—La aventura puede ser loca, pero los aventureros deben estar cuerdos, Diego.
—Nada tememos, Jacint. Estamos aquí para ayudarnos —le replicó.
Los hombres de La Roda, Diego Galaz y los almogávares del cónsul, siguieron navegando por la costa de Eritrea, amenazados por vientos de tormenta, pero el algebrista no podía olvidar la entrevista con los excéntricos rabinos. Apenas si distaba una legua de la bahía de Archico, donde según Jacint se realizaría la entrega del príncipe, cuando las negras nubes del mar Rojo, convocadas por un invisible clarín celeste, se reunieron amenazadoras. Se entenebreció el firmamento y descargó un diluvio acompañado de truenos y rayos. La tempestad arrasó el puente y derivó la nave hacia las escolleras con riesgo de sus vidas.
—¡Por todos los ifris[7] del infierno, arriad el trapo! —vociferó su capitán.
El príncipe Yekuno, desconcertado por los bramidos del viento y temiendo que la barcaza se partiera en dos en los arrecifes, corrió por la cubierta gateando y se acurrucó junto a Diego, que se protegía del chaparrón con su capote. Rogó a santa Bárbara que las cuadernas de la embarcación no saltaran hechas pedazos contra los rompientes, pues morirían irremisiblemente. La tormenta atravesó como un vendaval el mar, empapando los cuerpos y haciendo crujir las rodas y cangrejas. El tumulto era ensordecedor y resonaban las órdenes del capitán, ansioso por huir de aquel infierno. Diego serenó al amedrentado muchacho.
—Yekuno, el mar ruge porque te da la bienvenida a tu casa. Pronto abrazarás a tus padres y esta aventura será para ti como la gesta del héroe que regresa victorioso a la patria.
—¿Y seré el más admirado de los príncipes de la sangre del Nigusa?
—El más distinguido y el más afortunado —dijo, y el joven se apretó a él.
Al cabo, el vendaval amainó y las aguas del golfo de Sula se hicieron tan mansas como una charca de melaza, animando a los marineros a manejar el timón y arriar la vela. Yekuno tiritaba y los cristianos secaban sus ropas como podían. Evitaron los bajíos y enfilaron diestramente el estuario de Masana, fin de su viaje, en el reino de Aksum. Blanxart alabó la maniobra; respiraba por poder conservar su pelleja, la del regio desorejado y la de sus hombres, que permanecían inquietos.
—Gracias Madre del Cielo por habernos protegido y que no nos haya caído ninguna desgracia —agradeció devoto.
—Yekuno, tus gentes te aguardan. Compórtate como un príncipe y olvida este mal trago —lo animó Diego, mientras le ayudaba a recomponer su atuendo.
—Lo haré, pero no olvidaré nunca al sapiente Alamá Rumis que me confortó en la desdicha y me curó cuando ya no tenía deseos de vivir —replicó reconocido.
No tardó en aparecer en el embarcadero un ruidoso cortejo de etíopes, avisados de la llegada del príncipe. Era un villorrio de nombre inquietante —Masana, la Ciudadela de la Calavera Negra— y con una silueta nebulosa, envuelta en una confusión de ruidos. Desde la barcaza se escuchaban los ritmos de sus cánticos, que crecieron en intensidad cuando saltaron del navío. La dársena, de madera carcomida, estaba tomada por oleadas de virulentos moscones que mortificaban a cuantos allí se arremolinaban bajo los parasoles. Los nativos del lugar, los nigré y los habasat, eran, a decir de Jacint, negros en toda regla. No hablaban de otra cosa que de la vuelta del vástago real. Se cubrían con abalorios, embozos blancos, pingos y bonetes adamasquinados, pero muchos estaban casi desnudos. A pesar de su atezada piel, los etíopes, camitas árabes, resaltaban por sus delgados perfiles, aunque ennegrecidos por las tórridas temperaturas de Aksum. La ola humana, que entonaba loas de agradecimiento, abrió paso a la comitiva; los cánticos y los tambores cesaron al aparecer Yekuno, que caminaba insensible a las aclamaciones y ansioso por abrazar a los suyos.
—Etíope significa en egipcio, el que tiene la cara quemada, y son tan cristianos como tú o como yo, no lo olvides Diego. Eso sí, son una raza desapegada, amén de contumaces herejes monofisitas que sólo reconocen en Cristo su naturaleza divina. Pero al fin y al cabo somos hijos de un mismo Dios —le explicó Jacint eruditamente—. Sus sacerdotes son muy influyentes y entre mi nómina de sobornos, además de miembros de la familia real, se encuentra algún epíscopo copto. Los distinguirás por los birretes negros y las cruces pectorales. Son una ralea de chacales insaciables.
