La mirada del cónsul Rocabertí arrojaba llamaradas de desesperación.
Había palidecido y se comportaba como si hubieran agraviado su dignidad consular. La alegría sin límites que había iluminado su semblante cuando, tres días antes, había visto aparecer en una embarcación de peregrinos a la desastrada expedición de Jacint Blanxart, se había extinguido. Flotaba en el ambiente un halo de silencios que lo inquietaban. Rocabertí había dispensado a los expedicionarios un banquete reparador y había concertado a la mañana siguiente una entrevista con el Cargol, para hablar de los resultados. Pero lo que veía no le agradaba.
Su rostro estaba tan furioso como el de un batracio acosado. La amistad cesaba cuando se trataba de negocios. Se revolvió enfurecido.
—¡Por santa Eulalia bendita! ¿Dónde está el oro Jacint? ¿Os lo han robado? —clamó incrédulo, farfullando una retahíla de reproches y mirando con ojos airados al armador, que sostenía su mirada con gravedad, para no zaherir su orgullo.
—Lo tienes ante tus ojos, Albert —refutó señalando los momios reunidos en el almacén de La Roda y las sacas de la pimienta de Malabar—. Su trabajo ha costado.
Rocabertí se impacientó. Su boca se entreabrió y preguntó confundido:
—¿Qué? ¡No te burles de mí que ya peino canas! El conde Federico puede colgarme de los testículos si lo decepciono. ¿Unos andrajosos cadáveres momificados y una carga de talegos de hojarasca son la recompensa? ¡Vaya por Dios!
Nuevamente entró en liza Blanxart, insistiendo socarrón y triunfal.
—Exactamente, incrédulo. Y mañana alcanzarán en el mercado de Alejandría un valor de más de ochenta mil maravedíes. Treinta mil más que el premio prometido por el Nigusa. ¿Te parece mal negocio, Albert?
Se produjo un dilatado mutismo. El conseller puso la mano en su mentón y reflexionó durante un rato, mientras paseaba frente a las sacas. Meditó sobre la cuestión creyendo que estaba de chanza, mientras calculaba en su cerebro los beneficios de la estratagema. El Cargol aguardaba su reacción, y tras su arrebato, rebuscó en su cerebro y dijo con una sardónica sonrisa de aprobación:
—Espera que lo imagine. Tuvisteis problemas para sacar el oro de Aksum y hubisteis de tramar este ardid, ¿verdad? —inquirió certero—. Tu inteligencia no tiene precio. ¡Astuta estratagema, sí señor! Prodigioso Jacint. Pero ¿acaso os injuriaron? ¿No os recibieron calurosamente? Existe un protocolo firmado que nos obliga a mantenernos en un tono civilizado.
—El Nigusa nos acogió espléndidamente, pero no así el Idenu, ese chambelán cruel y vengativo —se lamentó el armador—. Hay que poner freno a los desmanes de ese bastardo, o La Roda quebrará irremediablemente.
—Ese bellaco tripón está obligado a justificarse y lo hará. Aclararemos las sospechas y recuperaremos el prestigio perdido, no lo dudes. Deja en mi mano este enojoso asunto —dijo el cónsul, airado—. Aragón nunca será sojuzgado por sus enemigos.
—Pudimos no regresar nunca, de no tener éxito la artimaña ideada por Galaz, el hijo del adalid del rey. Nuestros huesos podrían estar pudriéndose en los desiertos de Eritrea. Toma —replicó y le entregó un pliego donde se explicaban numéricamente los resultados de la operación y un informe detallado de lo ocurrido para la cancillería real.
—Vuestro mérito es mayor aún y el rey don Pedro y el conde lo conocerán. Hablaremos mañana en el consulado de los pormenores de vuestra aventura y de las consecuencias para los genoveses que se muerden la mano de cólera. Ahora recuperaos en la invernada y sosegad vuestras ánimas —se congratuló y miró a Diego—. Micer Galaz, os quedamos reconocido y os debemos una merced.
—Ha sido una experiencia insustituible, cónsul —replicó Diego.
