Silbaba la ventisca y rodaba la grava bajo los pies de Isabella. El miedo y la inquietud se habían convertido en sus compañeros en el día y en la noche.
«¿Qué demonio me ha trastornado para emprender este viaje? ¿Qué locura me ha lanzado a esta peregrinación descabellada tras la Cruz de la Salvación y esa urna de cristal que me infunde pavor?», se preguntaba mientras las piernas le flaqueaban y los pies se le convertían en una pura llaga. La niebla, los vientos y los aguaceros le resucitaban los fantasmas de sus seres amados y lloraba.
El camino por donde vagaban los flagelantes de los Últimos Días era una cinta blanca entre los campos oscuros de Aragón. Los encenagados caminos de Osera y Fraga y los torrentes que descendían de las cumbres de Alcubierre brillaban como sables. A lo lejos resplandecían las selvas sepultadas por cielos amarillentos, mientras bandadas de cuervos batían sus alas en busca de algún ciervo descarnado por los lobos. A veces Isabella se veía tan desesperada que, titiritando de frío, las lágrimas le recorrían su faz. «Tengo que seguir. He de mantenerme fuerte».
Corría el tiempo de Cuaresma, pero el viento del este delataba que la primavera se adelantaba. Las brumas, antes glaciales grumos, adoptaron una tonalidad azulina y el aire se respiraba saludable. Los espinos de los senderos estaban en flor y la estación florida se enseñoreaba de los campos y de las laderas. La compañía del Profeta, seguida del ejército de penitentes cubría legua a legua el trayecto entre plegarias. El iluminado predicador cabalgaba erguido sobre su mula, asido a las riendas, como si fuera el liberador del Santo Sepulcro. Las gentes se inclinaban a su paso, rogándole la caridad de imponerles sus manos.
—Nuestros hijos mueren de la peste y del hambre. ¡Salvadnos! —le pedían.
Fra Guifré se investía de un aire hierático y los consolaba.
—¡La Parusía está cerca hijos míos! Vivimos el siglo negro de la humanidad. ¿Acaso no oís el retumbo de las Trompetas del Apocalipsis? El jinete pálido se acerca y el Séptimo Sello se ha roto. Yo soy la ira del Todopoderoso y vuestras almas se condenarán si no mostráis contrición y rezáis con arrepentimiento. ¡Penitencia, penitencia! Acabemos con la tiranía del Papa de Roma y de sus grasientos cardenales y recuperemos la pobreza del espíritu evangélico —declaraba, bendiciéndolos con su mano artrítica.
Cruzaban por las calles de los burgos en olor de santidad. En los puentes, murallas y plazas se arremolinaban los aldeanos, que se arrodillaban ante la gran cruz de madera y la urna de cristal del santo Inocente pidiendo indulgencia. La procesión de flagelantes pregonaba con sus llagas el fin de los días y, cubiertos de harapos, macilentos, con las encías ensangrentadas y mal alimentados, eran recibidos en los pueblos como si fueran las huestes salvadoras del Cordero Celestial. Allá por donde pasaban se reiteraban las sangrientas imágenes que Isabella había contemplado en Zaragoza y se repetía la misma exaltación apocalíptica. Los enfermos se acercaban para que los salpicara la sangre de los disciplinantes, y los quejidos se mezclaban con sus imploraciones, los humos del incienso y el crepitar de los látigos, temerosos del morbo negro y esperanzados en la venida del Redentor.
Tras la predicación, sus discípulos mendigaban por las casas; aprovechándose del miedo que inspiraban y la superchería instalada en sus corazones, llenaban las alforjas de limosnas, pan, vino y viandas. Isabella, a medida que pasaban los días, percibió desolada que algunos seguidores del Profeta, valiéndose de la consideración de viajeros de Dios, se habían transformado de mendicantes en fornicadores y de peregrinos en consumados ladrones de hogares crédulos.