Hubieron de ascender un sendero flanqueado de higueras frondosas, hasta acercarse a una empalizada coronada de lobelias y helechos arbóreos, donde los aguardaba un grupo de palafreneros protegidos del sol bajo palios de seda. Enarbolaban oriflamas carmesíes en las que ondeaban las estrellas de David y unas Tablas de la Ley ceñidas por dos letras de oro, una extraña «S» y una irreconocible «Y», que sorprendieron a Diego por su singularidad.
Presidía el séquito de recepción el todopoderoso Idenu, gran mayordomo de palacio, virrey y hombre de confianza del soberano etíope o Nigusa. De extremidades grotescas y gran papada, como una bola de grasa, se pavoneaba engalanado como una ramera de puerto con un manteo bordado con hilos de oro y un solideo de pedrerías. Los aguardaba arrogante, apoyado en su báculo de oro y marfil, mientras dos esclavos nubios, uno con un sahumador y el otro con un baleo de plumas de avestruz, le espantaban los insectos.
Conocía a Blanxart de anteriores visitas y le sonrió tibiamente, con la falsedad de una hiena. Solemnemente se le acercó y le estampó tres besos en las mejillas, halagándolo con unas vacuas palabras de agradecimiento. El jovenzuelo echó a correr y se fundió en un abrazo con un cortesano de altiva apostura, cubierto de amuletos y estolas de leopardo, que resultó ser su padre, el hijo menor del Nigusa. Después se apretó contra el maestresala, que dejó correr unas lágrimas de júbilo. Concluidos los recibimientos, el Idenu proclamó a los cuatro vientos con una voz casi femenina:
—Bendito sea el Señor de los Ejércitos que nos devuelve nuestra sangre.
—¡Amén, aleluya! —replicaron los cortesanos, comprobando que el daño sufrido por el rapaz no había resultado irreparable.
—Ahlan wa Sahlan —sed bienvenidos, saludó a Blanxart el hidrópico chambelán.
Los extranjeros fueron invitados a acomodarse en unos carros entoldados con muselinas, tirados por cebúes de cuernos descomunales, donde se trasladarían a la vecina Aksum para cumplimentar al Nigusa Nagast. Blanxart, comenzó a experimentar una sutil alarma, pues no había advertido el entusiasmo de otras ocasiones y sí una imperceptible animosidad. El Cargol no se equivocaba. Un abrupto sendero se abría ante ellos, despoblado de vegetación y de vida. Obeliscos de piedra rojiza se alzaban a uno y otro lado; Diego reparó nuevamente en la estrella davídica y las raras iniciales que surgían por doquier. De modo que acuciado por la curiosidad, preguntó al naviero qué significaban las enigmáticas letras y las alegorías de los estandartes, pues también los descubría en los gallardetes de los jinetes etíopes que los escoltaban y en las estelas del camino.
—Mencionan dos nombres inmortales de su raza, asociados al País de los Aromas. La «S» hace referencia a Salomón, rey de Israel. Me contaba el Idenu que la hermosa Balkis o Makeda, la mítica reina de Saba y princesa etíope, acudió a Jerusalén atraída por la sabiduría del saber hebreo; de aquel regio encuentro nació un vástago, Menelik, quien con el tiempo y tras hurtar a su padre las Tablas de la Ley y el Arca de la Alianza, huyó de Jerusalén y fue aclamado como rey de estas tierras. El preciado tesoro, según ellos, lo ocultaron los monarcas etíopes en Lalibela como su más preciada reliquia, aunque luego lo trasladaron a la capital, donde lo custodian día y noche más de cien guerreros armados. Ese es el origen de uno de estos antiquísimos atributos heráldicos.
—Curiosa fábula. Pero ¿y la «Y»? Parece más una cimitarra tártara que una letra.
—Así es, y recuerda a un antepasado del Nigusa, Memnón el etíope, un caudillo legendario que combatió en Ylion, Troya, y sostuvo, según Homero, un combate singular contra Aquiles. Fue tal la fama con la que retornó de Grecia, que unos colosos en piedra perpetúan su nombre en el Valle de los Reyes de Nubia.
—Los creía una turba de bárbaros, con franqueza —puntualizó Diego.