A los recién llegados se les advertían inequívocos indicios de las penurias sufridas y habrían de pasar semanas hasta reponerse y sanar de las ampollas y llagas de sus cuerpos famélicos. Diego aprovechó la oportunidad para acercarse al paradero de los Elasar, y solicitó al patricio:
—Senyer Rocabertí, pasáis por persona influyente entre las comunidades judías de la ciudad. Animado por vuestro ofrecimiento, os ruego que me concertéis una entrevista con el rabino de una academia llamada Los Algebristas de Alejandría, vital para una investigación con la que me he comprometido. ¿Lo haréis?
El conseller reflexionó durante unos instantes y luego asintió:
—Se trata de una enigmática cofradía de eruditos hebreos y no resultará fácil, pero tendréis esa entrevista, os lo prometo, amigo mío.
El ministro ató el cuero del legajo, mientras calculaba con precisión la ganancia, y evaluaba el beneficio personal logrado con el asunto del príncipe secuestrado. Había salido airoso de un problema peliagudo para la corona y la corte de la Aljafería no pasaría por alto tan meritorio servicio al rey.
Fuera, en la ardiente Alejandría, no soplaba ni la más leve brisa.
Diego dejó atrás la confusión del Serapeum, de atestadas travesías y vergeles perfumados. Subyugado por aquella maraña de ruinas, templetes sin tejados y pilastras desmochadas, caminó hacia las señas que le había indicado Albert Rocabertí, un abandonado templo pagano y antigua sinagoga de Onías, ahora sede de la Escuela Hebrea de Alejandría. Encontró enseguida el palacete, oculto entre las angosturas de un laberinto de mansiones cuarteadas por la intemperie y la dejación.
Los bejucos, las zarzas y las trepadoras madreselvas crecían incontroladas y conferían al edificio una pátina de abandono. Empujó la cancela y entró despacio. No vio a nadie, por lo que aguardó la comparecencia de algún rabino. Bajo el dintel del pórtico, escoltado por dos estrellas davídicas, podía leerse: «Szma Israel, Adonai Elohenu Adonai Echad», «El pueblo de Israel vivirá eternamente por el favor del Altísimo». Constituía su primera incursión en el mundo esotérico hebreo y sus sentidos se abrieron a cualquier susurro, a una voz, a una pisada. No le cabía duda de que lo vigilaban y que una presencia furtiva lo seguía desde que había puesto el pie en el selvático jardín. Giró la cabeza y de repente un hombrecillo menudo, de tez arrugada, vestido con una túnica talar y tocado con un turbante negro, surgió de la nada, saludándolo en un griego impecable:
—Supongo que sois el amigo del cónsul, el kuros[10] Rocabertí. Suelo tener relación con él, pues nos compra tratados de demonología y de astrología para el rey Pedro, al parecer gran amante de las ciencias ocultas, el hermetismo y los signos de los astros.
—Así es —repuso el aragonés—. Mi nombre es Diego Galaz. Dios os guarde
—Seguidme. El episkopos de la sinagoga de talmudistas, el maestro Samuel Tibbón os espera en el hammam[11].
Ingresaron en el destartalado palacio, y lo que fuera proclamaba abandono, dentro se convertía en un muestrario de suelos marmóreos, arquitecturas valiosas, paredes de pórfido y cortinajes aterciopelados. Cruzaron cámaras provistas de estantes abastecidos profusamente de manuscritos y luminosos scriptorium, donde una veintena de rabinos y alumnos departían sobre las sentencias de los padres de Israel y los escritos de Platón. Grabados en la piedra se apreciaban signos geométricos y letras griegas de los conocimientos cosmogónicos y geománticos de la antigüedad. Diego notó una sensación fulgurante. En aquel momento, un educador mantenía una reñida pugna dialéctica con sus alumnos, que le replicaban como si recitaran una plegaria.
Diego se detuvo un instante y escuchó seducido:
—¿Quién es el sabio entre los mortales? —preguntaba el rabí.
—Aquel que aprende de cuanto lo rodea —declamaban los discípulos.