Camino de Lérida hubieron de cruzar boscajes y pendientes que causaban vértigo, donde el trinar de los pájaros se hizo más insistente, pues la estación de la vida se despertaba de su sueño invernal. Los cerezos florecían en los paisajes nevados y las aguas de la montaña cubrían de florecillas los prados. Isabella se ensimismaba en las nubes viajeras que cubrían los taludes, pero, atormentada por la ausencia de Diego, no se recreaba en la belleza de la naturaleza. No existía para ella la exuberancia circundante, sino sólo un camino que la llevaría a Barcelona. Bebían agua en los manantiales y en los atardeceres solía caer una lluvia menuda; entonces Isabella se cubría con su capote de estameña, aunque no podía soportar los picores de los parásitos que se habían instalado en las costuras de su hábito talar; sus pies, desde el primer día de la caminata, eran una pura llaga.
A la puesta de sol, el hambriento cortejo de los Disciplinantes de los Últimos Días se detenía al toque de un cuerno de carnero, como el Pueblo de Dios cuando vagaba por el Sinaí. Una de las beguinas convocaba con una campana a los seguidores y alrededor de los carros distribuía un sopicaldo de nabos, tocino rancio y zanahorias. Lo acompañaba con un arenque que apestaba con su tufo y que extraía de unas barricas regaladas por el obispo de Zaragoza.
—Conviene mortificar el cuerpo para no caer en la gula —solía decir.
Isabella apenas si lo probaba y luego buscaba un lugar donde dormir, mientras los más adictos montaban la tienda del Profeta, al resguardo del viento y de la lluvia, y entonaban las antífonas de Vísperas alrededor de la arqueta del Inocente. Luego daban cuenta de las viandas más opíparas sin escatimar ni coste ni prodigalidad. El resto de los seguidores, demasiado numerosos para alojarse en posadas, pajares y cobertizos, dormían al aire libre, al resguardo de algunas ruinas o bajo las lonas, en donde se calentaban unos a otros con sus cuerpos.
Isabella detestaba dormir en ellas, pues el viciado olor de los cuerpos humanos la angustiaba. Muchos necesitaban de los cuidados de un físico, pues les brotaban espantosas bubas que los hacían gemir de dolor, aunque todo lo fiaban a la oración y al poder del Profeta, que no daba ejemplo ni de continencia ni de generosidad.
La comitiva se había convertido en el enardecimiento de la mortificación y del dolor por el dolor. «¿Cómo puede satisfacer a Dios esta locura?», se preguntaba Isabella, que inconsolable sufría con las visiones de las llagas, el duelo público de los azotes y las plegarias de perdón a Dios, como si el Apocalipsis se hubiera adelantado, mientras el Profeta entraba en su éxtasis particular, como un borracho titubeante. ¿Había hecho bien abandonando el hogar de los Santángel, la mayor riqueza de su vida? Echaba de menos su laúd, el órgano de agua y su zanfona, las tardes de danza en la casa de su tío Mauricio, sus vestidos de anchas mangas y ricos cinturones. Y, sobre todo, el calor afectuoso de Nicolás.
Pero el recuerdo de Diego y su decisión, que olía a huida y desengaño, podían más que su nostalgia.
Isabella le tomó cariño a una niña, de nombre Melisenda, hija de unos piadosos flagelantes de Sierra Guara, que habían perdido a sus hijos varones por la epidemia y que seguían al Profeta según ellos desde hacía años. La envolvía un halo de pureza y a la vez de tragedia. Estaba enferma y raquítica y en sus ojos azules se relejaba todo el calvario, el espanto y la confusión de la niñez ante el caos que reinaba en el mundo. No se acostumbraba a la soledad, a la extraña conducta de sus padres y a las largas marchas, y los piececitos, abrigados con trapos sucios, le ardían como ascuas. Con sus ojos desmesuradamente abiertos le preguntaba sobre la razón de aquella locura que su cándido intelecto no comprendía.
—Yo no escucho la trompeta del Juicio Final, ¿y tú, Isabella? —le consultaba.
—Existe mucha ignorancia y miedo. Yo sólo oigo y veo la maldad del hombre, pero también te veo a ti que eres hermosa. El mundo es como lo hemos hecho los seres humanos Melisenda, no te engañes. Pero todo pasará y volverán a crecer las mieses, y volverás a jugar en el arroyo de tu aldea. El hambre y la pandemia pasarán.