—Y lo son, no lo creas. Aquí la vida es un bien muy perecedero.
Perdieron de vista Masana y se internaron por un camino infernal, pero de cegadora luminosidad. Miserables chozas de paja trenzada y terracota se perfilaban en el horizonte, mientras entre los saltos del carromato, el yermo paisaje ascendía y descendía con una monotonía mortificante. Por fin, casi asfixiados por un calor bochornoso, tras dos horas de marcha, aparecieron los ansiados verdores de los baobabs y eucaliptos, y las techumbres rojas de Aksum, la ciudad regia. Una bandada de siniestros buitres sobrevolaba el paraje. A medida que se aproximaban a los oteros donde se alzaba la milenaria urbe etíope, una pavorosa visión y el hedor a putrefacción, conmocionó a los extranjeros, a los que se les encogió el corazón.
A una orden del Idenu se detuvo la comitiva y los huéspedes descendieron de los carruajes guarnecidos de jaeces. El ministro, que Diego tachó de embustero y capaz de ocultar sus intenciones tras una máscara de hipocresía, tomó de la mano al príncipe Yekuno y le señaló una hilera de cuerpos bárbaramente martirizados colgados de cruces y expuestos al escarmiento público. Relamiéndose con la venganza, se ensoberbeció:
—Ahí tenéis, mi príncipe, a los piratas turcomanos que osaron desafiar el poder del Nigusa y os raptaron con engaño y coerción. ¡Malditos sean y que sus almas se condenen eternamente en los infiernos! Pero la ira del divino Rey de Reyes aún no se ha aplacado.
A los recién llegados se les heló la sangre, pues el presagio no podía ser más funesto. Uno de los almogávares se persignó. Una quincena de piratas del mar se exhibían en un macabro patíbulo, comidos por las moscas, la intemperie y las hormigas. Crucificados unos, empalados otros, y con las cuencas de los ojos vaciadas, las manos y pies como un amasijo de muñones sanguinolentos, componían un cuadro desolador. En el suelo se esparcían ramas de esparto teñidas de sangre reseca con las que probablemente habían sido golpeados antes de ser colgados.
Sobre el montículo, en un rótulo de madera donde se pregonaba su delito, exhibían a los tres cabecillas. Un ajusticiado había sido mutilado y colgaba atado de los pulgares con la cabeza metida en un foso de excrementos de camello, otro asomaba su testa roída por las alimañas, enterrado hasta el cuello en una hoya de cal viva, mientras el último, agonizaba despellejado, con los miembros salvajemente descoyuntados y con las heridas cubiertas de sal.
¿Habían aguardado su llegada para ejecutarlos? ¿Con qué propósito?
—Una suculenta recompensa hace milagros dominus Blanxart. No llegaron a confesar con el suplicio, pero otros indeseables escarmentarán —informó el inquietante anfitrión, que añadió—: Así acabarán cuantos intervinieron en la ofensa al Rey de Reyes y en el secuestro del príncipe Yekuno, sangre de su sangre.
—Persuasivo argumento, poderoso Idenu, y tan expeditivo como el ordenado por mi rey en Gabes —dijo espantado, tapándose la nariz ante el tufo.
«Este pervertido mundo no cambia. Las mismas crueldades allá donde recalo, sean cristianos o paganos —caviló Diego, notando que se le revolvían las entrañas—. ¿Y serán esos infelices realmente los raptores?».
Jamás lo sabrían. La sospecha comenzaba a sofocar a los extranjeros, que lo tomaron como una advertencia del Cielo. Vadell, Felip y el grupo de almogávares se agitaron amedrentados. ¿Intuían en sus mentes alguna amenaza o traición? Diego y Jacint se miraron con gesto de intranquilidad, conscientes de su vulnerabilidad y dudando si aquel ministro ambicioso y vengativo garantizaba su seguridad. Tan contundente método de ejercer la justicia los había conturbado. En patético tono, Jacint le confió a Galaz:
—Siento mi reputación y la de La Roda inseguras. Planea algo inquietante en el ambiente y me preocupa. Permanezcamos alerta.
Vacilaron al poner el pie en el pescante de la carreta, instante en el que una fiera emitió un chillido espeluznante. «Que el Todopoderoso nos preserve». Diego unió más temor a las tensiones del viaje. Un escalofrío les corrió por la espalda y los almogávares echaron mano de sus chuzos y aceros, ocultos bajo los ropones.
