la mula, Diego se sumió en una grata languidez, mientras traía a su mente nostálgicos recordatorios de Isabella y de su tranquilizante influencia, de fray Bernardo, de Yekuno, de Akaina y de Jacint, contemplando con los ojos hinchados por la polvareda las torrenteras que recorrían las arideces de Palestina. Avanzaban entre cálidas ráfagas del sur, a más de una legua diaria. Por las noches, frías como el filo de su ferralla, acampaban junto a los pozos, bajo firmamentos estrellados.
Se encendían fuegos y los chalanes se lavaban los pies y se despiojaban unos a otros, para luego cantar y brincar alrededor de las fogatas al compás de los panderos y flautas, hasta caer rendidos. Se atiborraban sin mesura de vino de Samaria, de gachas de avena, saboreaban hawi de cordero con aceitunas, leche y dátiles y se ayuntaban sin recato alguno por un siclo de cobre con las furcias beduinas, que tapaban sus rostros con velos adornados de abalorios. Diego compartía la hospitalidad de Esdras dentro de su tienda y apenas si tenía contacto con los gañanes, para no delatarse.
Al sexto día de camino, cuando descendían por los altos de Ain Karim, a pocas leguas de Jerusalén, la caravana se detuvo inesperadamente, alertada por una barahúnda de lamentos y gritos desesperados, el entrechocar de armas y arneses y el piafar de caballos al galope. Diego despertó de la modorra aupándose sobre su montura. Se destapó el rostro y divisó en el horizonte las techumbres de las legendarias ciudades de Belén y Betania y gentes que huían apresuradas por el camino de Hebrón, casi ocultas por una columna de polvo.
—¡Alto! —ordenó Esdras con el rostro desencajado—. ¿Qué ocurre?
El mercader, Diego y los capataces se adelantaron con cautela hacia un repecho, y allí aguardaron quietos como estatuas, mientras observaban a un tropel de asustados judíos de vestes inmaculadas y con ramos de olivo de las manos, que gritaban y señalaban con gestos trágicos las quebradas que conducían a Jerusalén.
—¡Socorrednos, por piedad! —suplicaban los perseguidos.
Enseguida, Esdras ordenó proseguir dando un rodeo sobre el curso de un riachuelo seco. Al descender el último repecho, una dolorosa contemplación les cortó el resuello, provocando el pavor entre los caravaneros. El extranjero notó encogérsele el corazón ante tan horrendo espectáculo. Un escalofrío le corrió por la espalda, pues su arribada a la ciudad santa no podía presentarse más nefasta y desdichada. Se sintió tan vulnerable como un cervatillo rodeado de lobos.
—Por las espinas de Cristo y su Pasión, ¡qué espanto! —balbució, abriendo desesperadamente sus pupilas, ante cuadro tan pavoroso como aterrador.
Diego Galaz permaneció inmóvil. Su miedo era real. Permaneció asido a la bestia mientras observaba el indescriptible panorama que se abría ante sus ojos. Sobrecogido caviló: «¿Es esta la Ciudad de la Paz con la que sueñan los creyentes?».