—Tengo miedo de fra Guifré. No le gustan los niños.
—No entiende el universo de las mujeres, ni el de la infancia. Nos cree sólo podredumbre y escoria. Pero nosotras somos dichosas haciendo la voluntad de Dios.
Cada noche, viendo que deambulaba sola, la cogía de su mano cubierta de sabañones y la calentaba en su regazo, acariciándole el cabello como se acaricia el plumón de una paloma. La niña sufría las abrasaduras de una fiebre que no presagiaba nada bueno, pues tenía los pies ulcerados y apenas si podía respirar. Por ella supo que el Profeta sufría ataques epilépticos, la enfermedad sagrada, que él sostenía eran conversaciones con Dios, la Virgen, santa Eulalia y los santos. Chillaba como una comadreja entre los bastidores de aquel teatro ambulante, y los flagelantes y beguinas más apegados proclamaban que eran éxtasis mesiánicos.
Una de aquellas noches se le acercaron las penitentes que se le habían unido en Zaragoza al Profeta, y la llevaron a un lugar reservado. Tenían el gesto adusto y agrio.
—Isabella Santángel, cuando la ocasión se preste, nos volvemos a Zaragoza.
La conversa no comprendía la urgencia de aquella súbita decisión.
—¿Por qué? ¿Ya no os infunde devoción esta peregrinación de Dios?
—¡De Dios o del Diablo! —la conminó la más vieja—. No te has dado cuenta de que fra Guifré y sus más cercanos adeptos pertenecen a la secta herética de los turlupin. Han sido perseguidos en Provenza, Francia e Italia y muchos de ellos lo pagaron quemados en la hoguera. No nos fiamos y regresamos a nuestros hogares.
—¿Y qué tienen de herejes esos turlupines? Los presentáis como si fueran hijos de Satanás. Me habéis metido el miedo en el cuerpo hermanas.
Una de ellas, conocida beguina de un convento, abrió desmesuradamente sus ojos:
—Escucha hermana. Hemos sido engañadas. Yo los conozco bien pues tuve en mis celdas a dos profesas de esta secta —le reveló—. Llevan predicando desde hace años la llegada del fin de los tiempos y se creen que son los únicos herederos del mensaje de pobreza de Cristo Jesús. ¡Y sólo son unos impostores y unos vividores!
—A mí me subleva que se crean los garantes del regreso del Salvador —dijo otra—. Son unos hipócritas. Sus partidarios más fanáticos comen por la noche manjares y se mofan de todo lo divino, mientras los demás padecemos hambre y frío. Yo he sido testigo presencial de uno de sus banquetes, impropios de un enviado del Cielo.
—Yo no he llegado a advertir ninguna de estas conductas —se excusó Isabella.
—Pues abre bien los ojos si no quieres verte rodeada por las llamas de una pira —exclamó la monja, que bajó el tono de su voz y siguió convenciéndola—. ¿No ves, Isabella, que rechazan cualquier jerarquía o ley eclesiástica? Para ellos el único bien es la pobreza; el mal son la riqueza y la ostentación. Veneran a un conocido hereje que murió en la hoguera, Eón de la Estrella, un personaje rayano en la locura, cuyas enseñanzas siguen a pies juntillas esa cohorte de disciplinantes.
—Pero ¿y las llagas de los flagelantes? ¿No son verdad? —preguntó.
—Es lo único verdadero de esta delirante comitiva, y en verdad que conmueve.
—Pero ¿es que no has advertido, muchacha, que predica la comunidad de bienes y la promiscuidad? —le preguntó otra—. En su tienda aseguran que en las vigilias, cuando todo el mundo descansa, organizan bacanales que harían palidecer al mismo Nerón. Hay que huir cuanto antes de aquí, Isabella Santángel. ¡Síguenos!
Isabella reflexionó. ¿Cómo iba a revelarles el verdadero motivo de su presencia entre aquellos andariegos? Estaba en una situación difícil, como cogida en un cepo enterrado en la hojarasca. Con mesura les mintió:
—Estoy aquí por una promesa hecha a Dios. No puedo abandonar.
