Los torreones de la muralla de Aksum se recortaban agresivos. Un aire vaporoso quebraba la diafanidad de la alborada, y ráfagas de viento del desierto descarnaban las paredes de estuco. Era conveniente llevar el asunto con discreción.
Jacint Blanxart, avisado por Diego, reunió secretamente a su grupo en las cuadras antes del amanecer; nadie se daría cuenta, ya que era el lugar donde se aliviaban de las necesidades, se aguaba y dormían los escoltas montañeses con los equipajes, armas y mulas. Apostaron dos guardias y encendieron un candil. Diego, en una resuelta exposición, les expuso las revelaciones de la princesa Zagwe.
En medio de una atmósfera de preocupación se intercambiaron miradas oblicuas. ¿Tenían que creerla? ¿Era una trampa dentro de otra celada aún más espectacular? Los ojillos de Blanxart, mezcla de desconcierto, se enturbiaron y adquirieron el tono de la ceniza. A Marc Vadell y Jaume Felip les corroía la impotencia ante la inminencia del peligro. Incluso los almogávares de Rocabertí, acostumbrados a azares inciertos, temieron por su pellejo. Felip masculló:
—Somos víctimas de un engaño y corremos peligro de morir. Y, por descontado, de volver con las manos vacías. Más nos vale confiar en un milagro.
—Ni Damocles de Siracusa se vio tan amenazado con su espada como nosotros, ¡collons! —se lamentó el armador, desesperado—. ¡Maldito negocio hemos hecho!
—En esta maniobra se reconoce la mano de la República genovesa, que acosa nuestros intereses en Berbería y Atenas; y ahora han conseguido husmear con sus sucios morros en esta ambrosía, los muy cerdos —señaló Vadell que pateó el suelo.
—Lo presentía, y esto viene a confirmar mis barruntos. La guadaña de la muerte nos codicia, hermanos —comentó Diego con la dignidad herida.
—Desde que arribamos a Masana sospeché y mantuve las orejas estiradas. ¿Y cómo he caído en la trampa? Nunca debí aceptar semejante encargo —protestó el Cargol—. El oro de la recompensa puede convertirse en una dorada mortaja.
—Al cabrón del Idenu primero le hicimos el trabajo sucio eliminando a los genoveses en Gabes, luego él ejecutó a unos piratas que le estorbaban, y ahora nosotros picamos el anzuelo como aldeanos. Así cumple su venganza dejando libre el mercado a los árabes yemeníes —opinó Felip—. Jugada maestra, no cabe duda.
—Nos hallamos ante una situación peliaguda. Pocas veces hemos escapado de trances tan comprometidos —los animó el Cargol—. No existe un solo genovés y menos aún unos herejes sin alma que me arredren, redeu. Tenemos que pensar en un plan para evadirnos, mientras el barrigón del chambelán cree cebarnos para el matadero.
Los extranjeros sabían que Blanxart había sido uno de los autores de la formidable expansión de Aragón en el Mare Nostrum; y quizás el más enérgico defensor en su país de los acuerdos comerciales con Egipto, Etiopía y Arabia, sirviendo a la causa con heroicas y lucrativas empresas. La jugada se ofrecía clara. Génova había arrojado el guante, extendiendo sus ruindades hasta la misma África.
Las moscas los atormentaban, y el hedor de la caballeriza se hacía irrespirable. Pasó el tiempo y las más peregrinas ideas, unas violentas, otras inejecutables y las más descabelladas, se expusieron a la consideración del temeroso grupo, que las rechazaba una tras otra. Pero la desesperación por una muerte probablemente segura, o tal vez un rapto de repentina inspiración, llevó a Diego a aventurar el insólito plan ideado en el lecho, que expuso a su consideración usando su acento más convincente.
—Amigos míos —apuntó enigmático—. He repasado paso a paso en mi magín cuanto nos ha acontecido desde que arribamos al País de los Aromas, y puedo aseguraros que el mismo Idenu, sin pretenderlo claro está, nos ha ofrecido galantemente la clave para salir de aquí sin menoscabo de nuestras vidas.
Un silencio espeso se adueñó de la partida. Lo creían un loco.