—¿Quién es el héroe de cada día? —inquiría el rabino.
—El que vence sus instintos, el hombre magnánimo y generoso.
—¿Quién es el rico en este mundo material?
—El que se contenta con su trabajo.
—¿Quién debe recibir honores de sus semejantes?
—El que honra a los demás.
Cesaron las preguntas y respuestas y Diego admiró su sabiduría. Paseó su vista por la biblioteca, donde otros rabinos hojeaban palimpsestos antiquísimos y vitelas pajizas, mientras discutían en voz baja. Otros rabinos lo saludaban a su paso con inclinaciones de cabeza y proseguían con su labor, en tanto los aprendices recitaban los artículos de fe de Maimónides, o los Sefirot, las diez esferas divinas de la mística hebraica. Pisadas fantasmales se sucedían por doquier, puertas que se abrían y cerraban, místicos, que en actitud contemplativa, rezaban en los rincones, alertando los sentidos de Diego, quien aspiró el olor añejo de los rollos de papiro y los vetustos volúmenes de los anaqueles. ¿Quizás vestigios de la Biblioteca?
Desembocaron luego en un impluvium, un patio de columnas, donde un grupo de doctores medían las distancias de los astros y trazaban complicadas operaciones matemáticas. Diego los identificó como astrónomos, físicos y algebristas por sus largos bastones negros y los ábacos que sobresalían de sus bolsillos, tan conocidos por él. Paulatinamente se sosegó y sintió que aquello le era familiar, aunque estaba fascinado por la aureola de misterio del lugar. Bajo el arco de entrada lo aguardaba el mebaqqer o episkopos de la Academia, un anciano de solemne presencia y barbas rizadas, cuyo semblante irradiaba humanidad.
—Bienvenido a la Academia Hebrea de Algebristas. El kuros Rocabertí, a quien tengo por amigo, me ha puesto en antecedentes de tu empeño y responde por ti de tus intenciones. Pasa. Asegura que eres algebrista. ¿Es eso cierto?
—Me licencié en las enseñanzas de Pitágoras, Tales y Diofante de Alejandría en Lérida y Perpiñán. He experimentado con sus ecuaciones y con los números angulares y espero convertirme pronto en Maestro de Mérito en alguna universidad de mi reino, cuando resuelva una búsqueda que ha ocupado mi tiempo.
Descendieron por una escalera de caracol, que parecía conducir a un universo inviolable, vedado al exterior. Pero cuando se disponía a seguir al rabí, se detuvo, como sujetado por una garra vigorosa. Un tapiz de marchitos tonos, sobre el dintel de un aula, ostentaba el hermético símbolo de la «T» arbórea con la serpiente circundando el tronco. No podía creerlo, era el símbolo de su sello.
—Dios Santo, ¡el Nejustán! —exclamó.
—¿Conoces la alegoría de la inmortalidad? —le preguntó desconcertado.
El hispano replicó añorante.
—¿Conocerla, maestro? Es el único patrimonio de un huérfano sin raíces. Este símbolo es la causa de que haya cruzado el mundo de parte a parte. Me acompaña como un amigo inseparable —repuso, y le mostró el sello—. Fue el obsequio de Zakay ben Elasar a un niño cristiano apartado de sus padres, a quien quiso convertir en algebrista y matemático. Lo sé, para vos como para mí es un rompecabezas, pero esta es la incontestable realidad.
La sola presencia del sello, desbarató el temor del rabino.
—¿Hablas de ti, hijo mío? —cuestionó, meneando la cabeza ante el anillo.
—Así es, maestro Tibbon. Mis orígenes me fueron ocultados. Fui abandonado por mis padres, pero protegido por el todopoderoso almojarife real de Castilla y amigo de Jaime II, rey de Aragón y Sicilia, duque de Atenas y Neopatria. ¿No os parece insólito tan raro apego de un judío hacia un cristiano?
El anciano dudó en continuar, pero el anillo no lo había dejado indiferente.
—Inexplicable, sí. Y aunque no pretendo precipitarme, Zakay se lamentaba a menudo de haber renunciado en Castilla a parte de su alma. Una culpa horrenda lo atormentaba día y noche.