—No sabes lo que haces —insistió la cabecilla—. La mayoría son monjes exclaustrados y no pararán en mientes si deciden abusar de tu virtud cuando les venga en gana. Han sufrido y el furor episcopal en varios reinos de la cristiandad y su ira antisacerdotal les ha acarreado hogueras y cárceles. Creen al clero indigno de representar a Dios en la tierra. Consideran virtudes su radicalismo y el furor destructivo. Únete a nosotras y olvida a estos herejes.
La conversa movió la cabeza, como si estuviera sumida en una deliberación.
—¿Y qué es ese ejercicio de humildad y caridad que predica el Profeta? —preguntó con una falsa defensa.
—Puro fingimiento. ¿No ves que estos herejes rechazan el bautismo, la confesión, la eucaristía, el matrimonio y las plegarias por los difuntos? Propugnan incluso la destrucción por el fuego de los crucifijos, a los que consideran un instrumento del suplicio de Jesucristo.
—¿Y la cruz de la salvación? La reverencian con unción. Es su símbolo —arguyó.
—Se trata de un objeto para embaucar a las gentes sencillas. No creen en nada. Al final, este peregrinaje terminará volviéndose contra ellos. Y nosotras no queremos estar cuando esto ocurra y todos sean presos por los guardias de cualquier obispo. Piénsatelo. Hemos cumplido advirtiéndote.
—Pues pese a lo que decís, hermanas, jamás he visto a fra Guifré y a sus penitentes adoptar actitudes de impiedad —se excusó Isabella.
—¡Allá por donde pasamos claman contra los frailes de vida relajada! ¿Tan absorta estás en tus oraciones que no te das cuenta? —reiteró una de ellas—. No se ganan el pan con su conducta intachable, sino embaucando a las gentes asustadas con esa falaz reliquia del niño inmolado en Belén.
Una de las peregrinas zaragozanas, exaltada como un batracio, le espetó:
—¿Tú también crees que ese infante momificado sea unos de los santos Inocentes sacrificados por Herodes en Belén? Lo único evidente es que atesora en la tienda dos arcones repletos de monedas, valiéndose de esa reliquia imaginaria.
—¿Quién es él para vender indulgencias y aprovecharse de esa antigualla? —dijo la beguina—. Se llama a sí mismo predicador de Dios, cuando es un falsario, una serpiente que repta por los caminos y los mancilla.
Isabella bajó los ojos y por su boca escapó una frase de excusa no sentida.
—Os agradezco vuestra advertencia, pero perseveraré en mi juramento. Dios me auxiliará —replicó, a sabiendas de que les asistía la razón.
Isabella sabía que alrededor de fra Guifré reinaba la codicia y no el amor a Dios, y que más que una peregrinación a Tierra Santa aquello se asemejaba a un lupanar ambulante. Ni siquiera la fe apaciguaba sus angustias. La Cofradía de los Últimos Días era la hermandad de la apariencia y la coerción. Isabella se sentía a veces como una prófuga y temía cualquier encuentro desagradable, pues aquel iluminado carecía de compasión.
«¿Habrá sido una advertencia del cielo el aviso de estas mujeres?», pensó.
La comitiva siguió su marcha, mientras el Profeta seguía aprovechándose de los rumores engañosos y de las supersticiones de los pobres aldeanos con sus sermones terroríficos. Se cruzaban con salteadores de caminos y frailes escapados de los monasterios, que lo aclamaban como a un Mesías por un trozo de pan y una frase de consuelo. Acudían descalzos a oírlo y les predicaba con tanta vehemencia que rayaba la temeridad y la demencia.
«¿Cómo se puede acumular tanto escarnio, tanto sacrilegio y tan groseras blasfemias?», cavilaba la muchacha mientras lo escuchaba con miedo.
Se sentía débil, agotada y aletargada, pero lo que menos deseaba era volver atrás. Un vértigo de inseguridad la hacía tambalearse. Sin embargo, su corazón le decía que debía seguir su marcha y concluir su único propósito, hallar a Diego Galaz.
