Alejandría

Flotaba en el aire de Atenas un aroma lozano y un fulgor purpúreo acariciaba el mar, los templos ruinosos, los capiteles medio enterrados, las estatuas decapitadas y los pedestales arqueados, con los que sus antiguos habitantes habían honrado a las deidades de la Hélade. Lo más granado de Ponte Leone se congregó en el embarcadero para despedir a La Violant, a la que acompañaban cuatro naos de guerra provistas de bolaños de hierro, culebrinas y bombardas pegadas como lapas a sus costados.

Habían untado de sebo las poleas y abastecido la bodega de leña, pez y alimentos; Diego, melancólico como un pajarillo en jaula ajena, se acomodó al abrigo de la amurada sobre el fardo de sus pertenencias, contemplando con gesto adusto la ciudad ática, la madre fecunda que había legado su herencia a la cristiandad, que rielaba como el oro. Rindió un tributo de gratitud a Pitágoras y a Tales de Mileto, dos genios del álgebra que había estudiado en las aulas, y a los maestros Platón y Aristóteles, cuyas obras eran lectura obligada en las Universitas de Perpiñán y Lérida. Ello mientras la traza de la prodigiosa Atenas se encogía hasta esfumarse en el horizonte como un garabato gris.

Diego se sentía querido por los marineros; no había tripulante que no acudiera a él en busca de algún remedio o de un consejo amistoso, incluso Pere Espart, por lo que su crédito crecía día a día. Blanxart lo cubría con el manto de la amistad; le había avisado sobre el posible paradero de los Elasar y expuesto con crudeza los azares a los que se exponía siguiéndoles hasta Eritrea; pero el algebrista se mostró firmemente decidido a aceptar las incertidumbres de la aventura africana, tras encomendarse a Dios y a su estrella errante.

—He escogido el atajo apropiado y la compañía precisa. Os acompañaré.

Rebasaron el mar de Creta, donde hubieron de capear olas arboladas y un mar de fondo levantisco cerca de Rodas, por lo que se mantuvieron a barlovento. La galera cabrilleaba y los marineros recorrían desorientados la cubierta de una parte a otra, ateridos y empapados hasta los huesos de agua gélida y salitrosa. No obstante la marinería, tras un arduo regateo, se hallaba optimista ante la promesa de espléndidos lucros y navegaba feliz, a pesar de retrasar por unas semanas la invernada en Grecia.

El conseller Rocabertí y el asustado príncipe Yekuno, asistidos por Lucetta, ocupaban un camarote en el castillo de popa, pero apenas si asomaron la cabeza fuera de la cobija. Sin más contratiempos que una boga fatigosa de bolina, para mantener la escuadra junta, arribaron al puerto de Alejandría, agazapado entre la isla de Faros y la blanca ribera. Fondearon en el pantalán del oeste, donde estuvo el faro de Sotastros, y escoltados por la guardia almogávar atravesaron la muralla por la puerta de la Luna entre la indiferencia de los alejandrinos.

Una nube de mosquitos recibió a los extranjeros, que hubieron de cubrirse con los capotes. Alejandría, al-Iskandariya, como la llamaban los lugareños, se ofreció a los ojos de Diego como el lugar mítico de remota magnificencia. La urbe, perdidas sus maravillas y requemada por un sol inclemente, se había convertido en un inmenso erial donde sólo podrían guarecerse las arañas, los lagartos y la langosta. Diego seguía a la comitiva contemplando a su derredor un conjunto anárquico de ruinas cubiertas de matorrales y sucias lonas donde se refugiaban astrólogos parlanchines, bandidos, arrieros y mercaderes con sus miserables mercancías.

Los palmerales, los sicómoros y los cinamomos crecían entre sus ruinas: pilastras arrumbadas, arcos demolidos y santuarios desmedrados. La feroz rapiña de sus conquistadores y la desolación del olvido la habían despojado de la hermosura de su rostro heleno.

—¡Higos y albaricoques del Nilo! —ofrecían los mozalbetes a su paso.

Diego se esforzaba en identificar entre los vestigios el barrio de Bucheion, el sepulcro de oro de Alejandro, su fundador, el palacio de Cleopatra, teatro de ardorosas pasiones, el templo del Serapeion, el Museo y su afamada Biblioteca, la luz que iluminó durante siglos al género humano y donde se guardaban más de medio millón de rollos sobre el saber universal. Todo en vano: el fuego, la implacable piqueta de los siglos y el saqueo incesante los había devorado para siempre.