Esperando que la respuesta no fuera negativa y le rompiera el alma, se interesó:
—Entonces, ¿conocéis a Zakay ben Elasar?
Después de unos instantes en los que dudó, declaró prevenido:
—Sí, y me honro con la amistad de un hombre sabio y santo como él. Pero ¿eres tú esa pesadilla y a la vez la bendición de su casta a la que se refería siempre?
—Qué sé yo. Voy como una hoja seca de un lado para otro y mis fuerzas se agotan. Puede ser así rabino, aunque lo ignoro. No obstante no creo que nos una ningún lazo de sangre. Él sólo fue el testigo de los sucesos de mi nacimiento. Mi padre fue un capitán del rey que murió en Atenas —le explicó seguro de lo que decía.
Un inmenso alivio penetro como un huracán en su corazón, y sonrió.
—Solamente puedo asegurarte que llevo meses buscándolo. He de ligar mi presente con mi pasado. Zakay ben Elasar es la única persona en el mundo que puede hacerlo. ¿Sabéis dónde se halla? —preguntó anhelante, aunque fue respondido con una evasiva propuesta.
—La confianza se alimenta de la paciencia, hijo —afirmó; luego, en una rápida ojeada, fijó sus pupilas en la alianza del extranjero—. ¿Sabes que el Nejustán sólo lo llevan los elegidos del pueblo de Israel?
Antes de responder, el anciano lo invitó con desconocida amabilidad:
—¿Te seduce un baño reparador? Allí conversaremos. Sígueme.
El agua de las albercas resplandecía con la mañana. Hacía calor, pero entre el frescor de los surtidores y los vahos estimulantes de las hierbas, desentumecería sus miembros aún agarrotados por el viaje al País de los Aromas. Además le parecía el lugar idóneo para meditar sobre su experiencia, procurar el acercamiento con el rabino y penetrar en los enigmas de aquella hermandad de eruditos que tanto le atraía. Profusamente decorado con azulejos persas, el hammam ofrecía un dédalo de cámaras y estanques, unos de agua caliente, otros fríos, tinas vaporosas y una docena de cuchitriles de masaje con olor a ungüentos de Arabia y a aceites aromáticos de Bizancio y Samarcanda.
Platicaron ajenos al tiempo y a dos mudos sirvientes que los masajeaban con guantes de crin, tendidos sobre una mesa de alabastro. Diego, mientras sentía la fricción, relató al rabí su vida en el monasterio de San Juan y en las Scholas de Lérida y Perpiñán, así como el viaje a Zaragoza, Barcelona, Atenas, Egipto y Eritrea, persiguiendo a los Elasar. Le refirió las frustraciones y esperanzas que bullían en su cerebro y entre el anciano y el joven afloró una fraternidad franca. Ingresaron al cabo en otra salita, el sudatorio, un cubículo circular con motivos mitológicos, donde unos faunos copulaban con ninfas. Ardía un brasero con granos de agáloco, romero y algalia, que animaron a Diego a interesarse por el hebreo.
—Maestro, es proverbial la frugalidad de los rabinos. ¿Cómo entonces residís en un espacio tan suntuoso? Vuestras costumbres se alejan del arquetipo de lujos, comodidades y riquezas que veo por doquier.
—Este refugio fue antes templo y albergue de los sacerdotes de Amón, luego de pitagóricos griegos y de filósofos romanos. Hoy congrega entre sus muros a un círculo de cabalistas hebreos, además de una antiquísima institución de investigación algebraica. Eso es todo. Las comodidades y el deleite de los sentidos no nos seducen. Preservamos el saber perdido del mundo hostil mediante un lenguaje críptico y no nos espolea ni la codicia ni el poder. Nos hemos enclaustrado aquí para paladear lo arcano.
Diego pensó que eran un grupo de iluminados, ajenos al dolor del mundo. El resplandor de los velones convertía en amarillas las pupilas del rabino, que exaltado le narró las rutinas de los rabinos de la Academia.
—A algunos vuestra vida podría parecerle estéril y voluble.