En las tierras desheredadas de La Noguera, fra Guifré, rodeado de los vendedores de bulas y limosneros, se exhibió ante los lugareños:
—¡Adelante, hacia Jerusalén! Dios lo quiere —clamaba como un Pantocrátor—. Nos aguardan las ciudades santas del Fin de los Tiempos, las siete iglesias que nombrara san Juan en el Apocalipsis, Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea.
La gente tenía miedo de la epidemia y de que apareciera la Bestia profetizada por el Apocalipsis y lo escuchaba embelesada, como un halo de esperanza que los confortara. Los caminos estaban infestados de campesinos que habían dejado sus campos de labor y que se ofrecían a proteger al Profeta, que los acogía como un padre protector, tras entregarle lo poco que poseían, pues creían que el Señor inspiraba sus palabras.
—Vengo a poner fin a los sufrimientos de la humanidad —les aseguraba—. ¡Rezad conmigo ante la urna del santo Inocente! Vuestras limosnas os ayudarán a ganar el cielo y a escapar del infierno. Uníos a esta cruzada de Dios.
Todos sus seguidores aguardaban un prodigio del Profeta, que nunca llegó.
Sin embargo, un episodio horrendo vino a confirmar los barruntos de las convecinas de Isabella. En la ribera opuesta de un riachuelo cruzado por un puente de madera se tropezaron con un villorrio de casas de adobe con una desvencijada iglesia de madera. El Profeta ordenó detenerse para pernoctar. Se acogerían a la caridad de aquellas gentes sencillas, las que según él, más amaba Dios, pero que él despreciaba en lo más profundo de su corazón. Los cofrades acusaban el cansancio de una jornada larga. Había habido algunas deserciones; pero, lejos de carcomer el ánimo de fra Guifré, parecía que los abandonos de sus condiscípulos lo reconfortaban.
—Nuestra hermandad está por encima de las estrellas y muy cerca de Dios. El Cielo tomara en cuenta su conducta y arderán para siempre en el Averno.
Fra Guifré, que cabalgaba a la cabeza, cruzó el puente a horcajadas de su mula. Los recibió un cura estrafalario, barrigón y locuaz, que se extendió en alabanzas sobre la misión del Profeta, por miedo a ser corregido por este si no le caían bien sus costumbres. A su verborrea vacua se unió la aparición imprevista de una jovencita, casi una niña, desgreñada, de pechos gráciles y melena leonada. Ajena a lo que se le venía encima, la muchacha se abrazó al sacerdote y le dio de comer una mora sazonada, mientras le besaba las mejillas.
Estaban perdidos y no lo sabían.
Ambos componían una lastimosa imagen contraria a la ley de Cristo y a los preceptos del Profeta sobre el sacerdocio. Debían recibir un escarmiento ejemplar. El guía de peregrinos inmovilizó la cabalgadura y afiló su mirada como se afila una espada.
—Hermano, ¿convives quizás con esa coima que te abraza? ¿Es tu barragana, tu amante, o simplemente una feligresa que te reverencia con exceso de celo? Responde de una vez, cura sacrílego.
Un súbito rayo de perplejidad y miedo ensanchó su rostro mofletudo.
—No deseo corregir a tan alto hombre de Dios —confesó para aplacar al santón, pero la intranquilidad emergió en su voz—. Lo que veis no es más que el afecto de una pobre pecadora que así agradece mis misas, rezos y desvelos por su alma.
Más agresivo que nunca, fra Guifré contrarrestó sus razones con sentencias que aterrorizaron al clérigo. El descrédito de la clerecía tenía que ser ahogado en sangre y cortarlo por lo sano, por muy ignorantes que fueran.
—¡Vives en pecado! —gritó enfurecido.
El Profeta movía la cabeza como aplacando su ira interior. Para ese sagrado cometido lo había enviado Dios al mundo, y estaba firmemente persuadido de ello. Y como había advertido un atisbo de insolencia en la muchacha y en el mismo capellán, decidió desacreditarlos ante sus feligreses, que habían acudido sobrecogidos al contemplar la marea humana que se les venía encima, como una plaga de Egipto.
