Envuelta en un halo de dignidad herida, Isabella perseveraba.
El rudo castigo del clérigo y su barragana la habían hundido en la desesperanza.
«Un hombre incapaz de ser compasivo no es un hombre, es una alimaña».
En los primeros días había intentado pasar inadvertida tras la hilera de monjas, pero el hombretón que la incomodó la vigilia del tormento, volvió a fijar sus ojos en aquella joven extremadamente delicada, de trenzas rubias y rostro luminoso. Su tez cautivaba a quienes la miraban, ya que por su exquisitez compendiaba la seducción femenina. Ella convertía su faz rosada en una amapola y se ruborizaba cuando la observaban. Furiosa pero recatada, apartaba la vista cuando el lascivo peregrino la miraba con no muy buenas intenciones. Sin embargo no dejó de notar las insistentes ojeadas obscenas del desconocido, un hombre de barbas hirsutas y cuello de toro, que le sostenía la mirada y le mostraba la lengua.
Uno de los atardeceres, la comitiva se tropezó con un grupo de juglares galaicos, unos cómicos de legua y camino que venían de Compostela que pidieron la merced de rezar con ellos y compartir su condumio. Al verlos el colérico Profeta, se indignó con su presencia y los echó con cajas destempladas, pues decía que los trovadores y los titiriteros no tenían alma y que debían ser considerados como excrementos. Isabella pensó aterrada que seguirían la misma suerte que el sacerdote y su coima.
—¡Sois simiente de Satanás y Dios os rechazará el día del Juicio! ¡Fuera!
Melisenda e Isabella sintieron una gran compasión, pues fueron apedreados y obligados a coger otro camino entre improperios. Al pasar junto a ellos Isabella sacó de su zurrón una hogaza de pan y un arenque, y sin que nadie la viera extrajo una moneda escondida en su refajo y se la entregó a una chiquilla de ojos inmensos e inocentes, que gimoteaba inconsolable.
En la raya del alba, después del rezo de Laudes, frente a la Cruz de la Salvación y el santo Inocente, Isabella solía compartir un trozo de zanahoria y cebolla con Melisenda, para emprender el camino con las fuerzas necesarias. Otros se alimentaban de raíces, ajos y panes de cenceño horneados en tejas de arcilla. Al décimo día de marcha, la santa procesión franqueó un cruce de caminos, donde colgaban los cuerpos de tres bandoleros ajusticiados por oficiales del rey con los cuerpos pavorosamente lacerados. Los buitres de las cárcavas sobrevolaban en círculo, prestos a mondar los cadáveres. Gentes desesperadas de las aldeas devastadas por la peste, se unieron a la comitiva de flagelantes y se arrodillaron ante la ensangrentada cruz, rogando piedad al Altísimo, mientras la besaban con unción.
—¡Cristo Crucifixo, aparta este azote de nosotros, por caridad! —le pedían.
«No saben a qué caterva de maleantes y facinerosos se unen», masculló Isabella.
Aldeanos de Caspe y Mequinenza y prófugos de la pandemia, con los fardos en las espaldas y camino de la montaña, rogaban la bendición del ermitaño, que los acogía como el padre bíblico al hijo pródigo. Y con su mirada hipnótica conseguía que le dejaran a sus pies vituallas y buenas limosnas. A lo lejos se veían los fuegos y humos purificadores de la peste y a Isabella se le helaba la sangre. ¿Y si Diego ha sido víctima de la plaga? El hombre grueso y velloso que simulaba rezar constantemente, seguía persiguiendo a Isabella con la mirada rijosa.
Por las noches, cuando se apartaba tras un zarzal para descansar, se le insinuaba lascivamente y se palpaba ante sus ojos el miembro viril, aunque el látigo castigaba el adulterio y la fornicación entre los peregrinos. El Profeta había impuesto a las mujeres el velo y a no dirigir la palabra a los varones, pero todo era falsedad, pues aquellos indeseables campaban por sus respetos, como si el santón fuera su cómplice. En las sombras de la noche imperaba la ley del más fuerte y el reinado de Satanás, e Isabella temblaba de pavor. Mientras fra Guifré y sus seguidores más cercanos vivían en su pabellón la fiebre de Dios y se atiborraban de capones, pan y vino, Isabella maldecía al visionario que la había arrastrado a aquella empresa de dudosa redención.