—Sin traicionar la reserva de este lugar de sabiduría —le sonrió—, te haré partícipe de algunas intimidades de los algebristas de Alejandría, que no son misterios banales, como algunos propalan. Eres un algebrista del número, como la mayoría de los que aquí servimos a la ciencia, y aunque desconocemos si por tus venas corre la sangre de Abraham, todo apunta a que tu relación con Israel es más que hipotética.
—Os presto oídos, rabí —asintió no muy convencido.
La figura del rabino apenas se distinguía entre el vapor. Tenía los párpados cerrados, pero su voz sonaba como la campana de una ermita perdida.
—Sé que puedo fiarme de ti, lo sé, pues eres hombre indulgente.
—Confiad en mí como el crío confía en el seno materno —dijo Diego para afirmar su discreción.
El anciano no se hizo de rogar y esbozó una mueca de bondad.
—Escucha. Bajo el secreto nombre de los Algebristas de Alejandría se agrupan tanto los hermanos que en un afán espiritual anhelan poseer la experiencia de la presencia de Adonai, como los talmudistas y los que perseguimos los secretos de la naturaleza. Nos sentimos seguidores del filósofo Filón de Alejandría, de Platón, Pitágoras, Diofante y de Maimónides, el doctor de Córdoba, el gran conciliador del racionalismo con la verdad revelada por Dios. Ni viviendo dos vidas podríamos absorber el saber que aquí se amontona. Por otra parte, nosotros, los algebristas y geománticos, veneramos la belleza del número perfecto. En eso no nos diferenciamos de los que adoran únicamente la letra de las escrituras por encima del dolor de la humanidad.
Diego admiró su inteligencia y el poder de seducción de sus palabras.
—Admirable disparidad. Participo de vuestro espíritu, rabí Samuel. —«Pero ¿hasta donde estará dispuesto a hablar?», se preguntaba—. ¿Estáis sometidos a alguna regla monástica? He observado a algunos miembros de la hermandad ataviados con vestiduras blancas de eremitas.
—Debería ser reservado, pero te diré que se trata de los hermanos hasidim, «los devotos, los piadosos», los que persiguen las esferas superiores de la epistemología cabalística, interpretando la Torá y la Cábala. Discrepan fraternalmente con los que armonizamos el espíritu griego con el de las sagradas escrituras, pero convivimos armoniosamente desde hace años.
Diego se interesó por los ascetas e insistió en sus pesquisas. Aquellos rabinos lindaban con lo sobrenatural y se maravilló con sus prácticas.
—¿Zakay es entonces un hasidim?
—En cierto modo sí —dijo—. El nasí Zakay ben Elasar tomó precisamente esa senda. Siempre lo consideré un hombre atormentado por su pasado, y desde que arribó a Alejandría abandonó sus negocios para ejercitarse en el cultivo del Talmud, nuestra base espiritual. Parece huir de un tiempo indeseable. En ningún lugar halla el sosiego necesario para penetrar en la norma contemplativa. Últimamente aguardaba al Perfecto Justo, el Zadik Gamur, el que reconocerá al Mesías o Zonara, de la estirpe del rey David. Él, como descendiente del linaje sacerdotal de Sadoq lo ha divulgado por las sinagogas de África y Palestina. Una trágica locura, pienso yo. —El rabí se incorporó del escaño donde sudaba y como si saliera de una ensoñación, declamó ante un desconcertado Diego—: «Cuando las espadas se conviertan en rejas de arado, una estrella saldrá de Jacob y un cetro surgirá de Israel», dice Yahvé.
A Diego le pareció significativa la alusión del rabino y le sugirió:
—La eterna tragedia de vuestro pueblo aguardando a un Mesías que nunca llega. Sólo hay que recorrer el mundo para verificar que las espadas siguen desenvainadas. El fin de los tiempos aún queda lejos y sólo el Creador lo conoce. La humanidad seguirá tan descarriada como siempre, pues Dios no la soporta.