Los etíopes y las gentes del vecino reino de Meroe aseguraban que el Nigusa Nagast era el monarca más poderoso del universo; y que sus antepasados, árabes del Yemen, habían hallado en aquellas tierras la luz de la verdad al convertirse su rey Ezana a la verdadera religión de Jesús de Nazaret. Sentado en el trono del León de Judá, oculto por una cortina escarlata tras la que rara vez se dejaba ver, gobernaba a sus súbditos con mano de hierro y cicatera prodigalidad. Aquel día feliz, había roto su añeja costumbre y aguardaba a los occidentales a la vista de todos, anheloso por abrazar a su nieto predilecto, Yekuno Nagast.
—Jacint —le llamó la atención Diego al comparecer ante el rey.
—¿Diego?
—Ahí tienes a un reyezuelo estrafalario enseñoreado de un pueblo hambriento. ¿Conocen acaso la caridad cristiana, aun estando bautizados?
—Se comporta como un auténtico tirano, pero somos sus huéspedes.
La embajada de Aragón se había trasladado desde una fortaleza de adobe guardada por un ejército de guerreros de indómita presencia hasta una plaza donde se alzaba un monolito cuadrangular con signos irreconocibles. Una olorosa fragancia brotaba de los árboles, pero se mezclaba con el hedor a estiércol, sirle de cabras y humanidad, así como el de dos colgajos de carne pútrida infectados de moscas, que pendían de otras tantas horcas. Bajo la esbeltísima mole de la piedra labrada, habían asentado el trono real para recibir a la embajada. El polvo apelmazado despedía un ardor irrespirable y un pegajoso tufo a almizcle; y aunque se ataviaban con finos linos, sudaban copiosamente. Adornado con púrpuras, plumajes, oro, esmeraldas y topacios, el séquito del Nigusa, hijos, nietos, concubinas, eunucos, esposas, esclavos y clérigos se agolpaban sobre las escalinatas como si fuera la corte celestial en la tierra.
Sobresalía la figura del Idenu, el mayordomo real, quien rodeado de oropel, conversaba con un eclesiástico de barba bífida, el patriarca copto. Diego depositó su mirada en una alcándara de oro colmada de pájaros de aspecto desconocido para él y que parecían tallados por un orfebre admirable en los más inimaginables esmaltes. Tordos de plumas azabaches, avecillas de pechugas azules y amarillas, aves trepadoras de picos multicolores y cólidos de crestas malvas, piaban en una armonía de exóticos trinos. Súbitamente, un estrépito de chirimías acalló el parloteo y un heraldo anunció:
—¡Gloria al Rey de Reyes; el León de Judá; el Rostro de Dios; el Calígrafo de los Santos Evangelios, Makonnen, hijo de Salomón, de Agabo, de Ezana y de Lalibela[8]! Lux illius Christus est.
Se hizo un silencio unánime y todas las miradas se fijaron en el rey.
De una harmamaxa egipcia, un carro real con ejes argentados, palios y sedas, descendió una figura enjuta, deslumbrada por el sol. Protegido bajo un quitasol rojizo, los contempló inexpresivamente y con majestad. Con ademán cortés invitó a acercarse a los forasteros, que se ampararon en la sombra benefactora del palio y en el frescor que propagaban los espantamoscas de pavo real. Diego divisó entre la familia real a Yekuno junto a una atractiva mujer, que le regaló una sonrisa inefable, a la que respondió con cortesía. Sin embargo, cuando ascendían los escalones, como impelidos por un resorte invisible, Jacint y Felip se detuvieron en seco, resistiéndose a proseguir. Un león de zarpas vigorosas y melena pletórica los miraba a través de sus pupilas amarillentas.
—No sintáis temor, amigos. Es dócil como una musaraña —los animó el Idenu, sonriendo maliciosamente—. Representa el símbolo del reino de Aksum, el León de Judá.
Prosiguieron temerosos el ascenso, pues la fiera rugía roncamente y se inclinaron ante el Nigusa, que vestía una túnica bordada con leones y águilas, se calzaba con unos burlescos pantuflos y se adornaba con una cruz de ágatas y un talismán de dientes de cocodrilo engastados en albayalde. Coronado con un aro de oro, se ceñía con un cinturón de cordobán del que colgaba una vaina incrustada de aljófar. Habían tintado de alheña su poblada barba, a la usanza de los sultanes árabes; y el rostro, como tallado en pino, inmutable y ausente, no desentonaba del de las momias con las que traficaba Blanxart. Una giba le desfiguraba la espalda, haciendo de su cuerpo un caricaturesco garabato. Diego reparó en su tos espasmódica y en su semblante, y pensó que padecía una grave enfermedad de los pulmones.