A los pocos días invadieron como la langosta el pródigo valle donde se asienta la ciudad de Lérida.
El resonar de las campanas de la capital del condado, los lastimeros salmos gregorianos, los vapores de los incensarios, los latigazos y los cantos a la Cruz, convertían el momento de la entrada en una escenificación estremecedora de exaltación religiosa de la grey de Dios, que alzaba las manos al cielo apelando a su misericordia. Los flagelantes cantaban las estrofas de los Siete Dolores de Santa María, y lloraban por sus culpas.
—Stabat Mater dolorosa, juxta crucen lacrimosa, dum pendebat Filius.
—¡Ora pro nobis Sancta Virgine Maria! —replicaban los penitentes.
Al caer la noche el Concejo permitió a los peregrinos a pernoctar en los graneros y montoneras de extramuros. Se escuchaba el croar de las ranas y el chirrido de los grillos y la impaciencia se había adueñado del corazón de Isabella. Anhelaba llegar a su destino y recelaba de las intenciones de fra Guifré y de su acosador, un hombre de rostro cubierto por horribles cicatrices y risa estridente, que según los caminantes había pertenecido a una banda perseguida de pastorells. Se cubría con una pelliza de piel de oveja, lobo y conejo, era irascible y se mostraba desdeñoso con sus acólitos. Hacía comentarios obscenos del Profeta y era conocido en la comitiva como Pilós, el Velloso, pues su torso, barba y brazos, se asemejaban por su abundante vellosidad a los de un simio. Las luces de las aldeas tintineaban como luciérnagas en la lejanía, y los errabundos penitentes se echaron sobre el calor de las pajas.
«Ha ido a fijarse en mí el discípulo más aventajado del Profeta», pensó.
Tras el rezo de Completas se apagaron las candelas del disperso campamento e Isabella se ovilló en el rincón del establo y cerró los ojos pensando en Diego. De repente escuchó el bisbiseo de rumores y voces bajas a su alrededor. Sombras imprecisas se incorporaron de los lechos, se ocultaron en las tocas y salieron del pajar sigilosamente para no llamar la atención. Pasó el tiempo y no volvían, por lo que Isabella, llevada por la curiosidad, se envolvió en su capa y salió sin hacer ruido, pues andaba al acecho y esperaba cualquier maldad de aquellos falsos hijos de Dios. Aspiró el frescor de la noche, y a la luz de una luna creciente, advirtió que en un silo cercano parpadeaba un candil y se oían murmullos apocados.
Al parecer nadie estaba despierto y sólo los fuegos que rodeaban la tienda del Profeta permanecían llameantes. Se acercó discretamente al sotechado, con cuidado de no pisar ninguna rama, pues ignoraba con qué podía encontrarse. El portón de pino estaba cerrado, pero se oían cuchicheos y risas dentro. ¿Rezaban? ¿Tramaban algo? ¿Holgaban? Rodeó el granero y en una esquina advirtió una madera perforada que dejaba escapar un tenue destello de luz. Se cercioró de que nadie había reparado en ella y aproximó sus pupilas intrigadas. Y lo que contempló dentro le hizo amortiguar un chillido de incredulidad.
En el angosto orificio de su perspectiva se vislumbraba una amalgama de cuerpos desnudos entrelazados entre sí, sudorosos y ávidos, que en una orgía de lubricidad, copulaban entre sí frenéticamente. La rojiza luz confería a la bacanal un color anaranjado que estremecía por su concupiscencia. Ocho o nueve mujeres, con las melenas sueltas, se entregaban a otros tantos hombres, entre ellos su despreciable perseguidor Pilós, en posturas tan voluptuosas, que a Isabella la estremeció, pues no tenía noticia que existieran tales conductas en el ejercicio del amor.