Las pupilas desmesuradamente abiertas de sus compatriotas convergieron en Galaz, que los miraba cohibido, pero seguro de su ardid. La opinión del algebrista gravitó en el aire unos minutos, sorprendente, excitante.
—¡Estás ciego, Diego! El calor te ha afectado. ¿Ofrecernos ese perro sarnoso el remedio, si lo que desea es colgarnos por los testículos? Presiento amigos que ya no veré más los granados de mi Andratx natal —gimió Felip.
Galaz elevó el tono de su voz e insistió esta vez con gravedad:
—Creo tener la solución amigos. El miedo suele parir ideas salvadoras. No habrá salvación para nosotros sin un acto desesperado. Escuchadme, os lo ruego. ¿Qué nos impide marchar vivos de este infierno? ¿Ser extranjeros? ¿Mercaderes quizás? ¿Cristianos tal vez? ¿O el oro de las alforjas?
—¡El oro indudablemente! —apostilló Blanxart con los ojos chispeantes.
—Pues el Idenu lo expresó abiertamente al pagarte la recompensa, Jacint. Pronunció exactamente estas palabras: «Con este tesoro podríais comprar una caravana de sal». Pues hagámoslo así y el panal se quedará sin miel. Sin oro no hay asaltos ni asaltadores —continuó sarcástico—. Sin esa atractiva jalea, ya no acudirán ni las ávidas abejas, ni los amenazadores tábanos de los ladrones. ¿Quién va a robar en Etiopía sacas de sal, pimienta o de alguna otra especia? ¿En qué mercado las malvenderían? No sacarían ni la décima parte de lo que valen. Librémonos del oro comprando especias y salvaremos la vida, aparte de hacernos con un cargamento que valdrá una fortuna en Alejandría. Así de sencillo.
Se miraron dubitativos, como sumidos en un letárgico vacío.
El plan rezumaba indudable juicio y perspicacia y no era cuestión de desdeñarlo, pues carecían de otro mejor. El armador, con una sonrisa exultante, y mostrando una complicidad sin límites con Galaz, manifestó:
—De todos los seres humanos con los que me he encontrado en mi vida, y no han sido pocos, sólo con dos o tres podría hablar de amigo a amigo. Y uno de esos seres eres tú. Si la cristiana decencia no me lo impidiera, te besaría en los labios maestrillo del demonio. Es una idea talentosa e inspirada que yo elevaría al título de genial y astuta redeu.
—Se trata simplemente de tomar un atajo y burlarlos. Mi plan es cambiar el oro por otros artículos de igual valor en mercados de este mismo territorio, pero repudiables para los bandidos etíopes, árabes o egipcios. Algo que no les interese robar y con lo que no se pueda comerciar en estas tierras, pues sobra; pero que nosotros sí podamos vender luego en mercados donde sea una mercancía cara —especificó Diego—. Medítalo, Jacint, pues puede convertirse en la solución que buscamos.
—El recurso me parece inteligente, Jacint —se exaltó Marc Vadell—. No nos queda otra solución que desprendernos del oro y canjearlo por productos naturales de Etiopía, como dice el magister Galaz, que luego alcanzarían un precio exorbitante en las lonjas europeas. Apruebo la medida y que san Jorge nos ampare.
—La fijeza en las monedas del diablo me habían impedido desenmascarar la diabólica treta. Nunca habíamos transitado antes por estas tierras con oro, pues las transacciones se realizan en Alejandría con sus agentes. ¿Cómo pude estar tan ciego? —se lamentó el Cargol—. Es el oro el que nos puede acarrear contratiempos. Así que nos desembarazaremos de esas bolsas y las emplearemos convenientemente.
Resueltamente, Blanxart comenzó a rumiar los pormenores del proyecto ideado por Galaz. Ufano, manifestó a sus hombres:
—Comunicaré al Idenu que quedamos obligados a sus cortesías, pero que nuestros negocios nos obligan a partir sin demora a Lalibela, donde hemos de concluir un negocio que nos encargó el cónsul. Jugando con sus mismas armas, le proporcionaremos una aleccionadora réplica a su trampa —y lanzó una risita triunfal que extirpó de golpe el resquemor de sus hombres—. Diego, salgamos o no inmunes del proyecto, La Roda te queda reconocida. Te llamaré hermano, pues amigo es poco.
—La calma es la característica de la fuerza. Dios nos ayudará —dijo Diego.