—¡Fraternitas perversa, infidelis Dei et luciferini servi[5]. Sois reos de la ira de Dios!
El obeso abate palideció. Debía prepararse para lo peor.
—¡Vamos, cura del Diablo, desnudaos los dos y caminad hacia la iglesia!
—Penitencia, penitencia —clamoreaban sus seguidores.
El preste y la muchacha no creían que fuera verdad, pero al ver acercarse a una multitud de penitentes que los amenazaban con las disciplinas, obedecieron al instante. ¿Quién era aquel santón que parecía el anticristo? ¿Un demente, un iluminado? Acataron la orden y pronto dejaron al aire sus castidades y dos cuerpos no habituados precisamente a las austeridades. La jovenzuela era pura redondez, con un sexo velludo, y una piel sonrosada. El cura no le iba a la zaga. Su vientre seboso e hidrópico, cebado con las limosnas de sus parroquianos, le tapaba las partes pudendas; era una mole de grasa que con el pavor temblaba como un pastel de melaza.
Un colérico penitente le propinó un puntapié, y los conminó:
—¡Camina cura indecente! Tu tonsura y tus órdenes no pueden ser más indignas.
La mente de los dos infelices estaba ocupada por el terror. Debían claudicar a sus razones, o sus vidas peligraban. Mientras ascendían desnudos el repecho hacia el caserío miraban hacia atrás por si eran abatidos por un tiro de ballesta.
—Mirad cómo corre con su marrana ese cerdo asustado —gritó un cofrade.
La fortuna había dado la espalda al cura y a su barragana, que de reojo observaba al guía terrible por si en las profundidades de su mirada descubría algún atisbo de misericordia. ¿Podían esperar clemencia de aquel rabioso perturbado? ¿Era uno de esos locos pastorells o turlupines que años atrás asolaran la cristiandad? El vicario, atenazado por el miedo, se desplomó de bruces en el barro y fue conminado por los secuaces del Profeta a incorporarse con golpes y puñetazos. Isabella comprendió al instante que aquella mesnada hambrienta de pureza quería verlos morir.
«Este mundo se reduce a una lucha entre víctimas y verdugos», pensó.
A empellones los metieron en la miserable capilla. Tras ellos entraron, con cilicios en la mano un grupo de leales del Profeta. Había que purificarlos. Algunos peregrinos pedían en voz alta que el fraile fuera ahorcado, empalado o decapitado y finalmente muerto al lado de su coima, ante el escándalo de Isabella, que temblaba.
—¡Fra Guifré, nuestro Padre celestial está impaciente y precisa de un sacrificio que atenúe su cólera divina!. ¡Aplicad vuestra justa vara de medir pecados! —le pedían.
El Profeta, que se asemejaba a un Zeus olímpico sobre su cabalgadura, dijo:
—Antes deben purgar la ponzoña que encharca sus almas. ¡Castigadlos!
El más absoluto mutismo se adueñó mientras tanto de aquel lugar.
Olía a paja podrida, a humazo de los carboneros del bosque y a putrefacción. Se escuchaba el chillido de las ratas y el goteo de la humedad chorreando por las paredes de la iglesia. Había que mantener la reputación de su misión divina. Un servidor les ató los pies a una cadena pesada que pendía de una argolla. El hedor era inmundo y la inquietud de Isabella irrefrenable. ¿Los atormentarían hasta morir? Los esbirros del Profeta, llevados de un celo brutal, los sujetaron con correas que los laceraban y los suspendieron de una viga del techo, mientras los azotaban y les echaban cera ardiente del altar en las heridas abiertas.
Con los mismos látigos, flagelos de plomo y pinchos de hierro negro de las penitencias, sus verdugos los sometieron a los más horribles tormentos. El sacerdote gritaba, pero los sayones lo flagelaban con saña. A la moza le hicieron beber a la fuerza agua helada hasta vomitar la bilis y la purgaron con un bebedizo repugnante que le hizo retorcerse de dolor y vaciar sus tripas. Los dos inculpados sentían calambres en sus músculos, que les dolían como si los taladraran con cuchillos.