Observó cómo aprovechando los sillares griegos, romanos y egipcios, se alzaban entre las rojas techumbres, las mezquitas de alminares azules, las iglesias coptas y las sinagogas judías. Creencias sobre creencias, un Dios sobre otro Dios, campanas cristianas velando las llamadas de almuecines y rabinos enseñando sus preceptos en las aljamas, en una mestiza comunión de razas y credos.

Sin embargo, aquella demencial ciudad había recuperado con el tesón de los judíos, aragoneses, catalanes, venecianos y pisanos, parte de sus energías y belleza. Entre el puerto y el lago Mareotis, se hallaban las intendencias de La Roda y la residencia de Blanxart y de Zakay ben Elasar, y a ellas se dirigieron. Cruzaron zocos y calles atiborradas de reatas de burros, palanquines y camellos cargados de cántaros, entre el enloquecedor estrépito de voces y enjambres de moscas e irritantes tábanos:

Sahif, por un dirham. ¡Agua fresca perfumada de rosas!

Al término de varias laberínticas revueltas, Diego sorprendió el mismo símbolo carcomido por el verdín que ya había visto en Barcelona colgado de un vástago de madera; esta vez, en griego, catalán y árabe: LA RODA. Los almacenes de la compañía despedían un intenso aroma a azafrán, clavo y canela. Diego consideró que era un buen punto de partida para la búsqueda de los Elasar.

Tras dejar a buen recaudo sus pertrechos echó una ojeada a las dependencias de Zakay. Allí encontró bostezando a Ifistos Diamantinis, el intendente griego que velaba por los intereses del judío en Oriente. Se trataba de un hombrecillo de cabellos pringosos, picado de viruelas, con unos repulsivos dientes amarillos meneándosele en las encías. Resultaba evidente que abusaba del vino, como delataba una nariz roja surcada de venillas azuladas. Diego le ofreció el estímulo de un franco saludo, pero tras interesarse por los Elasar, este le replicó esquivo:

—No sé nada de ellos, extranjero. Meteréis las narices donde no os llaman y seguramente la perderéis. Además si algo supiera, dad por seguro que no sois la persona a quien se lo confiaría. —Y rehuyéndole la mirada, se escabulló arrastrando sus pies entre los fardos de especias.

—¡Maldito Diamantinis del demonio! —replicó Diego enfurecido.

Aquel enojoso griego, no sólo no le agradaba, sino que le inspiraba desconfianza, pues o se hacía el débil mental, o realmente lo era. Abandonó el almacén y aguardó ocasión más propicia para sonsacarle algún testimonio. «Debo encontrarlos antes de que una familia entera se extinga».

Jamás había sentido tanta fragilidad y desamparo como aquella tarde, desde que saliera de Barcelona. Agotado, sediento, casi en los huesos, y a miles de leguas de su abadía, sólo tenía como referencias un extraño sello y la promesa de que los Elasar andarían por aquellos pagos del Diablo anunciando la llegada gloriosa del mesías judío.

A pesar de haber tomado precauciones, al segundo día de estancia en Alejandría Diego sufrió en sus carnes el cambio brutal de la temperatura. La piel se le resecó y sufrió una aflictiva disentería, como si un demonio le corroyera las entrañas. Hubo de guardar cama en un cuarto oscuro y fresco del ala oeste, bajo el cuidado de una esclava etíope de cabellos negrísimos, manos y pies tatuados de arabescos y belleza desafiante. Se la había proporcionado Blanxart, quien lo visitaba a diario, animándolo a recuperarse antes de la partida al País de los Aromas, cuyos preparativos estaban disponiendo en secreto.

—No partiremos sin ti, maestrillo. Así que limpia tus humores pronto —lo animaba.

Le costaba trabajo respirar, e ingería a regañadientes las tisanas que le administraba la africana, gracias a las cuales el brío comenzó a fluir de nuevo en sus entrañas. El estómago se le vació por entero y el vigor retornó a sus órganos adormecidos. A la cuarta mañana eructó sin pudor y arrojó una gacha biliosa por la boca. Entonces deseó incorporarse y andar, pero la abisinia se lo impidió con dulzura, y, tras asearlo con agua de rosas, bálsamos y almizcle, lo masajeó con un ungüento de olor a tomillo y agáloco que tensó sus músculos y su hombro herido. No obstante se sentía incapaz de caminar y de sostenerse en pie, así como de recuperar recuerdos.