Habían tomado conciencia de su vulnerabilidad en un país adverso y lejano, pero confiaban en el expeditivo Blanxart y en Galaz, siempre pletórico de recursos a pesar de que el miedo a lo desconocido suele afectar cuando un mortal se halla lejos de sus lares, disminuyendo la percepción del bien y del mal.
El sol emprendía su viaje por el arco de un cielo traslúcido. Con su fulgor había sorbido el rocío de los árboles gigantescos. Pronto sofocaría a hombres y bestias.
Lalibela, la ciudad santa de Etiopía, era un oasis rodeado de selvas, donde vivir y morir era considerado como un privilegio del cielo. La Jerusalén etíope, la capital fronteriza del reino de Aksum, se ofrecía a los extranjeros como un dédalo de casas rojas con cruces en sus tejados y cobertizos de barro donde las caravanas se protegían de las tormentas de arena. Según Blanxart era tenida por la última ciudad cristiana del mundo, antes de adentrarse en las tierras paganas de Ifat-Adal y en las fabulosas Ciudades del Oro, donde algunos aseguraban se hallaban ocultos por las junglas, el país de Punt de Ptolomeo y los dominios del Preste Juan, quien con la ayuda de la cristiandad, aplastaría un día el dominio del islam en África.
—Para estas criaturas cada piedra de esta urbe es sagrada. Lalibela hace honor al nombre de su príncipe más glorioso, «aquel cuya majestad es conocida por las abejas». Es su ciudad santa, aunque estos cristianos son algo herejes en sus credos.
A la vista resultaba un poblado destartalado y fantasmagórico que se desvanecía como un espejismo entre un horizonte de polvo pajizo. Bestias, mercancías, caravanas de camellos, murallas de arcilla roja, plataneros y palmeras cimbreantes, poblaban su paisaje. La visión se alteraba a menudo con la repentina ventolera de cenizas de los herbajes quemados por los campesinos, que enturbiaban el cielo. En las atalayas, de barro amasado, flameaba el estandarte con la estrella de seis puntas y el León de Judá, como lenguas de seda que succionaran la única brisa respirable. A uno y otro lado se cimbreaban las ramas de árboles gigantescos de raíces como garras y ramas poderosas, que se perfilaban sobre los cerros terrosos.
La hueste se sumó a una multitud compuesta por nativos habasat vestidos con albornoces blancos; mercenarios montados sobre camellos y muleros nubios, seguramente espías del virrey, y una caravana de esclavos de Dara. Con tan variada compañía ingresaron en sus callejas, montados en asnos, tras Jacint, que con la mirada perdida, tejía su plan de trueque y huida. Él sabía que la confianza de sus hombres era infinita, a pesar de sus miradas nerviosas. Conforme se adentraban en la población, Diego notó que sus construcciones daban la impresión de no haberse concluido nunca. Su único adorno eran unas estelas coloreadas de arabescos vidriados, de hechura fálica, e insólitas cruces templarias que campeaban en las iglesias coptas. Confusas hileras de casuchas de bálago, las míseras peul de los negros, se sucedían en desorden, protegidas por matacanes de adobe que lucían espantosos dibujos de ídolos.
Pero súbitamente, conforme penetraban en la ciudad, el semblante del aragonés se maravilló al observar una red de construcciones bajo los cascos de los caballos de las que ascendían vaharadas de incienso, el eco de plegarias y un tufo a aceite y velas encendidas. En el centro de la ciudad se alzaban media docena de iglesias cristianas excavadas en la tierra, cuyas cúpulas y tejados quedaban al ras del suelo. Un tropel de sacerdotes ataviados de negro, eremitas con turbantes, monjes coptos y decenas de devotos, rezaban ante iconos que representaban a Cristo, los doce Apóstoles y la Virgen, y pululaban por sus pasadizos como si fueran topos menudeando por sus gazaperas, a la vista de los curiosos que transitaban por las calles.
—¡Las iglesias de Lalibela están edificadas bajo la corteza del suelo!
—Diego —le explicó Jacint—, aquí no exhiben sus bellezas en las alturas, sino en las profundidades, en esos en hoyos profundos, pero de una belleza mágica.
—¿Cómo han podido realizar semejantes construcciones, Jacint?