—¡Echa todo el veneno que tienes metido en tu vientre, ramera! —le gritaban.
Entre tormento y tormento, los interrogaron; el aterrado presbítero confesó que tenía dos hijos de su relación con la mujer. En tan sólo una hora de suplicio sus aspectos sufrieron una pronta transformación. Las mejillas se les hundieron, los huesos se les dislocaron y los tendones de las piernas se les desgarraron. Los chasquidos escalofriantes de los flagelos, los ganchos que los despellejaban, el olor a carne quemada y el ruido de sus huesos, no los olvidaría jamás Isabella, encogida sobre sí misma mientras escuchaba los alaridos de la pareja, que sonaban en sus sienes como el martillo de un herrero.
Los gritos le erizaban los cabellos, cuando Melisenda escapó del regazo de su madre y se refugió en los brazos de la joven, que maldijo a aquella perversa peregrinación que hacía sentir pavor a una niña candorosa, cuyas únicas medidas eran el cansancio, la enfermedad, el hambre, y ahora el horror.
Cubierto de sangre, arrojaron al cura encima del ara del altar, incapaces de sacarle otras palabras que no fueran las de la exculpación y de misericordia por su pecado de estupro y profanación de votos. La concubina se agitaba convulsivamente mientras gritaba vocablos ininteligibles. Al cabo se abrió la puerta de la iglesia y los seguidores del Profeta que permanecían en el exterior lanzaron un grito, mezcla de satisfacción y de horror.
El cura y su joven amante comparecieron horrendamente lacerados.
Les sangraba la cara y el semblante les ardía, tumefacto y amoratado, lamido por un sol caduco. Una tos blanda atormentaba al clérigo y un líquido blancuzco se le escapaba por los labios azulados. Los traían agarrados por los brazos y atados por las manos; apenas si podían tenerse en pie. Los habían azotado cruelmente, habían llenado sus pulmones con agua gélida y los habían punzado con pinchos candentes. El clérigo mostraba la nariz partida y costras de sangre seca asomaban por el mapa de su cara. Parecía como si sus fuerzas lo hubieran abandonado. Insultos de indignación, seguidos de un alboroto censurador, estallaron en la plazoleta. Fra Guifré no apartaba sus pupilas grises de los encausados y frotaba sus manos de placer. En un tono reprobador, con la mano mesándose la barba, los taladró con sus pupilas escrutadoras. Su ronca voz hizo temblar a los reos, que lo miraron sobrecogidos.
—De tu respuesta depende mi clemencia o una sentencia ejemplar que os haga pender en una jaula de hierro en vuestra misma iglesia, hasta que os coman las entrañas las alimañas y muráis de hambre y de sed.
Falseando un sentimiento de culpa que no sentía, el cura suplicó aterrado:
—Ya lo he repetido mil veces a vuestros hermanos. Mi pecado sólo es de lujuria. Es eso y nada más lo que me indujo a cometer ese imprudente error por el que ya he pagado con creces. Ejerced vuestra clemencia con este pecador, os lo suplico.
—¿Sólo has pecado contra la carne? ¿Y la gula, el robo y el engaño, maldito?
—Soy un pobre pecador y os pido clemencia, padre amantísimo —rogó llorando.
Dándole un manotazo exclamó enrojecido de rabia:
—¿Clemencia, perro lascivo? La Iglesia escupe sobre la sangre derramada por Jesús. Son los pecados de sacerdotes como tú los que han desencadenado la peste negra. Por eso no acatamos la servidumbre del Papa y detestamos a los párrocos libidinosos, a los frailes sibaritas y a los obispos simoníacos, que están manchando el cuerpo de Cristo de inmundicia.
De repente la mujer acopió fuerzas y defendió al cura.
—Piedad señoría, os lo ruego por la pasión del Señor. Mosén Trobat es un hombre bueno. Castigadme a mí. Yo, y sólo yo, soy la causa de sus tentaciones —rogó la muchacha con la boca sanguinolenta de la que le habían arrancado varios dientes.