El monarca tenía el rostro renegrido y avejentado y parecía amargado.
No pronunció una sola palabra y el recelo creció entre los europeos que evocaban la cruenta imagen de los piratas ajusticiados y la animosidad del poderoso ministro. A través del Idenu, que recitó las grandezas genealógicas del monarca, agradeció la restitución de su nieto y recibió de Blanxart un crucifijo griego engarzado de gemas, presente del conde Federico, que alegró su semblante. Como si saliera de un letargo, abrió sus rugosos párpados, que parecían los de un cocodrilo del Nilo. Les habló en griego, y no en la jerga amárica de los naturales de Etiopía.
—Participa mi gratitud al Rey de Romanos de Aragón y al conde Federico de Sicilia y Atenas, a quienes Cristo ensalce eternamente por restituirme la sangre de mi sangre. Sus padres, el príncipe Aseb, mi hijo, y su madre, la bien nacida Zagwe, os guardarán en su corazón eternamente. Trasladadle en mi nombre estas dádivas y aseguradle que mantendremos los pactos conforme corresponde a la palabra de soberanos temerosos de la ley de Cristo Nuestro Señor.
De las bocamangas extrajo dos cajitas, unas bussolas venecianas, que abrió torpemente con sus dedos nudosos. En su interior se exhibían, nimbados de resplandor, dos huevos dorados con el anagrama del Crismón cristiano, cuya contemplación suspendía el ánima. Un murmullo de admiración se elevó entre los cortesanos etíopes, salvo en el Idenu, en quien Diego sorprendió un rictus falsamente laudatorio y una evidente inquina hacia los extranjeros. «Este ministro rezuma tanta inteligencia como perfidia —pensó—. Me fiaría más del rugido del león que de su palabra».
—En nombre de mi señor don Pedro Cuarto, soberano del reino de Aragón y conde de Cataluña y Atenas, os quedamos obligados Nigusa Nagast, y en sus manos los depositaremos —lo agradeció el Cargol con cortesía.
Un estruendo de tubas y atabales atronó el recinto al aire libre. Pero de repente, cuando aún no había cesado el eco de la fanfarria, acaeció algo fuera del protocolo que enfureció ostensiblemente al chambelán. El príncipe Yekuno, alentado por su madre, salió de entre la estirpe regia e invitó a Diego a que ascendiera al estrado real, abrazándolo con la candorosa fogosidad de un niño. Se coronaba con una diadema, vestía una túnica blanca de hilaza y su aspecto nada tenía que ver con el chicuelo asustado que viera por vez primera en Ponte Leone. Ante la mirada de los palaciegos le entregó al algebrista una daga de la India de damasquinados arabescos, que él mismo envainó en su cinto.
—Para que el Alama Rumis de manos milagrosas no olvide a Ye kuno, el príncipe etíope —se expresó el joven, mientras unas lágrimas le corrían por sus mejillas.
Diego, que no salía de su desconcierto, creyó obligado corresponder a su presente, por lo que se hurgó entre los ropajes y descubrió el talismán davídico que le había regalado la esposa de Josef de Besalú, que impulsivamente anudó en su cuello. Luego, posando su mano sobre su hombro, manifestó en árabe:
—Yekuno, poseer un amigo es valioso, pero es en la adversidad donde hemos de probarlos. Te recordaré siempre, allá donde el sol se oculta del mundo.
El odioso Idenu, que parecía tener prisa porque la ceremonia concluyera, carraspeó descortés y con un gesto conminatorio señaló a un lacayo, que situó a los pies del armador dos talegas de piel de gacela. Las abrió, introdujo su ebúrneo cayado en su interior y removió las monedas que sonaron tintineantes.
—Habéis servido a mi soberano honrosamente y este es el galardón por acción tan meritoria. Es lo acordado, dominus Jacint. Cinco mil mitqales etíopes. Con ellos podríais comprar en Alejandría, Menfis o El Cairo una caravana de sal —se expresó aludiendo al sistema ponderal de Aksum, y su valor en aquellos confines del orbe.
—Gracias Rey de Reyes. Hemos actuado como corresponde a aliados —dijo.
El sol regía cegador en su cenit cuando la ceremonia concluyó.