—Es arenisca volcánica y muy fácil de tallar, pero ciertamente parecen madrigueras en vez de templos. Ahí abajo al menos no se asarán como nosotros ahora.
Una jauría de perros babeantes vagaba azuzada por pandillas de pilluelos andrajosos, mientras una luz deslumbradora y un calor abrasador los hacía cubrirse los rostros con los tailasanes. Jacint le murmuró al físico:
—Más allá de las murallas cuentan que se alzan los desiertos inhabitables y las regiones extremas donde moran los carbunclos, los monóculi y las bestias hostiles. Es el continente antípoda, el alter orbis, donde retozan los rinoceros unicornes en idílicas espesuras pobladas por aves del paraíso. Allí no llegan los rigores del invierno, pues la primavera es eterna. Daría un brazo por adentrarme en sus secretos. Tal vez algún día emprenda ese viaje, Diego. La linfa de la aventura me excita.
—La perenne nostalgia del Paraíso perdido, Jacint, la terra incognita, el sueño que nos hace fantasear con lo desconocido. Y aunque te creo capaz de todo, lo que más me preocupa en este momento es salir de aquí indemnes. ¿Lo lograremos?
—Confía en mí. Tengo un plan y mañana nos habremos esfumado. —Le sonrió dejando entrever sus dientecillos diminutos.
Dejaron atrás las chozas y enfilaron la recua hacia el zoco. Diego se sintió de inmediato transportado por el bullicio, por los olores y la exuberancia de mercaderías que trastornaron sus sentidos. Provistos de espantamoscas, balanzas y pesas, los traficantes egipcios, nubios y los shonas negros de las Ciudades del Oro, se daban cita en un monumental recinto circular, alrededor de un miraguano formidable, cuyo fruto florecía en copos semejantes al algodón.
—Por mi salvación que nunca vi ante mí tanta abundancia y rareza de mercaderías. ¡Qué exhuberancia! —se maravilló Diego atónito.
—Ahí tienes el mayor mercado de África —exclamó Blanxart.
En un revoltijo de sacas apiladas, y bajo un mar de guiñaposos pabellones que hacían el papel de toldos, cubriendo el pradal, se exhibía la totalidad de las mercaderías africanas posibles: sorgo, especias, plátanos, ungüentos, perfumes, esclavos, alhajas, hierbas alucinógenas, animales exóticos, sombrillas, esteras de esparto, pieles de leopardo, ámbar gris, cuernos de rinocerontes, azogue, plumas de avestruz, mirra, puntas de lanza, maderas, telas tintadas con índigo, yamen tostado, hojas de pobo, mirra, caballos y dromedarios, raíces de cola, colmillos de elefante y marfiles tallados. La bulla y la efervescencia reinaban en el pintoresco mercado, en un tumulto de voces, gritos, lenguas que no comprendían, risotadas, riñas, cantos e insultos chillones en cien idiomas y dialectos que los hispanos ignoraban.
Los aguadores, con anillos en las orejas y narices, las vendedoras de hawi de cordero, los sacamuelas, los escribanos y los halconeros con las alcándaras de azores, se paseaban por el recinto junto a los fabuladores de cuentos y los encantadores de serpientes, hindúes de rostros quemados y espantosamente tatuados, que usaban monos amaestrados para llamar la atención de sus clientes. En las tabernas, que parecían babeles donde comían y se emborrachaban criaturas de todas las razas, algunos traficantes nabateos se divertían con las truhanas, en medio de una algazara escandalosa e indecente y de un viciado olor a almizcle y a sudor humano.
Blanxart, como parte de la maniobra, rogó a sus hombres que se dejaran ver por los lugares más frecuentados del zoco, se insinuaran en los baratillos y husmearan en los tenderetes, donde por su calidad de extranjeros pronto se harían notar. Inmediatamente pregonó a cornetilla y vocero, que Jacint Blanxart, el catalán o el rumi, como lo conocían en aquellos pagos, buscaba al mercader Ibrahim al-Malik, para proponerle un ventajoso trato. Al cabo, de entre un grupo de carcamales encapuzados, surgió la figura de un personaje estrafalario, un traficante árabe al que una fea cicatriz le cruzaba la cara. Su nariz era achatada y agitaba una fusta y un espantamoscas de pelo de camella. Su semblante inquisitivo y su barba recortada denotaban empero penetración y astucia.