—¡Calla, ramera deshonesta! Las mujeres sois el germen del pecado —contestó furibundo—. Rezad durante la vigilia y mañana decidiré sobre vuestra suerte.
Y mientras los tendían en el escalón de la capilla, desnudos, torturados y ateridos, varios de los turlupines amontonaron leña en la plazoleta y alzaron una picota, donde presumiblemente serían ajusticiados al amanecer el cura y su joven manceba, que gritaba arrasada en un llanto lastimero que rompía el alma de los peregrinos.
—¡Misericordia Señor, misericordia! Tened lástima de nuestras vidas.
Isabella se apiadó de su suerte y lamentaba estar padeciendo tantas fatigas para nada. ¿Y si el cielo quería escarmentarla con aquella experiencia tan aterradora? Aquel juicio le pareció una señal, pero por más que lo intentaba, no conseguía disimular su angustia. ¿Debería abandonar como sus paisanas de Zaragoza y olvidarse del paradero de Diego Galaz?
La conversa volvió a pensar en soluciones extremas, pero sus angustias no habían cesado. Lo alto le enviaba una prueba de intolerable severidad. Secaba sus lágrimas dispuesta a coger su ración. Caía la noche y las beguinas repartían los corruscos de pan y los arenques. Se arrebujó en un rincón con la escudilla y el jarrillo, cuando de repente el corazón le dio un vuelco. Aunque con sus hábitos pasaba inadvertida sabía que por sus ojos delicados y los cabellos rubios fascinaba a algunos hombres de la comitiva. Y aunque ahuyentaba la mirada, sí notaba que era observada cuando se peinaba o aseaba.
Pero en aquel atardecer sombrío, marcado por el sufrimiento de aquellos desventurados, notó las miradas lujuriosas de un peregrino fornido que se hurgaba en la bragueta impúdicamente. A la par le sonreía mostrándole una boca renegrida, mientras componía los gestos de un acto erótico. Isabella escupió en su dirección, pero la mirada lasciva y sucia la sentía en toda su piel. Ella era un alma rebelde, pero retuvo el aliento como una condenada sumisa. ¿Debía temer a aquel bellaco o tomarlo como una simple burla? El temor la anonadó, pues el gigantón seguía excitándose mientras simulaba poseerla.
«¿Habráse visto? —protestó—. ¡Que un rayo del cielo baje y parta en dos a estos herejes y a ese impúdico sátiro! ¿Tendré que hacer frente a ese baladrón en el curso de este viaje maldito?», se preguntó, y todo su cuerpo le tembló como una caña ante el vendaval.
Por un instante supo que a partir de aquella noche su peregrinación se había convertido en un acto desesperado. Aturdida por las sacudidas del viento que descendía a ráfagas por las colinas, rezó por el clérigo y por su mantenida, hasta quedar rendida por el sueño, con Melisenda acurrucada en su cobijo.
Al amanecer, el cuerno de la peregrinación bramó en la placidez de la primera luz. Los peregrinos, entre los rezos de laudes, se pusieron en marcha. De imporviso sintió un aliento tras su nuca, caliente y repugnante, que olía a ajo y vino. Miró hacia atrás y descubrió aterrada al impúdico masturbador de la víspera que reía con una sonrisa de fauno.
—¡Maldito hideputa! —le espetó, y se escabulló aterrada entre las beguinas.
Isabella olvidó al libertino y miró en dirección hacia la iglesia, interesándose por el cura y su manceba. La pira permanecía intacta. No había habido inmolación por el fuego. Los cuerpos de los torturados permanecían inmóviles en la grada de la iglesia. ¿Habían expirado por el terrible suplicio al que habían sido sometidos? ¿Los había ajusticiado el frío de la noche? ¿Aguardaban que aquellos demonios de la pureza abandonaran el poblado y pudieran ser curados por sus asustados feligreses, que miraban agazapados tras los portillos?
Isabella nunca lo sabría, pues la itinerante Cofradía de los Últimos Días abandonó aquellos marjales tras desvalijarlos de víveres y acopios.
Un olor acre a humo y ceniza le llegó después a sus fosas nasales, y rezó.