Entre jadeos, risas, alucinaciones y gemidos, unas eran penetradas por detrás, como las bestias, otras succionaban las turgencias de sus amantes y los hombres acariciaban con apasionamiento los senos de las mujeres, sus rotundas caderas y sus sexos, en una vorágine de lascivia, que paralizó sus pulsos. Chillaban de forma extraña, inmersos en un estremecedor deleite de los sentidos y parecían trasladados al mundo del embeleso carnal, con los ojos en blanco y sus miembros poseídos por un delirante frenesí. No le cabía duda de que se hallaban bajo los efectos de alguna droga. Se frotó los ojos, creyendo que soñaba, mientras se recuperaba de la impresión.
Antes de salir huyendo volvió a fijar su mirada en el apasionado grupo, que magnetizaba por su sensualidad. Súbitamente apercibió que el hombretón de grueso cuello, el Pilós, no se hallaba ya entre el grupo. Se alertó y sus piernas se le paralizaron. Tenía que escapar de allí. Algo iba mal. Pero entonces se vio atrapada por una garra descomunal. Su hercúleo galanteador, cubiertos los hombros con una capa, pero con su verga enhiesta y agresiva entre las piernas, la asió por el hombro esgrimiendo su risa repulsiva. Parecía borracho o drogado y se tambaleaba amenazador con su cuerpo animalesco y repugnante.
—Sabía que vendrías gacelilla. Vamos, acompáñame y conocerás placeres de los que nunca has oído ni hablar y probarás el hechizo de Venus la pagana —balbució con voz melosa—. Toma, prueba de esto y te verás transportada al paraíso. Vamos a morir de la peste negra, ¡qué más da! Disfrutemos de la vida y de sus goces ahora que podemos.
Isabella, desorientada, escudriñó con angustia su catadura brutal llena de costurones y temió que la violentara allí mismo, pues se asía el miembro viril acercándose a su vientre. El velloso hombretón hurgó en el capote y le puso ante sus ojos una seta mordisqueada, que a Isabella, con la escasa luz le pareció un bolet o seta del Pirineo, exactamente una belladona, pues el fanfarrón tenía las pupilas dilatadas y el rostro abotargado. Ella conocía por su tío Mauricio que era un potente alucinógeno y un eficaz afrodisíaco que se usaba para obnubilar al paciente en las trepanaciones de cráneo.
—¡Vicioso bellaco! —gritó airada, y estrelló el níscalo en su cara, mientras se deshacía de su manaza y echaba a correr en dirección a los fuegos que ardían ante el tabernáculo de fra Guifré.
«Huyo de un demonio lascivo para buscar protección en un cruel vengador», se dijo.
Mientras corría aterrada, con el corazón galopando bajo su pecho y clavándose las espinas del suelo, lloraba lágrimas amargas, pues no pensaba entregar su cuerpo de modo tan soez e indeseado. Escuchó a sus espaldas una carcajada aterradora que le hizo perder el pie y caer al suelo. Sintió un dolor intenso. Se palpó la cara; un líquido caliente le corría por el pómulo magullado.
—¡Ya no podrás librarte de mí palomita! ¡Volverás a mí, volverás! —aulló Pilós tambaleante, como sumido en una borrachera de los sentidos.
—Dios santo, rescátame de esta pesadilla —rogó, mientras se levantaba herida.
Conmocionada por lo que había presenciado y el recuerdo del demoníaco Pilós, rezó al cielo. No conocía a nadie de confianza en la hermandad en quien refugiarse, salvo los padres de Melisenda. Pero no estaba allí para censurar a nadie y señalarse, sino para servirse de la cofradía y llegar sana y salva a su destino. Se hizo un ovillo y se recostó con los ojos abiertos cerca de la acogedora lumbre de la tienda del Profeta, donde podría gritar si la importunaba de nuevo.
Alzó sus ojos velados por el llanto hacia el firmamento, donde las estrellas titilaban en la negrura. El cuarto de luna se le asemejaba un amenazante alfanje turco. Las tinieblas la intimidaban, envolviéndola en un sudario empapado de escarcha.