—Que Allah el Misericordioso refresque tus ojos, Cargol —lo recibió exhibiendo unos dientes negruzcos—. ¿Qué desea de este humilde vendedor el rumi que es tenido por sabio entre los exportadores de especias de Alejandría?
Jacint respiró con calma, sonrió ladinamente y haciéndolas sonar, enarboló las dos bolsas de oro de la recompensa, como si del Santísimo Sacramento se tratara, a la vista de los mercaderes y curiosos, que las contemplaban con sorprendido interés y no menos codicia. La treta resultaba única, pues el rescate del que tanto hablaban aquellos días los caravaneros del territorio, se hallaba allí ante sus ojos, presto a cambiar de dueño. Pero ¿cómo osaba esgrimirlo tan temerariamente y con qué propósito? —se preguntaban. Aguardaron impávidos sin perder detalle.
—Salam Aleikum, Ibrahim —dijo Blanxart en un árabe gutural—. Verás, no me hallo a gusto tan lejos de Alejandría con este oro. Los que llevamos en la sangre el rito sagrado del trueque y el mercadeo no ansiamos atesorar oro, sino procurar ganancias, hoy perdiendo y mañana ganando. Créeme, amigo mío, el oro me quema en las manos y vengo a regatear contigo. Posees mercancías que pueden interesarme.
Ibrahim esbozó una risita amistosa, pero inquietante y ladina.
—Conozco esa divina carcoma pues nací con ella —apostilló el árabe—. Y es una sabia medida, pues tan ricos zurrones no son la mejor compañía para un viaje sin sobresaltos y con bandas de bandidos acechándoos. ¿En qué pretendes invertir ese oro, sahif?
Los curiosos se agolparon en derredor de los extranjeros, atisbando por encima del hombro de los de delante. Se alzaron susurros de duda e, impávido, Jacint se expresó:
—En pimienta negra y en momios nubios.
El musulmán, que tosió desconfiadamente, no se sorprendió, pues traficaba con aquellos productos. Blasfemó ininteligiblemente y simulando indiferencia, invitó al forastero a entrar en un maloliente cuchitril que poseía en uno de los rincones del zoco. Los expedicionarios lo siguieron y penetraron tras el Cargol, Felip y Diego.
El resto, incluidos los almogávares, montaron guardia cerca del sórdido tenducho. La fascinación por conocer el universo de las negociaciones picó a Diego, que jamás había asistido a una almoneda de tanta envergadura y que en aquellas latitudes había de concluir antes del mediodía por mor de las altas temperaturas, o postergarse hasta el día siguiente. Conoció los recovecos de un contrato, los ardides con los que se ayudaban los tratantes, las treguas de silencios, las señas veladas, la invitación interesada del anfitrión y los simulados abandonos. El ritual resultaba fascinante.
Supo que los beduinos de Deir el-Medina vivían del repulsivo negocio de la muerte, expoliando las necrópolis del Valle de los Reyes, donde exhumaban las momias de los señores, escribas y faraones egipcios, a quienes tras su muerte los sacerdotes les habían extraído las tripas, los sumergían en salmuera y sosa cáustica, luego los perfumaban con mirra, agáloco y esencias de Arabia y terminaban comprimiéndolos con más de una legua de vendas de lino. Pero lo que ignoraban los embalsamadores es que su sueño eterno sería roto por los ladrones de tumbas, que por unos miserables mitqal, los convertirían en ungüentos, pasados los siglos. Con llana arrogancia el árabe cerró el trato de los momios, y descubrió luego dos lebrillos de arcilla con pimienta, que el mercader llamaba por su nombre genuino, pipalt, cubriéndolas de exagerados elogios:
—Shaif Blanxart, esta pipalt negra procede de Malabar, cosechada en verano junto a las verdes palmeras que les sirven de cobijo. Esta otra, la blanca, proviene de Benín, y ha madurado sin cáscara, causa de su níveo fulgor. Pura delicia, creedme. Haréis el negocio de vuestra vida si os la lleváis.