En medio de tan perezoso sopor, un atardecer, la muchacha se despojó de la túnica ante sus ojos atormentados, dejando al descubierto su incitante hermosura de ébano. Colocándose a horcajadas sobre su torso, se entregó al masaje como cada tarde. Diego hizo un ademán para apartarla, pero sus manos se resistieron. La piel atezada, las caderas firmes, sus senos y pezones endrinos, se confundían con la negrura de la habitación, en la que se distinguía su perfil sólo por la línea del brillo de bronce y el sudor de su piel. Las facciones de Diego enrojecieron y su debilitada mente deseó vivamente poseer la esplendidez de la esclava. De un tirón, la hembra le despojó de su camisa, que cayó al suelo arrebujada y lo abrazó con brusquedad, ofreciéndole su boca entreabierta.

Las ajorcas sonaron en el silencio, como los pífanos de una guerra amorosa.

Diego, hurtando su corazón a los sentimientos sucumbió a sus tersuras. La etíope exploró cada palmo de su cuerpo, del que extrajo emociones salvajes, mientras en su piel de abenuz se reflejaban los destellos de la luna. La hembra desbordó su cabellera en el torso del joven y apretó la redondez de sus pechos contra él. La africana, en una mezcla de habilidad y voluptuosa codicia, mordisqueaba la viril turgencia del aragonés, provocándole tal cúmulo de sensaciones que desfalleció, rindiéndose al paroxismo carnal. Palpitaron entre gemidos, mientras el físico se perdía entre las suavidades felinas de la etíope. Aunaron sus sexos, pujaron con fuerza, y a Diego le pareció que el fuego los devoraba por dentro. La muchacha contraía su vientre en un ardor furioso, mientras el extranjero besaba los pezones que parecían moras en su boca. Por fin, suplicantes, se retorcieron en un deleite supremo y vaciaron sus cuerpos en un indescriptible y fluyente embate.

«¡Qué fascinante y qué extraña me resulta esta mujer!», se decía.

Esas dulces prácticas las repitió con la esclava a diario. Diego supo que se llamaba Akaina, y refugió su soledad en su apasionado regazo. Aún le dolía y le picaba la cicatriz que le produjo el golpe de la cebadera de La Violant, pero la etíope la cuidó con agua de beleño. Cuando el joven quería reanimar sus sentidos, la buscaba, y ella se ofrecía como una dulce gacela. Con una mueca de añoranza, Diego se sometía a las artes amatorias de la etíope y con sólo su delicado roce se extasiaba estremecido. Soñaba con los brillos de su piel tostada y se refugiaba en sus brazos ardorosos, abandonándose como un niño en los hormigueros del sueño nocturno.

Como dos cómplices, en la soledad de la estancia, y con los ojos perdidos en sus pupilas ceñidas de obscuras pestañas, desgranaban cada día una nueva historia de pasión. En la calidez del ambiente, Akaina desplegaba sus encantos en una atmósfera de rumores perezosos, y Diego la poseía con avidez, como hechizado.

Sin embargo no podía guardar un sólo resquicio de su corazón para el amor.

El aire, más que nunca, se nimbó de un aroma a jazmines.

Diego redobló sus esfuerzos y consiguió abandonar el catre. Se vistió a la egipcia, con túnica de lino y tailasán anudado a su frente, para soportar el tórrido bochorno. Paseó con Akaina por los huertos cercanos al puerto que exhalaban tufos dulzones a damascos, y entre las moreras blancas que sombreaban las calles de la ciudad. Visitó al príncipe Yekuno, custodiado férreamente por la cuadrilla de almogávares, con el que trabó una amistosa y correspondida relación, pues el zagal se sentía solo y asustado, y recuperó paulatinamente sus fuerzas.

Junto a Blanxart visitó la poderosa judería, sede de la Academia Hebrea, la sucesora de la escuela filosófica neoplatónica, con objeto de indagar sobre los Elasar. Uno de los rabinos, un anciano de barbas venerables, les comunicó que corría un fervor mesiánico entre sus correligionarios de Oriente, pero que nadie conocía el paradero exacto de Zakay ben Elasar, el nasí judío de Sefarad.

—Lo mismo podréis acertar con él en Siria que en Armenia, Palestina o Etiopía. Únicamente el Altísimo conoce el lugar donde le sirve —les aseguró—. Pero no debe andar lejos, pues la Parusía o venida, se acerca. Según los rabinos, su primer destino era Aqiq, donde está la sinagoga más antigua del mar Rojo.