«¡He de ser fuerte, fuerte!», se repitió una y otra vez.
El sol calentó los huesos de los flagelantes, tendiendo su fulgor hasta las montañas de la sierra de La Llana, impregnadas de colores añiles. Los rayos enmarcaban las agujas de la catedral de Lérida, de la Zuda árabe y de los campaniles de San Lorenzo, que galleaban bajo una bóveda dorada. Nubes arreboladas cubrían el firmamento, confiriendo a los torreones un delicado color granate. Su imposta, dominadora de las aguas del Segre, recibió con honores a la procesión de los penitentes del santo de Aínsa. Los bronces de las iglesias y conventos tocaban a arrebato con la llegada de la sangrante comitiva, a la que saludaba una hilera de leprosos haciendo sonar sus carracas, pero sin acercarse al iluminado. La puerta de la ciudad se abrió y fue cruzada por las filas de peregrinos, que parecían haber alcanzado al fin la Jerusalén Celeste.
—¡Yo soy la ira de Dios! ¡Temblad ante mi presencia! —gritaba el Profeta.
Isabella se quedó paralizada. La invocación volvió a dejarla muda. ¿No era aquella frase la que repetían una y otra vez los incendiarios de su judería de Carcasona, que se le había quedado esculpida a sangre y fuego en la memoria? Los rostros de los hombres palidecían ante la santidad de fra Guifré, arrogante ante la turba. Las llagas de los flagelantes los conmovían, pero no a Isabella que traía a su mente imágenes de horror y muerte, y a su padre y a su hermano, degollados a sus pies. El Profeta pregonaba sobre su montura las bondades del Altísimo con la cadencia irrefutable del que frecuenta a Dios.
Las gentes, fuera de sí, besaban la cruz, se acercaban a tocar la mula, las sandalias del santón y la urna del Inocente. Se restregaban los rostros con la sangre de los disciplinantes y se sumaban a los cantos de los peregrinos, en un aquelarre de fervor apocalíptico, temerosos de la pestilencia y del hambre. Ante portas de la catedral, que se hallaba en lo más alto de la ciudad, fra Guifré, entre nimbos de incienso y decenas de cruces, exhortó con su voz seductora sobre el fin de la humanidad, de la molicie de los clérigos de Roma y de la necesaria penitencia. Unos dos millares de creyentes gemían de arrebato, arrodillados en la atestada plaza, intentando tocar con sus manos la Cruz de la Salvación.
—¡Lo profetizado por san Juan se está cumpliendo! —predicaba—. El agua se convierte en sangre, las aldeas son devastadas y el Anticristo, la Bestia cornuda, resopla por la cristiandad. Pero tened cuidado. Os seducirá con su plática meliflua y con sus supremas mentiras para conduciros a los Infiernos. El Cordero aparecerá en los cielos, triunfante sobre una cruz de oro, y encenderá con su fulgor la tierra, salvando a los que le fueron fieles. ¡Rezad pecadores! ¡Penitencia, penitencia!
Mientras tanto, Isabella comenzó a ver al guía como a una bestia surgida de su memoria y repetía sus letanías como una autómata. Temerosa, se ocultaba tras el grupo de beguinas con Melisenda, y recelaba de cruzarse con su obsesivo perseguidor, que la acosaba sin tregua, acariciándole los bucles que escapaban de su cofia y expresándole desbarros impúdicos. Polvorienta y extenuada, con el rostro fatigado, se hallaba sumergida en la melancolía y el horror. Tenía miedo y se le notaba en su mirada atormentada. «No temo lo que yo misma pueda imaginar de esa bestia lasciva del Pilós, sino lo que no puedo imaginar de lo que es capaz», cavilaba.
—Señor Dios dame fuerzas para llegar salva a mi destino —suplicaba sin parar.
Por las calles de Lérida y la plaza de Sant Joan erraban los vagabundos y lisiados y los perros famélicos, arrebatándose las presas y basuras en luchas furiosas. Los ciegos, cojos, leprosos e impedidos anhelaban ser tocados por la mano milagrosa del Profeta, que en aquella triunfal jornada colmó de limosnas sus alforjas y de monedas un viejo arcón sobre el que dormía.