—Así lo creo yo también. El día de la Retribución es impredecible. Estos no son los signos que precederán la venida del Zonara esperado por Israel. Los arrebatados hasidim han errado en sus cálculos sobre el advenimiento mesiánico y sufrirán la ira de los crueles carniceros del sultán de El Cairo. Los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. Ese será el final.
—¿Los consideráis entonces heréticos? ¿Desorientados tal vez?
—No, pero muchos han degenerado en una exaltación patriótica que les acarreará problemas. Sus proclamas de que vivimos en la Era de la Gran Apostasía, provocan inquietud en el pueblo de la Ley y soliviantan a los sultanes mamelucos, encarnizados gobernantes que cortarán cualquier rebeldía con sangre. No me gusta el derrotero que han tomado, créeme.
—Percibo que barruntáis un incierto peligro, maestro —receló Galaz.
—Sinceramente sí. Temo por la vida de Zakay y de mis hermanos visionarios —afirmó en tono inexpresivo—. Efectivamente las escrituras proclaman que el Elegido redimirá a todas las naciones, y hasta los eremitas del mar Muerto, continuadores de los esenios, también aguardan la venida del Mesías el Día de la Resurrección. Mas ¿vendrá de forma inminente como ellos proclaman? Todo este tumulto escatológico me resulta una locura.
Las palabras del rabino cayeron demoledoras sobre el ánimo del huésped.
—Tanto en Oriente como en Occidente se habla del final de los tiempos y de la Parusía. Existe una crisis de valores morales y la Iglesia de Jesús lo quiere arreglar todo con hogueras, condenaciones eternas y excomuniones. ¿En verdad se ha cumplido la edad del hombre en la tierra?
Diego notó la mano del rabí que le apretaba el hombro.
—Mira, hijo, aquí estudiamos el Libro de Zohar, o El Resplandor, como los llamáis los cristianos. En él se asegura que las estrellas chocarán y caerán del firmamento y reinará la confusión, el caos, las guerras, el hambre y la injusticia. Cada raza posee su propia estrella, como Israel, que está protegida por el signo de Saturno, Sisar o Shabetaj «el shabat», como se llama nuestro día sagrado. El Talmud muestra que Enoc el profeta bajará de los cielos y entrará triunfante en Jerusalén, iniciando la era del Zonara. Pero eso no ocurrirá ahora, como aseguran los hasidim erróneamente, sino cuando hayan transcurrido cuatro veces cuatro, los cuatrocientos cuarenta y cuatro años desde la destrucción del templo de Jerusalén por las legiones romanas de Tito. O sea, dentro de aproximadamente mil años, cuando acabe la esclavitud y el éxodo de Israel y todos los hombres sean justos. Escrito está.
Diego reflexionó sobre el sorprendente secreto confiado por Tibbon, pero seguía inquieto por la suerte que pudiera correr el hombre que buscaba y que debía desvelar los secretos de su nacimiento. Aprovechando la comunicación, volvió a interesarse por el asunto.
—Habéis mencionado antes a los esenios. Oí hablar de ellos en Etiopía. ¿Quiénes fueron?
—Precisamente ahora, con los sueños mesiánicos y finalistas, surge de nuevo la leyenda dorada de los esenios. Se trata de una comunidad religiosa hebrea surgida doscientos años antes de nacer Jesús de Nazaret. No ofrecían sacrificios y honraban a Dios con el saber, el celibato, la obediencia y la pobreza —le informó susurrando—. Y sin que me tengas por blasfemo, vuestro Cristo se identificó como el cumplimiento de las profecías esenias que anunciaban su llegada. Es más, muchos lo tenemos por esenio, como un ideal de nuestra raza y como uno de los Maestros de la Rectitud.
—¿Es eso cierto, rabí Tibbon? —y Diego avivó su curiosidad.
—No es dogma de fe, hijo mío, pero Yoshua ben Josef, el profeta humilde e iluminado por Dios, se tiene por el Hombre del Mundo entre nosotros, el sabio anunciado por los esenios. Los Algebristas de Alejandría surgimos también como un brote del tronco de esa congregación que llegó a seducir a Filón, el filósofo griego. Muchos rabinos se tienen por adeptos de sus principios.