Diego insistió ante Ifistos, que hablaba en koiné, un griego vulgar inteligible, pero apenas si lo entendía. Le regaló una vasija de vino de Chipre, y aunque se mostró más abierto que en el primer encuentro, negó una y otra vez conocer dónde se hallaban sus amos. Pero se notaba su falsedad, ya que no miraba a los ojos cuando respondía con laconismo. Y cuando embriagado eructaba y ventoseaba como un arriero, hastiaba a Diego con su descortés conducta, hasta que lo abandonaba tirado sobre las sacas del cobertizo.

—Insolente y soez griego, que el cielo te confunda. Tienes el cerebro muerto de tanto trasegar botijas de vino y cerveza.

La víspera de la partida, Diego, Felip, Blanxart y Rocabertí callejearon por las plazuelas del barrio de Nebi. Deambularon por las inmediaciones de las catacumbas de Kom, donde se recrearon en la contemplación de un Cristo con los símbolos de Osiris, que maravilló a Galaz por su singularidad y hermetismo. Husmearon luego en las tienduchas de la mezquita de Abdel Rizaq, perfumada por naranjos, donde los chamarileros vendían escarabajos de oro que protegían de las maldiciones, joyas expoliadas de sarcófagos antiguos, elixires con vetustas fórmulas sacerdotales del dios Tot, ennegrecidas estatuillas de terracota y papiros exhumados de los hipogeos de Tebas, que rechazaron por creerlos falsos.

Con el ocaso en ciernes, visitaron el solar que ocupó la ilustre biblioteca de la ciudad; sintieron como si en aquel lugar latiera todavía algún secreto grandioso, ahogado bajo las cenizas, el polvo y los bejucos. Diego rindió cumplido respeto con su pensamiento a su maestro Diofante de Alejandría, el primer algebrista del mundo civilizado y autor de un tratado con el que seguramente había impartido la docencia en aquella aula inmortal. Del Museum sólo quedaban los sótanos, algunas columnas cercenadas, esquirlas de mosaicos griegos hechas añicos y lascas rojizas del Círculo del Zodíaco, el colosal rosetón que adornaba el techo, así como restos de la fuente de su gran sala, que humedecía con sus exhalaciones acuosas los libros y papiros. Diego se preguntó dónde podrían esconderse los escritos de los filósofos que precedieron a Sócrates, Aristarco, Platón, Aristóteles o Ptolomeo, y que durmieron en aquel perdido bastimento de la ciencia, sin precio para el conocimiento universal.

—Aunque descubramos en nuestro interior el espíritu del macedonio, de su arquitecto Dinócrates, o de sus mecenas los Ptolomeos, la esencia y el saber atesorado en Alejandría se nos escapó para siempre —se lamentó el cónsul.

Micer Albert, este lugar se ha convertido en un rincón sólo para la fantasía y los sueños. La ciencia se esfumó —replicó Diego, absorbido por aquella adormilada ciudad del Delta a la que los siglos habían arrebatado su fasto y riqueza.

—Pues la destrucción de lo mucho que quedó tras el incendio de César se debe en gran parte a los fanáticos eremitas cristianos que incitaron al populacho a arrasar con todo, por creerlo demoníaco y herético —se lamentó Blanxart.

—Desgraciadamente nuestros clérigos siempre han tachado al progreso como abominación y arte del Maligno. ¡Ciegos y cicateros! —exclamó Diego.

Abstraídos por la hermosura de las reliquias alejandrinas se mezclaron con el torrente de mercenarios sirios, vendedores de tesoros, pordioseros, astrólogos y perfumistas. Diego, recordando a Akaina, le compró un escarabajo de oro, procedente de la tumba de una faraona según su vendedor, para regalárselo como prueba de su reconocimiento. Y ante la pertinaz insistencia de un tendero tuerto, se hizo con un papiro auténtico de la Sabiduría de Amen-em-Opet. Estaba escrito en griego y en egipcio, y había sido expoliado de una tumba de Tebas. Decía así:

No impulses tu corazón en pos de las riquezas, pues el alba nunca entrará en tu casa. Se verá su lugar, pero él no estará. El suelo ha abierto una boca para tragarlo y se hunde en el mundo de las tinieblas.

¿Significaba una advertencia para él ante su empresa?

Se colaron después en la calle de Afrodita donde meretrices de atrevidos afeites y escasas sedas sesteaban ante los muros del antiguo teatro romano. Al fin, extenuados, se sentaron en una tabernucha próxima a la necrópolis, donde dieron cuenta de unas escudillas de cordero asado con especias indias y bebieron generosamente vinos de Samos y Nutirka; con las primeras horas de la tarde, regresaron al frescor de la mansión de Jacint y de su perdido socio Zakay ben Elasar, el judío errante.