Por la noche, la duda no dejaba dormir a Isabella y llevaba a su imaginación las escenas de su infancia y de la aljama incendiada. Un ánimo imprevisto la contagió de arrojo. Dudaba que los padres de Melisenda hablaran del inaccesible Profeta, pero el calor de la hoguera, el vino aguado que habían bebido y los cuidados que dispensaba a su hija, que cada día estaba más débil y pálida, la animó a preguntarles sobre el oscuro pasado del guía espiritual.
—¿No os parece que nuestro santo maestro se deja llevar a veces por un excesivo celo vengador? A los ojos de Dios las muertes de sus criaturas son reprobables.
La madre, una mujer obsesionada con la purificación del espíritu, la observó escandalizada. Pero enseguida recompuso una expresión de desagravio.
—¿No ves que es el instrumento de Dios? —la reprendió—. El Cielo exige hogueras de pecadores para que el reino de la Bestia no se instaure en la tierra. Es el precio que hay que pagar para que la humanidad se salve. Ya hace años tuvo que recluirse en una cueva perdida de la montaña para huir de los clérigos y obispos barrigones. Lo acusaban de ser un arrebatado discípulo del Maligno. ¡Qué error!
Había abierto una brecha en su esquiva confianza y decidió cebarse en ella. ¿Cómo había tenido el suficiente valor de desenterrar lo más doloroso de su pasado?
—¿Entonces no sirve a Dios desde el inicio de esta peregrinación? Creía que…
La mujer bajo la voz, se acercó a su oído y misteriosa descorrió el velo.
—¿No lo sabes, Isabella? —porfió con desgana—. Procura no divulgarlo, no le gusta al maestro. En los años que estuvo fuera del mundo ayunando y orando en su santa cueva, recibió la vista de un ángel del Señor que lo animó a seguir con su tarea salvadora. Cambió su nombre y se echó a los caminos como el Bautista para pregonar la llegada redentora de Nuestro Señor. El Creador habla por su boca bienaventurada.
Isabella accionó el resorte oculto que más perdía a aquella mujer, el alcahueteo.
—¿Y cómo se llamaba antes? Parece un designio de Dios —mintió.
Su incombustible fe en el Profeta paralizó su lengua. Se resistía a seguir.
—Debería callar. Pero si me prometes no divulgarlo a nadie, te lo revelaré.
La conversa, simulando que había sido herida en lo más hondo, alegó:
—¡Me duelen tus escrúpulos! Sabes que soy de vuestra total confianza. Sólo mi veneración hacia ese hombre al que reverencio me anima a saber de su pasado. Dejé el mundo y sus pompas por él y su causa. Juro por lo más sagrado que seré una tumba.
—Mujer, es una muchacha que ama a Melisenda como a una hija —dijo el padre.
La madre asintió convencida. El muro de desconfianza parecía haberse desmoronado. Se rodeó de un halo ostentoso y balbució:
—Antes, el nombre de religión de nuestro guía era el de mosén Antón.
Isabella estuvo a punto de perder su imperturbabilidad.
—¿El que llamaban sus adeptos el Azote de Dios? —simuló extrañarse, mientras dominaba un sentimiento de repulsión y de ira—. Un hombre justo y terrible en verdad.
—El mismo —corroboró—. Su labor purificadora no fue comprendida por los altos prebostes de la Iglesia y fue perseguido injustamente, acusado de turlupin y condenado, como nuestro Señor. La Esposa de Cristo precisa una renovación y él lo conseguirá.
Encajó la confesión con aparente indiferencia. Capeó el temporal de su corazón con agilidad, y aunque le pedía venganza, asumió la triste evidencia.
—Pero gracias al Cielo ha vuelto para convertirse en martillo de pecadores —lo defendió Isabella de manera fingidora.
—El guía santo nos llevará a postrarnos ante el Santo Sepulcro. No lo dudes.