Jacint la saboreó detenidamente, como si degustara en su paladar las simientes de una fruta sazonada. Al cabo sopesó en sus manos unos y otros granos e inició un tira y afloja con el islamita, mientras ambos degustaban una infusión negruzca y amarga de semillas de yamen que Galaz nunca había visto, y que animaba el espíritu. Después de la hora sexta, cerca del mediodía, concluyeron los inacabables arreglos, que incluían el alquiler de una recua de camellos y la servidumbre de diez cargadores que los acompañarían hasta puerto. Apretaron sus manos, se besaron las mejillas y Jacint dejó en medio de la alfombrilla las dos talegas que contenían el oro del rescate. Astutamente dispersó las monedas ante sus ojos, para que no hubiera duda de que el árabe era el nuevo dueño de la cornucopia de oro de la recompensa.
—La Roda se complace con el pacto, ilustre Ibrahim —concluyó el navarca.
—El Omnisciente ha bendecido el acuerdo, esclarecido sahif Blanxart. Hemos conseguido el maat[9], y ningún hijo nacido de madre podrá romperlo.
—Qué conclusión tan inaudita. El rescate de un príncipe pagado con momios y pimienta. ¿Se podría pensar algo semejante, Felip? —le susurró Diego al cómitre, que sonrió mientras salía tras el naviero.
Al cabo de una hora no había un tratante, acemilero o ramera de Lalibela, que no supiera que los cinco mil mitqales de la gratificación del Nigusa Nagast, tintineaban ahora en la faltriquera de Ibrahim al-Malik, y pronto sería propalado a los cuatro vientos. La añagaza ideada por Diego y llevada a cabo con precisión de cirujano por el honorable Jacint Blanxart, significaba la seguridad para la expedición y un viaje de regreso sin sobresaltos, pues, ¿qué podrían hacer los ladrones con una carga de momias que temían y detestaban, o con unos fardales de pimienta que ni siquiera podrían malvender en el cerrado mercado de Alejandría, coto privado de los europeos, si antes no los colgaban por asaltar una caravana de especias, el crimen más perseguido desde Aksum a Egipto?
En las especias se cimentaba la riqueza del reino, y ni la corona etíope y ni el ambicioso Idenu se atreverían a romper las normas del milenario comercio. Unos restos que aún podían contener los espíritus vengativos de los faraones y unos granos resecos no significaban un señuelo apetecible para los ladrones. No, no se atreverían, y el oro se les había esfumado a los extranjeros.
Al salir del bazar, a Diego le acaeció un contratiempo que nunca olvidaría.
Curioseaba entre los tenderetes donde se vendía cuarzo etíope, cristal de roca del Sinaí, lapislázuli o khesber y joyas de esteatita, cuando reparó en un encantador de serpientes que gritaba y apartaba a la gente que presenciaba sus mañas, pues había perdido el control del peligroso reptil. No podía dominar a una cobra que galleaba con sus temibles alas desplegadas y la lengua bífida babeante. El algebrista, ajeno al peligro, se tropezó de improviso con el escamoso ofidio que parecía magnetizarlo con sus ojos de obsidiana. Aterrado pensó que iba a atacarle, pues se balanceaba mirándolo fijamente, ante el pavor de su dueño que no podía abatirla con el cayado. Se había formado un corro de atemorizados mirones, que no le quitaban ojo al extranjero. Una niña que se hallaba junto a él, le dijo en árabe:
—¡No le quitéis la vista de encima u os atacará Shaif! Saltad hacia atrás con todas vuestras fuerzas. ¡Ahora, saltad!
Diego, hipnotizado por la serpiente, reunió todas sus fuerzas y brincó como un autómata sin dejar de observarla, dominando la parálisis de sus miembros. Panza arriba, mientras era alzado por los asistentes, suspiró profundamente. El algebrista cuando se vio a diez pies de la serpiente, que era reducida por su aterrado encantador, recibió el auxilio de los observadores que le palmearon la espalda. Luego, pálido como la cera, se acercó a la jovencita de ojos sesgados que le sonreía con sus dientes mellados, al tiempo que le ofrecía unas primorosas estatuillas que admiraron al algebrista. No eran más grandes que un palmo, aunque sí de un encanto fascinante. Una representaba a un guerrero egipcio de vivísimos colores con una cabeza de chacal, y la otra una dama de atributos principescos con un loto en la mano y la cabeza de halcón. Se percibían su indudable antigüedad y rareza. Diego se encaprichó de inmediato. Las tomó en sus manos y las contempló maravillado.