Los porteadores, alumbrados por candiles de sebo, apilaron los pellejos de agua, las armas y las sacas de provisiones, sujetando las correas del palanquín donde se instalaría la «mercancía» más preciada de la expedición, el mutilado príncipe Yekuno, al que guardarían dentro de un palio de raso y arpillera. Las mulas coceaban y se resistían a ser aparejadas y los camellos mordían y esputaban al sentir sobre sus jorobas los equipajes. Veinte ballesteros, almogávares del Pirineo de espantable presencia, unos castellanos, otros catalanes y los más aragoneses, más Marc Vadell, Jaume Felip, Diego Galaz, Jacint Blanxart, el príncipe y siete trajineros árabes, componían la secreta expedición al País de los Aromas.

Diego ataviado a la musulmana, con holgados ropajes, borceguíes de cordobán y un turbante con bandas anudado en la cabeza, se cruzó la bolsa de viaje en bandolera y embutió la daga en el cinto. Aun en la oscuridad de la alborada, pudo entrever a la etíope encaramada a uno de los ventanales, entre los palmerales, viendo alejarse a la partida. Brindaba a su mirada su perfil moreno y perfecto. Una imagen inolvidable de Egipto para Diego, una sombra protectora en medio del oasis, que lo acompañaría como un dulce recuerdo en aquel viaje incierto.

La mujer de ébano lucía la joya que le había ofrendado y cubría su esbeltez con un brillante yabrah negro, distintivo de los habasat, su tribu. Por sus pómulos prominentes rodaban lágrimas de aflicción. Diego alzó su mano, y la esclava esbozó una sonrisa de nostalgia. Él sabía que la dejaba como un ruiseñor sin nido, como una cervatilla herida, y lamentaba renunciar a la fuente donde había saciado su soledad. Luego desapareció del ventanal, con el rostro, que parecía modelado por un escultor exquisito, cubierto con un velo.

Blanxart los había reunido la tarde anterior en un patio sembrado de limoneros y adelfas, bajo la vigilante mirada de Albert Rocabertí, que aguardaría en Alejandría su regreso, tras advertirles de los peligros y precisar la ruta que debían seguir. Diego rezaba por hallar en alguno de aquellos lugares a Zakay.

—Al amanecer nos dirigiremos a la escollera de Rhasid y por el curso fluvial de Nilo ascenderemos hasta Jaba, donde nos uniremos a las caravanas que se adentran en las Ciudades del Oro —había informado Blanxart—. Tomaremos luego dirección este hasta alcanzar Massana, fin del trayecto. Encomendaos a la Santa Verge del Mar y conciliad vuestra alma con Dios. Recemos un paternoster y roguemos por nuestros pecados.

En medio de una estruendosa algarabía de cascos, rebuznos y sacudidas de las armas contra los arneses, se dirigieron a la Puerta del Sol y después enfilaron la cenagosa senda de levante, adentrándose en las fértiles margas del Delta, que anegaban las pantanosas marismas, enclaves de terribles bandoleros. Los primeros rayos, deslizándose sobre las planicies de sus herbazales infinitos, dibujaban un paisaje acuático esplendoroso, ante el que Diego se extasió.

«¿Qué me empuja a viajar hasta el fin del mundo tras una quimera?».

Mientras la comitiva desaparecía, al otro lado de la ciudad, el portón trasero de La Roda se entreabrió con un imperceptible chirrido que cortó la quietud del albor. Una figura escurridiza se recortó cautelosa ante el haz de luz del farol y su sombra se alargó espectral en las tapias del callejón.

Al poco se introdujo en una casucha de carrizos, de las que usaban los fellahs, los agricultores egipcios, para guardar los aperos y simientes. Apartó unas ánforas de hek, la dulzona cerveza egipcia, y se oyó el zureo de unas palomas que revoloteaban en una jaula. El intruso abrió la pajarera y apartó un pichón torcaz de plumaje tostado, al que anilló una argolla en su pata, y atada a él, un trozo de papiro. Abrió el ventanuco, contuvo la respiración y lo echó a volar con violencia. El ave mensajera emprendió un frenético aleteo y se perdió en dirección del sol naciente.

—Vamos, Zulema, anuncia al amo que ande precavido. ¡Hala! —la azuzó, despertando a unos murciélagos que dormían colgados del techo.

Después regresó cautelosamente al almacén y arrojó un salivazo al suelo con gesto áspero, mientras la luz del fanal se agitaba fantasmal en el desordenado chamizo. En sus ojos brillaba un iris opaco y una amenazadora fijeza, como la de un chacal que se ha burlado de su cazador.