Isabella había corroborado con espanto lo que ya barruntaba. Sus gestos de ira estuvieron a punto de delatarla, pero intentó dominar su desbocado deseo de asaltar la tienda del Profeta y hundirle un cuchillo en el corazón. Como quien descifra un misterio insoluble, la vida le había tendido otra emboscada. Al fin podía identificar el rostro del hombre que más había odiado desde sus más tiernos años. Aturdida por la revelación, un sudor frío salpicó sus sienes. Todo su pasado se le apareció de una forma vívida. Apretó los puños y se retiró a llorar en silencio.
La sedante inercia de la peregrinación había concluido.
Sólo deseaba escapar de allí.
Era mediodía y el cielo se tachonaba de un azul lustroso.
Los techos de las casas relucían con el sol primaveral, cuando Melisenda se acercó a Isabella con un hilito de sangre en la barbilla. La terrible consunción de sus pulmones la estaba matando. Parecía cansada y el semblante le temblaba, devorado por una fiebre que no le remitía. Le atormentaban sus menudos pies deshechos y traspasados de espinas y la fatiga la estaba dejando en los huesos.
Para hacerle olvidar su mal estado, Isabella jugó con ella en las escalinatas y le narró fabulosas historias de caballeros andantes y princesas enamoradas de Granada, Camelot, Provenza y de la corte de Toledo. Comieron los restos de unos pichones guisados que una matrona compasiva les dio por caridad, y que sus tripas pegadas agradecieron. ¡Era tan doloroso soportar el hambre! Para Isabella significaba una experiencia desconocida que le causaba espanto.
A media tarde, cuando ambas dormitaban pegadas al muro bajo la tibieza de la solana, la niña entró en un estado de convulsiones y vómitos que alertó a la muchacha. Hinchaba su pecho raquítico por la inflamación malsana, intentando respirar, pues se ahogaba. Antes de que sus padres acudieran, sonrió a aquel benévolo ser humano que la había cuidado con un gesto angelical y cerró sus párpados. Melisenda exhaló su último suspiro con su cabecita en los brazos de Isabella, mientras esta le cantaba una canción provenzal. Lo más puro de aquella enloquecida comitiva había pasado a mejor vida. Su muerte la dejó anonadada y el pesar más profundo cayó sobre su alma.
—¡Dios mío, esta criatura ha expirado! —prorrumpió aterrada.
Acudieron sus padres y algunos peregrinos, y una algarabía de llantos despertó a la aletargada comitiva del Azote de Dios, que en todo veía la mano de la intervención divina. Los lamentos crecían y una procesión de plañideras se hizo cargo del cuerpo inerme de la criatura, tan liviano y pacífico como el atardecer. Isabella, arrebujada en la capa, secó sus lágrimas y maldijo al Profeta y a la enloquecedora experiencia que le había tocado vivir. Inmediatamente, fra Guifré sacó partido de tan penosa desgracia e hizo correr la voz por las calles de que el Maligno, envidioso por la santidad de sus flagelantes, se había cobrado la primera víctima.
—¡Una mártir pura que ha caído fulminada por las garras de la Bestia! La flor más casta de la cofradía. Este es el signo de Dios que esperábamos —proclamó exaltado—. ¡Estamos limpios de pecado y ya podemos alcanzar la Jerusalén Celeste!
A pesar de las reticencias del obispo y del senescal de la ciudad, colocaron un catafalco bajo el atrio de la catedral, rodeado de antorchas y cirios morados de Cuaresma. El cenáculo de disciplinantes, al que pertenecían sus inconsolables padres y el Profeta, orante, boca abajo y con sus brazos en cruz, velaron su cadáver. Melisenda, con su cuerpecito cubierto con una túnica inmaculada, las manos juntas sobre el pecho, los cabellos peinados y cubiertos con una corona de florecillas blancas, se asemejaba a un querubín descendido del Edén.
—Domine, non secundum peccata nostra quae fecimus nos —rezaba una y otra vez el Profeta, mirando a la niña.
—¡Ego sum qui peccavi! —contestaban los flagelantes.