—Shaif, por una moneda de plata os podéis quedar con estas dos usebti.
—¿Usebti? ¿Qué es eso? —se interesó seducido.
—Pues criados que velaban en las pirámides el sueño de los faraones. No son ídolos señor y pueden complacer a vuestros hijos —aseguró—. Son auténticas.
Diego pensó que a Isabella le seduciría poseerlas, por lo que las compró decidido, consiguiendo de la mocosuela una sonrisa agradecida. ¿Formaba parte el juego de la cobra del ofrecimiento de la mercancía?, pensó. No debía fiarse.
Felip se le acercó admirando los fetiches y terció entre chanzas:
—Puras paganías, Diego, y bien pudieran estar poseídas por los demonios.
—Dos meros trozos de madera no me van a condenar. ¿Y qué me dices de los momios, micer piloto? Estas imágenes al menos aguardaban fuera de los sarcófagos sus sueños eternos, pero las momias son cadáveres auténticos.
Felip soltó una sonora carcajada y palmeó el hombro de Diego, que rio.
Blanxart tocó el cuerno que llevaba colgado del cinto y reunió la caravana en un rincón del zoco. Diego decidió silenciar el episodio de la cobra y escuchó atentamente al armador, quien avisó de los próximos pasos:
—No retemos al destino y guardemos el secreto de nuestro itinerario. Hemos de mostrarnos precavidos. El Idenu y el patriarca copto, confabulados o no, no tardarán en descubrir el ardid y pueden entorpecer nuestro retorno por despecho. Ibrahim tendrá dispuesta la caravana esta misma noche. Partiremos antes de alborear. Nos ha costado un buen puñado de monedas sobornar a algunos para que pregonen el uso que dimos a la recompensa y nuestro embarque en el norte, en Masana. Pero no lo haremos así: nos trasladaremos hacia levante hasta la costa del mar Rojo. Luego, en un navío de peregrinos musulmanes, nos dirigiremos hasta el delta del Nilo. Que Dios y san Jorge nos protejan, pues el demonio es sagaz y anda tras nuestra pelleja.
El sol provocaba espejismos cuando la caravana de Blanxart partió de Lalibela por el sendero que conducía a Masana. Pero no era sino otra de las tretas preparadas por Cargol. Al anochecer acamparon en las cercanías de un villorrio de no más de diez casuchas techadas con hojas de palmera, cerca de un brocal. Cuando la noche cayó a plomo con su vasta negrura, la expedición aragonesa y los guías de al-Malik, levantaron el campo sin apenas un crujido que los delatara y variaron el rumbo. Amparados en las sombras, se escabulleron por los intrincados caminos del sureste en dirección al fondeadero de peregrinos de Arafeli, a varias jornadas de marcha. Cuando advirtieran su desaparición, estarían a muchas leguas de allí.
Cruzaron cenagales, torrenteras y míseros lugares, donde sus afables pobladores, la mayoría perfumistas y aguadores les ofrecían agua, pájaros y los frutos de los mangos y plataneros. Al segundo día, Diego, Felip y los almogávares desfallecían en la asfixiante atmósfera de los caminos, incapaces de habituarse a las temperaturas de aquellos parajes, parecidas a tizones del averno resbalando sobre su piel requemada. El desierto parecía haberse puesto de pie. Cabalgaban fatigosamente, se tropezaban con manadas de okapis, gacelas y antílopes que desaparecían huidizos ante la fantasmal hilera de recuas. Acosados por las moscas, cargados de morriones de cuero con la pimienta de Malabar y los momios sobre las jorobas de los camellos, sufrían infames desazones y escoceduras. Para calmar la sed, Blanxart les ordenó que se metieran en la boca un trozo de cuero, pues mientras lo rumiaban, mitigaban la sequedad.
Uno de los almogávares, de nombre Uzendo, con el ropón andrajoso pegado a su cuerpo nervudo, y al que Jacint había encomendado los mulos de las provisiones, enfermó repentinamente. La fiebre lo consumía y pareció perder el seso. Su agresiva rudeza se había resquebrajado. Se tambaleaba en el arzón y hubieron de desmontarlo y darle unas hierbas con agua que olía a boñiga, pues veía visiones; hasta tuvieron que maniatarlo, pues en sus delirios creía distinguir ejércitos de infieles y cruzados combatiendo por la fe, y tomaba la espada para ir a auxiliarlos. Perdida la mollera, imaginaba aguas inexistentes, preocupando al armador, que temía por su vida.