El soberano invitó a los extranjeros a disfrutar de la hospitalidad de la opulenta ciudadela real de Aksum, dando por concluida la ceremonia. Torpemente, seguido por el cenáculo de cortesanos, el Nigusa desapareció entre unas arcadas afiligranadas de estuco. Blanxart y sus hombres respiraron satisfechos y olvidaron sus suspicacias, pues la acogida del soberano etíope no podía haber sido más deferente.
Diego, acuciado por el calor, salió al balcón y contempló la singular ciudad donde se traficaba con los zafiros, el ébano, el incienso, las especias y las ricas maderas del país de Punt, y que en su infancia creía eran sólo leyendas de marinos y mercaderes enfebrecidos. Y allí estaba, a miles de leguas de Aragón, tras las huellas de su sello misterioso, evocando la figura fresca de Isabella, un oasis para su soledad, seguramente hilando en la rueca plácidamente, o tocando el laúd con sus manos de nácar, en el hogar de los Santángel de Zaragoza. La conversa había devorado su voluntad y sólo podía imaginar su vida bajo la influencia de sus sonrisas. Luego paseó su mirada y observó la prosperidad de la capital etíope, las aguas glaucas de sus cascadas, los exóticos clérigos con túnicas de colores y bonetes negros y los naturales vestidos de blanco, sesteando bajo árboles gigantescos.
Posó su mirada sobre la cúpula verdemar de una iglesia que se alzaba en una apartada loma, que Blanxart le había citado como Santa María de Sión. Según los etíopes, allí se guardaban y veneraban el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley de Moisés. Diego lo dudaba, pues no tenía por estúpidos ni a Salomón ni a sus ministros como para dejarse robar tan capital tesoro para Israel, pero un tropel de guerreros custodiaba sus puertas como si Dios mismo habitara entre sus muros. ¿No era extraño?
Sudoroso y cansado se tumbó en el catre y se abandonó en medio de una semipenumbra ardiente. Tomó del zurrón el fajo de pliegos de las Cartas de Séneca y se sumergió en su lectura, mientras saboreaba unas almendras empiñonadas con guirlache y almíbar, sobras del banquete que había ofrecido el Idenu a la expedición hispana. La piel le ardía, como si mil demonios lo atormentaran, y a ratos detenía su lectura para agitar un abanico de esparto, escuchando el trajín de los esclavos en el patio y el bisbiseo de los insectos, las moscas y las abejas. En aquellas tierras, tanto en el alba como en el ocaso hacía el mismo abrasador bochorno y ni un elixir enfriado con alcanfor y nieve refrescaba su gaznate reseco.
Un fastuoso ocaso coronado de jirones granas dio paso a una luna rotunda que blanqueaba la noche, bañando los muros con su pálida pureza. A veces detenía su lectura y se hundía en la evocación reconfortante de Isabella; uno a uno, los recuerdos del periplo por el País de los Aromas se le agolpaban en su mente y, siendo sincero, reconocía que muy pocos contratiempos se les habían presentado, si bien la experiencia de Jacint los habían librado de graves tropiezos.
Un embriagador aroma a perfume de agraz y el chirrido de la portezuela, cortaron sus pensamientos. Dejó los pliegos sobre el lecho, se enderezó vigilante y echó mano de su daga, barruntando un mal encuentro. Apenas audible, se abrió con levedad e irrumpió súbitamente en la estancia la princesa Zagwe que, vestida con un exquisito raso celeste dejaba entrever sus senos, las torneadas piernas y su vientre, se apostó frente a él. Diego, encandilado por la augusta belleza de la madre de Yekuno, que ensalzaba su vaporosa veste, enmudeció. Sublime hasta la perfección, de ligereza felina y con el cabello trenzado con peines de plata, se asemejaba a una faraona de Tebas. Sus pezones se erguían y palpitaban con la respiración, mientras su cuello, recamado de ajorcas de ámbar, se hinchaba con un leve temblor. Sus ojos trigueños, pintados de lapislázuli, chispeaban excitados.
—¿Habláis en árabe señor, quizás el herz? —preguntó como si quisiera excusarse—. Soy una falasa, o lo que es lo mismo, descendiente de los mil judíos llegados de Jerusalén con la reina de Saba, y no domino bien el griego, ni el amárico etíope.
Disimulando sus dudas, Diego le contestó con un leve tartamudeo.
—No ha mucho un rabino me narró esa historia de los judíos etíopes y la creí una falsedad, pero ahora veo que es cierta —le aseguró afable—. Modestamente entiendo el hebreo y algo el árabe, señora. Pero ¿qué deseáis?