—Entonces, rabí, ¿no ejercéis vuestra ciencia según la sabiduría de Moisés?
El rabino se aclaró la garganta y explicó:
—Estamos abiertos a todos los métodos científicos y credos. Habrás observado que el Nejustán no es un emblema usado sólo por los judíos. En el caduceo de Esculapio y de Mercurio también se exhibe la sierpe del Sinaí. No desdeñamos el Talmud, o las enseñanzas del Levítico, pero hemos absorbido el saber griego, el hindú y el árabe de Averroes. Sin embargo, gravitamos en el hermético magisterio de los esenios, extraído de los papiros egipcios de la isla Elefantina. Los atesoramos desde hace siglos como el secreto esencial de nuestra hermandad.
Aquella conversación se animaba y nada existía en el mundo que lo sedujera tanto como un texto esotérico, un grimorio o un enigma oculto del pasado. Sin embargo, el rabí eludía hablar de Zakay con terca obstinación.
—Luego hablaremos del gran nasí de occidente. La posesión de ese sello tan inapreciable para nosotros te hace acreedor a intimar con algo muy sagrado que guardamos en este recinto dedicado a los Onías[12] —dijo Tibbon—. Me pareces un hombre digno de toda confianza. Sígueme, te mostraré algo que te maravillará.
Ingresaron en un recinto que rezumaba humedad y negrura. El rabino encendió un candelabro con seis velones, que esparcieron su luz por el lugar. Lo formaban dos salas conectadas entre sí donde se amontonaban pilas de rollos, libros, códices y vitelas sin catalogar. Diego tuvo que quitarse unas telarañas que se le pegaron en la frente y que brillaban como luciérnagas. Aterrado pensó que de un momento a otro se encontrarían con el Ángel Negro, cuya cabeza estaba rodeada de estrellas. La falta de aire le produjo al aragonés un vahído, hasta que respiró hondamente y se recuperó. Las paredes estaban recubiertas de estantes con valiosos manuscritos y grimorios que olían a hollín y polvo seco. De uno de ellos el rabino entresacó un papiro, parduzco y ajado.
—Este antiquísimo pergamino escrito en arameo arcaico se llama precisamente, «El Nejustán frente a Lilith la Serpiente». Presta oídos a lo que dice, buscador de la verdad. Así comprenderás la trascendencia del signo que portas en tu dedo —le refirió, y leyó enfático—: «Desde los tiempos del padre Adán se le ha concedido a la serpiente el signo celestial de la luna, la que asciende, la que decrece, resucita y muere al alba. Ella es la regidora de las mareas, del rocío, de la fecundación, de la vida y de los ríos que pueblan la tierra. Pero también es la causante de que Adán y Eva, felices en el Jardín del Edén, dejaran de contemplar el rostro del Altísimo, el Shekhinah, y se sintieran desnudos para sufrir, padecer y morir. Adán significa para su descendencia, “hombre, tierra, polvo, sangre y amargor”. Lilith la sierpe, el insondable y cambiante espíritu femenino. Suyos son los símbolos del fuego, del veneno y del agua; y cuando se muerde la cola, simboliza la circular, movediza y esférica tierra que habita la humanidad».
—¿Tierra circular y esférica, rabí? —apuntó, pensando en tan extraña teoría jamás oída en Occidente—. Me enseñaron, siguiendo las teorías ptolemaicas, que la tierra es plana, como el disco de un atleta. Pero proseguid. Desde que abandoné Aragón me estoy habituando a los prodigios.
—Eso mismo nos preguntamos aquí en la Academia. Pero este antiquísimo texto, escrito en la esclavitud de Egipto, asevera que es esférica. Remotos papiros de Tebas, Menfis o Luxor así lo confirman. Es un arcano más de la sabiduría hermética que nos proponemos demostrar en este santuario del saber.
—Resulta asombroso, aunque tal vez sólo sea un símbolo, rabí.