Durante toda la noche, los cofrades de los Últimos Días rezaron ante el túmulo, incapaces de contener al gentío que anhelaba ver a la santa mártir, demandar una reliquia o tocarla como seguro de vida contra el contagio. La capilla ardiente se atestó de flores, de viandas para los romeros y de presentes y dineros para el viático de los disciplinantes. El negocio para la Hermandad no podía haber sido más oportuno y abundante, y ni la urna del Santito de Belén ni la Cruz de la Salvación habían conseguido jamas tal cúmulo de limosnas.
Las teas humeantes, las luciérnagas sobrevolando el féretro y la caja acristalada, los cirios con sus volutas azuladas, las estatuas de los santos lamidas por la luna y la ola de rezos, parecían el presagio de que allí iba a acontecer algo sobrenatural en cualquier instante. La gente, muda, aguardaba la aparición de algún santo del Cielo.
En la raya del alba, un prebendario de la catedral celebró el oficio de difuntos ante la ciudad entera, presidido por el Profeta, que se vistió para la solemne ocasión con una aparatosa capa pluvial roja y un bonete del mismo color. «Es el mismo indumento rojo con el que se ataviaba quien ordenó la quema de judíos en Carcasona. Lo recuerdo con claridad subido a una mula como el Ángel de la Muerte. ¡Es él! ¡Más viejo y encorvado, pero es él!», dijo para sí alucinada Isabella, a la que ya no le cabía duda que aquel era el arrebatado santón causante de su orfandad.
Las cabezas juntas, como el ganado ante el trueno, llenaban la plaza. Las mujeres, a punto de asfixiarse, pretendían vencer la cadena humana que la protegía, intentando alcanzar el cuerpo exánime de Melisenda y tocarlo.
—¡Dios desciende a la tierra a través de las reliquias de sus santos! Miserere mei Deus secundum magnam misericordiam Tuam —retumbaban los muros con las invocaciones.
Nadie se atrevía a hablar y un llanto contenido helaba las bocas en una mueca de fervor y de fe. Los leridanos habían colgado tapices para el entierro y la comitiva, precedida por el desapacible sonido de los cuernos, los salterios de los flagelantes y los lamentos de las plañideras, abandonó lentamente la plazoleta. El gentío que desembocaba en las callejas, acompañaba el ataúd de pino cubierto con un paño negro. Le lanzaban azucenas y violetas y un bosque de manos alzadas lo tocaba enfebrecido, mientras entonaba un luctuoso Libera me, domine.
—¡No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores! —proclamaba el Profeta sobre su cabalgadura tras el féretro—. Mártir de la Santa Cruz, ruega por nosotros. ¡Para los duros de corazón, esta es la señal de que Dios nos acepta y nos ama!
Así salieron de la ciudad; con los ánimos enfebrecidos y los talegos llenos.
A dos leguas de las murallas, en un torrente seco, fue enterrada la desdichada Melisenda, el único lazo de afecto que unía a Isabella con aquella fraternidad de flagelantes, en la que no le faltaban malhechores y cristianos con malos instintos fiel espejo de su guía y maestro. Cortó unas adelfas blancas del camino y sembró unos tallos sobre el túmulo: «No te olvidaré nunca Melisenda. Ahora gozas de la paz eterna, blanca con estas flores en un paraíso limpio de miserias», murmuró con lágrimas en sus ojos, mientras rogaba al cielo por su alma pura, expiada por el sufrimiento.
—No gozaste de los placeres de la vida, pero te llenarás de los celestiales —concluyó su plegaria.
La vagante marea de fra Guifré crecía día a día, arrastrando penitentes deseosos de ponerse en paz con Dios, pero también de truhanes sin escrúpulos. A Isabella se le complicaron las cosas. Sus paisanas, con las que apenas si había intimado por su condición de conversa, aprovechando el paso de una columna de cortesanos y soldados del rey, regresaron a Zaragoza como habían prometido, quedándose en la más absoluta de las orfandades. ¿A quién acudiría si era atacada por el Pilós?