—Escuchad, sólo permaneceré unos instantes aquí, pues resultaría comprometedor para ambos si me sorprendieran en vuestra cámara —manifestó.
—¿Y bien señora?
La princesa lo obsequió con una expresión de afabilidad confortadora, tras la que habló de forma apasionada y enigmática.
—Mi hijo fue separado de mí y de su padre mientras cazaba, y ha sobrevivido a una experiencia traumática de la que espero se recupere. Además, en el convite he podido observar que en vuestro anillo mostráis un signo sagrado para mi pueblo, el Nejustán, el emblema de Sadoq, uno de cuyos hijos, Azarías, vivió en estas tierras. ¿Sois quizás de la raza de Moisés?
—Lo ignoro, princesa Zagwe, y ese es el motivo de hallarme tan lejos de mi patria. Buscar mis orígenes, y rastreo mi sangre para saber quién me engendró.
—Muy loable en un hombre buscar sus raíces. Sois un hombre decidido y lamento que hayáis carecido de un espejo materno donde miraros de niño. Por mi hijo sé que os adornan muchas virtudes. En su angustia sólo vos habéis dulcificado con el bálsamo de la compasión a un joven asustado, y eso una madre jamás lo olvida.
—La piedad habría de ser un atributo propio de todos los seres humanos. Vuestras palabras me reconfortan y espero que no sean rumores engañosos.
—Pero la misericordia no es corriente en este mundo cruel, pese al cielo. Seré breve, señor, y os ayudaré por mi hijo y por ese sello que portáis —y mostró sus dientes rutilantes—. Aprovechando la incapacidad del rey, mi suegro, y a sus espaldas, el ávido y marrullero Idenu y el Abun, el patriarca copto, manejan los hilos de este reino en beneficio propio y para saciar sus ansias de poder. Se me escapa la razón, pero el primer ministro, el Idenu, se muestra partidario de quitar del monopolio de las especias, la mirra, el incienso y las maderas preciosas a los cristianos, en beneficio de los árabes yemeníes; el patriarca se manifiesta insólitamente inclinado a limitar los privilegios de los aragoneses y catalanes. Aunque por poco tiempo, pues el Nigusa comparecerá pronto ante el tribunal de Dios y el heredero no se dejará manejar por ninguno de esos dos buitres carroñeros.
—Señora, no estoy al tanto de los avatares políticos de este reino, pero es evidente que los genoveses, rivales de Aragón, están tras todo esto.
—No lo entiendo en verdad, pero a veces presiento que mi desamparado Yekuno no ha sido sino un títere en manos de estos ambiciosos cortesanos. Pero lo que más me indigna es que haya servido a intereses bastardos de esa ambiciosa bola de sebo del chambelán, al que detesto con toda mi alma, pues ha sumido a este reino en una espiral de intrigas, crueldad y corrupción.
—Yekuno ha regresado sano y salvo. Dad gracias a Dios —dijo, y aguardó; la dama, como si fuera portadora de un misterio aterrador, bajó la voz:
—Pues oíd atentamente. Estos dos cortesanos os han tendido una trampa.
Diego la contempló estupefacto y el espanto le atenazó la garganta.
—¿Qué decís? —rogó con asombro.
—Lo que habéis escuchado, señor —musitó—. Estos hipócritas han propalado a los cuatro vientos, e intencionadamente, que regresáis a Alejandría con las alforjas repletas de monedas de oro; desde la tercera catarata del Nilo, hasta Nubia, las islas Dahlak y el puerto de Masana os aguardan los sicarios del chambelán y la peor calaña de estos territorios, a fin de asesinaros y robároslas. El oro es un poderoso aliciente, y vuestro grupo lo pagará caro por poseerlo. Con esa carga no saldréis vivos del País de los Aromas. Y así, tan cruelmente rotundo, ha llegado a mis oídos.
—Tortuosa confabulación —reconoció Diego—. Nos sentimos desarmados en un país extraño y hostil. ¿Poseéis pruebas de cuanto decís?
—Únicamente la gratitud de una madre reconocida y el llanto de un niño asustado, pero devoto de vos —declaró con afabilidad.
—Os creo, mas ¿cómo podemos escapar de aquí? —tartamudeó.