—Metáfora o no, un texto posterior sigue afirmando esto mismo. Escucha: «La serpiente es el símbolo de los sueños, la mediadora entre Dios y los hombres y el signo de la fertilidad. Ella fue antes que los hombres en la creación y decir serpiente es decir sabiduría, aunque el profeta Isaías dijera por boca del Creador “Castigará Yahvé con su espada a Leviatán, la huidiza serpiente”». —Concluyó la lectura y le rogó que lo acompañara a la otra sala interior, tétrica y lúgubre, pero que no pronunciara una sola palabra, pues podían pecar.
Diego había entrado en un letárgico asombro. La promesa del rabino lo había sitiado con un muro de irrealidad y el corazón amenazaba con traspasarle el pecho. Embriagado, pero luchando con el desasosiego que lo embargaba, siguió al rabino a la estancia iluminada por un tragaluz que enviaba un único haz de luz. La viciada atmósfera olía a humo adherido a los muros, y parecía que su tufo le dejaría definitivamente sin aliento y que caería de bruces en el suelo plagado de excretas de ratas. En la pared de levante estaba dibujado un triángulo dorado, adornado con los signos zodiacales y los siete astros.
—¡El Tetraktys! —exclamó Diego.
—¿Conoces ese signo esotérico? —preguntó el maestro, intrigado.
—¿Qué algebrista no ha buscado ese secreto, rabino? Todo matemático que se precie debe convivir con él —insistió—. Sus propiedades místicas son conocidas en Occidente. Con él demostramos la naturaleza matemática del universo, al que también se puede llegar por la armonía musical, pues el triángulo lo consideramos como una lira infinita con intervalos medibles por el álgebra. El universo es una admirable consonancia escrita en cifras. Cada palabra se compone de letras y cada letra se corresponde con un número. La letra alef es la unidad y el millar. Kaf la centena y taf, quinientos, y así sucesivamente. El día en el que los matemáticos encontremos la conexión entre los caracteres y los números, y estos con la música, hallaremos el secreto del cosmos, que es como conocer a Dios. Soy algebrista, no lo olvidéis, rabí.
—¿Es lo que llamáis en Occidente la Armonía de las Esferas? —concretó el rabino.
—Efectivamente —replicó Galaz, maravillado—. Las distancias entre los siete planetas siguen las mismas proporciones aritméticas. Con el álgebra se pueden medir las fuerzas y órbitas del cielo, que se hallan unidas entre sí por cuerdas o líneas, no por puntos, como muchos sabios han creído hasta ahora. Por eso el Tetraktys es sagrado para nosotros y abrirá un mundo cosmológico nuevo.
El rabino estaba asombrado con su saber y suspiró aliviado. Era de los suyos.
—El Talmud y el sabio rabí Gamaliel sostienen que los fundamentos del mundo son cuatro: la verdad, la ley, la paz y el número. Eres un hombre sabio, pues disciernes entre lo falso y lo verdadero. Ahora vas a contemplar algo que hallamos aquí al tomar posesión de este edificio. Como devotos de Yahvé lo abominamos, pero viene a corroborar lo que has escuchado —aseguró el rabino, que tras arrancar un paño aterciopelado de la pared, volvió el rostro hacia atrás, tapándoselo horrorizado con las manos. ¿Tan terrible era lo que había destapado?
Los nervios lo hicieron entrar en una espiral de vértigo y luchó por no desmayarse allí mismo. ¿Qué iba a hacer? El aire le faltaba. Escrutó lo que el rabino le quería mostrar, intentando descubrirlo en la opacidad de la estancia. Creía firmemente que hallaría a algún licántropo de aspecto grotesco encadenado, a un homúnculo cuadrúpedo, a una bestia repulsiva o a un batracio de lengua bífida y garras afiladas, pues algo brillaba y crujía en el bulto.
Entrabrió los ojos y en un principio le pareció que se trataba de una quimera que vivía en aquel antro irrespirable; luego el proyecto utópico de una creación diabólica y finalmente un santuario dedicado al Príncipe del Mal, donde se celebraban aquelarres sangrientos.
Pero aquello era otra cosa bien distinta. Se colocó ante él y lo admiró atónito.