El insolente acosador prosiguió con sus amenazas, cada día más virulentas. Se había encaprichado de la jovencita de hoyuelos fascinantes, cabellos de oro y párpados anacarados.
Sin embargo la joven se iba endureciendo. Isabella, cuando se aseaba, siempre se encontraba con su mirada lasciva tras de sí y con su mano velluda hurgándose las partes pudendas. La perseguía cuando se reunían sobre algún collado, cuando comían o rezaban, y sus retorcidas groserías la sonrojaban. De nada servía denunciarlo a fra Guifré, a quien aborrecía y odiaba más que a él, o a su cohorte de flagelantes y beguinas, pues ellos vivían en otro mundo y podía costarle una severa penitencia por fijarse en un hombre.
El bravucón, incitado por su ardorosa adolescencia, exhibía su lengua, que Isabella parecía sentir pegajosa en todo su cuerpo. Ella, una fuente sellada por el amor, se evadía pensando en Diego y en Melisenda, mientras escupía al suelo para mostrarle su rechazo y rezaba al Cielo, rogando que un rayo lo partiera en dos, o un mal viento lo apartara de su lado.
A un tiro de arco de Anglesola, mientras Isabella escalaba una pendiente para buscar moras y saciar su hambre, apareció tras unos matorrales su impúdico galanteador y, cogiéndola por el brazo, la amenazó sin miramientos.
—He apostado con mis amigos que en el monestir de Poblet, donde se celebrarán los festejos de la Cruz Santa, te haré mía —la amenazó babeante—. Y juro por mi fe, que así será. Por las buenas o por las malas, palomita. Ve haciéndote a la idea, y si abandonas la peregrinación te perseguiré hasta dar contigo. Muy pronto lameré tus pechos.
Isabella no pudo reprimir un gesto de repulsión. Jadeó, pues no le llegaba el aire a la boca, y le escupió a la cara. Presa de la desesperación, de sus labios temblorosos escapó una sarta de maldiciones que duraron hasta que perdió de vista al miserable, que volvía la vista atrás con ademán provocador, para intimidarla, mientras se palpaba la entrepierna con lujuria.
¿Qué perversiones estaba decidido a exigirle? ¿A qué pozo de indignidad pensaba arrastrarla aquel rufián corrompido? Para Isabella, desde aquel momento las horas adquirieron la frenética cualidad del miedo y de la prisa por desaparecer. Pero ella, desde que mataron a sus padres en Gerona, había decidido controlar su vida y nadie la doblegaría. Sin embargo, la amenaza había penetrado en las fibras más íntimas de su corazón y una sensación de ahogo se aferró a su garganta.
—Necesito librarme de esta putrefacta peregrinación —protestó para sí decepcionada—. Fra Guifré es un asesino, un visionario, un servidor del Mal. ¿Por qué los ministros de la Iglesia están tan lejos del Evangelio?
Desde allí hasta Barcelona aún le quedaban muchas leguas, aunque en medio del recorrido poseía la seguridad de los monjes cistercienses de Poblet y de Santes Creus, que podían socorrerla si lo necesitaba. Pero ¿creerían a una mujer? ¿Tenía posibilidades de sobrevivir si viajaba sola expuesta a los riesgos del camino y de aquel miserable acosador? El juramento del fanfarrón de Pilós no la dejaba reflexionar. ¿Acaso no había asegurado que la poseería? Se secó las perlas de sudor que la rabia provocaban en su frente, en un supremo esfuerzo por mantener la calma. Atormentada, permanecía al acecho.
Cómo hallaría el modo de alcanzar su meta lo ignoraba, pero estaba firmemente decidida a reconquistar su libertad y arrostrar cualquier peligro, aunque le costara la vida. ¿Lo lograría con las solas armas de su afán? Pero entonces, ¿qué sentido tenían sus sacrificios y su abnegación, si al menos no intentaba alcanzarla?
Una cosa era cierta: fra Guifré era el asesino de sus seres queridos.
Ahora su futuro dependía del albur y de la pasión de su corazón.