—He pensado que sobornando a los chalanes de palacio, un hombre sólo y no toda la expedición, podría esconderse en algún caravasar de los que parten de Danakil hacia Alejandría, escabulliros entre un grupo de tratantes beduinos o en algún jabeque sabeo de los que transportan peregrinos a La Meca. En caso extremo podríais solicitar ayuda a los ladrones de tumbas de Luxor o de Tebas. Por un buen puñado de oro pueden encubriros y ayudaros a salir del reino. Pero resulta muy peligroso.
Diego, consternado, no daba crédito a las inquietantes palabras.
—Los ojeadores aventan la caza. ¡Malditos sean! Lo pondré en conocimiento de micer Blanxart —dijo con incredulidad—. Es una pavorosa revelación, creedme señora. Aún no he disfrutado de la mitad de los placeres de la vida y esta pende de un hilo.
La princesa, con la voz temblorosa, balbució un ofrecimiento.
—Sacar de aquí a todos resultaría ilusorio, pero si decidís salvaros vos, puedo ocultaros hasta llegar al Yemen. Poseo parientes nabateos que os acogerían y, pasado un tiempo, podríais retornar a Alejandría sin riesgo de vuestra vida. Así cumplo un ruego de mi hijo. ¿De qué os vale el botín si no viviréis para disfrutarlo?
La mujer merecía su gratitud y reconocimiento, pero se negó a aceptarlo.
—No se trata de fortuna, sino de lealtad y amistad, princesa Zagwe. He unido mi suerte a la de Jacint Blanxart y sus hombres. Con ellos moriré o viviré.
—Lo comprendo y eso os honra —declaró azarosa—. ¡Ah! Un consejo. No solicitéis el favor del Nigusa Nagast, pero excluidlo de toda sospecha. Él lo ignora. No reveléis a nadie la conspiración, pues sabrán que os han alertado y entonces vuestras vidas no valdrán un mitqal de cobre. Os cortarán el cuello aquí mismo, u os echarán a una sima con víboras de Seba y venenosas serpientes mamba. Deshaceos de la recompensa y marchaos como si nada supierais. Después, que el Altísimo y vuestra pericia os amparen, sahib Diego.
La mirada del aragonés, que exploraba inquieta de un lugar a otro de la estancia, escapó para posarse en la exhuberante hembra, mientras la luz vagabunda del candil iluminaba su fisonomía avasalladora y cobriza. ¿Había llegado a su fin la aventura por causa del Nejustán? Ya jamás abrazaría a Isabella, lo presentía. Sintió vibrar sus venas y acosado por un fuerte deseo, le correspondió:
—Señora, que Dios os lo premie. Os manifiesto mi gratitud.
—Son las buenas acciones las que las merecen —y le regaló una sonrisa afligida y dulcísima, que enajenó a Galaz—. Que el Omnisciente os proteja.
Se inclinó y besó las mejillas del extranjero apretando sus hombros. Diego olió de cerca su perfume sublime y sintió la efímera dulzura de su piel pegada a la suya. Y como había llegado, se desvaneció sigilosamente en el laberinto de corredores del alcázar real, amparada por las sombras. Un aroma envolvente se propagó por la estancia y Diego lo aspiró con delectación.
Diego se quedó desolado, aunque se esforzó por tranquilizarse.
«Hemos incitado la avidez y la rapacidad de esos chacales ¿Qué podemos hacer?».
Se tendió en el lecho y quedó pensativo escuchando ulular a una lechuza, que tomó como un presagio funesto. ¿Cómo se había dejado dominar por esta locura? ¿En qué alma había germinado primero, en la suya o en la de fray Bernardo? Sabía que se había metido en la boca del lobo a causa de su deseo de buscar una explicación al sello que portaba, y que su búsqueda no le atraería sino peligros, e incluso una muerte atroz a miles de leguas de su añorada Aragón y de Isabella. Condenado además a no descubrir el enigma de su nacimiento.
Hizo una mueca de disgusto por la amenaza y se echó agua de una jofaina para refrescarse. Mientras rumiaba su temor, se contempló el rostro contraído y se dijo: «¿Es mi propia congoja la que contemplo en el agua?». Fuera brillaban las luciérnagas en sus vuelos errátiles y de los oscuros matacanes, donde refulgían los fuegos de los hachones, arribaban las voces de los vigías, que en su pavor le parecía que brotaran de las tenebrosas regiones del Averno.
¿Debería pensar en huir en solitario? Su instinto de supervivencia le exigía separarse de la caravana.
La proposición de la princesa era lo más sensato y desprendido que le habían hecho en aquella tierra. Estuvo cavilando durante un largo rato y se decidió.
Su buena estrella lo había abandonado.