—¡Ven contra mí, Saladino maldito, que te sacaré las tripas. Soy el cruzado de Dios —gritaba al solitario viento, mientras encogía el corazón de sus camaradas—. Acabaré con todas las huestes infieles del reino del Diablo!
Los escasos árboles habían sido arrasados por la langosta. Ni una nube quebraba la armonía del calcinado firmamento, cuando avistaron al fin las márgenes del mar Rojo, frente a las islas Dahlak, donde una gabarra nabatea los aguardaba para transportarlos al otro lado del País de los Aromas. Solitarios en la desértica inmensidad de los pedregales abrasadores del reino de Aksum, no encontraban un oasis donde refrescarse, encender un fuego o guarecerse de las tempestades de arena y de los violentos aguaceros. Marcharon ininterrumpidamente, hora tras hora, siguiendo los milenarios surcos de la ruta de las especias, observando con desconfianza sus espaldas, con el rostro blanqueado por el polvo y las gargantas resecas, por si surgía alguna banda de forajidos. Amedrentados por los aterradores rugidos de los leones extraviados y de los chacales hambrientos, temían por sus vidas.
¿Cómo conservarían la fe y el brío en aquel demoníaco recorrido? ¿No podría decirse que la Providencia u otra forma divina estaba deseosa de que perecieran en aquellos desiertos? Diego se compadecía de su propia suerte y deploraba padecer tantos disgustos tal vez para nada. Sin duda el Redentor del Mundo quería castigar su osadía y determinación. Pero de nada servía capitular ante el abatimiento y se sobrepuso a las penalidades de la marcha. Mordisqueó una horma de queso, bebió unos sorbos de agua que sabía a tufo de camello, mientras el sol le resecaba los labios y la piel de los pómulos, hasta despellejárselos.
Los almogávares maldecían el día en el que salieron de Atenas, pero ni la sed, ni el peligro a los asaltos, ni las privaciones los detenían. Hasta Uzendo, que sufría el extravío de imaginario guerrero de Dios, cantaba extravagantes canciones para animarlos en la marcha, alentándolos a proseguir, pues en el horizonte, decía, los esperaba el caballero Galván con el santo Grial y san Jorge con su grímpola de la cruz, animándolo a combatir contra los sarracenos de Nur el-Din, el sultán de Damasco. Comían el sustento miserable con avidez y algunas mulas y asnillos, sin fuerzas, murieron bajo el peso de los fardos.
A Galaz le punzaba la vieja herida del hombro y se rascaba hasta que le salió una costra purulenta que le ocasionó una febrícula que lo abatió, abrasado por una sed espantosa. Parecían la Santa Compaña y no podían vencer los temores de sus alucinaciones, la soledad y el terror a morir a cientos de leguas de su patria con los ojos extraviados; la huida les resultaba odiosa, eterna e inalcanzable su fin.
—Jacint, si muero en estos desiertos, prométeme que enterrarás mis restos en el cementerio de Santa María del Mar, a cuya vera nací, y que me dirán las treinta y tres misas de rigor por mi alma. ¡Júralo! —mascullaba Vadell aterrado.
—Lo confirmo Joan, pero queda tranquilo. Mañana al anochecer alcanzaremos la costa —replicó el Cargol con el rostro lívido por el cansancio.
Diego había desafiado a su suerte embarcándose en aquella aventura, un juego peligroso para su supervivencia, pero las mudas palabras de su corazón le aseguraban que no había errado y que su estrella no desfallecería hasta dar con Zakay ben Elasar.
¿Alcanzarían la segura Alejandría cuando tenían que cruzar sin aliados el peligroso mar Rojo infestado de piratas, salteadores sin alma y espías al servicio de ese adorador del Diablo que era el Idenu? Blanxart y los suyos, aunque lo pensaban, habían adquirido tal caparazón de insensibilidad, que no temían más que a perder su alma.
Todos aceptaron los designios del destino con frialdad.